Capítulo 10
Charlotte dejó a un lado su diario, con la mente impregnada de imágenes de hacía más de sesenta años de hombres ensangrentados, patéticos, de mirada vacía, con las descarnadas figuras derrotadas y encorvadas por los golpes mientras avanzaban penosamente hacia el Oeste con botas raídas.
Miró alrededor en su habitación de hotel. No eran más que las ocho y media de la noche, pero se sentía como si fueran las doce. Se preguntó si su agotamiento lo causaba el cáncer o la tensión emocional de ver Grunewaldsee y a Marius otra vez. Había muchas preguntas que seguían sin respuesta. Preguntas que habría hecho si Marius y ella hubieran estado a solas.
Laura llamó a la puerta.
—Qué guapa estás —la piropeó, cuando su nieta entró con un vestido de seda azul a media pierna.
—¿No te cambias para cenar?
—He comido tanto en casa de Marius que no me entraría una cena.
—¿Estás enferma? —preguntó Laura, preocupada—. ¿O sólo cansada después de lo de hoy?
—Cansada —reconoció Charlotte—. Regresar a Grunewaldsee me ha traído muchos recuerdos. Pero aunque no quiero comer, si me das cinco minutos, me cambiaré e iré contigo al comedor.
—No hace falta. He conocido a dos chicas judías estadounidenses en el vestíbulo. Están aquí con su madre. Sus bisabuelos dejaron Prusia Oriental en mil novecientos veinte y están buscando su antiguo hogar. Nunca se sabe, una cena con ellas podría llevar a un documental. No hay muchos cineastas que hayan explorado la emigración de Europa del Este tras la Primera Guerra Mundial.
—Cuánta gente regresa en busca de un país que ha desaparecido —murmuró Charlotte, ausente—. Me refiero al pasado, no a Prusia Oriental.
—«El pasado es un país extraño, allí hacen las cosas de otra manera» —dijo Laura citando la primera línea de El mensajero, de Hartley.
—¿Seguro que no te importa si me quedo aquí?
—Para nada. Pero pide algo más tarde, aunque sea una bebida, ¿vale? —presionó Laura.
—Quizá coñac y helado —dijo Charlotte, traviesa.
—No tenemos que regresar a Grunewaldsee mañana, Oma.
—¿Olvidas que Marius y Brunon nos han ofrecido una visita por la hacienda?
—Podríamos posponerlo e ir a otra parte.
—No —respondió Charlotte con decisión—. Si puedo soportar ver la casa, puedo soportar ver los campos. —Recogió su diario.
Laura se marchó de la habitación sin hacer ruido y cerró la puerta suavemente tras ella, mientras su abuela regresaba una vez más a su pasado.
Miércoles, 22 de julio de 1942
A veces parece que sólo acudo a este diario para contar tragedias. Apenas puedo ver esta página por las lágrimas. Mataron a Paul en Sebastopol el 1 de julio. Hace tres semanas, aunque el telegrama llegó esta mañana. Brunon estaba conmigo cuando el chico entró en el patio. Se ofreció a contárselo a las doncellas y a avisarlas de que no dijeran nada a mamá, pero no podía arriesgarme a que lo averiguara accidentalmente, así que fui a su habitación.
Sus gritos fueron atroces, pero por suerte duraron poco. Cinco minutos después estaba sonriendo, no queriendo o no pudiendo recordar lo que le había contado. Irena había salido antes de que llegara el telegrama, a visitar a sus padres con su nueva hija, Karoline, y Marianna. Me alegro. No quiero ver a nadie, ni siquiera a Brunon o a Martha. Creo que lo entienden, porque cuando dejé el cuarto de mamá cogí este diario y me encerré en la habitación de Paul. Deben de saber que estoy aquí, pero no han llamado a la puerta.
Los gemelos compartieron este dormitorio desde el día en que nacieron. Cuando Wilhelm se casó, Paul siguió durmiendo aquí cuando venía a casa de permiso. Ahora únicamente puedo mirar lo que ha dejado atrás. Sus libros, su juego de ajedrez, sus alfileres de corbata, botones, gemelos y colonia. Es como la muerte de papá otra vez. Hace un momento abrí el armario de Paul y toqué sus ropas. Ropas que no volverá a llevar. Es tan injusto… Ni siquiera había empezado a vivir la vida que quería.
Puedo oír a una mujer sollozando en el patio. Sé que es María y siento que debería ir con ella, pero incluso la idea me parece una hipocresía. Paul nunca me habló de ella, y todos fingíamos que no pasaba nada entre ellos.
No sé si debería enviar el carruaje. No tenemos combustible para el coche. ¿Debería ir a ver a Irena, o aguardar a que regrese esta noche? Espero y rezo por que Wilhelm esté a salvo. No soporto la idea de perderlo a él también.
