LA ESTRATEGIA DE UN BRUJO
Don Juan estaba en casa de don Genaro cuando llegué allí al declinar la mañana. Lo saludé.
—Oye, ¿qué te pasó? Genaro y yo te esperamos toda la noche —dijo.
Supe que bromeaba. Me sentía ligero y contento. Me había rehusado sistemáticamente a ponderar lo atestiguado el día anterior. En ese momento, sin embargo, mi curiosidad era incontrolable y lo interrogué al respecto.
—Ah, esa fue nada más que una demostración de todas las cosas que debes saber antes de recibir la explicación de los brujos —dijo—. Lo que hiciste ayer le dio a Genaro la impresión de que has juntado poder suficiente para entrarle a lo de verdad. Por lo que se ve, has seguido sus indicaciones. Ayer dejaste que las alas de tu percepción se abrieran. Estabas tieso, pero aun así percibiste todas las idas y venidas del nagual; en otras palabras, viste. También confirmaste algo que en este momento es todavía más importante que ver, y eso fue el hecho de que ya puedes poner tu atención entera en el nagual. Y eso es lo que decidirá el resultado del último asunto, la explicación de los brujos.
—Pablito y tú la recibirán al mismo tiempo. Es un obsequio del poder el ser acompañado por un guerrero tan excelente.
Al parecer no quería decir nada más. Tras un rato, pregunté por don Genaro.
—Anda por ahí —dijo—. Fue al matorral a hacer temblar a las montañas.
Oí en ese momento un rumor lejano, como trueno sofocado.
Don Juan me miró y se echó a reír.
Me hizo tomar asiento y preguntó si había comido. Al responderle afirmativamente, me entregó mi cuaderno y me guió al sitio favorito de don Genaro, una gran roca en el lado occidental de la casa, mirando a una honda cañada.
—Ahora es cuando necesito toda tu atención —dijo don Juan—. Atención en el sentido en que los guerreros la entienden: una verdadera pausa, para dejar que la explicación de los brujos te empape por entero. Estamos al final de nuestra labor; toda la instrucción necesaria te ha sido dada y ahora debes detenerte, volver la vista y reconsiderar tus pasos. Los brujos dicen que éste es el único modo de consolidar lo ganado: Yo habría preferido decirte todo esto en tu propio sitio de poder, pero Genaro es tu benefactor y tal vez su sitio te resulte más benéfico en un caso como éste.
Lo que llamaba mi «sitio de poder» era la cumbre de un cerro en el desierto norte de México; él me la había mostrado años antes y me la había «dado» como propia.
—¿Debo escucharlo nada más, sin tomar notas? —pregunté.
—Ésta es de veras una maniobra peliaguda —dijo—. Por una parte, necesito toda tu atención, y por otra, necesitas tener calma y confianza en tus propias fuerzas. La única forma de que estés calmado es escribiendo, de modo que éste es el momento de echar mano de todo tu poder personal y cumplir esta imposible tarea de ser lo que eres sin ser lo que eres.
Se dio una palmada en el muslo y rió.
—Ya te he dicho que estoy a cargo de tu tonal y que Genaro está a cargo de tu nagual —prosiguió—. Mi deber ha sido ayudarte en todos los asuntos concernientes a tu tonal y todo cuanto te he hecho o he hecho contigo ha sido a fin de cumplir una sola tarea, la tarea de limpiar y reordenar tu isla del tonal. Ése es mi trabajo como tú maestro. La tarea de Genaro como tu benefactor, es darte demostraciones innegables del nagual y enseñarte cómo llegar a él.
—¿Qué quiere usted decir con limpiar y reordenar la isla del tonal? —pregunté.
—Quiero decir el cambio total del que te he hablado desde el primer día que nos vimos —dijo—. Te he dicho incontables veces que necesitabas un cambio drástico si querías triunfar en el camino del conocimiento. Este cambio no es un cambio de ánimo, o de actitud, o de lo que uno espera en la vida; ese cambio implica la transformación de la isla del tonal. Tú has cumplido con esa tarea.
—¿Cree usted que he cambiado? —pregunté.
Tras un titubeo, soltó la carcajada.
—Eres el mismo idiota de siempre —dijo—. Y sin embargo no eres el mismo. ¿Ves lo qué quiero decir?
Se burló de mis anotaciones y dijo que echaba de menos a don Genaro, quien habría disfrutado el absurdo de que yo escribiera la explicación de los brujos.
—En este punto preciso del camino, un maestro le tiene que decir a su discípulo que han llegado a una encrucijada final —prosiguió—. Pero decirlo así no más es falso. En mi opinión no hay encrucijada final, ni paso final en ninguna cosa. Y como no hay paso final en nada, no debe haber secreto acerca de nada de lo que es nuestra suerte como seres luminosos. El poder personal decide quién puede y quién no puede sacar provecho de una revelación; la experiencia que tengo con mis semejantes me ha mostrado que pocos, poquísimos de ellos estarían dispuestos a escuchar; y de los pocos que escuchan, menos aún estarían dispuestos a actuar de acuerdo a lo que han escuchado; y de aquellos que están dispuestos a actuar, menos aún tienen suficiente poder personal para sacar provecho de sus actos. Conque el asunto del secreto con respecto a la explicación de los brujos se reduce a una rutina, quizás una rutina tan vacía como cualquier otra.
—En todo caso, ya sabes ahora del tonal y del nagual, lo cual es el centro de la explicación de los brujos. Saber de ellos parece ser totalmente inofensivo. Estamos aquí sentados, hablando inocentemente del tonal y del nagual como si esto sólo fuera un tema común de conversación. Tú escribes tranquilamente como lo has hecho durante años. El paisaje que nos rodea es una imagen de la quietud. Ha pasado el mediodía pero todavía no es tarde, el día es hermoso, las montañas que nos rodean nos han envuelto en un capullo protector. Uno no tiene que ser brujo para darse cuenta de que este sitio, que habla del poder y la impecabilidad de Genaro, es el escenario más adecuado para abrir la puerta; porque eso es lo que estoy haciendo este día: abrirte la puerta. Pero antes de aventurarnos más allá de este punto, es de justicia hacer una advertencia; el maestro debe hablar con fervor y advertir a su discípulo que la inocencia y la placidez de este momento son un espejismo, que hay un abismo sin fondo frente a él, y que una vez que la puerta se abre no hay manera de volverla a cerrar.
Calló unos instantes.
Me sentía ligero y contento; desde el sitio predilecto de don Genaro, tenía un panorama imponente. Don Juan estaba en lo cierto; el día y el paisaje eran más que hermosos. Quise preocuparme por sus admoniciones y advertencias, pero de algún modo la tranquilidad en torno impedía todos mis intentos, y me sorprendí deseando y esperando que estuviera hablando sólo de peligros metafóricos.
Súbitamente, don Juan habló de nuevo.
—Los años de duro entrenamiento son sólo una preparación para el devastador encuentro del guerrero con…
Hizo otra pausa, me miró achicando los ojos, y chasqueó la lengua.
—… con lo que fuera que está ahí, más allá de este punto —dijo.
Le pedí explicar sus frases ominosas.
—La explicación de los brujos, que no parece en nada una explicación, es mortal —dijo—. Parece inofensiva y encantadora, pero apenas el guerrero se abre a ella, descarga un golpe que nadie puede parar.
Soltó una fuerte carcajada.
—Conque prepárate para lo peor, pero no te apures ni te asustes —prosiguió—. Ya no te queda más tiempo, y sin embargo te rodea la eternidad. ¡Qué paradoja para tu razón!
Don Juan se puso en pie. Limpió una depresión lisa, en forma de cuenco, y allí se sentó cómodamente, con la espalda contra la roca, mirando al noroeste. Me indicó otro sitio donde yo también podía sentarme con comodidad. Me hallé a su izquierda, también con la cara hacia el noroeste. La roca estaba tibia y me dio un sentimiento de serenidad, de protección. Era un día templado; un viento suave hacia agradable el calor, del sol vespertino. Me quité el sombrero, pero don Juan insistió en que lo tuviera puesto.
