Capítulo 2
—Laura, soy Claus.
Laura titubeó. ¿Le habría enseñado su abuela las fotocopias? No se le había ocurrido que podría hablarlo con Claus, pero tenían una relación tan estrecha…
—Laura, ¿estás ahí?
—Sí. —Dio una excusa en voz baja al bibliotecario con quien estaba cenando en un restaurante y se dirigió al baño—. Sólo que es una sorpresa escucharte. No esperaba tu llamada, pero es genial oír tu voz. ¿Cómo está Carolyn?
—Resplandeciente. Va a ser una niña.
—Maravilloso. A nuestra familia le vienen bien todas las mujeres que pueda conseguir. ¿Lo sabe Oma?
—Se lo contamos anoche. La llevamos al aeropuerto esta mañana. Dijo que vas a ir a Polonia con ella.
—¿Me estás investigando a mí o a ella?
—A ninguna de las dos.
—Prueba con otra, Claus. Como es obvio que te mueres por saberlo, tenemos reservado un vuelo de Berlín a Varsovia para el viernes.
—¿Estás en Berlín? —dijo él, sorprendido.
—¿A que los móviles son geniales? Nadie sabe dónde está nadie. Pero sí, estoy en Berlín. Para ser exactos, en un restaurante turco extremadamente bueno. Llevo un mes aquí trabajando en un documental sobre la Stasi[6] para el Canal Historia, que acabo de terminar. Así que es el momento perfecto para tomarme un respiro. Y no se me ocurre nada mejor que hacer un viaje con Oma.
—Oma no me dijo que estabas en Alemania.
—Seguramente para mantener la paz. Antes de que preguntes, no he llamado a tus padres. Tu padre y tú os lleváis tan mal que he preferido no tener nada que ver.
—Además, no le soportas —señaló él suavemente.
—Eso también —se mostró ella de acuerdo.
—Mi padre y Oma se llevan tan mal como él y yo —añadió Claus a la defensiva.
—Quizá, a su edad, quiera enterrar el hacha de guerra.
—El único lugar donde hacerlo es en su cabeza —dijo él, no del todo en broma.
—Le sugerí que descansara aquí unos días antes de continuar. —Laura cambió de tema a propósito. Cuando Claus empezaba a hablar sobre su padre no sabía cuándo parar—. Un vuelo transatlántico cansa a cualquiera, sobre todo a alguien de su edad, pero ya conoces a Oma: ahora que por fin se ha decidido a ir, no será feliz hasta que llegue allí.
—¿Has pensado en cómo vais a moveros por Polonia?
—Aprobé mi examen de conducir con diecisiete años, querido primo.
—¿Has alquilado un coche?
—Nos estará esperando en el aeropuerto.
—Ten cuidado…
—Claus, si vas a sermonearme, puedes parar ahora mismo. Soy capaz de cuidar de Oma tan bien como tú.
—No quería decir que no pudieras. —Hizo una pequeña pausa—. Pero no creo que debas dejarla conducir.
—¿Le pasa algo a Oma? —preguntó ella preocupada.
—Aparte de las úlceras de estómago… ¿Te ha hablado de sus úlceras?
—No.
—Según ella, son pequeñas y el único tratamiento es una dieta. Parece como si fuera a vivir siempre…
—¿Entonces por qué no debería dejarla conducir? —interrumpió Laura.
—Parece un poco rara. Nada que pueda concretar, pero… preocupada. Es difícil de explicar, pero tengo la sensación de que algo no va bien.
Como era obvio que su abuela no le había hablado a Claus de la existencia de los documentos, Laura tomó la rápida decisión de no mencionarlos. No le gustaba no compartir el conocimiento con Claus, pero los secretos no eran suyos para contarlos.
—Oma por fin ha decidido ir a casa después de sesenta años en el exilio. ¿No te sentirías un poco raro si estuvieras en su lugar?
—Estaría corriendo como alma que lleva el diablo en dirección contraria, y hace sólo seis años que dejé Alemania.
—Dices en serio lo de no volver allí.
—Si aquello significa disciplina militar, duchas frías y un padre con el temperamento de un rottweiler, sí, pero volviendo a Oma…
—¿De verdad estás preocupado por ella, Claus, o simplemente molesto porque sea yo, y no tú, quien hace este viaje con ella?
—Un poco de cada —admitió él con sinceridad—. Siempre supuse que iríamos los tres juntos.
—Tú eres el que dejó embarazada a Carolyn.
—¿Por qué tengo la sensación de que te burlas de mí?