Domingo, 27 de diciembre de 1942
Esta Navidad fue mucho más lúgubre que la anterior. Cada año somos menos. Primero papá, luego Peter, ahora Paul y María. Se suicidó una semana después de que llegara la noticia sobre Paul. Se ató un saco lleno de piedras a los tobillos y saltó del embarcadero al lago. Creemos que tal vez estaba embarazada de Paul. No pude escribir sobre eso entonces, porque me sentía culpable. Si hubiera hablado con ella, si la hubiera tratado como a una hermana, si le hubiera contado cosas de Paul, la hubiera aceptado y recibido en la familia, tal vez seguiría viva, y tendríamos a su hijo y de Paul para quererlo.
En vez de eso, sólo tenemos la tumba de María, y es por mi culpa, por ignorar su profundo dolor.
Brunon y Martha han sido muy valientes. El médico ayudó escribiendo «ahogamiento accidental» en el certificado de defunción para que pudieran enterrar a María en el cementerio de Grunewaldsee, y no fuera con los otros suicidas.
A veces siento que estoy rodeada de muerte, aunque me esfuerzo en no pensar en ello; Wilhelm y Claus van de regreso al frente ruso y Manfred ya está allí. Tienen que sobrevivir a esta guerra. ¡Tienen que hacerlo! ¡Tienen que hacerlo!
Charlotte recordó que había roto la punta de la pluma cuando escribió las exclamaciones. Era como si intentara mantener a Wilhelm, Claus y Manfred vivos a costa de fuerza de voluntad.
No nos quedaban gansos que matar estas Navidades, así que nos apañamos con las gallinas viejas que ya no ponían huevos. Todos excepto Manfred lograron venir a casa, incluso Greta y Helmut, por desgracia. Su compromiso debe de ser uno de los más largos de la Historia. Le pregunté cuándo piensa casarse, y me contestó:
—Hasta que la guerra termine, no.
Le dije que se preparara para morir soltera. Ella insistió en que su trabajo en la guerra es demasiado importante como para interrumpirlo con el matrimonio, como si dirigir Grunewaldsee fuera algo intrascendente.
Wilhelm, Claus, papá y mamá von Letteberg y los Adolf estuvieron aquí el día de Navidad, y conseguí organizar una buena cena, pero si no hubiera sido por los jamones y la comida que mis suegros trajeron, habríamos tenido una mesa bastante escasa. Intenté llevar a mamá a comer con nosotros, pero no hacía más que mirar alrededor preguntando por papá y por Paul, hasta que a todos les pareció mejor, y más humano hacia ella, permitirle regresar a su habitación.
Claus y Wilhelm sólo estuvieron con nosotros dos días. Tenían un permiso de doce días y pasaron cinco viajando para llegar aquí, y tenían que hacer un viaje de vuelta de otros cinco. Irena y Wilhelm desaparecieron en la casa del lago como de costumbre. Claus estaba más reservado que nunca. Se puso furioso cuando descubrió que permitía a Erich tener una luz de noche. Me acusó de querer que siguiera siendo un bebé cuando debería estar preparándose para ser un hombre. Le recordé que Erich no tiene más que dos años, pero Claus gritó que quería que su hijo fuera un hombre, no un marica, y al final tuve que levantarme de noche cuando Erich se despertó gritando, porque le aterra la oscuridad. Me alegra que Claus sólo estuviera en casa dos días; más tiempo habría resultado intolerable.
Irena lloró y se aferró a Wilhelm cuando se marcharon. Yo únicamente saludé con la mano a Claus. Alguien que espera que su hijo de dos años se comporte como un hombre, sin duda se sentiría incómodo por una muestra de afecto de su esposa.
Lo que duele es la amable pregunta de mamá von Letteberg sobre si todo va bien entre Claus y yo. ¿Cómo va a ir bien si discuto con él cada vez que nos vemos y odio que me toque?
Domingo, 7 de febrero de 1943
Han anunciado que el Sexto Ejército luchó hasta el último hombre en Stalingrado. Como en las Termópilas, no hay supervivientes. Aunque Wilhelm y Claus no estaban con el Sexto Ejército, están en Rusia, y sabemos que los oficiales a menudo llevan mensajes a otras unidades. Querido Dios, había un cuarto de millón de soldados alemanes en Stalingrado. Muchos chicos que conozco estaban destinados allí. No soporto pensar en eso. Estoy preocupada hasta la desesperación por Wilhelm, Manfred y Claus. Fue estúpido de mi parte pensar las pasadas Navidades que las cosas no podían ponerse peor.
Lo único que me alegra es que las exigencias de organizar la hacienda me dejan poco tiempo para dormir y ninguno para pensar. Apenas nos queda ganado para cría tras las requisas del ejército. Se han llevado hasta al idiota Wilfie, no podemos imaginar para hacer qué. Todos los hombres se han ido, excepto los muy jóvenes como Marius, que a pesar de tener diez años trabaja como un esclavo cuando sale del colegio, y los mayores como Brunon, que no hace más que trabajar también, cuando debería estar jubilado.
