Capítulo 14

Martes, 26 de diciembre de 1944

Ésta ha sido la Navidad más lúgubre que he conocido. Martha, Minna y yo intentamos hacerla especial para Erich, Marius y los niños de la hacienda, pero ninguna se sentía con ganas de celebraciones. Papá von Letteberg no podía salir de Berlín, y su mujer no quería dejarle.

Sé por los rumores que Marius trae de la ciudad que la Gestapo sigue arrestando gente relacionada con la conspiración de von Stauffenberg. Mamá von Letteberg todavía debe de temer que impliquen a su marido. Los Aliados están bombardeando ciudades alemanas y avanzan en el frente italiano y en el francés; alguna gente dice que las ciudades alemanas fronterizas del oeste ya están en manos aliadas. Es una locura. Las tropas aliadas están cercando Alemania desde todos lados y las autoridades arrestan, aprisionan y matan a nuestros propios oficiales, cuando necesitamos a todos los hombres que tenemos para combatir a nuestros enemigos.

Esta mañana fui a la iglesia y fingí rezar por las almas de papá, Wilhelm, Paul, Peter, Manfred y herr y Frau Adolf; la seguridad de Irena y sus hijas, y la paz de espíritu de mamá. Lo hice porque todos esperaban que lo hiciera, pero me molesta cada minuto desperdiciado que pasé en aquel frío edificio lleno de corrientes de aire. Asistir a servicios religiosos parece un acto mecánico e inútil cuando ya no creo en Dios.

Sin embargo, pensé en mi familia, viva y muerta, y deseé que de algún modo supiera que mis pensamientos estaban con ella. Como comunista, Sascha bromea mucho sobre Dios. Dice que si existe un Dios, se fue de vacaciones en 1939 y no ha vuelto todavía.

Mi único consuelo es que mamá no sabe nada de lo que está pasando. Cuando le llevé su cena de Navidad y le regalé unos pañuelos que había cortado de sábanas viejas y había bordado, me pidió que les recordara a papá y a los chicos que se abrigaran, porque estaba haciendo mucho frío y cada vez nevaba más. A veces desearía poder ignorar todo lo que está pasando y vivir en el pasado como ella.

Greta no envió ningún regalo, ni siquiera para mamá, pero escribió para contarnos que habían cancelado su permiso y que a Helmut lo habían destinado a un regimiento en el frente. ¡Ya era hora! ¿Por qué deberían luchar los ancianos como Brunon mientras hombres jóvenes como Helmut tienen trabajos seguros y cómodos? Me reprendía por no contestar a su última carta, pero no puedo escribirle ni una palabra después de que denunciara a Wilhelm y amenazara con quedarse Grunewaldsee, así que ni siquiera la felicité.

Quería enviar mensajes de felicitación y paquetes de comida a Irena y a las niñas, pero mamá von Letteberg me advirtió que ni lo intentara, porque cualquier tentativa de comunicación podría ponerles peor las cosas, estuvieran donde estuvieran.

Así que sólo Martha, Minna, Marius, Erich y yo nos sentamos a una cena de Navidad a base de panceta salada y patatas hervidas. La comida se me atragantaba. Recordaba otros años en que la casa estaba llena de gente, risa, alegría y espíritu navideño.

Incluso el árbol que Marius, que intenta con empeño ocupar el lugar de su padre como administrador y cabeza de su familia, había cortado y llevado a la entrada, y los pocos dulces que preparamos para los niños de la hacienda con sirope y puré de patatas, parecían tristes en comparación con los adornos de las pasadas Navidades, y no digamos ya de las de antes de la guerra.

Me parece como si la casa estuviera llena de fantasmas. Si una corriente provoca un portazo, escucho a los gemelos corriendo y gritando escalera abajo de camino a una fiesta. O al pasar por el despacho, abro la puerta y espero ver a papá fumando y leyendo el periódico en lugar de haciendo las cuentas, como fingía hacer cada mañana. Incluso el cuarto de costura de mamá parece abandonado.