—Ahora estás mirando hacia tu propio sitio de poder —dijo—. Ése es un apoyo que tal vez te proteja. Hoy necesitas todos los apoyos que puedas usar. Tal vez tu sombrero sea otro de ellos.
—¿Por qué me lo advierte usted, don Juan? ¿Qué va a ocurrir realmente? —pregunté.
—Lo que ocurra aquí hoy dependerá de si tienes o no suficiente poder personal para enfocar tu atención entera en las alas de tu percepción —dijo.
Sus ojos relumbraban. Parecía más excitado de lo que yo jamás lo había visto. Me pareció que en su voz había algo insólito, acaso un nerviosismo desacostumbrado.
Dijo que la ocasión requería que allí mismo, en el sitio de predilección de mi benefactor, él recapitulara conmigo cada uno de los pasos que había tomado en su lucha por ayudarme a limpiar y reordenar mi isla del tonal. Su recapitulación fue minuciosa y le llevó unas cinco horas. En forma brillante y clara, me dio un sucinto recuento de todo cuanto me había hecho desde el día en que nos conocimos. Fue como si un dique se rompiera. Sus revelaciones me tomaron por sorpresa. Yo me había acostumbrado a ser el tenaz inquisidor; por lo tanto, el hecho de que don Juan —quien siempre era la parte renuente— explicara de modo tan académico los puntos de su enseñanza, era tan asombroso como el de que vistiera traje en la ciudad de México. Su dominio del idioma, su exactitud dramática y su elección de palabras eran tan extraordinarios que yo no tenía modo de explicarlos racionalmente. Dijo que en momentos tales el maestro debía hablar en términos exclusivos a cada guerrero, que la forma en que me hablaba y la claridad de su explicación eran parte de su última treta, y que sólo al final tendría sentido para mí todo lo que él hacía. Habló sin parar, hasta concluir su recapitulación. Y yo escribí cuanto dijo, sin necesidad de ningún esfuerzo consciente.
—Empezaré por decirte que un maestro nunca busca aprendices y nadie puede solicitar las enseñanzas —dijo—. Lo que señala al aprendiz es siempre un augurio. El guerrero que esté en la posición de volverse maestro debe andar siempre despierto para así coger su centímetro cúbico de suerte. Yo te vi justo antes de que nos presentaran; tenías un tonal en buen estado, como aquella muchacha que encontramos en México: Después de verte aguardé, tal como hicimos con la muchacha aquella noche en el parque. La muchacha pasó sin prestarnos atención. Pero a ti te trajo hasta donde yo estaba, un hombre que salió corriendo después de decir babosadas. Tú te quedaste allí frente a mí, también diciendo babosadas. Supe que debía actuar con rapidez y engancharte; tú mismo habrías tenido que hacer algo por el estilo si aquella muchacha te hubiera hablado. Lo que hice fue agarrarte con mi voluntad.
Don Juan aludía al modo extraordinario en que me miró el día en que nos conocimos. Fijó en mí su vista y tuve una inexplicable sensación de vacuidad, o entorpecimiento. No pude hallar ninguna explicación lógica de mi reacción, y siempre he creído que después de nuestro primer encuentro volví a buscarlo sólo porque esa mirada me obsesionaba.
—Ése era el modo más rápido de engancharte —dijo—. Fue un golpe directo a tu tonal. Lo adormecí enfocando en él mi voluntad.
—¿Cómo lo hizo usted? —pregunté.
—La mirada del guerrero se coloca en el ojo derecho de la otra persona —dijo—. Y lo que hace es parar el diálogo interno; entonces el nagual se hace cargo. De allí el peligro de esa maniobra. Cada vez que el nagual prevalece, así sea nomás por un instante, no hay manera de describir la sensación que el cuerpo experimenta. Sé que has pasado horas sin fin tratando de aclarar lo que sentiste, y que hasta hoy no has podido. Pero yo logré lo que quería. Te enganché.
Le dije que aún recordaba cómo había fijado su vista en mí.
—La mirada en el ojo derecho no es fijar la vista —dijo—. Es más bien un agarrón duro que uno da a través del ojo de la otra persona. Es decir, uno agarra algo que hay detrás del ojo. Uno tiene la sensación física y real de estar agarrando algo con la voluntad.
Se rascó la cabeza echando el sombrero hacia adelante, sobre su rostro.
—Esto, naturalmente, es sólo una manera de decir —continuó—. Una manera de explicar sensaciones físicas extrañas.
Me ordenó dejar de escribir y mirarlo. Dijo que iba a «agarrar» gentilmente mi tonal con su «voluntad». La sensación que experimenté fue una repetición de la que tuve aquel primer día que nos vimos y en otras ocasiones en qué don Juan me había hecho sentir que sus ojos me tocaban físicamente.
—¿Pero cómo me hace usted sentir que me está tocando, don Juan? ¿Qué hace usted concretamente? —pregunté.
—No hay modo de describir con exactitud lo que uno hace —dijo—. Algo sale de algún sitio abajo del estómago; ese algo posee dirección y puede enfocarse en cualquier cosa.
Nuevamente sentí que algo como unas pinzas suaves asía alguna parte indefinida de mi persona.
—Sólo funciona cuando el guerrero aprende a enfocar su voluntad —explicó don Juan tras apartar los ojos—. No hay manera de practicarlo; por eso no he recomendado ni animado su uso. En un momento dado en la vida del guerrero, ocurre simplemente. Nadie sabe cómo.
Calló un rato. Me sentía extremadamente aprensivo. Don Juan, de repente, habló de nuevo.
—El secreto está en el ojo izquierdo —dijo—. Conforme un guerrero progresa en el camino del conocimiento, su ojo izquierdo puede coger cualquier cosa. Por lo general, el ojo izquierdo del guerrero tiene una apariencia extraña; a veces se queda bizco, o se hace más pequeño que el otro, o más grande, o diferente de algún modo.
Me miró y en son de broma fingió examinar mi ojo izquierdo. Meneó la cabeza simulando desaprobación y rió para sí.
—Una vez que el aprendiz ha sido enganchado empieza la instrucción —prosiguió—. El primer acto del maestro es introducir la idea de que el mundo que creemos ver es sólo una visión, una descripción del mundo. Cada esfuerzo del maestro se dirige a demostrar este punto al aprendiz. Pero aceptarlo parece ser una de las cosas más difíciles de hacer; estamos complacientemente atrapados en nuestra particular visión del mundo, que nos compele a sentirnos y a actuar como si supiéramos todo lo que hay que saber acerca del mundo. Un maestro, desde el primer acto que efectúa, se propone parar esa visión. Los brujos lo llaman parar el diálogo interno, y están convencidos de que esa técnica es la más importante que el aprendiz puede aprender.
—Para detener esa visión del mundo que uno ha tenido desde la cuna, no es suficiente el que uno simplemente tenga el deseo, o se haga la resolución. Uno necesita una tarea práctica; esa tarea se llama la forma correcta de andar. Parece una cosa inocente y sin sentido. Como todo lo que tiene poder en sí o de por sí, la forma correcta de andar no llama la atención. Tú la entendiste y la consideraste, al menos durante varios años, una manera curiosa de comportarse. No se te hizo claro, hasta hace muy poco, que era el modo más eficaz de parar tu diálogo interno.
—¿Cómo detiene la forma correcta de andar el diálogo interno? —pregunté.
—El andar en esa forma específica satura el tonal —dijo—. Lo inunda. Verás: la atención del tonal tiene que colocarse en sus creaciones. De hecho, esa atención es la que por principio de cuentas crea el orden del mundo; el tonal debe prestar atención a los elementos de su mundo con el fin de mantenerlo, y debe, sobre todo, sostener la visión del mundo como diálogo interno.
Dijo que la forma correcta de andar era un subterfugio. El guerrero, al curvar los dedos, llama la atención hacia sus brazos; luego, mirando sin enfocar cualquier punto directamente frente a él en el arco que empieza en las puntas de sus pies y termina sobre el horizonte, inunda literalmente a su tonal con información. El tonal, sin su relación de uno-a-uno con los elementos de su descripción, no podía hablar consigo mismo, y así uno llegaba al silencio.
