XXI. La traición
XXI
La traición
El cambio de depósito de Dolores, que daba una prueba de la influencia de Pepe, era un golpe asestado a todo el partido de tío Eduardo.
Luis había quedado sorprendido, al día siguiente de su escena con Dolores, de ver aparecer al Juzgado.
La joven no había salido de su cuarto, no había hablado con nadie, pero era indudable que se había puesto de acuerdo con el abogado. Éste pedía el traslado de depósito por no creer segura a su cliente entre los parientes del esposo. El juez había estimado sus razones y nombraba depositario de oficio. Dolores iba a estar en casa de una señora viuda, muy honorable, donde tendría toda su libertad y todas las atenciones que allí le habían negado.
Le pareció que era entonces cuando sentía, por primera vez, la sensación de libertad, que debía darle su divorcio. Había salido de aquella casa, altiva, orgullosa, como una triunfadora, apoyada en el brazo del juez. Se les había escapado sin que tuvieran tiempo de tramar nada para detenerla. Luis tuvo el cinismo de ir a ayudarle a ponerse el abrigo, pero ella lo rechazó.
En su impotencia y su rabia todos se volvían contra Antonio. Podía no querer a su esposa, como aseguraba, y, sin embargo, tener vergüenza de hombre y matarla antes de que lo pusiera en ridículo delante de toda la ciudad, allí donde las costumbres rechazan todos los actos de rebeldía de las mujeres.
—Es un calzonazos consentido —decían— y ya debía haberle dado un tiro hace mucho tiempo, pues por quitar de en medio a una mala mujer no le pasa nada a un hombre.
—Lo que debe hacer ahora —recomendaba Luis— es vigilarla, y a la menor sombra, que no faltará, sobre todo con el abogadillo, darle un tiro a él y encerrarla a ella en un convento.
Pero era necesario obedecer las órdenes judiciales. El asunto había ya pasado a la Curia, que tenía que dictaminar después de oír a los testigos.
Pasada la embriaguez del triunfo, y la satisfacción de verse libre, Dolores se sintió desconcertada. La libertad, para ella, era sólo fracaso de su vida, desamor, soledad, indiferencia. En el fondo de su alma sentía un resquemor que la intranquilizaba. No tenían ya sus actos la pureza y la rectitud que la había inspirado en sus comienzos. Ahora sentía que al huir de su marido y de todas aquellas gentes se aproximaba a otro hombre.
Doña Anita la recibió como a una hija. Era una señora distinguida, madrileña también, que no estaba contaminada con los fanatismos de la ciudad, en la que se había quedado después de la muerte de su marido, por no alejarse de los queridos despojos.
—En los matrimonios —decía— hay siempre una paradoja. Al que es bueno se lo lleva Dios.
A ella le era ya igual una población que otra, con tal de gozar el sol en su azotea y sentir la caricia del buen clima. No salía jamás de su casa; no trataba a nadie, pues su sencilla modestia había alejado de su lado a todas las entrometidas.
Dolores sintió latirle con fuerza el corazón cuando le dijeron que Pepe la esperaba en la salita. Se apresuró a ir a su encuentro, tendiéndole las dos manos con un movimiento efusivo. Él, siempre serio y comedido, se las estrechó respetuosamente y le dijo, como si quisiera disculpar su presencia:
—Vengo a cumplir mi deber de darle a usted cuenta del estado de su asunto.
—¡Si viera usted cuánto le agradezco todo lo que hace!
—Cumplo sencillamente con mi obligación.
—No diga eso. Si no fuera por usted, ¿qué sería de mi vida? Me hubiera muerto ya. ¡Le debo a usted todo: honra, vida… y esperanza en lo porvenir!
—No exagere usted así… ¿Qué hombre honrado no haría lo mismo que yo, en mi lugar?
Dolores fue a sentarse en el sofá y Pepe, en una butaca, a su lado.
—Tenemos conseguido —le explicó— todo lo que se puede conseguir en esta altura. Está usted depositada en casa honesta, donde la tratarán con el afecto que merece, y autorizada por el juez para ejecutar todos los actos compatibles con su dignidad. No crea que el divorcio le concedería muchos más privilegios.
—¿No?