Ayer, justo después de anochecer, entró un camión en el patio. Tenía una capa de nieve en el parabrisas, y los lados y el techo del toldo de lona estaban incrustados de hielo. Recordé a los SS que se habían llevado a Irena y a las niñas, y ordené a Martha y a Minna que escondieran a Erich y a Marius arriba, antes de salir a recibirlos. Estaba aterrada, incluso antes de oír los gemidos que venían de atrás.

El conductor y un oficial salieron. Miré adentro. Estaba lleno de soldados heridos. Los hombres estaban en unas condiciones terribles, con vendas manchadas de sangre envolviéndoles las cabezas, manos y pies helados. Incluso con el frío, el hedor era tremendo.

Mientras el conductor examinaba a los hombres, el oficial, un teniente absurdamente joven, juntó los talones, se inclinó y me dio un paquete y una carta. Dijo que eran una entrega especial del Standartenführer[23] Graf von Letteberg.

Sugerí que los hombres tal vez querían entrar al calor y beber algo caliente. Martha siempre tiene alguna sopa en la olla, aunque estos días es más agua con verduras que otra cosa.

El teniente lo rechazó. Algunos de los hombres estaban gravemente heridos, y la mayoría había perdido dedos de las manos y los pies por el frío. Dijo que si no los llevaba pronto a los médicos de Bergensee, podrían gangrenarse. Pregunté si podía hacer algo por ayudar, pero negó con la cabeza.

Los observé marcharse, luego regresé a la cocina y llamé a Martha, Minna y los niños. Esperaba que el paquete contuviera algo que alegrara a Erich. Ya es lo bastante mayor como para saber que las Navidades deberían ser especiales, y éstas han sido muy solitarias para él. Sigue preguntando constantemente por Marianna y Karoline (solían jugar juntos) y echa de menos a Irena, que pasaba horas contando cuentos a los niños. Ni siquiera Marius ha sido capaz de acabar con su abatimiento.

Este año no había uniforme de la Wehrmacht, sino un pequeño tren de madera que a Erich le encantó, una caja de frutas escarchadas, que repartí entre Martha, Minna y los niños, y ropita de bebé tejida a mano y bordada para mí. No quiero ni pensar lo que Claus habrá pagado por ella.

La carta de Claus era cautelosa, pero sugería que visitara a sus padres en Berlín en cuanto pudiera. Así pues, sé que los rusos están a punto de invadir de nuevo Prusia Oriental. Pero es imposible que abandone Grunewaldsee sin Brunon aquí.

Después de acostar a Erich, me senté en la cocina media hora con Martha y Minna. Estaban tan deprimidas que se fueron a la cama antes de las nueve, o quizá sospechan que hay algo entre uno de los prisioneros y yo.

En cuanto me quedé sola, cogí la comida que pude encontrar y dos botellas del vino de cerezas casero de Martha, y fui al cuarto de los arreos.

Mamá tiene razón: hace mucho frío este año. La vieja estufa del desván sigue funcionando bien, pero incluso así, Sascha me contó que sus hombres pasaban la mayor parte del tiempo apiñados bajo todas las capas de ropa que podían encontrar. El cuarto de los arreos estaba helado. Está casi tan frío como el exterior.

Ofrecí a Sascha escaparnos a mi cuarto y a mi cama, pero insistió en que como los nuevos guardias tienen las llaves de la casa, era demasiado peligroso, así que nos acurrucamos bajo las mantas de los caballos después de que pasara la mayoría de la comida y el vino a los demás por la trampilla.

Su generosidad me da otra razón para amarlo, pero desearía que tomara más de la comida que le llevo y no se lo diera todo a sus hombres. Nadie sabe lo que nos espera, pero una cosa es segura. Todos vamos a necesitar cada gramo de fuerza que tengamos.

Por segunda vez nos atrevimos a discutir el futuro. Sascha sugirió que si los rusos atraviesan las líneas alemanas e invaden Prusia Oriental, le dé a sus hombres y a él caballos y un carro para poder huir al frente ruso, llevándonos a Erich y a mí con ellos. Le recordé que, aparte de Erich, tengo a mamá, Minna, Martha y Marius a mi cargo, y que el ejército ruso no estaría muy bien dispuesto hacia un grupo de mujeres alemanas con dos niños, sobre todo si sabían que una de las mujeres era la nuera del general von Letteberg y el niño menor su nieto.