—Porque así es —respondió ella rotundamente.
—No es sólo Oma. Es Polonia y el bloque del Este. Según la prensa, no es el mejor lugar en el que estar ahora mismo.
—¿Desde cuándo has creído algo impreso en los periódicos?
—Desde que tú ejerces el periodismo.
—Ahora trabajo para la televisión.
—Eso es incluso peor. Por la máxima audiencia, y al diablo la verdad.
—Sólo en Estados Unidos. —Cambió de tema otra vez—. Oma no hace más que decirme que eres enormemente feliz. Todo un cuento de hadas. Felices para siempre.
—Es verdad. No sé qué he hecho para merecer a Carolyn y al bebé, pero tengo miedo de pensar demasiado en ello por si el hechizo se rompe. ¿Y tú?
—Tengo mis momentos y mi trabajo.
—Puedes visitarnos cuando quieras.
—Lo sé. Intentaré ir cuando Carolyn tenga el bebé.
—Vuelve con Oma. Le encantará tenerte aquí, y no tendrás que vernos si no quieres.
—Vives al fondo de su jardín.
—Como las hadas inglesas.
Recordando su cita abandonada, Laura dijo:
—Esta llamada debe de estar costando una fortuna.
—Sólo es dinero —contestó él despreocupadamente—. Laura, cuidarás de Oma, ¿verdad?
—Tan bien como lo harías tú, Claus.
—Carolyn te envía un beso.
—Otro para ella.
—¿Quieres ser la madrina de nuestra hija?
—¿No te da miedo que una periodista pueda pervertirla?
—Estoy preparado para aceptar el riesgo. ¿Me llamarás desde Polonia?
—En cuanto lleguemos al hotel.
—Primero comprueba la diferencia horaria. Me gusta dormir.
El avión estaba rodeado de nubes. Dentro reinaba el silencio y los auriculares estaban enchufados, ya que la gente se preparaba para escuchar los programas que habían elegido ver en sus pantallas personales. Sólo los de Charlotte permanecían abandonados mientras ajustaba la lámpara de lectura, hasta que su luz cayó directamente en la página del diario que había abierto sobre la bandeja frente a ella.
Al amanecer, mi dormitorio, Grunewaldsee
Domingo, 20 de agosto de 1939
Han pasado tantas cosas desde ayer… Ni siquiera me siento la misma persona que era entonces. Soy la chica más afortunada y feliz del mundo. Greta está furiosa, aunque no se atreve a mostrarlo, especialmente a mamá y papá. Su cara tenía un tono verdoso muy poco favorecedor cuando vine arriba.
Se supone que debo estar durmiendo, pero me siento demasiado emocionada, así que estoy escribiendo esto para tener un recuerdo completo de mi decimoctavo cumpleaños y el día más importante de mi vida hasta ahora. Algún día les enseñaré este diario a mis hijos y a mis nietos. Sé que serán guapos, pero me pregunto a qué se dedicarán. ¿Soldados, músicos, académicos? ¿Los chicos se parecerán a su abuelo?
Se supone que esto es un registro, así que debo dejar de soñar y concentrarme en lo que ha pasado exactamente.
Todo el mundo estaba emocionado cuando el tren llegó por fin a la estación de Allenstein. Herr Schumacher nos avisó durante el almuerzo de que no habláramos a nuestras familias sobre los alojamientos que nos ofrecieron en las ciudades pequeñas y en las zonas rurales de Rusia, sobre todo de las casas donde debíamos compartir la cama con toda la familia anfitriona. Me estremezco hasta de pensarlo. Irena y yo observamos horrorizadas cómo abuelos, padres, cuatro hijos y tres hijas se desvestían y entraban en la cama común sobre la cocina, pero, como le dije a herr Schumacher, no sufrimos ningún daño. Las celdas de las comisarías de policía, aunque no muy limpias y normalmente frías y con muchas corrientes de aire, eran al menos razonablemente privadas. Irena y yo prometimos no contar nada. Aunque advertimos a herr Schumacher que no poníamos la mano en el fuego por Hildegarde, Nina y las demás chicas.
Por supuesto, todos los chicos pensaban que era una gran broma, pero el único en que herr Schumacher puede confiar que se mantenga callado es el hermano de Irena, Manfred. La gira no le ha cambiado. Sigue siendo un comunista fanático. «Una causa perdida», como dice Irena. Lo más que Irena pudo hacer fue convencerlo de que se guardara sus opiniones para sí mismo parte del tiempo. Me confesó que sus padres están aterrados por que intente reclutar a alguien para el Partido Comunista que no sea indulgente con su juventud y su familia.