No hay comida suficiente; no tenemos ni para alimentar a los niños. Vinieron funcionarios del Ministerio de la Guerra con una lista de producción que esperan que proporcionemos para cumplir la cuota del año que viene. No sé si fue la preocupación por Wilhelm y Claus, saber que era imposible cumplir la cuota, o la forma en que se comportó Claus cuando estuvo en casa, pero estallé. Les dije a los funcionarios que no había forma de darles nada hasta que tuviera más mano de obra.
Luego me sentí verdaderamente avergonzada, pero Brunon me dijo que era lo mejor que podía haber hecho, porque dos días después recibí una carta oficial diciendo que se nos ha concedido mano de obra adicional en forma de doce prisioneros de guerra rusos.
Tuve que firmar lo que parecieron mil documentos para declarar que pagaré al Reich, no a los hombres, y que ni yo ni mi familia ni mis empleados los alimentaremos o colaboraremos con ellos de ninguna manera.
Vino un funcionario del campo de prisioneros para avisarnos de que esperásemos infrahumanos en apariencia y comportamiento, le dije que había visitado Rusia en 1939 con la orquesta de las Juventudes Hitlerianas de Allenstein, y que no había nada que pudiera contarme sobre la forma en que los rusos vivían en las zonas rurales.
Vinieron caminando penosamente por el sendero esta mañana al amanecer. Nos reunimos para ver cómo entraban en el patio. Brunon y Marius se habían armado con horcas. No se tenían que haber molestado. Tres soldados con rifles los vigilaban, y no es que los prisioneros parecieran tener fuerzas como para dar problemas o huir. Las muñecas, las manos y las caras que asomaban de sus harapos estaban incrustadas de suciedad y terriblemente delgadas. Sus ojos eran oscuros, con cercos negros que podían ser de mugre o agotamiento. Y tienen piojos. Vi algunos en sus barbas, y se rascaban las axilas.
Brunon los puso a trabajar enseguida, a despejar la nieve del patio, llevar estiércol y limpiar los establos. La tierra está demasiado dura para empezar a sembrar. No son buenos trabajadores. Son lentos, y no hacen nada hasta que los guardias les gritan y les amenazan.
Los observé desde la ventana de la habitación de mamá cuando llevé a Erich para su visita diaria. Todas las tardes intento organizar una pequeña fiesta para mamá. La visito, y Minna nos trae café de bellota, que es lo único que podemos conseguir ahora. El café de verdad y los pasteles son algo que sólo vemos en nuestros sueños. Mamá y yo nos sentamos y bebemos el espantoso café mientras intento fingir desesperadamente que todo es normal.
Por primera vez desde hace meses, mamá se sentó junto a mí. Observó trabajar a los hombres un rato, luego se volvió y, casi como si fuera la de antes, dijo:
—Tienes que alimentar a nuestros trabajadores, Charlotte. Tu padre dice que un hombre debe comer bien para trabajar bien.
Cuando regresé a la cocina, una de las chicas del ejército de tierra se estaba quejando de que había cogido un piojo en los establos. Eso es algo que no puedo permitir. Si los prisioneros rusos tienen los típicos piojos, podemos acabar con una epidemia.
Llamé al campo de inmediato y exigí hablar con el comandante. Dijo que no podía hacer nada. Los rusos vivían como animales y se negaban a lavarse o a seguir las normas básicas de higiene. Hablé con Brunon y me dijo que la única solución era que los rusos vivieran aquí en Grunewaldsee donde podríamos asegurarnos de que se mantenían limpios. Eso es imposible. No puedo tener a doce prisioneros enemigos durmiendo aquí junto a una casa con mujeres, bebés, ancianos y niños pequeños.
Hice una llamada a papá von Letteberg para pedirle consejo. Es imposible que cumpla con las cuotas del ejército sin los trabajadores adicionales, pero tampoco puedo arriesgarme a una epidemia de tifus que podría matar a los niños y al resto de nosotros. Con suerte telefoneará esta noche y me aconsejará qué hacer.
Martes, 9 de febrero de 1943
Papá von Letteberg llamó con la noticia de que Wilhelm y Claus están vivos, a salvo y bien, pero Manfred estaba en Stalingrado. Los Adolf e Irena tienen el corazón roto. Pobre, idealista, estúpido Manfred. No puedo creer que nunca vaya a volver a dar problemas en una reunión familiar. La tragedia nos ha unido aún más a Irena y a mí. Mi querida hermana por matrimonio. Incluso si la guerra terminara mañana, habremos perdido demasiado para que el mundo vuelva a ser el mismo otra vez. Las dos pasamos la mayor parte del día llorando por Manfred, Paul, Peter… Es muy duro cuando ni siquiera hay un cuerpo que enterrar o una tumba sobre la que llorar, únicamente un servicio funerario que organizar.
