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No iba a cometer el mismo error dos veces. Mientras el Tuerto se quedaba al cuidado de Chopito García, yo fui a comprobar la dirección que nos había proporcionado. Se trataba de una chalet perdido en las inmediaciones de la Cañada de Fenollar. La luz encendida del salón y los dos coches aparcados en la puerta indicaban que estaban dentro.

Chopito había cantado con la voz rota. Said estaba con una gente que conoció en Marsella. Era una banda nueva y querían dar varios golpes en Alicante. Said era su chico de los recados. Estaba cansado de ser el perro faldero del Sultán, con collar pero con bozal, y se había unido a ellos. Además, el chico conocía los negocios de su tío y no dudaba en atracarlos cuando veía la oportunidad. Era una especie de venganza personal por algo que jamás sabría.

Los marselleses eran otra historia. Según Chopito, eran cuatro y tenían preparación militar. Contaban con un arsenal compuesto por fusiles automáticos, granadas de mano, escopetas de cañones recortados y chalecos antibala. Planeaban algo grande de verdad y eso me preocupaba.

Me mantuve firme en el coche, oculto a cierta distancia. Vigilaba la casa de campo con atención enfermiza. Meé en una botella y me alimenté de comida enlatada. Mis ojos llegaron a acostumbrarse a los prismáticos. No tenía prisa. El Tuerto ejercía como abnegado y cariñoso niñero de Chopito. Si pasaba cualquier cosa, el chico acabaría como desayuno para las gaviotas del vertedero.

Salieron a medianoche. Iban amparados por la oscuridad, pero conté a cinco individuos. Uno de ellos era un gordo enorme al que reconocí de inmediato. Agarraron los dos coches y se marcharon. Ignoraba si dentro quedaba alguien más y ya no me fiaba ni de mi sombra. Quizá se marchaban de juerga. Puede que el quinto miembro fuera Said.

Esperé otros diez minutos y bajé de mi vehículo. Me quité el traje y me puse la ropa deportiva que llevaba en el maletero. En el hueco de la rueda de repuesto tenía un par de puñales. Los enfundé y fui cojeando hacia el chalet.