Si lo hace, acabará en uno de los horribles campos de los que la gente murmura, como Dachau. Su lealtad a los comunistas no se ha visto afectada por nada de lo presenciado en Rusia, y ha jurado no descansar hasta que Alemania sea un estado comunista. Pobre muchacho, no volverá a descansar jamás.
¡Política! Es todo sobre lo que los chicos hablan y por lo que luchan cuando no están apiñados en las esquinas riéndose con fotografías de chicas desnudas. Georg dejó caer sus sucias fotos cuando Nina pasó junto a su asiento de camino al lavabo. Se puso rojo cuando ella las recogió del suelo y se las devolvió.
Me dijo que eran más cómicas que desagradables, y que la modelo parecía estúpida vestida sólo con plumas y collares. No sé por qué los chicos pasan tanto tiempo babeando por esas cosas. Irena y yo lo discutimos y estuvimos de acuerdo en que no querríamos pasar horas estudiando fotos de hombres desnudos.
Paul estaba esperándome en la estación con él. Estaban uno junto al otro, ambos altos y rubios como los caballeros románticos de las leyendas arias. Él llevaba su uniforme. Peter me apartó de un codazo y gritó para que todos miraran a su hermano, porque había sido ascendido a comandante. Me enfadé por no haberme dado cuenta antes. Peter tenía razón. Ya no es capitán, sino comandante. Con sólo treinta años.
Había tantos empujones, empellones y malos modos que regresé a mi asiento y dejé que todos se bajaran del tren antes que yo, incluida Irena, que estaba irritable porque Wilhelm no había ido. Paul explicó que habían traído un nuevo caballo de Königsberg para papá y, como era medio salvaje, Wilhelm se había quedado para echar a los hombres una mano llevándolo a los establos.
Paul también dijo que Greta había querido venir a recibirme, pero él le dijo que no había sitio para ella, Paul, él, Peter, yo, y mi equipaje y el de Peter en su coche. Yo estaba contenta. Greta no habría venido por mí, y yo disfruté teniéndolos a él y a Paul para mí sola. Como Peter quería ir derecho a casa a Bergensee, se fue de la estación en el coche del padre de Georg.
Mientras estaba hablando con Paul, él envió a un mozo a recoger mi equipaje para llevarlo a su coche. Es un turismo descapotable, más deportivo y moderno que los coches grandes de papá. Paul le dio la mano a todos los de la orquesta y les recordó que estaban invitados a nuestra fiesta de por la noche. Herr Schumacher y su esposa, que había ido a recibirlo a la estación, parecían abrumados por estar incluidos.
Fue maravilloso conducir por la ciudad y salir al campo; pasamos junto al lago, bajamos el camino y entramos en el patio de la querida Grunewaldsee. Nunca me parece justo que la vida siga aquí sin que yo esté para verla.
Paul se empeñó en que visitara los establos antes de entrar en casa. Mamá, papá, Wilhelm y Greta estaban allí, y descubrí que Paul no había dicho la verdad sobre el caballo. Es una yegua gris, no un semental, y la más bella montura que una dama podría desear. ¡Wilhelm y él me la han comprado para mi cumpleaños! La han llamado Elisa por mi pieza favorita de Beethoven. También había una elegante silla de señorita, y Wilhelm la había preparado de modo que pudiera estrenarla ya. No me podía negar: tuve que entrar en casa y ponerme la ropa de montar. Mamá me hizo usar la puerta trasera y la escalera de los sirvientes para que no viera la entrada, el salón de baile, ni mis regalos hasta después de la cena.
Paul y Wilhelm llevaron cuatro caballos detrás de la casa. Greta no quiso cabalgar, pero los gemelos no podían esperar a ver cómo Elisa se adaptaba a mí, y él vino con nosotros. Fue glorioso. Elisa galopa y medio galopa como un ángel. Volamos alrededor del lago. Paul y Wilhelm tenían dificultades para mantenerse a nuestro ritmo. Y pensar que todo lo que tenía para ellos eran primeras ediciones de Schiller y alfileres de corbata de oro.
Lo estábamos pasando tan bien que mamá tuvo que enviar a Brunon a recordarnos que nos vistiéramos para la fiesta. Él condujo de vuelta a Bergensee, y los gemelos y yo les dejamos los caballos a los mozos y entramos en casa.