—La separación, que aquí llamamos divorcio, no se llega a fallar casi nunca. La pobre mujer que salió de la patria potestad para quedar bajo la autoridad del marido, cambia ésta por la de un depositario. Entre nosotros la mujer es una verdadera esclava. No es esto una frase vana, no. Es una eterna menor.
—¿Pero cuando se falle el divorcio yo dejaré de ser ya la esposa de…?
—No, no señora. El vínculo subsiste siempre. No puede usted dejar de ser la esposa… de… su marido.
Parecía costarle trabajo enunciar aquella idea. Se exaltó Dolores.
—Pero es cruel no poder romper esa cadena que amarra a dos personas que no se aman.
—La cadena es sólo para la mujer, amiga mía. Las costumbres tienen una fuerza sobre el espíritu, superior a la de las leyes. El hombre conserva, en la desigualdad de los códigos que ha dictado, todas las ventajas legales y, además, toda la tolerancia que le concede la costumbre.
—Pero una vez separados…
—Él conserva siempre, mientras el divorcio no se falle, y no se falla nunca, una autoridad sobre usted. Él podrá vivir libremente, formarse un hogar a su gusto… Pero el día en que usted llegase a obrar con igual libertad, tendría derecho a recluirla en un convento y hasta a matarla.
—¿Existen esas leyes? —preguntó asombrada Dolores.
—Tácitamente al menos. Todo marido que sorprende a la esposa con un amante, puede matarla impunemente. Los jueces, son hombres; los jurados, son hombres. Se ponen siempre de parte de los hombres, no por justicia ni por simpatía, sino por la solidaridad con que defienden así sus egoísmos, sus fueros y sus privilegios, mientras que las mujeres, sin idea de la necesidad de defensa, guiadas por bajas pasiones de envidias y celos, son las que más contribuyen a su propio daño.
—¿Pero no hay casos de divorcio?
—No. Algunos de nulidad de matrimonio. Lo único que lograríamos sería darle a usted posesión de su propio cuerpo, sólo para guardarlo, pero sin disponer libremente de sus bienes, ni hacer contratos, ni viajar, ni nada, sin la autorización del depositario o del Juzgado, según el caso.
—¡Ay! Amigo mío. Crea usted que con eso me basta. No quiero más felicidad que el verme lejos de ese hombre. Tranquila. Yo he llegado a la conclusión de que lo que más se parece a la felicidad es la tranquilidad.
Él la miraba con tristeza.
—¡Ojalá pueda yo proporcionársela! —dijo.
—¿Duda usted? —preguntó ella alarmada.
—Sí. Pedir el divorcio se considera como una ofensa a la religión, que ha hecho del contrato matrimonial un sacramento indisoluble. La Rota no llega nunca a fallar un divorcio y la Curia pone todos los inconvenientes para admitir las demandas.
—Pero cuando está claro…
—La claridad es según el cuerpo en donde refleja. ¿No ha visto usted que una persona no puede acreditar su vida con su presencia si no tiene ese documento que se llama fe de vida?
—¿Y qué hacer entonces? —preguntó próxima a llorar.
—Nada, Cuando una mujer es joven y bonita (no crea usted que es una galantería, pues la respeto a usted lo suficiente para no permitirme jamás ofendería), cuando una mujer —decía— es joven y bonita y tiene la desgracia de ser una malcasada, sólo se le ofrecen tres caminos: el primero, el de resignarse a sufrirlo todo, a matar su dignidad para acomodarse a él o morirse de asco y de tristeza; el segundo, que toman la mayoría, es el del engaño y la hipocresía; el tercero, que algunos espíritus nobles arrostran con valentía, es el de la separación, pero sólo logran vivir una vida truncada, descentrada, mutilada. Perdóneme usted que le hable así, Dolores; pero tengo que cumplir mi deber de desengañarla, de mostrarle la verdad, ya que antes he cometido una falta.
—¿Una falta usted?
Le parecía imposible que Pepe pudiera delinquir.
—Sí, una falta; porque la amistad hacia usted me ha cegado, y al verla perseguida por pretensiones indignas, canallescas, no pensé más que en libertarla de ellas sin hablarle a usted de todo esto, sin hacerle ver el alcance del paso que daba.
