8

La Funeraria el Salvador parecía un hospital. Farlopero López se recuperaba de sus heridas en una cama de agua, mientras que yo aguantaba el tipo sobre el sofá. El Carroña se ocupaba de vendarme el tobillo.

—Tuviste suerte de no matarte —dijo el médico argentino—. Vos no podés volar sin ácido.

Lo del tripi era una soberana estupidez, pero tenía razón en que era afortunado. El problema de España es que no puedes ir armado por la calle. Si te encuentran una pistola, aunque sea simulada, te empapelan para toda la vida. Y yo, que uso la identidad secreta y legal de un abogado de oficio, tenía mucho que perder. Said me sorprendió con la defensa eléctrica. No volvería a pasar.

—Por cierto, te he tenido que cortar el zapato con unas tijeras —explicó.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Sabes cuánto me costaron?

—Pero solo uno. Tenías el pie hinchado y no podía sacarlo.

Pensé que, en el fondo, había tenido suerte. El forense no tenía la culpa de hacer bien su trabajo pese a su adicción al caballo.

—Gracias por recogerme, Carroña.

—Alguien tenía que ir a tu rescate, ¿no?

—¿Y tú cómo estás, López?

López estaba fumando. Los hematomas de su rostro perfilaron una sonrisa.

—Bueno, tío, esto son gajes del oficio, ya sabes. Ese crío me atacó por la espalda y me dejó tieso. Ni siquiera lo vi venir.

—¿No sabes por qué lo hizo?

—Buscaría droga o pasta, digo yo. Lo que más me jode es que se llevó mis revistas porno. Tío, las guardaba por orden de tetas en la estantería.

—Una gran pérdida.

—Tenía un ejemplar con el que, según cuentan, se masturbó Franco.

—¿Y qué hacías tú con eso?

—No lo sé, me la vendieron como objeto de coleccionista. Ni siquiera pasé de la portada, ¿sabes? Era una revista porno gay.

En el piso de El Campello no vi revistas, ni cuadros, ni muebles. Si Said vivía realmente allí, se acababa de mudar.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó López—. Estás peor que yo.

—Tenés que guardar cama, pibe.

—Tranquilos. —Agarré el móvil y pulsé un número—. No tengo problema en pedir ayuda.

Al tercer tono, una voz ronca sonó al otro lado del aparato.

—Hola, Tuerto —lo saludé—. Tengo un trabajo para ti.