Don Juan explicó que la posición de los dedos no importaba en absoluto, que la única consideración era llamar atención hacia los brazos poniendo los dedos en diversas posiciones desacostumbradas, y que lo importante era la forma en que los ojos, mantenidos fuera de foco, detectaban un enorme número de detalles del mundo sin tener claridad con respecto a ellos. Añadió que en tal estado los ojos podían captar detalles demasiado fugaces para la visión normal.
—Junto con la forma correcta de andar —prosiguió don Juan—, el maestro debe enseñar al aprendiz otra posibilidad, todavía más sutil: la posibilidad de actuar sin creer, sin esperar recompensa; de actuar sólo por actuar. No exagero al decirte que el éxito de la empresa del maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a su aprendiz en este aspecto específico.
Dije a don Juan que yo no recordaba ninguna ocasión en la que él hubiera discutido el «actuar sólo por actuar» como una técnica particular; todo cuanto recordaba eran sus comentarios constantes, pero divagados, al respecto.
Rió y dijo que su maniobra había sido tan hábil que se me había escapado hasta ese día. Luego me trajo a la memoria todas las tareas sin sentido que, bromeando, solía encomendarme cada vez que iba yo a su casa. Labores absurdas como acomodar la leña según cierto diseño, circundar la casa con una cadena continua de círculos concéntricos dibujados en el polvo con el dedo, barrer la basura de un sitio a otro, y así por el estilo. Las tareas incluían también actos que yo debía realizar por mí mismo en casa, tales como ponerme una gorra negra, o atar primero mi zapato derecho, o abrocharme el cinturón de derecha a izquierda.
La razón de que nunca las hubiera tomado más que en guasa era que él siempre me decía que las olvidara después de haberlas establecido como rutinas habituales.
Conforme él recapitulaba las tareas que me había dado, me di cuenta de que, al hacerme realizar rutinas sin sentido, había implantado en mi la idea de actuar sin esperar nada a cambio.
—Parar el diálogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos —dijo—. El resto de las actividades son sólo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el diálogo interno.
Dijo que había dos actividades o técnicas principales usadas para acelerar el cese del diálogo interno: borrar la historia personal y «soñar». Me recordó que, durante las primeras etapas de mi aprendizaje, me había dado cierto número de métodos específicos para cambiar mi «personalidad». Yo los puse en mis notas y los olvidé durante años, hasta advertir su importancia. Esos métodos parecían al principió recursos altamente idiosincrásicos para coaccionarme a modificar mi conducta.
Explicó que el arte del maestro consistía en desviar la atención del discípulo de los asuntos principales. Un agudo ejemplo de tal arte era el hecho de que hasta ese día yo no me había percatado de su treta para hacerme aprender ese punto de lo más crucial: actuar sin esperar recompensa.
Dijo que, en línea con aquella premisa, había centrado mi interés en la idea de «ver», que bien entendido era el acto de tratar directamente con el nagual, un acto que a su vez era el inevitable producto final de sus enseñanzas, pero una tarea inalcanzable como tarea en sí.
—¿Cuál fue el objeto de engañarme así? —pregunté.
—Los brujos están convencidos de que todos nosotros somos una bola de idiotas —dijo—. Nunca podemos abandonar voluntariamente nuestro control; por eso hay que engañarnos.
Su argumento era que al hacerme enfocar mi atención en una seudotarea, aprender a «ver», había logrado dos cosas. Primero, bosquejó el encuentro directo con el nagual, sin mencionarlo, y segundo, me llevó a considerar los verdaderos puntales de sus enseñanzas como asuntos sin consecuencia. El borrar la historia personal y el «soñar» nunca fueron para mi tan importantes como «ver». Yo los consideraba actividades muy divertidas. Incluso pensaba que eran las prácticas para las cuales yo tenía la mayor facilidad.
—La mayor facilidad —dijo, burlón, al oír mis comentarios—. Un maestro no debe dejar nada al azar. Te he dicho que tenías razón al sentir que te engañaban. El problema fue que estabas convencido de que el engaño se dirigía a embaucar a tu razón. Para mí, la treta consistía en distraer tu atención, o en atraparla según el caso.
Me miró achicando los ojos y señaló en torno con un amplio ademán.
—El secreto de todo esto está en la atención de uno —dijo.
—¿Qué quiere usted decir, don Juan?
—Todo esto existe sólo a causa de nuestra atención. Este mismo peñasco donde estamos sentados es un peñasco porque hemos sido forzados a ponerle nuestra atención como peñasco.
Quise que explicara esa idea. Rió y me apuntó con un dedo acusador.
—Esto es una recapitulación —dijo—. Llegaremos a eso después.
Aseveró que gracias a su maniobra encubridora yo me interesé en borrar la historia personal y en «soñar». Dijo que el efecto de esas dos técnicas era ultimadamente devastador si se ejercitaban en su totalidad, y que entonces su preocupación fue la de todo maestro: no dejar que su discípulo hiciera nada que fuera a arrojarlo en la aberración y la morbidez.
—Borrar la historia personal y soñar deberían ser sólo una ayuda —dijo—. Lo que un aprendiz necesita para apuntalarse es la sobriedad y la fuerza. Por eso el maestro habla del camino del guerrero, o vivir como un guerrero. Ésa es la goma que pega todas las partes en el mundo de un brujo. El maestro debe forjarla y desarrollarla poco a poco. Sin la solidez y la serenidad del camino del guerrero no hay posibilidad de resistir la senda del conocimiento.
Don Juan dijo que aprender el camino del guerrero era una instancia en la que la atención del aprendiz debía atraparse más que desviarse, y que él atrapó mi atención sacándome de mis circunstancias ordinarias cada vez que yo iba a verlo. Nuestros andares por el desierto y las montañas fueron el medio de lograr eso.
La maniobra de alterar el contexto de mi mundo ordinario llevándome a excursiones y a cazar, era otra instancia de su sistema que yo había pasado por alto. El desarreglo del contexto significaba que yo no conocía las claves y tenía que enfocar la atención en todo cuanto don Juan hiciera.
—¡Qué truco! ¿Eh? —dijo, riendo.
Reí a mi vez, impresionado. Nunca había supuesto tal deliberación en él.
A continuación enumeró los pasos seguidos para guiar y atrapar mi atención. Al finalizar su recuento, añadió que el maestro debía tomar en cuenta la personalidad del aprendiz, y que en mi caso tuvo que actuar con cuidado, pues yo era violento y me habría resultado fácil matarme en un arranque de desesperación.
—Usted es un tipo terrible, don Juan —dije en broma, y él estalló en una enorme carcajada.
Explicó que, para ayudar a borrar la historia personal, se enseñaban otras tres técnicas: perder la importancia, asumir la responsabilidad, y usar a la muerte como consejera. La idea era que, sin el efecto benéfico de esas técnicas, el borrar la historia personal haría del aprendiz un individuo tornadizo, evasivo e innecesariamente dudoso de sí y de sus acciones.
Don Juan me pidió decirle cuál había sido, antes de hacerme aprendiz, mi reacción más natural en los momentos de tensión, frustración y desencanto. Dijo que su propia reacción había sido la ira. Le dije que la mía era la autocompasión.
—Aunque no te das cuenta de ello, tuviste que trabajar como loco para hacer de ése un sentimiento natural —dijo—. Para ahora, no hay manera de que recuerdes el inmenso esfuerzo que necesitaste para establecer eso como un detalle de tu isla. La compasión por ti mismo era el testigo de todo cuanto hacías. La llevabas en la punta de los dedos, lista para aconsejarte. El guerrero considera a la muerte un consejero más tratable, que también puede llevarse a ser el testigo de todo cuanto uno hace, igual que la compasión por ti mismo o la ira. Por lo visto, tras una lucha sin cuento aprendiste a tenerte lástima. Pero también puedes aprender, en la misma forma, a sentir tu fin inminente, y así puedes aprender a tener en la punta de los dedos la idea de tu muerte. Como consejero, la compasión por ti mismo no es nada comparada con la muerte.