Papá ordenó que se dispusieran mesas en caballetes en el patio para que todos nuestros arrendatarios, trabajadores y sirvientes que no estuvieran ayudando en la fiesta pudieran pasarlo bien y tener su propio festejo para celebrar nuestra mayoría de edad. Le dijo a Brunon que apartara veinte barriles de cerveza y ocho botellas de vino para ellos. Greta dijo que era demasiado. Estaba celosa porque nuestra fiesta era mayor que la que papá organizó para su mayoría de edad. Debería recordar que la nuestra era para tres, la suya para una.
Mamá envió a Minna a ayudarme a vestirme, porque María no sabe hacerlo bien. Mi vestido de fiesta había llegado de la costurera esa mañana. Es de seda azul plateada granulada, sin mangas. El cuerpo es ajustado y el escote más amplio de lo que nunca he llevado antes. Mamá me dijo que no llevara ninguna joya, así que supuse lo que ella y papá me regalarían.
Insistí en llevar el pelo recogido, y no en una trenza. Cuando Greta lo vio se puso furiosa. Fue corriendo a mamá, gritando que ninguna chica debería llevar el pelo sin trenzas hasta pasados los veintiuno. Por suerte, mamá estuvo de acuerdo conmigo. Dieciocho es suficiente para vestir como una mujer. Además, era mi noche, no la de Greta.
Papá cedió y nos permitió ver las mesas de cumpleaños antes de la cena. Mamá se había superado. Había bordado rosas rojas y color crema alrededor de los bordes de los manteles, y cubierto los espacios entre los regalos con trufas, bombones y botellas de champán en miniatura. Tenía un aspecto maravilloso, pero no podíamos abrir ni un solo paquete hasta después de la cena, fuimos cien personas para comer, y doscientas cincuenta más para el baile.
Mamá y papá me dieron un reloj de oro y un conjunto de collar y pendientes de perlas. Los gemelos recibieron las herencias que Opa y Opi[7] les habían dejado, y papá y mamá les dieron las llaves de dos coches, uno para cada uno. Papá los había escondido en el granero, así que todos salimos en tropel. Son Mercedes descapotables. Los gemelos esperaban un coche, pero pensaban que tendrían que compartirlo. Como papá señaló, no pueden esperar seguir haciéndolo todo juntos ahora que son hombres.
Todos se reían porque Irena seguía a Wilhelm mientras abríamos los regalos como si fuera un cachorro abandonado. Cuando se hubieron admirado todos los presentes y los pequeños se llevaron arriba, comenzó el baile. Intenté ocultar mi decepción por no recibir ningún regalo especial de él. Su familia me dio un joyero tallado en madera de cedro y decorado con paneles de ámbar. Tiene más de trescientos años y es muy valioso. Su nombre estaba en la tarjeta así como los de sus padres y el de Peter, pero esperaba algo sólo de él. Nada caro, una sola rosa que hubiera podido prensar entre las hojas de este diario y haber atesorado para siempre.
Papá abrió el baile conmigo, mamá bailó con Wilhelm y al pobre Paul le tocó Greta, que estaba de malhumor, porque no era la estrella de la fiesta. Mamá había trabajado muy duro para decorar el salón. Como lo utilizamos tan poco a menudo, siempre pienso en él como en un espacio grande, frío y vacío, pero anoche parecía encantado. Mamá había ordenado a los sirvientes cubrir el techo y las paredes con guirnaldas de rosas y hojas verdes, y habían limpiado y pulido las lámparas, llenas de velas.
Me alegra que papá no pusiera electricidad en esa parte de la casa; es muy romántico cenar a la luz de las velas en el comedor formal y bailar bajo llamas titilantes en el salón de baile. Papá había contratado a la orquesta del Hotel, que era excelente, pero no tan buena como la orquesta de las Juventudes Hitlerianas de Allenstein, aunque nunca se lo diría a papá por si creyera que estoy presumiendo.
Georg tocó el violín para nosotros. Me dio otra rosa y un brazalete de plata, y me pidió un baile. No quiero rosas ni brazaletes de Georg, que es un chico tonto, pero le reservé un baile. Habría sido de mala educación no hacerlo. El brazalete es bonito, con rosas y notas musicales entrelazadas.
Manfred me dio un libro. Podría haber adivinado lo que era sin desenvolverlo, y temía abrirlo delante de más gente por si era de un autor prohibido como Karl Marx. Manfred siempre está leyendo literatura proscrita. Ni siquiera Irena sabe de dónde saca sus libros. Le prometí que abriría su regalo más tarde cuando estuviera sola, y tuvo que conformarse con eso.