—No importa. Me ha salvado usted así. ¡Si todos fuesen como usted! ¡Si todos sintiesen esa piedad por la mujer!
—¡Es que basta amar a una para amarlas a todas, y respetar a una para respetarlas a todas! —dijo él con calor.
Luego, como si temiera haber ido demasiado lejos, añadió:
—Además, la mujer es la más débil; oprimida siempre y ultrajada con frecuencia, sin que baste a redimirla la ternura que, como madre, le debemos y la felicidad que nos da como esposa.
Se puso de pie. Ella cruzó las manos, las apoyó contra su seno como si fuera a arrodillarse ante él, y le suplicó:
—¡Sálveme usted! ¡Prefiero suicidarme antes de volver al lado de ese hombre!
—¡No diga usted eso, Dolores; se lo suplico!
—¡Oh! No sabe usted todo lo que yo he sufrido; no sabe usted cómo se ha entretenido en ir arrancando una a una todas las ilusiones y todas las delicadezas que brotaban en mi espíritu, cómo me ha pisoteado el alma —añadió ella con creciente exaltación.
—¡Cálmese usted, Dolores! Me hace daño verla así… No es usted para mí una cliente como las otras… Ya lo sabe usted. Es usted algo tan distinto… tan divino.
Ella lo escuchaba sin separar sus manos, como si rezara.
—Pero no tema usted nada de mi cariño, Dolores. Yo no soy capaz de ofenderla, ni con el pensamiento, como esos villanos. Debe usted sentir desprecio y asco por todos los hombres…
—¡No!…
Aquella sílaba, pronunciada con arranque, que le salía del fondo del alma, era algo tan grande, tan sincero, tan inesperado, que él no pudo contenerse.
—¿Será usted capaz de… amar, Dolores? —preguntó ansioso.
Ella hizo un esfuerzo para recobrarse, y contestó:
—¿Cree usted que podría ser amada?
Él cerró los ojos y no respondió. Se trababa una lucha en su espíritu.
Ella se ocultó el rostro con las manos. Las dos preguntas estaban contestadas. Ella le hacía sentir que no era cierto que no podía amar; que amaba, que lo amaba a él apasionadamente. Se lo había confesado a él y a sí misma a un tiempo, con la sorpresa de la revelación.
Pepe, con aquel silencio, le hacía conocer qué inmenso era el amor que podía inspirar, que le había inspirado. Una palabra de amor en sus labios le hubiera producido un desencanto. La malcasada no podía ya distinguir el amor honrado del amor de ocasión. Hablarle de un amor que no podía darle la prueba de consideración que supone el matrimonio, era ofenderla. Estaban sintiendo el absurdo que suponía el matrimonio y las conveniencias que legislan sobre el amor y la libertad y, sin embargo, ellos mismos necesitaban de su amparo. La costumbre, imponiendo su orden, esclavizaba sus espíritus, La casada estaba ya contaminada por el matrimonio. Divorciada se encontraría fuera de su centro, en una situación anormal, en la que jamás podría compaginar su amor con la consideración social, que estaba acostumbrada a tener, y sin la cual su felicidad se hacía imposible.
Dolores inclinó la cabeza sobre el pecho y lloró. Lloró sin que él se atreviera a decirle una sola palabra. Silenciosamente tomó su sombrero y se alejó. Cerca de la puerta oyó la voz que lo llamaba.
—¡Pepe!…
—¡Dolores!…
Se acercaron uno a otra. Ella le tendió la mano, y con los ojos húmedos de amor y de ternura, pero tranquilos y puros.
—¡Seremos amigos! —dijo.
Se acogían a la mentira para engañarse a sí mismos, para echar aquel puente de unión entre sus dos caminos.
—¡Si! —respondió él besando aquella mano piadosa.
Volvieron a sentarse, hablaron de cosas indiferentes. La joven fue a llamar a doña Anita para que les hiciese compañía. Pasaron reunidos toda la tarde sin darse cuenta.
Se habían tranquilizado sus conciencias y sus corazones con aquella traición que se hacían para consentirse su amor, disfrazado con el nombre de amistad, —prométame usted volver algunas tardes a verme— le dijo ella al despedirse.
Y Pepe lo prometió.