Don Juan señaló entonces que había una aparente contradicción en la idea del cambio; por una parte, el mundo de los brujos pedía una transformación drástica, y por otra, la explicación de los brujos decía que la isla del tonal estaba completa y que ni un solo elemento podía quitarse de ella. El cambio, pues, no significaba eliminar nada, sino más bien alterar el uso asignado a dichos elementos.
—La compasión por ti mismo, por ejemplo —dijo—. No hay manera de librarse de eso de una vez por todas; tiene un sitio y un carácter definidos en tu isla, una fachada definida que se puede identificar. Así; cada vez que se presenta la ocasión, la compasión por ti mismo se activa. Tiene historia. Si cambias entonces su fachada, habrás cambiado su sitio de prominencia.
Le pedí explicar el significado de sus metáforas, especialmente la idea de cambiar fachadas. Yo la entendía como, quizás, el acto teatral de interpretar más de un papel al mismo tiempo.
—La fachada se cambia alterando el uso de los elementos de la isla —replicó—. Tomemos de nuevo el tenerte lástima a ti mismo. Te era útil porque te sentías importante y digno de mejores condiciones, de mejor trato, o bien porque no deseabas asumir responsabilidad por aquello que te despertaba la compasión por ti mismo, o porque eras incapaz de hacer que la idea de tu muerte atestiguara tus actos y te aconsejara.
—Borrar la historia personal, y sus tres técnicas compañeras, son los medios que usa el brujo para cambiar la fachada de los elementos de la isla. Por ejemplo, al borrar tu historia personal, le quitaste el uso al tener lástima por ti mismo; para que la compasión por ti mismo funcionara tenías que sentirte importante, irresponsable, inmortal. Cuando esos sentimientos se alteraron en alguna forma, ya no te fue posible tenerte lástima.
—Lo mismo vale para todos los otros elementos que has cambiado en tu isla. Sin usar esas cuatro técnicas, jamás habrías logrado cambiarlos. Pero cambiar fachadas significa sólo que uno ha asignado un sitio secundario a un elemento antes importante. Tu compasión por ti mismo sigue siendo un detalle de tu isla; seguirá allí, relegada al segundo plano, igual que la idea de tu muerte, o tu humildad, o la responsabilidad de tus actos, estaban allí, sin usarse nunca.
Don Juan dijo que, una vez presentadas todas esas técnicas, el aprendiz llegaba a una encrucijada. Según su sensibilidad, hacía una de dos cosas. Tomaba en lo que valían las recomendaciones y los consejos de su maestro, actuando sin esperar recompensa, o bien tomaba todo como un chiste o una aberración.
Observé que, en mi propio caso, la palabra «técnicas» me había confundido. Siempre esperaba yo una serie de direcciones precisas, pero él sólo me daba vagas sugerencias, y yo había sido incapaz de tomarlas en serio o de actuar en concordancia con sus estipulaciones.
—Ése fue tu error —dijo—. Entonces tuve que decidir si usar o no las plantas de poder. Podrías haber empleado esas cuatro técnicas para limpiar y reordenar tu isla del tonal. Te habrían llevado con el nagual. Pero no todos somos capaces de reaccionar a simples recomendaciones. Tú, y yo si a ésas vamos, necesitábamos otra cosa que nos sacudiera; necesitábamos esas plantas de poder.
En verdad, yo había tardado años en advertir la importancia de aquellas primeras sugerencias hechas por don Juan. El extraordinario efecto que las plantas psicotrópicas tuvieron sobre mí fue lo que me dio la idea de que su uso era el elemento clave en las enseñanzas. Me aferré a dicha convicción, y sólo en los años posteriores de mi aprendizaje caí en la cuenta de que las transformaciones y los descubrimientos significativos de los brujos siempre se realizaban en estados de sobriedad consciente.
—¿Qué habría pasado si yo hubiera tomado en serio sus recomendaciones? —pregunté.
—Habrías llegado al nagual —repuso.
—Pero ¿habría llegado al nagual sin tener benefactor?
—El poder da de acuerdo a tu impecabilidad —dijo—. Si hubieras empleado seriamente esas cuatro técnicas, habrías juntado suficiente poder personal para hallar un benefactor. Habrías sido impecable y el poder habría abierto las vías necesarias. Ésa es la regla.
—¿Por qué no me dio usted más tiempo? —pregunté.
—Tuviste todo el tiempo que necesitabas —dijo—. El poder me mostró el camino. Una noche te di un acertijo que resolver; tenías que hallar tu sitio frente a la puerta de mi casa. Esa noche tú actuaste de maravilla, pero a la mala, y en la mañana te dormiste sobre una piedra muy especial que yo había puesto allí. El poder me mostró que había que empujarte sin misericordia para que hicieras algo.
—¿Me ayudaron las plantas de poder? —pregunté.
—Claro —dijo—. Te abrieron al detener tu visión del mundo. En este aspecto, las plantas de poder tienen el mismo efecto sobre el tonal que la forma correcta de andar. Ambas cosas lo inundan de información y fuerzan el diálogo interno a detenerse. Las plantas son excelentes para eso, pero muy costosas. Causan al cuerpo un daño incalculable. Ésa es su desventaja, sobre todo con la yerba del diablo.
—Si sabía usted que eran tan peligrosas, ¿por qué me dio tantas, y tantas veces? —pregunté.
Me aseguró que los detalles del procedimiento eran decididos por el poder mismo. Dijo que, si bien se suponía que las enseñanzas cubrieran los mismos asuntos en el caso de todo aprendiz, el orden era diferente para cada uno, y que él había recibido repetidas indicaciones de que yo necesitaba una gran cantidad de coerción para que me molestara en hacer cualquier cosa.
—Estaba yo tratando con un ser inmortal lleno de arrogancia que no tenía respeto por su vida ni por su muerte —dijo, riendo.
Mencioné el hecho de que él había descrito y discutido aquellas plantas en términos de cualidades antropomórficas. Sus referencias a ellas sugerían invariablemente que las plantas poseían personalidad. Replicó que ése era un medio prescrito para desviar la atención del aprendiz del verdadero propósito, que era detener el diálogo interno.
—Si sólo se usan para detener el diálogo interno, ¿cuál es su conexión con el aliado? —pregunté.
—Eso es un punto difícil de explicar —dijo—. Esas plantas llevan al aprendiz directamente al nagual, y el aliado es un aspecto del nagual. Funcionamos exclusivamente en el centro de la razón, sin importar quiénes somos ni de dónde venimos. La razón puede naturalmente responder en una u otra forma por todo lo que ocurre dentro de su visión del mundo. El aliado es algo que se halla fuera de esa visión, fuera del terreno de la razón. El aliado se puede atestiguar solamente en el centro de la voluntad en momentos en que nuestra visión ordinaria se ha parado, por ello, el aliado es propiamente el nagual. Los brujos, sin embargo, pueden aprender a percibir el aliado en una forma de lo más intrincada, y al hacerlo así, se meten demasiado adentro en una nueva visión. Así que, para protegerte de ese destino, yo no recalqué el aliado como los brujos lo hacen. Tras generaciones de usar plantas de poder, los brujos han aprendido a dar cuenta en sus visiones de todo lo que se pueden dar cuenta acerca de ellas. Yo diría que los brujos, al usar su voluntad, han logrado ampliar sus visiones del mundo. Mi maestro y mi benefactor eran claros ejemplos de esto. Eran hombres de gran poder, pero no eran hombres de conocimiento. Jamás rompieron las barreras de sus enormes visiones y por eso jamás llegaron a la totalidad de sí mismos, aunque sabían que existía. No era que viviesen vidas aberradas, tratando de agarrar cosas más allá de su alcance; sabían que habían perdido la ocasión y que sólo a la hora de su muerte se les revelaría el misterio total. La brujería les había permitido echar sólo un vistazo, pero nunca les dio el verdadero medio de llegar a esa esquiva totalidad de uno mismo.
