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Un amigo mío siempre decía que Alicante era una puta. Si eso era cierto, el inspector de policía Antonio Ramos ejercía como su proxeneta.
En todas partes hay pelotas, trepas y currantes normales, aunque en ocasiones surgen manzanas podridas. Esas personas son las que dan sentido al sistema. Gente que pierde droga del depósito de pruebas y que termina en manos de algún camello, o que se saca un sobresueldo extorsionando a chaperos, o que hace trabajitos particulares para el otro bando de vez en cuando. Antonio Ramos era un magnífico exponente de esto. Ni sus propios compañeros lo soportaban y lo habían apodado Mierda de Perro. Algunos motes dicen mucho más que los nombres.
—¿Qué quieres, abogado? —me dijo al descolgar el teléfono.
Nuestras relaciones pasadas habían sido profesionales. Yo asesoraba legalmente a delincuentes que él detenía. Me encantaba tocarle los cojones.
—Estoy buscando a uno de tus confidentes.
—Pues pregúntale a un vidente africano.
—Ya lo he hecho —contesté—. ¿Sabes dónde está Said?
—Ese moro de mierda se ha esfumado. Si lo encuentras antes que yo, métele un par de hostias.
—Ya, pero…
—Por gilipollas y mamón —me interrumpió.
Aparte de corrupto, Mierda de Perro era un policía racista y le gustaba que todo el mundo lo supiera.
—¿Alguna sugerencia de dónde puedo empezar a buscar?
—A estas alturas debe estar flotando en el muelle o camino de Marruecos.
—¿Amigos? ¿Conocidos?
—Hablas mucho, abogado —dijo—. Pero das poco a cambio. ¿Qué gano yo ofreciéndote mi valiosa información confidencial? Si me pillan hablando contigo, me cortan los huevos.
En realidad, hacía años que su mujer lo había castrado, al menos figuradamente. Sin embargo, para tenerlo contento había que darle una golosina.
—¿Cuánto pides?