Papá von Letteberg no podía decir dónde están Claus y Wilhelm, ni lo que está pasando en el frente ruso, pero ha resuelto el problema con los prisioneros de guerra. Ha llamado al comandante del campamento personalmente y ha insistido en que los hombres que trabajen en Grunewaldsee se mantengan limpios. El comandante me llamó entonces para asegurarme que así sería en el futuro, pero noté que estaba furioso conmigo por atreverme a contactar con uno de sus oficiales superiores acerca del asunto cuando había supuesto que él ya lo había zanjado.
Le pedí a Brunon que viniera a verme en el despacho de papá para que pudiéramos hablar a solas, y le conté lo que había dicho mamá sobre alimentar a los prisioneros. Me advirtió que los soldados ya habían repetido las instrucciones de que no había que dar de comer a los rusos, aunque siempre había algún guardia gorroneando en la cocina.
Como si supiera lo que estaba pensando, el comandante del campamento volvió a llamar más tarde para dejar claro que si alguien de Grunewaldsee da comida a los prisioneros, se ocupará de que esa persona sea severamente castigada, sea quien sea.
No tuve más elección que aceptar aislar a los prisioneros. Eso significa asignarles tareas que no los pongan en contacto con nosotros, las chicas del ejército de tierra o los polacos. Brunon y yo miramos las hojas de trabajo y decidimos que en cuanto mejore el tiempo, los rusos se pondrán a arar y sembrar los campos de patatas. No hace falta que nadie se acerque a ellos, siempre que los mantengamos en ese lado de la granja y, si los encerramos en el granero mientras sus guardias comen a mediodía y luego los llevamos directamente de los campos al campamento al final del día, los veremos muy poco.
Sólo espero que estos prisioneros faciliten las cosas. Estoy muy cansada de peleas. Muy, muy cansada.
Domingo, 30 de mayo de 1943
Wilhelm y Claus han regresado hoy al frente ruso tras un permiso de cuatro días. No ha sido suficiente. Olvidé todas nuestras diferencias cuando lo vi entrar en el patio con Wilhelm en un coche del estado mayor. Estaban tan pálidos, enfermos y exhaustos que el corazón me dio un vuelco por los dos. Las chicas del ejército de tierra y las mujeres cuyos maridos están en el frente tenían muchas preguntas, pero sólo dijeron que el ejército alemán está haciendo todo lo que puede.
Wilhelm parecía tan débil que Irena y yo queríamos llamar al médico, pero Claus, que había ido conduciendo, insistió en que no era necesario y en que lo que ambos necesitaban era descanso y comida. Corrí a la cocina a ver qué teníamos, mientras Irena subía a preparar los baños. Ni Claus ni Wilhelm se acercaron a nosotras hasta que se hubieron despiojado. En cuanto se bañaron y Martha enrolló sus uniformes en bolsas de plástico para llevarlos a la lavandería a limpiarlos con vapor, se vistieron con las ropas de civiles que habían dejado aquí y vinieron a comer.
Por la escasez de combustible y doncellas, hemos cerrado incluso más habitaciones de la casa. Puse la mesa en la sala de mañana de mamá. Si a alguno de ellos le pareció extraño que comiéramos allí, no dijo nada.
Mientras se estaban bañando, le pedí a Marius que matara una gallina. No podíamos permitírnoslo, pero era lo único que se me ocurría para darles. Habíamos recogido las primeras patatas nuevas, y había un repollo, así que hice sauerkraut[17].
Martha, que me ha estado enseñando a cocinar, dice que ya soy casi tan buena como ella.
Les di a Wilhelm y Claus un tazón de la sopa de hueso de jamón y guisantes secos que Martha hizo para todos los de la granja. Era terriblemente clara, pero Irena y yo renunciamos a nuestra ración de pan y, para cuando se comieron eso, ya estaban listos el pollo y las patatas, que había frito en la grasa del pollo, y junto con el sauerkraut constituyeron una comida bastante presentable.
Quedaba un bote de cerezas del verano pasado, y se lo dimos con una copa del coñac de papá. No soportaba servirles café de bellota, así que Irena hizo té de rosa mosqueta. Ambos declararon que era la mejor cena de su vida. Qué distinta de las comidas de cinco y seis platos que solíamos tomar en los viejos tiempos.
Luego lo único que querían era dormir. Irena se fue a la cama con Wilhelm, pero yo volví a salir al campo. Ha desaparecido otro gato. Esta vez es el preferido de Martha. Brunon y yo estamos seguros de que los rusos los están matando para comérselos, pero no quiero decir nada, porque los guardias no necesitan más excusas para tratarlos mal.