—Yo te di lo suficiente de la visión de los brujos sin permitir que te enganchara. Te dije que si uno hace encarar a dos visiones, la una contra la otra, puede escurrirse entre ambas para llegar al mundo real. Me refería a que sólo puede llegarse a la totalidad de uno mismo cuando uno tiene bien entendido que el mundo es simplemente una visión, sin importar que esa visión pertenezca a un hombre común o a un brujo.
—Aquí es donde me he apartado de la tradición. Tras una lucha de toda la vida, sé que lo importante no es aprender una nueva descripción sino llegar a la totalidad de uno mismo. Hay que llegar al nagual sin maltratar al tonal, y sobre todo, sin dañar el cuerpo. Tú tornaste esas plantas siguiendo los pasos exactos que yo mismo seguí. La única diferencia fue que, en vez de sumergirte en ellas, te detuve cuando creí que ya habías juntado suficientes visiones del nagual. Ésa es la razón por la que nunca quise discutir tus encuentros con plantas de poder, ni dejarte hablar como loco de ellas; no venía al caso tratar de hablar de lo que no se puede hablar. Ésas fueron verdaderas excursiones al nagual, a lo desconocido.
Mencioné que mi necesidad de hablar sobre mis percepciones bajo la influencia de plantas psicotrópicas, se debía al interés por aclarar una hipótesis mía. Me hallaba convencido de que, con ayuda de dichas plantas, don Juan me había dado memorias de inconcebibles formas de percibir. Esas memorias, que en el momento de experimentarlas pudieron parecerme idiosincrásicas y desconectadas de todo lo significante, se ensamblaban después en unidades de significado. Supe que don Juan me había guiado certeramente en cada ocasión, y que cualquier ensamblaje de significado se realizaba bajo su guía.
—No quiero recalcar esos hechos ni explicarlos —dijo con sequedad—. El acto de meternos en explicaciones nos pondría de nuevo en donde no queremos estar; es decir, seríamos arrojados dentro de una visión del mundo, esta vez una visión mucho más amplia.
Don Juan dijo que, una vez detenido el diálogo interno del discípulo por el efecto de las plantas de poder, surgía un obstáculo invencible. El aprendiz empezaba a reconsiderar y a tener dudas de todo su aprendizaje. En opinión de don Juan, hasta el discípulo más ferviente sufría en ese punto una grave pérdida de interés.
—Las plantas de poder sacuden al tonal y amenazan la solidez de toda la isla —dijo—. A estas alturas el aprendiz se retira, lo cual es una cosa muy sana; y quiere salir de todo el enredo. También a estas alturas es cuando el maestro coloca su trampa más artera, al adversario que vale la pena. Esta trampa tiene dos propósitos. Primero, hace que el maestro atrape a su aprendiz, y segundo, hace que el aprendiz tenga un punto de referencia para su uso. La trampa es una maniobra, que trae a la arena al adversario que vale la pena. Sin la ayuda de un adversario así, que no es en realidad un enemigo sino un adversario totalmente dedicado, el aprendiz no tiene posibilidad de continuar en la senda del conocimiento. El mejor de los hombres se saldría volado a estas alturas si de él dependiera la decisión. Yo te traje, como un adversario que vale la pena, al mayor guerrero que pude encontrar, la Catalina.
Don Juan hablaba de una ocasión, años atrás, en que me había llevado a una batalla de largo alcance con una bruja india.
—Te puse en contacto corporal con ella —prosiguió—. Elegí una mujer porque tú confías en las mujeres. Traicionar esa confianza fue muy difícil para ella. Años después me confesó que le habría gustado renunciar el encargo, porque tú le gustabas. Pero es una gran guerrera y, a pesar de sus sentimientos, casi te borra del planeta. Desarregló tu tonal en forma tan intensa que nunca volvió a ser el mismo. Efectivamente, la Catalina cambió tan profundamente el panorama de tu isla, que sus actos te metieron en otro terreno. Puede decirse que la Catalina habría podido ser tu benefactor, de no ser porque no estabas cortado para ser un brujo como ella. Algo andaba mal entre ustedes dos. Eras incapaz de tenerle miedo. Casi te vuelves loco una noche en que te acosó, pero a pesar de eso ella te atraía. Era para ti una mujer deseable; por más asustado que estuvieras. Ella lo sabía. Una vez te sorprendí en el pueblo mirándola; temblabas de miedo y sin embargo se te caía la baba.
—Es debido, entonces, a los actos de un adversario que vale la pena, que el aprendiz puede quedar hecho pedazos o cambiar radicalmente. Las acciones de la Catalina contigo, como no te mataron —no porque ella no se esforzara lo bastante, sino porque eres resistente—, tuvieron en ti un efecto benéfico, y también trajeron a tu alcance una decisión.
—El maestro usa al adversario para forzar al aprendiz a hacer la decisión de su vida. El aprendiz debe escoger entre el mundo del guerrero y su mundo ordinario. Pero no hay decisión posible si el aprendiz no entiende lo que tiene que decidir; por eso, el maestro debe tener una actitud enteramente paciente y comprensiva y debe guiar al aprendiz, con mano firme, a que elija el mundo y la vida del guerrero. Yo logré esto pidiéndote que me ayudaras a vencer a la Catalina. Te dije que estaba a punto de matarme y que necesitaba tu ayuda para librarme de ella. Te advertí las consecuencias de tu decisión y te di tiempo suficiente para saber si la hacías o no.
Yo recordaba claramente que don Juan me dejó ir aquel día. Me dijo que, si no quería ayudarlo, estaba en libertad de irme y nunca volver. Sentí en ese momento que me hallaba en libertad de elegir mi propio curso y que ya no tenía obligaciones hacia él.
Subí al coche y me alejé de su casa con una mezcla de tristeza y contento. Me entristecía dejas a don Juan y a la vez me alegraba haber roto con todas sus desconcertantes actividades. Pensé en Los Ángeles y en mis amigos y en todas las rutinas cotidianas que me aguardaban, esas pequeñas rutinas que siempre me habían dado tanto placer. Durante un rato me sentí eufórico. La rareza de don Juan y de su vida quedaba tras de mí y yo era libre.
Pero mi felicidad no duró mucho. El deseo de abandonar el mundo de don Juan era insostenible. Mis rutinas habían perdido su poder. Quise pensar en algo que deseara hacer en Los Ángeles, pero no había nada. Una vez don Juan me había dicho que yo tenía miedo a la gente y había aprendido a defenderme no queriendo nada. Dijo que no querer nada era el mejor logro de un guerrero. Sin embargo, en mi estupidez yo había ampliado la sensación de no querer nada, haciéndola caer en la de no disfrutar nada. Así, mi vida era tediosa y vacía.
Tenía razón y, al correr hacía el norte sobre la carretera, me golpeó al fin el impacto pleno de mi propia locura insospechada. Empecé a recapacitar en lo que mi elección implicaba. Yo dejaba un mundo mágico de renovación continua por mi vida blanda y tediosa en Los Ángeles. Me puse a recordar mis días vacíos. Rememoré un domingo en particular. Todo aquel día me sentí inquieto, sin nada que hacer. Ningún amigo llegaba a visitarme. Nadie me había invitado a una fiesta. La gente que deseaba ver no estaba en casa y, lo peor de todo, yo había visto todas las películas que se exhibían en la ciudad. Al caer la tarde, desesperado en extremo, hurgué de nuevo en la lista de películas y hallé una que jamás había querido ver. La pasaban en un pueblo a sesenta kilómetros de distancia. Fui a verla, y la detesté, pero hasta eso era mejor que no tener nada que hacer.
Bajo el impacto del mundo de don Juan, yo había cambiado. Por principio de cuentas, desde que lo conocí no había tenido tiempo de aburrirme. Eso en sí era suficiente para mí; en verdad, don Juan se había asegurado de que yo eligiera el mundo del guerrero. Di la vuelta y regresé a su casa.
—¿Qué habría ocurrido si decido volver a Los Ángeles? —pregunté.
