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El Maestro Stafa no engañaba a nadie. Se vendía como un auténtico brujo africano, pero no era más que un impostor. Desde el primer momento en que cruzabas una mirada con esas gafas de sol oscuras, ese hueso falso que le atravesaba la nariz y ese turbante que le cubría la cabeza afeitada, sabías que estabas ante un verdadero as del engaño.

—Oh, Chino —saludó—. Veo futuro. Eres hombre bien dotado y serás actor porno. Follar mucho y bien.

—Corta el rollo, Stafa. Quiero ver al Sultán.

—No sé dónde puede estar —se lamentó—. Mis poderes no llegan tan lejos. El Sultán tiene un hechicero de tribu Ju-Millanah que espanta a demonios de inframundo. Es hombre peligroso porque está maldito.

Sonreí. Siempre he pensado que la diplomacia abre más puertas que la violencia. Por eso me saqué la carrera de Derecho y defendía a tirados como abogado de oficio.

—Te equivocas, Stafa. El Sultán no es peligroso, pero yo sí.

Por otro lado, la intimidación no solo habría puertas, sino que además abría de piernas a mucha gente. Por eso era experto en artes marciales y la gente me llamaba Chino.

—Yo… —Lanzó unos huesos sobre el mantel que cubría su mesa redonda—. Tienes que pedir cita, sí. Tú pides cita y yo leo futuro.

No quería atizarle, pero tampoco iba a perder el tiempo. Quería ver al Sultán, y quería verlo ya. Un somalí delgado y de mirada fría se asomó tras una cortina.

—Pasa —gruñó.

Stafa se encogió de hombros. Yo traspasé el umbral que separaba África del resto del mundo y me encontré cara a cara con el Sultán, el cabecilla de la mafia marroquí.