Ayer, cuando Martha llevó a Brunon y Marius su almuerzo al campo, vio a uno de los soldados pegando al prisionero ruso más joven. Parece demasiado mozo para ser soldado, pero los guardias siempre están golpeándolo y pateándolo. Me dijo que le salía sangre de la sien y que hubo un fuerte crujido que sonó como si el guardia le hubiera roto el cráneo al pobre chico.
Ayer por la noche, después de cenar una tortilla de hierbas, pan de centeno y una de las últimas pocas botellas del vino de papá, oímos a los prisioneros marchando por el camino. Claus se acercó a la ventana. Dijo que los rusos eran lo peor de lo peor, y que si hubiéramos visto lo que les habían hecho a los soldados alemanes capturados, no los tendríamos en la granja.
Traté de explicarle que no teníamos mano de obra, y que el Reich necesitaba nuestras cosechas. Wilhelm permaneció sentado muy quieto. No dijo nada durante un rato, permitiendo que Claus despotricara y vociferara. Luego habló muy suave y quedamente, asegurando que si no hubiéramos tratado a los rusos tan mal cuando invadimos su país, quizá ahora no serían tan duros con nosotros.
Nunca he visto a Claus tan furioso.
—¡Son infrahumanos! ¡Pregúntale a ella! —Me señaló a mí—. Visitó Rusia antes de la guerra. Tienen un aspecto y un comportamiento medieval. Son bárbaros hasta límites insospechados.
Wilhelm exclamó:
—¿Es que vas por ahí con los ojos cerrados?
Les rogué que no discutieran, por los niños y por mamá. Irena intercedió y logró calmar a Wilhelm. Creo que él iría al infierno si ella se lo pidiera, pero también sabía que no había nada que yo pudiera hacer para tranquilizar a Claus. Si lo amara de verdad, o estuviera cerca de él como lo está Irena de Wilhelm, tal vez podría haberlo apaciguado. Pero no tenía sentido ni que lo intentara. El último comentario de Claus a Wilhelm fue:
—Motín y revolución no son palabras del vocabulario de un oficial alemán, y tú estás cerca de ambas.
Si ésta es la forma en que los capitanes y coroneles se comportan entre ellos, ¿qué oportunidad tenemos de ganar la guerra?
Wilhelm puso fin a la discusión preguntando si podía ver a mamá. Le dije que no tenía mucho sentido, pero Irena, él y yo fuimos de todos modos. Estaba sentada junto a la ventana. Los rusos seguían caminando por el sendero. Podíamos verlos arrastrando los pies, con los guardias riendo y bromeando detrás de ellos.
Sin volver la cara, mamá dijo:
—De verdad que tienes que darles más de comer, Charlotte. No pueden ni poner un pie delante de otro.
Wilhelm me miró y yo moví la cabeza. Él la cogió de la mano y dijo:
—Mamá.
Ella se volvió hacia él y, por un instante, un pequeño instante, juraría que lo reconoció. Luego dijo:
—Papá llegará dentro de poco; debes irte y recoger tus juguetes.
Nos sentamos con ella un rato. Pero no sirvió de nada. No sé que me ha pasado. Antes lloraba muy fácilmente, ahora casi no lloro nunca. A veces creo que con Paul y papá muertos, mamá tal como está y Claus frío y distante, tan completamente distinto del hombre con el que pensé que me estaba casando, mi corazón se ha vuelto de piedra. Luego vi a Claus llevando a Erich por el patio a ver los caballos y sentí una abrumadora oleada de amor hacia mi hijo.
Suceda lo que suceda, mientras tenga a Erich, la vida merece la pena. Sobreviviré y lucharé por los dos, sin importar nada más. Se merece lo mejor que le pueda dar.
Sábado, 10 de julio de 1943
Esta mañana escuchamos en la radio que nuestros ejércitos lanzaron una ofensiva a lo largo de un frente de 273 kilómetros en Kursk, Rusia, hace cinco días. Ahora comprendo por qué les dieron un permiso a Claus y Wilhelm a finales de mayo, y por qué Wilhelm estaba tan extraño, deprimido y ansioso por Irena y sus hijas. Sólo puedo suponer que ambos están en el grueso de la batalla.
Lleva lloviendo desde que se marcharon, y me siento tan miserable como el tiempo. Ahora lamento haber presionado a Wilhelm para que me contara cómo murió Paul. Fue después de comer, el último día de su permiso. Habíamos hecho preparar el carro del poni para llevar a los niños de paseo, pero Wilhelm dijo que le dolía la cabeza y se retiró al despacho de papá. Presenté mis excusas a Claus e Irena, le seguí y me empeñé en que me contara todo lo que supiera sobre lo que le había pasado a Paul.