—Eso habría sido una imposibilidad —repuso—. Esa decisión no existía. Todo cuanto se requería de ti era que dejaras que tu tonal se diera cuenta de haber decidido unirse al mundo de los brujos. El tonal no sabe que las decisiones están en el terreno del nagual. Cuando creemos decidir, no hacemos más que reconocer que algo más allá de nuestra comprensión ha puesto el marco de nuestra dizque decisión, y todo lo que nosotros hacemos es consentir.
—En la vida del guerrero sólo hay una cosa, un único asunto que en realidad no está decidido: qué tan lejos puede uno avanzar en la senda del conocimiento y el poder. Ése es un asunto abierto y nadie puede predecir el resultado. Una vez te dije que la libertad que un guerrero tiene, es actuar impecablemente, o bien actuar como un imbécil. La impecabilidad es de verdad el único acto que es libre y, por ello, la verdadera medida del espíritu de un guerrero.
Don Juan dijo que, una vez que el aprendiz hacía su decisión de unirse al mundo de los brujos, el maestro le daba una labor pragmática, una tarea que cumplir en su vida cotidiana. Explicó que la tarea, planeada de acuerdo a la personalidad del aprendiz, suele ser una especie de situación vital traída de los cabellos, en la cual el aprendiz debe meterse como medio de afectar permanentemente su visión del mundo. En mi propio caso, yo había entendido la tarea más como un divertido chiste que como una situación vital seria. Con el paso del tiempo, sin embargo, llegué a comprender que debía encararla con fervor.
—Una vez que el aprendiz ha recibido su tarea de brujería, está listo para otra clase de instrucción —prosiguió—. Es entonces un guerrero. En tu caso, como ya no eras aprendiz, te enseñé las tres técnicas que ayudan a soñar: romper las rutinas de la vida, la marcha de poder, y no-hacer. Tú, como siempre, eras persistente, tonto como aprendiz y tonto como guerrero. Escribías muy meticulosamente lo que yo decía y todo lo que te pasaba, pero no hacías exactamente lo que yo te decía que hicieras. De modo que todavía tuve que reventarte con plantas de poder.
Don Juan detalló entonces, paso a paso, cómo había apartado mi atención del «soñar», haciéndome creer que el problema importante era una actividad muy difícil que él llamaba no-hacer, juego perceptual que consistía en enfocar la atención en partes del mundo comúnmente pasadas por alto, como las sombras de las cosas. Don Juan dijo que su estrategia había sido la de destacar el no-hacer imponiendo un estricto secreto a ese respecto.
—No-hacer es, como todo lo demás, una técnica muy importante, pero no era el asunto principal —dijo—. Te embaucó el secreto. ¡Tú, el hablador, obligado a guardar un secreto!
Riendo, dijo que se imaginaba los problemas que yo habría atravesado para mantener la boca cerrada.
Explicó que romper las rutinas, el paso de poder y no-hacer eran avenidas para aprender nuevas maneras de percibir, el mundo; maneras que daban al guerrero un anticipo de posibilidades increíbles de acción. La opinión de don Juan era que el tener conciencia de que el mundo del «soñar» era independiente y pragmático, se hacía posible por el uso de aquellas tres técnicas.
—Soñar es una ayuda práctica que los brujos inventaron —dijo—. No eran tontos; sabían lo que estaban haciendo y buscaron la utilidad del nagual entrenando a su tonal para que se dejara ir por un momento, por así decirlo, y luego volviera a agarrarse. Esta frase no tiene sentido para ti. Pero eso es lo que has estado haciendo hasta ahora: entrenándote para dejarte ir sin perder la chaveta. Soñar es, por supuesto, la corona del esfuerzo de los brujos, el uso máximo del nagual.
Repasó todos los ejercicios de no-hacer que me había puesto a ejecutar, las rutinas de mi vida diaria que él había aislado para su rompimiento, y todas las ocasiones en que me había forzado a adoptar el paso de poder.
—Vamos llegando al fin de mi recapitulación —dijo—. Ahora tenemos que hablar de Genaro.
Don Juan dijo que hubo un augurio muy importante el día en que conocí a don Genaro. Le dije que no recordaba nada fuera de lo común. Me recordó que ese día estábamos sentados en una banca en un parque. Él había mencionado que esperaba a un amigo que yo no conocía, y luego, cuando el amigo apareció, lo señalé sin titubear entre una gran multitud. Ésa fue la indicación que los hizo darse cuenta de que don Genaro era mi benefactor.
Me acordé, cuando él lo mencionó, que mientras charlábamos volví la cara y vi a un hombre pequeño y delgado que irradiaba extraordinaria vitalidad, o gracia, o simple alegría; acababa de dar la vuelta a una esquina y entraba en el parque. En vena de guasa, dije a don Juan que su amigo se acercaba, y que sin duda era un brujo a juzgar por su apariencia.
—Desde ese día, Genaro recomendó lo que se tenía que hacer contigo —continuó don Juan—. Como tu guía para entrar en el nagual, te dio demostraciones impecables, y cada vez que ejecutaba un acto como nagual, te dejaba un conocimiento que desafiaba y pasaba por alto a tu razón. Desarmó tu visión del mundo, aunque todavía tú no te das cuenta de eso. Nuevamente, en, este caso, te comportaste igual que en el caso de las plantas de poder: necesitabas más de lo necesario. Unas cuantas embestidas del nagual debieran bastar para desmantelar la visión de uno; pero hasta el día de hoy, después de todos los ataques del nagual, tu visión parece invulnerable. Y aunque parezca mentira, ése es tu mejor detalle.
—En general, entonces, el trabajo de Genaro ha sido guiarte al nagual. Pero aquí tenemos una pregunta extraña. ¿Qué cosa era guiada hacia el nagual?
Con un movimiento de los ojos, me instó a responder.
—¿Mi razón? —pregunté.
—No, la razón no tiene ningún sentido aquí —repuso—. La razón se raja apenas sale de sus límites estrechos y seguros.
—Entonces era mi tonal —dije.
—No, el tonal y el nagual son las dos partes natas de nosotros mismos —replicó con sequedad—. No pueden llevarse el uno al otro.
—¿Mi percepción? —pregunté.
—Exacto —gritó como si yo fuera un niño dando la respuesta correcta—. Ahora llegamos a la explicación de los brujos. Ya te advertí que no explicaría nada, y sin embargo…
Hizo una pausa y me miró con ojos brillantes.
—Ésta es otra de las tretas de los brujos —dijo.
—¿A qué se refiere usted? ¿Cuál es la treta? —pregunté con un matiz de alarma.
—La explicación de los brujos, por supuesto —repuso—. Ya lo verás por ti mismo. Pero sigamos adelante. Los brujos dicen que estamos dentro de una burbuja. En una burbuja en la que somos colocados en el instante de nuestro nacimiento. Al principio está abierta, pero luego empieza a cerrarse hasta que nos ha sellado en su interior. Esa burbuja es nuestra percepción. Vivimos dentro de esa burbuja toda la vida. Y lo que presenciamos en sus paredes redondas es nuestro propio reflejo.
Bajó la cabeza y me miró de, reojo. Soltó una risita.
—No te me duermas —dijo—. Aquí es donde debes hacer una observación.
Reí. De algún modo, sus advertencias acerca de la explicación de los brujos, aunadas a la revelación de su impresionante gama de conciencia, se hacían sentir finalmente en mí.
—¿Cuál es la observación que yo debía hacer? —pregunté.
—Si lo que presenciamos en las paredes es nuestro propio reflejo, entonces lo que se está reflejando debe ser la cosa real —dijo, sonriendo.
—Buena observación —dije en tono de chanza.
Mi razón podía seguir con facilidad ese argumento.
—La cosa reflejada es nuestra visión del mundo —dijo—. Esa visión es primero una descripción, que se nos da desde el instante en que nacemos hasta que toda nuestra atención queda atrapada en ella y la descripción se convierte en visión.
—La tarea del maestro consiste en reacomodar la visión, a fin de preparar al ser luminoso para el momento en que el benefactor abre la burbuja desde afuera.
Hizo otra pausa deliberada y luego una nueva observación acerca de mi falta de atención, juzgada por mi incapacidad de hacer un comentario o una pregunta adecuados.