Papá no me permitió conceder ningún baile hasta que la fiesta hubo comenzado formalmente. Luego tuve que luchar por dejar libre una polka para Georg. No me quedaba ni un baile dos minutos después de que papá y yo hubiéramos terminado el vals inicial. Tenía la cartilla de baile llena diez minutos antes que Greta.
Él me pidió el último vals antes de la cena y los tres últimos de la noche, pero antes tuve que aguantar a todo tipo de chicos aburridos…
—¿Puedo traerle algo, señorita Datski?
Perdida en el pasado, Charlotte miró con la mirada vacía a la azafata.
—¿Una bebida, un periódico?
—Nada, gracias.
… Cuando por fin cruzó la habitación para reclamar el baile de la cena, casi muero de felicidad. Con su uniforme de gala, era el hombre más alto y más guapo de la habitación. Juntó los talones, se inclinó y dijo:
—El último vals antes de la cena me parece que es mío, Fräulein[8] Charlotte.
Me sentí como si todos nos estuvieran mirando cuando me llevó al centro de la estancia. Intenté concentrarme en los pasos, para mi vergüenza; creo que hasta los conté como nos decían en la clase de baile. Uno, dos, tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres… Mientras intentaba recordar los refinamientos que mi profesora de baile me había enseñado. Habría sido espantoso si hubiera pensado que soy torpe.
Cuando la música terminó sugirió que saliéramos a la terraza en lugar de ir a la cena. Esperaba que Greta se diera cuenta. Nunca la he perdonado por la vez que el pasado verano me pilló mirándolo desde la balconada del ala oeste. Dijo que era una niña estúpida por soñar con un hombre muy mayor para mí. He deseado demostrarle que se equivoca desde entonces. Puede que no tenga más que dieciocho años, pero nunca, nunca amaré a nadie tan absoluta y completamente como a él. Todo el amor que poseo, todo mi corazón y mi alma son suyos y sólo suyos. Y una diferencia de edad de doce años no es tan grande. Después de todo, papá tiene diez años más que mamá.
El jardín parecía encantado a la luz de la luna, pero como no quería ensuciar o dañar la larga falda de mi vestido, nos quedamos en la terraza, las luces de la casa brillaban detrás de nosotros, dorando los árboles y las flores. Aunque todo el mundo estaba en la cena, la orquesta seguía tocando una suave y dulce pieza de Brahms. No me avergüenza decir que esperaba recibir mi primer beso de verdad. El que Georg me robó en la gira no cuenta, porque moví la cabeza y acabó besándome la oreja, que se me quedó mojada. Además, yo no quería que Georg me besara, ni entonces ni nunca.
Estuvimos uno junto al otro, mirando al jardín, bebiendo el champán que él había cogido de uno de los camareros, felices en la mutua compañía, sin necesidad de decir ni una palabra. Una señal de verdadera camaradería y afinidad de espíritu.
Estaba espléndido a la luz de la luna, como siempre había imaginado a mi Príncipe Azul. Su pelo rubio brillaba como un halo y sus ojos azules eran profundos, oscuros y misteriosos. Me pidió permiso para fumar. Le dije que me encantaba el olor de sus cigarros y él respondió que estaba preciosa con mi vestido de seda, como una diosa.
No estaba segura de cómo debía contestar una dama un cumplido como aquél, así que no dije nada, pero me acerqué un poco más a él, deseando aún un beso; espero que no pensara que no tengo vergüenza, pero considerando lo que sucedió más tarde no podría haber sido así. El aire era agradablemente fresco tras el calor del salón y podía oler las rosas. Oíamos risas y el acordeón de Brunon en el patio al otro lado de la casa. Murmuré algo sobre que los sirvientes estaban siguiendo al pie de la letra las órdenes de mi padre de divertirse, y entonces me interrumpió.
Me dijo que me amaba. ¡A mí! Me ama. Y yo que todo el tiempo pensaba que venía a Grunewaldsee a visitar a Greta. No puedo recordar haber dicho mucho después de eso, pero luego, por fin, me besó. Al fin sé lo que es recibir un beso en condiciones. Me rodeó con sus brazos y me apretó muy fuerte.
Las mangas de su uniforme me picaban en la espalda. Sé que no es nada romántico escribir eso, pero me he prometido que este diario será veraz en todo lo posible.