El oficial al mando de Paul nos había escrito a mamá y a mí. Nos dijo que Paul había muerto instantáneamente de una herida en la cabeza. En aquel momento, Brunon intentó consolarme diciendo que Paul no había sufrido, pero no me creí del todo la carta. Recordaba algo que había dicho Claus al comienzo de la guerra sobre que los oficiales siempre reconfortaban a los familiares de los hombres caídos contándoles que habían muerto rápidamente y sin dolor.
Wilhelm repitió que en el caso de Paul era cierto. Estaba al mando de una batería que disparaba a la línea del frente ruso, hasta que el enemigo voló los cañones y los hombres por los aires con fuego de obús. Cuando le pregunté por la tumba de Paul, contestó que no quedó suficiente que enterrar. No creo que quisiera decirme eso, pero cuando empezó a hablar sobre Paul ya no pudo parar.
La idea del perfecto cuerpo joven de Paul hecho pedazos me llena de horror. Desde que Wilhelm me lo contó no hago más que imaginarme la muerte de Paul.
Wilhelm insistió en que, ya que todos tenemos que morir, hacerlo rápidamente en batalla no es una manera tan mala, le recordé que Paul no tenía ni veinticinco años. Wilhelm dijo que la juventud, junto con la verdad, era una de las primeras víctimas de la guerra, y que, al morir así, Paul había escapado a una larga y prolongada muerte en un hospital de campaña.
Pero sigo sin ver por qué Paul tenía que morir. Esta guerra parece sin sentido, aunque no creí que pudiera decirle eso a Wilhelm, no cuando volvía al frente.
Y eso significa mantener aún más pensamientos en secreto. Claus se pondría furioso si alguna vez viera este diario o me oyera expresar la mitad de las cosas que pienso. Sé que son ideas poco patrióticas, pero ¿de verdad traiciono a mi país por querer mantener vivos a los que quedan de mi familia?
Wilhelm siguió diciendo que no había nada peor que permanecer indefenso y contemplar cómo un compañero moría lentamente de frío, gangrena y congelación. Hablaba tan seria y sinceramente que estoy segura de que ha tenido que hacerlo muchas veces.
Luego habló sobre los inviernos rusos y, cuando le pregunté, admitió que eran exactamente tan terribles como los soldados que regresan dicen que son, y la única razón por la que Claus y él no han sufrido de congelación es porque ambos están en puestos de mando.
Lo único que pude hacer una vez que comenzó a hablar fue sentarme y cogerle la mano. Deseaba reconfortarlo desesperadamente, pero no se me ocurría nada que decir, y todo el tiempo mientras hablaba, la declaración de papá de que «nada bueno puede salir de la guerra» resonaba en mi cabeza.
Wilhelm repetía que estamos luchando contra toda la población soviética, porque las unidades de las SS, la Gestapo e incluso la Wehrmacht han alienado a cada hombre, mujer y niño de Rusia con su brutalidad inhumana. Me contó que cuando nuestras tropas cruzaron la frontera por primera vez, la gente salía corriendo de sus casas para señalar y besar las cruces de nuestros tanques, porque veían a la Wehrmacht como salvadores cristianos enviados para liberarlos del impío mundo del Comunismo, pero ahora escupen en los cuerpos de nuestros muertos. Se quedó en silencio un largo rato, y luego dijo:
—He visto tras el telón de mentiras, Charlotte. Que Dios me ayude, pero sé lo que está pasando, aunque no me atrevo a contárselo a nadie, ni siquiera a ti, porque en este magnífico Tercer Reich nuestro, la verdad mata con más seguridad que las balas.
El silencio en el despacho de papá era peor que las palabras de Wilhelm. No podía comprender qué estaba intentando contarme. Sé que no he visto toda la brutalidad de la guerra, pero después de lo que me contó sobre la forma en que murió Paul, trataba de imaginarlo. En cuanto a que el conocimiento era peligroso, en tiempos de guerra todos debemos tener cuidado con lo que decimos, la reacción de Wilhelm ante el estúpido chiste de Manfred me lo enseñó.
Wilhelm enterró la cabeza entre las manos. Me senté junto a él sin ser de ninguna utilidad, sin saber cómo reconfortarle. Irena sí habría sabido, pero Claus y ella seguían fuera con los niños. Cuando se oyó un ruido en la escalera, Wilhelm saltó como si le hubiesen disparado. Fui hacia la puerta. No era más que Minna llevándole su infusión a mamá. Intenté tranquilizar a Wilhelm, pero no escuchaba nada de lo que trataba de decirle.
Empezó a llorar, lágrimas que ni siquiera se molestaba en enjugar. No le había visto llorar desde que éramos pequeños. Me cogió la mano y la apretó, aplastándome los dedos.