—¿Cuál debería haber sido mi pregunta? —inquirí.
—¿Por qué se tiene que abrir la burbuja? —repuso.
—Buena pregunta —dije, y él rió con fuerza y me palmeó la espalda.
—¡Por supuesto! —exclamó—. Tiene que ser una buena pregunta para ti; es una de las tuyas.
—La burbuja se abre para permitir al ser luminoso una visión de su totalidad —prosiguió—. Naturalmente, esto de llamarla burbuja es sólo una manera de hablar, pero en este caso la manera es exacta.
—La delicada maniobra de llevar a un ser luminoso a la totalidad de sí mismo requiere que el maestro trabaje desde adentro de la burbuja y el benefactor desde afuera. El maestro reorganiza la visión del mundo, yo le he llamado a esa visión la isla del tonal. He dicho que todo lo que somos se encuentra en esa isla. La explicación de los brujos dice que la isla del tonal está hecha por nuestra percepción, que ha sido entrenada a enfocarse en ciertos elementos; cada uno de esos elementos y todos juntos forman nuestra visión del mundo. El trabajo del maestro, en lo referente a la percepción del aprendiz, consiste en reordenar todos los elementos de la isla en una mitad de la burbuja. Para ahora ya te habrás dado cuenta de que limpiar y reordenar la isla del tonal significa reagrupar todos sus elementos en el lado de la razón. Mi tarea ha sido desarreglar tu visión ordinaria, no para destruirla sino para forzarla a ponerse en el lado de la razón. Y tú has hecho esto mejor que cualquiera que yo conozco.
Trazó en la roca un círculo imaginario y lo dividió en dos a lo largo de un diámetro vertical. Dijo que el arte del maestro era forzar al discípulo a agrupar su visión del mundo en la mitad derecha de la burbuja.
—¿Por qué la mitad derecha? —pregunté.
—Ése es el lado del tonal —dijo—. El maestro siempre se dirige a ese lado, y al presentar a su aprendiz, por una parte, el camino del guerrero, lo obliga al raciocinio, a la sobriedad, a la fuerza de carácter y de cuerpo; y al presentarle, por otra parte, situaciones inimaginables pero reales, que el aprendiz no puede abarcar, lo obliga a reconocer que su razón, por más maravillosa que sea, sólo puede cubrir una zona pequeña Una vez enfrentado con su incapacidad de razonarlo todo, el guerrero hará hasta lo imposible por reforzar y defender su razón derrotada, y para lograr tal efecto reunirá en torno a ella todo cuanto tiene. El maestro se ocupa de ello, martillándolo sin piedad hasta que toda su visión del mundo está en una mitad de la burbuja. La otra mitad, la que ha quedado limpia, puede entonces ser reclamada por algo que los brujos llaman la voluntad.
—Esto podemos explicarlo mejor diciendo que la tarea del maestro es limpiar una mitad de la burbuja y reordenar todo lo que hay en la otra mitad. Entonces, la tarea del benefactor es abrir la burbuja en el lado despejado. Una vez roto el sello, el guerrero nunca vuelve a ser el mismo. Tiene ya el dominio de su totalidad. La mitad de la burbuja es el centro máximo de la razón, el tonal. La otra mitad es el centro máximo de la voluntad, el nagual. Ése es el orden que debe prevalecer; cualquier otro acomodo es absurdo y maligno, porque va en contra de nuestra naturaleza; nos roba nuestra herencia mágica y nos reduce a nada.
Don Juan se incorporó y estiró los brazos y la espalda y caminó para desentumir los músculos. Ya hacia un poco de frío.
Le pregunté si habíamos terminado.
—¡Pero si la función todavía ni empieza! —exclamó, riendo—. Ése fue sólo el principio.
Miró al cielo y señaló hacia el oeste con un ademán casual.
—Más o menos dentro de una hora, el nagual estará aquí —dijo y sonrió.
Volvió a sentarse.
—Nos queda un solo asunto por terminar —continuó—. Los brujos lo llaman el secreto de los seres luminosos, y se trata del hecho de que somos perceptores. Los hombres y todos los otros seres luminosos que hay sobre la tierra somos perceptores. Ésa es nuestra burbuja, la burbuja de la percepción. Nuestro error es creer que la única percepción digna de reconocerse es lo que pasa por nuestra razón. Los brujos creen que la razón es sólo un centro y que no debería dársele tanto vuelo.
—Genaro y yo te liemos enseñado que la totalidad de nuestra burbuja de percepción se compone de ocho puntos. Conoces seis. Hoy, Genaro y yo seguiremos despejando tu burbuja de percepción, y después de eso conocerás los dos puntos restantes.
Cambiando abruptamente de tema, me pidió un recuento detallado de mis percepciones del día anterior, a partir del punto en que vi a don Genaro sentado en una roca junto al camino. No hizo ningún comentario ni me interrumpió para nada. Al terminar, añadí una observación por cuenta propia. En la mañana había hablado con Néstor y Pablito; me dijeron que sus percepciones habían sido similares a las mías. Mi comentario era que don Juan me había dicho que el nagual era una experiencia individual que sólo el observador puede atestiguar. El día anterior, había tres observadores, y todos nosotros habíamos presenciado más o menos la misma cosa. Las diferencias se expresaban sólo en términos de cómo se sentía o reaccionaba cada uno con respecto a cualquier instancia específica del fenómeno total.
—Lo que ocurrió ayer fue una demostración del nagual para ti, y para Néstor y Pablito. Yo soy su benefactor. Entre Genaro y yo, cancelamos el centro de la razón en ustedes tres. Genaro y yo tuvimos poder suficiente para ponerlos a ustedes de acuerdo en lo que presenciaban. Hace varios años, tú y yo estuvimos cierta noche con un grupo de aprendices, pero yo solo sin Genaro no tenía suficiente poder para hacer que todos ustedes presenciaran lo mismo.
Dijo que, a juzgar por lo que yo debía haber presenciado el día anterior y por lo que él había «visto» de mí, su conclusión era que me hallaba listo para la explicación de los brujos. Añadió que Pablito también lo estaba, pero tenía dudas acerca de Néstor.
—Estar preparado para la explicación de los brujos es algo muy difícil de lograr —dijo—. No debería serlo, pero insistimos en entregarnos a la visión del mundo que hemos tenido toda la vida. En este aspecto, tú y Néstor y Pablito se parecen. Néstor se esconde detrás de su timidez y su mal humor, Pablito detrás de su irresistible personalidad; y tú te escondes detrás de tu engreimiento y tus palabras. Todas son visiones que parecen invencibles, y mientras ustedes persistan en usarlas, sus burbujas de percepción no han sido despejadas y la explicación de los brujos no tendrá sentido.
En son de broma dije que la famosa explicación de los brujos me había obsesionado desde mucho tiempo atrás, pero mientras más me acercaba a ella más lejos parecía hallarse. Iba a añadir un comentario jocoso cuando él me quitó las palabras de la boca.
—¿Qué tal si la explicación de los brujos resulta un fiasco? —preguntó entre risas sonoras.
Me palmeó la espalda y parecía deleitado, como un niño que anticipa algo agradable:
—Genaro siempre quiere atenerse a la regla —dijo en tono confidencial—. La condenada explicación no es nada del otro mundo. Si por mí fuera, te la habría dado hace años. No esperes gran cosa de ella.
Alzó la vista para examinar el cielo.
—Ahora estás listo —dijo en tono dramático y solemne—. Es hora de ir. Pero antes de dejar este sitio, he de decirte una última cosa: El misterio, o el secreto, de la explicación de los brujos es que tiene que ver con el acto de abrir las alas de la percepción.
Puso la mano sobre mi libreta y me dijo que fuera al matorral a ocuparme de mis funciones corporales, para después quitarme la ropa y dejarla en un bulto precisamente donde nos hallábamos. Lo miré inquisitivamente y explicó que yo debía estar desnudo, pero que podía dejarme los zapatos y el sombrero.