De cerca olía a colonia, grasa de caballo de su cinturón del ejército, cera para el pelo y polvo para los dientes. Tras el beso, le confesé que me enamoré de él cuando tenía doce años, pero que estaba convencida de que nunca se fijaría en mí, sólo en Greta. No pretendía decir su nombre, pero él no lo mencionó. Lo que hizo fue besarme de nuevo. Un maravilloso beso que me dejó sin aliento. Luego sacó una cajita del bolsillo y me pidió que la abriera.
Dentro había el más bello anillo de diamantes que he visto en mi vida. Me dijo que su bisabuela lo llevó como anillo de compromiso y que Federico el Grande se lo había dado a uno de sus antepasados.
Es un poco grande para mi dedo, pero él se rio y dijo que ya creceré para rellenarlo. Entonces levantó mi barbilla muy suavemente con la punta de los dedos y me pidió que fuera su mujer. Fue la pedida con la que toda muchacha sueña. Todo era perfecto: mi vestido, la terraza, el anillo y, sobre todo, Claus von Letteberg. Estoy mareada de felicidad. Voy a convertirme en su mujer. Charlotte, la futura condesa von Letteberg[9]. Su mujer.
La azafata pasó con el carrito de las bebidas junto al asiento de Charlotte y ella pidió agua mineral, cerró el diario, lo envolvió en el pañuelo de seda y lo volvió a colocar en la bolsa de mano. Era extraño cómo el paso del tiempo le permitía ver sucesos y revivir emociones con claridad desapasionada. Ahora se daba cuenta de que Claus nunca le habría hecho perder la cabeza si Greta no hubiera estado también enamorada de él.
Su comentario despectivo de que debía dejar de soñar con hombres demasiado mayores para ella y quedarse con chicos inexpertos como Manfred y Georg le había hecho daño, y conocía a su hermana demasiado bien como para creer que había sido algo casual. Greta había pretendido causarle dolor, y ella había sido demasiado ingenua e insegura como para cuestionar los motivos de su hermana.
Recordó las noches que había llorado hasta dormirse antes de la propuesta de Claus, porque creía que Greta tenía razón. ¿Por qué un hombre de mundo como Claus, conde von Letteberg, con título, tierras, dinero y toda la población femenina elegible de la sociedad aristocrática de Prusia Oriental derritiéndose a sus pies, iba a perder el tiempo con una chica tan poco sofisticada como ella? La pregunta seguía sin resolver. ¿Por qué lo había hecho?
Cierto, era más joven que Greta y posiblemente, por lo visto en su actitud hacia ella más tarde, él la había considerado una mejor candidata como madre. No más guapa pero más maleable quizá, a pesar de su consentida actitud cabezota. O Claus había visto que, a pesar de su juventud e inexperiencia, nunca había querido nada en su corta vida tanto como a él, y su evidente adoración le había adulado hasta el punto de proponerle matrimonio.
Alimentada por los romances que leía en la cama por las noches en lugar de las obras filosóficas recomendadas por sus tutores, antes de la proposición de Claus había intentado imaginar su futuro sin él. Había decidido que si él se casaba con otra, dejaría de existir. Se extinguiría como había hecho Cathy en Cumbres borrascosas, o moriría echando los pulmones y susurrando el nombre de su amor como Marguerite Gautier. Incluso se consolaba imaginándose a Claus, lleno de pena, regresando a ella tras su muerte, como Heathcliff y Armand, que habían desenterrado a sus amadas de sus tumbas.
Sólo que la realidad nunca fue tan romántica como la ficción.
Samuel Goldberg permaneció en la barrera y observó una riada de ruidosos y emocionados turistas estadounidenses empujando carros portaequipajes muy cargados al salir de la sala de aduanas hacia las puertas y los enlaces que los esperaban. Detrás de ellos, con aspecto de estar más perfectamente arreglada y alerta de lo que nadie tenía derecho a estar tras un vuelo de cinco mil kilómetros, estaba Charlotte.
—Estás estupenda. —La besó en la mejilla.
Charlotte le devolvió el beso y lo abrazó.
—No mientas, Samuel. Soy una ruina. Se me pone el pelo grasiento en los aviones. Debe de ser algo del aire acondicionado. Pero tú estás espléndido, ni un día más viejo que la última vez que te vi.
—Hace cinco años. Cinco largos años desde que hiciste una visita fugaz y me dejaste solo con el corazón roto —se quejó él.
—Un corazón roto debe encajarte bien.
—Veo que eres tan cruel como siempre.
—Gracias por venir a recogerme. —Se apoyó en su brazo—. Viajar es terrible cuando llegas a tu destino y no hay una cara amiga para recibirte.