—He visto cosas que tú y la gente normal y decente no podría ni imaginar, Lotte; cosas viles y horribles que han destrozado mi paz de espíritu y envenenado mi vida, incluso mi amor por Irena y las niñas. A veces pienso que vivo en un manicomio. Temo por Irena, Marianna, Karoline, por ti y por Erich, y por el futuro de todos los niños alemanes de este glorioso país nuestro, porque estamos construyendo un legado de sufrimiento que heredarán por nuestros pecados. Una herencia de brutalidad, salvajismo y odio que dirigirán hacia Alemania como país, y hacia los alemanes como raza.
Fuera, en el patio, pude oír a los niños riendo mientras Claus e Irena regresaban. Wilhelm me cogió la mano y me suplicó que cuidara de su esposa y de sus hijas. Que no importaba lo que pasara, no las dejara nunca. Se lo prometí, pero mi promesa no fue suficiente para él; apretó mi mano sobre la biblia de papá y me lo hizo jurar.
Yo temblaba, preguntándome por qué podía estar tan aterrado. Intenté contarle que los hombres en el frente como Claus y él son los que están corriendo todos los riesgos, no las mujeres y los niños que se quedan en casa. Y aunque ciudades como Dortmund y Berlín han sido bombardeadas, ni siquiera los ingleses pensarían que merece la pena enviar un avión a destrozar el campo a las afueras de Allenstein.
Sonrió ante mis intentos por calmar sus temores, me advirtió que me cuidara y cuidara a Erich, pero luego dijo:
—Estarás bien, Lotte, porque tienes al general von Letteberg para cuidar de ti.
Preocupada por su ánimo sombrío le rogué que se cuidara, por su bien y el mío, y por Irena y sus hijas, diciéndole que no soportaría perderlo como a Paul. Incluso mencioné a mamá, pero él sonrió y dijo:
—Mamá, la pobre, está lejos de esto. Ahora sólo quedas tú, Lotte. —Me besó en la frente, un beso muy tierno—. Pobre pequeña Lotte, que nunca tuvo las fiestas y los bailes que merecía. Un día era una niña y al siguiente tenía que llevar la carga de diez hombres.
Le recordé que tengo a Brunon, Marius, Martha, Minna y todas las mujeres y chicas del ejército de tierra para ayudarme, pero no había manera de convencerlo.
—Un anciano, unas cuantas mujeres, un niño que ni ha terminado el colegio, lisiados, chicas reclutadas por el ejército de tierra y polacos y rusos esclavizados, que deberían estar todos en otra parte.
Había tanta amargura en su voz, que me pareció que no había manera de poder ayudarle. Pero después tomé una decisión.
Conozco a mi hermano y a mi marido. Ambos preferirían morir en batalla que pedir favores, pero antes que ver a Wilhelm estallar en pedazos como Paul o a Claus morir lentamente en el frente ruso y que mi hijo crezca sin su padre, escribiré a papá von Letteberg y rogaré por que las autoridades no abran mi carta. Papá von Letteberg ya ha perdido a un hijo con Peter. Yo he perdido a un hermano con Paul, Irena ha perdido a Manfred. ¿No hemos pagado ya suficiente? No puede ser antipatriótico por mi parte querer mantener a salvo a Wilhelm. Papá von Letteberg debe de seguir recordando y pensando en Peter. Si considera lo que Claus, el hijo que le queda, significa para mamá von Letteberg, quizá organice un traslado a un cuartel de Berlín para Claus y Wilhelm. En alguna parte donde tengan que trabar duro, pero sobrevivan.
Jueves, 26 de agosto de 1943
En Allenstein corre el rumor de que las cosas no van bien en el frente ruso, pero no hay nada en los periódicos excepto las habituales reproducciones de discursos, descripciones de desfiles y artículos de «estamos ganando la guerra en todos los frentes». ¿Son todo mentiras?
Claus y Wilhelm no han regresado, pero otros han venido de permiso después de resultar heridos y, aunque cuentan muy poco, tienen rostros serios y adustos. No hace falta ser un genio para deducir que la situación en el este es precaria y que Prusia Oriental será la primera en la línea de fuego si los rusos ponen en retirada a nuestras tropas.
La conversación que tuve con Wilhelm me ha estado preocupando. ¿Qué quiso decir con «tras el telón de mentiras»? ¿Son las cosas en Rusia tan terribles como dice? ¿Por qué estaba Claus tan furioso cuando Wilhelm empezó a hablar sobre la forma en que nuestras tropas tratan a los rusos?
Papá von Letteberg me llamó después de escribirle pidiéndole que ayudara a organizar traslados para Claus y Wilhelm. Insistió en que no puede dar trato preferente a nadie, y menos a su propio hijo y a miembros de mi familia. Eso no sería justo para todos los soldados que no tienen amigos influyentes que intercedan por ellos.
Le dije que no me importaba lo que era justo, sólo mantener vivos a mi hermano y al padre de mi hijo hasta el fin de la guerra. No me contestó, pero Wilhelm y Claus siguen destinados en el frente ruso.