Entonces Sascha empezó a hilar sueños incluso más locos y, envuelta en sus brazos, abrigada y cómoda bajo las mantas, con un vaso de vino de cereza dentro, me permití creer que eran posibles.

Habló de dirigirnos a la costa, robar un barco, navegar hasta la neutral Suecia y encontrar una casa allí, algo pequeño y acogedor, como la casa junto al lago. Viviríamos con Erich y el niño, sin ver a nadie más, de los frutos de la tierra. Usaría el barco para pescar en el mar y en invierno cazaría ciervos. Tendríamos unas cuantas gallinas y una vaca o dos, y plantaríamos nuestras propias verduras.

Era una fantasía encantadora, y un maravilloso regalo de Navidad, pero tengo más miedo que nunca. Intento esconder mis temores a Sascha, pero me conoce demasiado bien. Me resulta imposible ocultarle ningún secreto. Pronto será otro año, 1945. Debería ser un año feliz en el que cuidar de un nuevo hijo, pero tengo miedo por Erich, Irena y las niñas, mamá, Alemania, y Sascha y sus hombres. ¿Qué nos traerá?

Charlotte torció el gesto mientras tanteaba las siguientes páginas. Eran de un papel más áspero y delgado, con la superficie rugosa. Arrancadas de una libreta que le habían dado cuando la reclutaron, las había cosido en el diario el día después de la rendición de Alemania. Se imaginó a sí misma cómo había estado, sentada en la esquina de la cocina de una granja extraña, abriendo agujeros con una aguja que le había prestado la esposa del granjero, y uniendo los papeles sueltos con un hilo cortado del dobladillo del uniforme que ya no necesitaba.

Cerró el libro y se reclinó en las almohadas. Miró el reloj. Las ocho. Laura no quería desayunar hasta las diez. Podía dormir una hora. Incluso cerró los ojos, pero el diario había evocado recuerdos demasiado intensos y reales como para ignorarlos.

Volvía a estar en Grunewaldsee. Sábado, 13 de enero de 1945. Había estado ayudando a Martha a pelar verduras en la cocina. Estaba nevando tan fuerte que no tenía sentido intentar hacer ningún trabajo fuera. Los rusos estaban limpiando los establos, y Martha y ella se estremecían con el restallido intermitente de las fustas intercalado con gritos de los soldados. Los nuevos guardias pegaban y humillaban a los prisioneros continuamente y sin piedad, pero nunca tocaban a Sascha ni a Leon. Sascha le había contado que era un viejo truco: darle a los oficiales un trato «suave», y con el tiempo los hombres bajo su mando se volverían contra ellos. Pero en este caso les había salido el tiro por la culata. Los hombres de Sascha lo habían seguido a él y a Leon al infierno del campo de prisioneros, les habían confiado sus vidas, y esa confianza se había visto recompensada con la supervivencia. El respeto que los subordinados de Sascha les tenían a él y a Leon no se podía erosionar tan fácilmente.

Después de que todos los de la casa se acostaran esa noche, llevó gasa y yodo al desván. La botella de coñac se había terminado meses antes, pero llevó una botella de fuerte vodka casero que uno de los trabajadores polacos de la hacienda le había dado a Martha en agradecimiento cuando ella había llevado una olla de caldo de pollo a su esposa enferma. Sascha quitó el corcho con los dientes y bebió un trago antes de pasarlo con lo demás por la trampilla. Después la cerró y se acurrucaron juntos, temblando bajo las mantas de los caballos.

—Lo siento. —No había tenido que explicar por qué—. ¿Son graves las heridas de tus hombres?

—Están maltrechos, magullados y algunos sangran, pero vivirán. Ojalá esas bestias no se cebaran siempre en los más jóvenes. Tienen la piel de la espalda hecha tiras. —Apretó los puños—. Quiero matar a esos bastardos… —La miró y su rabia se disipó—. «Una palabra amable es mejor que una gran tarta»… Me darás muchas palabras amables, ¿verdad, amor mío?

—Sí. Y gracias por otro de tus refranes rusos. Hay mucha verdad en ellos. —Le besó la punta de la nariz, porque tenía la boca cubierta por las mantas.