—Es un pago parcial por todos los almuerzos que te debo; he ganado excelentes comisiones con las ventas de tus obras. Espero que esta visita signifique que pretendes pasar más tiempo en Europa en el futuro. —Hizo una señal al mozo para que los siguiera con el equipaje de Charlotte.
—Ésta es una última visita, Samuel.
—No puedes decir eso.
—Sí, puedo —lo contradijo.
La miró a los ojos y cogió aire.
—¿Por eso pretendes volver?
—Sí. ¿Alguna vez has pensado en volver a Europa del Este a visitar tu vieja ciudad natal, Samuel?
—A veces en mis sueños y pesadillas, ya lo hago. Me evita la molestia de organizar un verdadero viaje. Odio hacer las maletas. —Dio unas palmaditas a la mano con la que ella se había agarrado a la altura de su codo—. Ahora las buenas noticias.
—Jeremy te ha invitado a cenar y lo has rechazado —conjeturó ella.
—Le dije que tenía que cenar con un cliente.
—Pueden ser buenas noticias para ti, pero no para mí. ¿Es verdad?
—Lo organicé cinco minutos después de hablar con él. Te dejaré en casa de Jeremy y mi chófer te recogerá a la hora que quieras. ¿Pasarás la noche en mi casa y me permitirás llevarte al aeropuerto mañana? —presionó.
—Eso sería molestarte demasiado.
—No para tu única visita en cinco años. Además, mi ama de llaves ha puesto sábanas limpias y flores en mi habitación de invitados, y ha comprado melones y fresas para el desayuno. No querrás decepcionarla, ¿verdad?
Ella puso una mano sobre la suya.
—Has sido un buen amigo, fiel y cariñoso, durante más de sesenta años, Samuel.
—Tú me diste esos sesenta años. —Le guiñó un ojo—. ¿Estás segura de que quieres cenar con Jeremy y su familia? Mi cita es un antiguo cliente al que le encantaría conocerte. Podríamos regodearnos en todo tipo de libertinaje después de comer.
—No me tientes.
—¿Eso es un sí?
—No. Jeremy no tiene buen concepto de mí, pero su sentido del deber filial exige que se encargue de mí de boquilla, lo que significa una invitación a cenar cada vez que piso Inglaterra. Y mi deber materno exige que acepte.
—Un breve encuentro con un café sería mejor. No terminaríais tirándoos la comida entre vosotros —intentó convencerla él.
—Yo sé, y tú sabes, que Jeremy y yo encontramos dolorosamente embarazoso estar en mutua compañía porque no tenemos absolutamente nada en común. A veces me pregunto si las hadas se llevaron a mi bebé y dejaron a un impostor. Pero no hablemos de Jeremy. Bastante pronto lo voy a ver ya.
—Aquí está el coche. —Samuel hizo un gesto cuando Charlotte abrió la bolsa. Metió la mano en el bolsillo, y dio una propina al mozo en su lugar—. Charlotte, te presento a Hassan, mi chófer. Es kurdo.
Charlotte le dio la mano al hombre.
—¿Es usted un refugiado?
—Lo era hasta que el señor Goldberg me ofreció un trabajo y un hogar. —Le devolvió la sonrisa antes de llevar su equipaje hasta el maletero.
—La gente me ayudó cuando lo necesitaba —dijo Samuel, casi disculpándose.
—Y llevas ayudando a todo el que puedes desde entonces.
—Tuve una buena maestra contigo, Charlotte. —Abrió la puerta trasera del coche—. Hay una nevera. ¿Agua mineral, vino o, dado que la próxima parada es la casa de Jeremy, coñac con soda?
—Madre, qué agradable verte.
Jeremy Templeton le tendió la mano cuando abrió la puerta principal. Charlotte se la dio, y recordó la primera vez que él se la había ofrecido. Tenía siete años y ella se había visto obligada a dejarlo fuera del dormitorio de su internado. El recuerdo trajo de vuelta el amargo regusto del remordimiento, reavivando su culpabilidad por la separación y el apretón de manos. ¿Pero habría sido la vida de Jeremy diferente si hubiera insistido en criarlo ella? ¿Habría podido hacer algo para evitar que su padre convirtiera a su hijo en una imagen calcada de sí mismo, una personificación del «caballero militar inglés»?
—Madre, qué agradable verte —repitió su nuera, Marilyn. Se adelantó y le dio un leve beso en la mejilla—. ¿Será una visita larga?
Charlotte sonrió ante la pregunta directa.