La eficacia de los prisioneros que mandan a trabajar a Grunewaldsee se ha deteriorado. Al principio, los hombres al menos intentaban trabajar. Ahora hay que pegarles para completar la más mínima tarea.
Mamá sigue observándolos por la ventana y diciéndome que les dé de comer. Ayer desaparecieron dos gatos más. He decidido hablar con Brunon sobre el estado de los prisioneros. Los doce hombres que nos mandan apenas pueden realizar entre todos en un día lo que el idiota Wilfie solía hacer. ¿Es porque son perezosos o, como dice mamá, porque están hambrientos? Una cosa es segura: si las cosas siguen como están, no podremos recoger la cosecha antes de que se eche a perder, y entonces el Ministerio de la Guerra puede patalear todo lo que quiera, que no tendrá su cuota.
Jueves, 2 de septiembre de 1943
Ayer Brunon y yo acordamos que merecía la pena intentar alimentar a los rusos con la esperanza de conseguir que trabajen más. Lo que sea que les dan en el campamento obviamente no es suficiente.
Le pedí a Martha que preparara un guiso con algunas verduras y dos de las liebres que Brunon había cogido en sus trampas. Todavía quedan cinco campos de zanahorias y coles por recoger, cuatro de nabos y seis de apios aparte de los últimos de trigo, maíz, heno, cebada y patatas. Eso es mucho trabajo por hacer antes de que llegue el frío.
Como el guiso para los de la casa y otro para las chicas del ejército de tierra y los guardias ya estaban hirviendo a fuego lento, Martha debe de haber supuesto para quién queríamos la comida adicional, pero no dijo nada, simplemente se puso a hacerlo.
Lo preparó fuera para no alertar a los soldados. Cuando los guardias estaban comiendo en la cocina con las chicas, y los polacos habían regresado a sus cabañas, donde se preparaban sus propias raciones para que ni unos ni otras pudieran ver que les damos de más, Brunon, Marius y yo llevamos la olla fuera al granero. Siempre se encerraba allí a los prisioneros a la hora del almuerzo para que los guardias pudieran comer juntos.
Brunon abrió la puerta lateral, de la que nunca les había dado la llave a los guardias. Los hombres estaban tirados en las pocas balas de paja que quedaban de los últimos años. Apestaban terriblemente y parecían incluso más salvajes, mugrientos y fieros que desde lejos. Estaba petrificada, pero Brunon les habló, primero en alemán, luego en polaco, diciéndoles que no tenían nada que temer. Pusimos la olla en el suelo y levantamos la tapa. Antes de que Marius pudiera abrir el saco con las cucharas, los cuencos y el pan, cayeron sobre ella, tirando a Brunon al suelo.
Comieron con las manos, sumergiendo los dedos sucios en la comida hirviendo, metiéndose lo que podían en la boca como animales en un abrevadero. Ayudé a Brunon a levantarse.
Marius se quedó atrás, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Murmuró:
—Es verdad que son bestias infrahumanas, ¿verdad, papá?
Me avergüenza decir que había estado pensando lo mismo, pero Brunon dijo:
—No hijo, no son bestias, sólo están hambrientos.
Entonces me di cuenta de lo delgadas que tenían las manos y las muñecas bajo las capas de harapos. Son poco más que esqueletos. Por primera vez comprendí por qué habían estado desapareciendo los gatos, por qué se arriesgaban a recibir palizas de los guardias al revolver en los cubos de bazofia para los cerdos, e incluso algo de lo que Wilhelm había estado intentando contarme.
Me di la vuelta mareada, no por cómo estaban comiendo, sino por el hecho de que yo no era únicamente testigo, sino responsable de su estado. ¿Cómo había podido estar tan ciega e indiferente a las carencias de otros seres humanos a los que veía a diario?
Los rusos llevaban meses trabajando en Grunewaldsee. Ni siquiera la enfermedad de mamá había evitado que ella notara su estado, pero yo, que se suponía que estaba al cargo, había ignorado su desesperada condición. Observarlos meterse la comida en la boca a puñados me hizo sentir como si mironeara una escena íntima por el ojo de una cerradura. Miré a Brunon, y entonces alguien dijo mi nombre.
Uno de los hombres dejó la comida y a los otros, y caminó hacia mí. Repitió mi nombre. Brunon me cogió del brazo para protegerme y Marius corrió hacia la puerta preparado para abrirla.
El hombre retrocedió, se disculpó en alemán por haberme asustado, y dijo que podía entender por qué no quería saber quién era. Entonces lo reconocí. El mugriento esqueleto vestido con harapos era Alexander, el hermano de Masha, quien con su hermano me había dado el collar de ámbar en la estación de Moscú. El que yo había pensado que era guapo para ser ruso.
Charlotte dejó a un lado el diario, abrió el minibar y se sirvió un coñac. Levantó la copa y murmuró:
—Por ti, Sascha, donde quiera que estés.