—Sobre todo en «A todas las edades podemos amar». Te seguiré amando dentro de cincuenta años.

Ella se abrazó fuerte a él. Tenía demasiado miedo de mirar tan lejos en el futuro.

—Si aún estamos vivos, seremos viejos torcidos con el pelo gris.

—Y viviremos en paz, aunque sólo sea porque Stalin y Hitler se habrán quedado sin soldados que luchen por ellos.

—«La paz eterna sólo dura hasta la siguiente guerra» —dijo ella, citando otro de los proverbios que él le había enseñado—. Mi padre luchó en la última guerra para acabar con todas las guerras. Veinte años después de que firmaran los tratados de paz, Hitler empezó ésta. ¿Cuánto tardará la siguiente?

Él sintió su desesperación y trató de reconfortarla.

—Sobreviviremos, Charlotte.

—¿Cómo puedes estar tan seguro, Sascha?

—Por esta pequeña. —Movió las manos bajo la manta, las puso sobre su vientre y sonrió cuando sintió una patada del bebé.

—Es un niño.

—Una niña —corrigió él—, que llevará nuestro amor al nuevo mundo, que se construirá sobre los restos del antiguo. ¿Quieres soñar?

—Con nuestra casa —asintió ella.

Él se llevó su cabeza al pecho. Sabía que era la postura que a Charlotte más le gustaba porque podía oír su corazón latiendo bajo ella.

—Creo que deberíamos pintarla de rojo y verde. Rojo en las habitaciones de los niños, y verde en la sala y el comedor. Y llenaremos la estantería de los niños con todos los cuentos de hadas que podamos encontrar: rusos, alemanes…

—Y pintarás cuadros para su habitación.

—De trasgos y osos fieros. —Puso una cara feroz.

Olvidando las precauciones, ella se rio.

—No te dejaré, asustarán a los niños.

—Nuestra casa será tan tranquila, tan pacífica y tan llena de amor, que tendremos que inventar peligros para enseñarles que hay algunas cosas que deberían temer.

—Ojalá eso pudiera ser cierto.

—¿Dudas de nuestro mundo de sueños?

—Nunca —mintió ella.

—Bien, porque es hora de que discutamos qué arbustos plantaremos en el jardín. Grosellas rojas y negras, por supuesto, y frambuesas…

—Pero no grosellas espinosas, que pueden pinchar.

—Grosellas espinosas, no.

El aire en el cuarto de los arreos estaba helado, y el heno y la manta eran una cama tan acogedora, que no se levantaron hasta las tres, e incluso entonces Sascha intentó retenerla. ¿Sentían que habían pasado su última noche juntos?

La mañana se abrió tarde, tan fría, gris y llena de nieve como el día anterior. La fecha estaba grabada en su mente: domingo, 14 de enero de 1945, el último día en el hogar de su infancia. Comieron en la mesa de la cocina, una sopa clara de zanahoria y col. El rostro de Erich estaba pálido, consumido; sus ojos azules, enormes sobre las mejillas huecas mientras la miraba sobre el borde de su cuenco. Ella estaba cortando pan, Martha poniendo la sal y la pimienta en la mesa, y Minna desdoblando la servilleta de Erich. Entonces Marius entró de un portazo desde el patio, y gritó que la Wehrmacht se había retirado y los rusos estaban en Allenstein.

Estaba resollando, sin aliento. Había hablado con refugiados en el extremo del camino que le habían dicho que un capitán ruso había recorrido la ciudad en un tanque equipado con altavoces. Hablando en alemán, había ordenado a todos los civiles alemanes que abandonaran sus casas y corrieran por sus vidas, porque no podía controlar a las tropas que venían detrás de él.

Su primer pensamiento fue hacia Sascha y sus hombres. Lo último que necesitaba un ejército en retirada eran prisioneros, y sabía que los nuevos guardias no tendrían remordimientos en dispararles. Hizo callar a Marius. Él la obedeció enseguida, mirando a la casa del guarda donde los soldados estaban descansando después de su almuerzo. La tormenta de nieve seguía cayendo. Los prisioneros estaban encerrados en su desván.