Insistí en saber por qué debía estar desnudo. Don Juan rió y dijo que la razón era más bien personal y tenía que ver con mi propia comodidad, y que yo mismo le había dicho que así lo deseaba. Su explicación me desconcertó. Sentí que me jugaba una broma o que, en conformidad con lo que me había revelado, simplemente distraía mi atención. Quise enterarme de por qué lo hacía.
Empezó a hablar de un incidente ocurrido años antes, una vez que estuvimos con don Genaro en las montañas del norte de México. Ellos me explicaban entonces que la «razón» no podía en modo alguno dar cuenta de todo cuanto ocurría en el mundo. Para darme una demostración innegable de ello, don Genaro ejecutó un magnífico salto de nagual, y se «alargó» para alcanzar la cima de unos picos a quince o veinte kilómetros de distancia. Don Juan dijo que la intención me pasó inadvertida, y que en lo referente a convencer a mi «razón», la demostración de don Genaro fue un fracaso, pero desde el punto de vista de mi reacción corporal resultó muy divertida.
La reacción corporal a la que don Juan se refería, conservaba gran vividez en mi mente. Vi a don Genaro desaparecer frente a mis propios ojos como si un viento se lo hubiera llevado. Su salto, o lo que fuese, tuvo en mí un efecto tan profundo que sentí como si su movimiento hubiera desgarrado algo en mis entrañas. Mis intestinos se soltaron y tuve que tirar mis pantalones y camisa. Incómodo y apenado hasta lo indecible, caminé desnudo, tocado sólo con un sombrero, por una carretera muy transitada, hasta llegar a mi coche. Don Juan me recordó que fue entonces cuando le pedí no volver a permitirme arruinar mi ropa.
Cuando me hube desvestido, caminamos unas decenas de metros hasta una roca de gran tamaño que miraba a la misma cañada. Don Juan me hizo asomar. Había un despeñadero de más de treinta metros. Luego me dijo que interrumpiera mi diálogo interno y escuchara los sonidos en torno.
Tras unos momentos oí el sonido de un guijarro que rebotaba de roca en roca, despeñadero abajo. Percibí con inconcebible claridad cada rebote del guijarro. Luego oí caer otro, y otro más: Alcé la cabeza para alinear mi oído izquierdo con la dirección del sonido y vi a don Genaro sentado encima de la roca, a unos cuatro o cinco metros de donde estábamos. Con aire casual, arrojaba piedras a la cañada.
Apenas lo vi, gritó y cacareó, y dijo que había estado allí escondido en espera de que yo lo descubriese. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan me susurró al oído, repetidas veces, que mi «razón» no estaba invitada a ese acontecimiento, y que yo debía abandonar la necedad de querer controlarlo todo. Dijo que el nagual era una percepción sólo para mí, y que por ese motivo Pablito no lo había visto en mi coche. Añadió, como si leyera mi oculto sentir, que si bien el nagual era sólo para que yo lo presenciara, seguía siendo don Genaro en persona.
Don Juan me tomó del brazo y en son de juego me llevó a donde se hallaba don Genaro. Éste se puso de pie y se me acercó. Su cuerpo radiaba un calor visible, un resplandor que me deslumbraba. Vino a mi lado y, sin tocarme, puso la boca cerca de mi oído izquierdo y empezó a susurrar. Don Juan hizo lo mismo en mi otro oído. Sus voces se sincronizaban. Ambos repetían las mismas frases. Me decían que no tuviera miedo, y que poseía fibras largas y poderosas, las cuales no eran para protegerme, porque no había nada que proteger ni de lo cual protegerse, sino para guiar mi percepción de nagual en forma semejante a la manera en que mis ojos guiaban mi percepción normal de tonal. Decían que las fibras estaban en todo mi derredor, que a través de ellas yo podía percibir todas las cosas al mismo tiempo, y que una sola fibra bastaba para saltar de la roca a la cañada, o del fondo de la cañada a la roca.
Yo escuchaba todo cuanto decían. Cada palabra parecía tener una connotación única para mí; me era posible retener cada cosa pronunciada y repetirla como una grabadora. Ambos me urgían a saltar a la cañada. Me decían que sintiera mis fibras, aislara una que bajara hasta el fondo y la siguiera. Conforme pronunciaban sus órdenes, surgían en mí sensaciones acordes a las palabras. Percibí una comezón en todo mi ser, especialmente una peculiar sensación indiscernible en sí misma, pero cercana a la de una «larga comezón». Mi cuerpo sentía en verdad el fondo de la cañada, y yo percibía tal sentir en alguna zona corporal indefinida.
Don Juan y don Genaro seguían instándome a resbalar por aquella sensación, pero yo no sabía cómo. Entonces oí sólo la voz de don Genaro.
Dijo que iba a saltar conmigo; me agarró, o me empujó, o me abrazó, y se precipitó conmigo en el abismo. Experimenté el apoteosis de la angustia física. Era como si algo mascara y devorara mi estómago. Era una mezcla de dolor y placer, de tal intensidad y duración que yo no podía más que gritar y gritar a todo pulmón. Al amainar la sensación, vi un conglomerado inextricable de chispas y masas oscuras, rayos de luz y formas como nubes. No sabía si mis ojos se hallaban abiertos o cerrados, o dónde estaban, o dónde estaba mi cuerpo. Luego sentí la misma angustia física, aunque no tan pronunciada como la primera vez, y luego tuve la impresión de haber despertado y me hallé de pie en la roca con don Juan y don Genaro.
Don Juan dijo que yo había fallado de nuevo, que era inútil saltar si la percepción del salto iba a ser caótica. Ambos repitieron incontables veces en mis oídos que el nagual por sí solo no servía, que el tonal debía templarlo. Dijeron que yo tenía que saltar voluntariamente y tener conciencia de mi acto.
Yo titubeaba, no tanto por miedo como por renuencia. Me sentía vacilar como si mi cuerpo oscilara pendularmente de lado a lado. Entonces un ánimo extraño se apoderó de mí, y salté con toda mi corporalidad. Quise pensar al precipitarme, pero no podía. Veía como a través de la niebla los muros de la estrecha cañada y las rocas que sobresalían en el fondo. No tuve una percepción secuencial de mi descenso, sino la sensación de que me hallaba sobre el suelo en el fondo mismo; discernía cada detalle de las rocas en un breve círculo en tomo mío. Noté que mi visión no era unidireccional y estereoscópica desde el nivel de mis ojos, sino plana y hacia todo el derredor. Tras un momento fui presa del pánico, y algo me jaló hacia arriba como un yoyo.
Don Juan y don Genaro me hicieron repetir el salto una y otra vez. Después de cada salto, don Juan me instaba a ser menos reticente y desganado. Dijo, vez tras vez, que el secreto de los brujos al usar el nagual radicaba en nuestra percepción, que saltar era simplemente un ejercicio de percepción, y que terminaría sólo cuando yo hubiese logrado percibir, como perfecto tonal, lo que había en el fondo de la cañada.
En cierto momento tuve una sensación inconcebible. Me hallaba total y sobriamente consciente de estar parado en el borde de la roca, con don Juan y don Genaro susurrando en mis oírlos, y en el instante siguiente miraba el fondo de la cañada. Todo era perfectamente normal. Casi había oscurecido, pero aún quedaba suficiente luz para reconocer cada cosa como en el mundo de mi vida cotidiana. Miraba unos arbustos cuando oí un ruido súbito, una peña que caía. Instantáneamente vi una roca de buen tamaño rodar por el despeñadero hacia mí. En un destello, vi también a don Genaro arrojándola. Tuve un ataque de pánico, y un segundo después había vuelto al sitio encuna de la roca. Miré en torno; don Genaro ya no estaba allí. Don Juan se echó a reír y dijo que don Genaro se había ido por no soportar mi hediondez. Avergonzado, me percaté de que mi estado no era para menos. Don Juan había tenido razón al hacerme dejar mis ropas. Me llevó a un arroyo y me lavó romo a un caballo, recogiendo agua en mi sombrero y lanzándomela, mientras hacía hilarantes comentarios acerca de haber salvado mis pantalones.