—No lo suficiente como para deshacer más que mi equipaje de mano en casa de Samuel Goldberg. He aceptado su invitación de pasar la noche y llevarme de nuevo al aeropuerto mañana.
—No quería decir… —Marilyn se sonrojó, avergonzada—. Habrías sido igual de bienvenida si te hubieras quedado aquí.
—Lo sé, Marilyn. ¿Sabéis algo de Laura?
—No —saltó Jeremy con irritación—. Apenas telefonea. Ni siquiera sabemos dónde está la mitad del tiempo.
Charlotte estuvo a punto de decirle que tenía el número del móvil de Laura y que era tan fácil hacer una llamada como recibirla. Luego recordó la parsimoniosa actitud que había heredado de su padre. Y su motivo para visitarlo. Molestarlo sin necesidad no llevaría a nada.
—Laura estaba muy ocupada cuando hablé con ella. Terminando un documental que había estado rodando en Berlín. Me pidió que os diera recuerdos.
—Sabíamos que estaba en Berlín. Dame tu abrigo, madre. —Marilyn abrió el armario del recibidor y cogió una percha con diligencia.
—Mañana vuelo a Alemania.
—¿Vas a pasar el verano con Erich y Ulrike? —Había cierto nerviosismo en la voz de Jeremy. No quería que su madre se quedara en su casa, pero nunca le había gustado que pasara tiempo con Erich. Charlotte se preguntaba si sus hijos superarían alguna vez los celos infantiles que sentían entre sí. Entonces recordó que la rivalidad entre Greta y ella no había sido muy distinta e, incluso, más amarga.
—No, Jeremy, no voy a pasar el verano con tu hermano. Pero pretendo hacerle una breve visita antes de seguir a ver a Laura en Berlín. Desde allí volaremos a Varsovia.
—¿A Polonia? ¿Para qué? —demandó Jeremy.
—Sigo pensando en el noreste del país como en Prusia Oriental, pero sólo soy una vieja tonta que a veces prefiere vivir en el pasado.
—Por favor, entra, madre. —Jeremy se apartó para permitirle pasar, y ella le precedió hasta la sala de estar.
Jeremy se había retirado del ejército hacía poco, pero el cambio a la vida civil apenas se había notado. Treinta años de vida en cuarteles para oficiales casados le habían legado a él y a Marilyn el gusto por el mobiliario soso, sólido y práctico que el ejército proporcionaba a los jefazos y sus familias. La habitación era un calco de las que habían ocupado durante los destinos de Jeremy, de los que le había mandado fotos obedientemente todas las Navidades. Como necesitaba el lujo de su propio espacio personal, Charlotte eligió sentarse en uno de los sillones.
—Europa del Este es un lugar peligroso, madre.
—Tú sueles ser el primero en señalar cómo la prensa «sensacionaliza» todas las situaciones, Jeremy. Además, Laura viene conmigo.
—Laura apenas puede cuidar de sí misma, mucho menos de alguien más —interrumpió él bruscamente.
—Parece que ha sobrevivido bastante bien ella sola los últimos años, además de hacerse con una reputación como realizadora de documentales de calidad.
—Pero sois dos mujeres solas. Un objetivo claro y sencillo para los criminales. Y la verdad, ¿por qué hay que ir si no es realmente necesario? Sobre todo a tu edad, madre.
—¿Crees que debería estar tejiendo calcetines en una residencia de ancianos en lugar de visitar el país donde crecí?
—Había olvidado lo frívola que puedes ser. Debo protestar…
—Parece que tus protestas tendrán que esperar, Jeremy. ¿No es vuestro timbre?
Marilyn se levantó del sofá.
—Es tía Greta. Pensé que, como hace años que no os veis, podía organizar una reunión sorpresa.
—¿Una sorpresa para mí, para Greta, o para las dos? —preguntó Charlotte.
—Marilyn le dijo ayer que venías —reveló Jeremy—. No queríamos que fuera una impresión muy grande. Ya sabes que tiene débil el corazón.
—Siempre lo tuvo, Jeremy.
—¿Cómo?
—¿No deberíais abrirle? —Charlotte se armó de valor.
La frágil relación con su hermana había pasado el punto de ruptura poco después del final de la guerra. La última ocasión que había estado en compañía de Greta le había costado muchísimo controlar su temperamento, y cuando había tenido tiempo de reflexionar sobre las cosas que su hermana había dicho y hecho entonces, se había preguntado por qué se había molestado en intentarlo siquiera.