Pasó por delante de Martha y Minna, que estaban temblando delante de la estufa, fue al despacho, cogió las llaves de su padre del escritorio, entró en la armería y abrió la cadena que sujetaba sus rifles de caza. Había dieciséis. Algunos habían sido de su padre, otros de sus hermanos y de su abuelo. Junto al mueble de las armas había otro con las espadas y sables de los gemelos, y los cuchillos de caza de su padre.

Como no se atrevía a arriesgar la vida de Marius o Martha, había llevado las armas al cuarto de los arreos por el despacho ella misma. Le costó seis viajes. Todo el tiempo, Martha, Minna y Marius vigilaron las ventanas, pero los guardias no dejaron la casa. Cuando todas las armas estuvieron en el cuarto, silbó a Sascha. Él abrió la trampilla, alarmado y con los ojos muy abiertos cuando vio las armas y la mirada en su rostro.

—Tu ejército está en Allenstein. Es cuestión de poco tiempo que lleguen aquí. —Señaló las armas—. Podéis quedároslas.

Antes de que él pudiera contestar, regresó a la cocina y empezó a dar órdenes: a Marius que preparara la carreta con la pareja más fuerte de caballos que quedaba; a Minna que recogiera una bolsa con la ropa más abrigada de Erich, de su madre y suya propia; a Martha que recogiera las cosas de valor de su familia.

Corrió al despacho, abrió la caja fuerte de su padre, cogió sus llaves y los documentos de posesión y los metió en una mochila junto con la concesión de tierras colgada de la pared. Arriba amontonó el contenido de sus joyeros y los de su madre sobre los papeles. Las cajas de su padre y sus hermanos con gemelos y demás, las joyas de Irena…

Estaba sacando los protectores de su abrigo de piel y del de su madre cuando oyó disparos. Miró por la ventana del dormitorio y vio a los cuatro guardias tumbados, rotos y ensangrentados, bocabajo en el patio cubierto de nieve. Dejando caer los abrigos, corrió escaleras abajo. Abrió la puerta de par en par y salió como una exhalación para ver a los prisioneros rusos agachados sobre los cuerpos. Sascha estaba de pie detrás de ellos, con el rifle en la mano y una expresión en la cara que ella no había visto nunca.

Una mirada que lo transformó de prisionero en soldado.

Se quedó mirándolo, horrorizada ante la visión de la muerte en Grunewaldsee. Sascha le devolvió la mirada. Ella sabía que había visto su repulsión, pero que eligió ignorarla. Se echó el rifle al hombro.

—Quédate conmigo. Te protegeré.

Despreciando al soldado en que se había convertido, ella se apartó de él, y continuó mirando los cuerpos. Les habían disparado por la espalda. El guardia joven aún sostenía su pistola, con el dedo alrededor del gatillo incluso muerto.

—¿Cómo has podido? —Quería gritar la pregunta, pero apenas fue un susurro—. Teníais armas, podíais haberles pedido que se rindieran.

—Podían no haber soltado las armas. No estaba dispuesto a arriesgar la vida de mis hombres. —Avanzó hacia ella—. ¿Qué crees que es la guerra, Charlotte?

Ella no contestó. Pero continuó retrocediendo mientras los hombres rebuscaban en los bolsillos de los cadáveres en busca de objetos de valor o cigarrillos.

—¿Qué crees que hacen los soldados? —Su tono era suave, suplicante—. ¿Tus hermanos? ¿Tu marido? ¿Yo? Teníamos que matarlos, Charlotte. Eran ellos o nosotros. ¿Vienes conmigo?

Le contestó con una sola palabra, y gritó tan fuerte que los cuervos echaron a volar desde las ramas cargadas de nieve de los árboles esqueléticos:

—¡Asesino!

Volviéndole la espalda, entró corriendo en la casa. Minna se le acercó, llevando a su madre y a Erich de las manos, con el mismo pánico, confusión y miedo reflejados en los tres rostros.

Las responsabilidades con las que había cargado tras la muerte de su padre nunca le habían parecido tan pesadas, y ella nunca se había sentido tan débil ni tan sola, sin tan siquiera la ilusión del amor para sostenerla.

En ese momento supo con una terrible certeza que Sascha la había utilizado para sobrevivir. Y ella lo amaba demasiado como para culparlo o despreciarlo por ello.