EL SOÑADOR Y EL SOÑADO
Llegué a casa de don Juan temprano por la mañana. Había pasado la noche en un motel en el camino, para estar allí antes del mediodía.
Don Juan estaba en la parte trasera y vino al frente cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario.
—Te oí venir —dijo con una sonrisa—. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que si me quedaba aquí fueras a asustarte.
Señaló, en tono casual, que me hallaba sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante mórbido para ser un buen brujo, pero demasiado para hacerse hombre de conocimiento. Añadió que el único modo de contrarrestar el devastador efecto del mundo de los brujos era reírse de él.
Había evaluado correctamente mi estado de ánimo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a una larga caminata. Mis sentimientos tardaron horas en aligerarse. Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar mis sombras hablando.
Regresamos a su casa al atardecer. Me moría de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ramada. El cielo estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise conversar.
—Llevo meses de sentirme inquieto —dije—. Hubo algo verdaderamente pavoroso en lo que usted y don Genaro dijeron e hicieron la última vez que estuve, aquí.
Don Juan no respondió. Se puso en pie y caminó por la ramada.
—Tengo que hablar de esto —dije—. Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
Yo no tenía miedo sino desconcierto; me avasallaba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por entero.
Mis comentarios le dieron risa.
—Todavía no tires tu razón —dijo—. Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no creo que ahora sea el momento.
—Entonces, ¿debo tratar de hallar una explicación para lo que ocurrió? —pregunté.
—¡Seguro! —replicó—. Tienes el deber de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeándose la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los derriban.
—¿Cómo puedo saltar éste? —pregunté.
—En primer lugar, me parece un error fatal que tomes las cosas tan en serio —dijo al tomar asiento junto a mí—. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha ocurrido, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta y sentir como si supiéramos qué es lo que está pasando. Ése es el camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino, el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal como se presenta. Acepta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hubiera pasado. Actúa como si tuviera el control, aunque esté temblando de miedo. Actuar en esa forma disipa la obsesión.
Quedamos largo rato en silencio. Las palabras de don Juan eran como un bálsamo para mí.
—¿Puedo hablar de don Genaro y su doble? —pregunté.
—Depende de lo que quieras decir de él —repuso—. ¿Vas a entregarte a la obsesión?
—Quiero entregarme a las explicaciones —dije—. Estoy obsesionado porque no me he atrevido a venir a verlo ni he podido hablar con nadie de mis escrúpulos y mis dudas.
—¿No hablas con tus amigos?
—Sí, pero ¿cómo podrían ayudarme?
—Nunca pensé que necesitaras ayuda. Debes cultivar el sentimiento de que un guerrero no necesita nada. Dices que necesitas ayuda. ¿Ayuda para qué? Tienes todo lo necesario para el viaje extravagante que es tu vida. He tratado de enseñarte que la verdadera experiencia es ser un hombre, y que lo que cuenta es estar vivo; la vida es la vueltita que ahora estamos tomando. La vida en sí misma es suficiente y se explica sola, y es completa.
—Un guerrero entiende eso y vive de acuerdo a eso; por lo tanto, uno puede decir sin ser presumido, que la experiencia de experiencias es el ser un guerrero.
Pareció esperar respuesta. Titubeé un momento. Quería elegir cuidadosamente mis palabras.
—Si un guerrero necesita alivio —prosiguió—, simplemente elige a cualquiera y le expresa a esa persona cada detalle de su tumulto. Después de todo, el guerrero no busca que le entiendan o le ayuden; con hablar simplemente busca aliviar su presión. Eso es, siempre y cuándo el guerrero sea dado a hablar; si no lo es, no le dice nada a nadie. Pero tú no vives totalmente como guerrero. No todavía. Y los obstáculos que te salen al encuentro han de ser verdaderamente monumentales. Te entiendo perfectamente.
No se hacia el gracioso. A juzgar por la preocupación en su mirada, parecía ser alguien que hubiera andado por esos rumbos. Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza. Se paseó de un lado a otro a lo largo de la ramada y miró casualmente hacia el chaparral en torno de la casa. Sus movimientos evocaron en mí una sensación de inquietud.
Con el fin de relajarme, empecé a hablar de mi dilema. Sentía que inherentemente era demasiado tarde para fingirme un espectador inocente. Bajo su guía, me había entrenado hasta lograr percepciones extrañas, como «parar el diálogo interno» y controlar los sueños. Ésas eran instancias que no podían falsificarse. Yo había seguido sus sugerencias, aunque nunca al pie de la letra, y había logrado parcialmente romper rutinas cotidianas, asumir responsabilidades por mis actos, borrar la historia personal, y llegado finalmente a un punto que años antes me producía pánico, era capaz de estar solo sin violentar mi bienestar físico ni emotivo. Ése era quizá mi triunfo aislado más sorprendente. Desde la perspectiva de mis anteriores expectaciones y estados de ánimo, hallarme solo y no «salirme de mis casillas» era un estado inconcebible. Tenía aguda conciencia de todos los cambios acontecidos en mi vida y en mi visión del mundo, y también de que en alguna forma era superfluo resentir tan profundamente la revelación de don Juan y don Genaro acerca del «doble».
—¿Qué anda mal conmigo, don Juan? —pregunté.
—Te entregas a tu vicio —respondió, brusco—. Sientes que entregarte a las dudas y a las tribulaciones es la marca de un hombre sensitivo. Bueno, la verdad del asunto es que está, muy lejos de ser eso. ¿Por qué fingir, pues? Ya te dije el otro día: un guerrero se acepta con humildad así como es.
—De la manera como usted lo dice, me hace aparecer como si yo me confundiera a propósito —dije.
—Pues eso es lo que hacemos, nos confundimos a propósito —repuso—. Todos nosotros nos damos cuenta de lo que hacemos y nuestra razón se convierte, a propósito, en el monstruo que se imagina ser. Pero ese molde le queda demasiado grande.
Le expliqué que mi dilema era quizá más complejo que como él lo presentaba. Dije que mientras él y don Genaro fuesen hombres como yo mismo, su dominio superior los convertía en modelos para mi propia conducta. Pero si eran en esencia hombres drásticamente distintos a mí, no me era ya posible concebirlos como modelos, sino como rarezas que yo no podía aspirar a emular.
—Genaro es un hombre —dijo don Juan en tono confortante—. Ya no es un hombre como tú, cierto. Pero ésa es su hazaña, y no debería darte miedo. Si es distinto, mayor razón para admirarlo.
—Pero su diferencia no es una diferencia humana —dije.
—¿Y qué cosa crees que es? ¿La diferencia entre un hombre y un caballo?
—No sé. Pero no es como yo.
—No obstante, lo fue una vez.
—¿Pero puedo yo entender su cambio?
—Claro. Tú mismo estás cambiando.
—¿Quiere usted decir que me saldrá un doble?
—A nadie le sale un doble. Ése es sólo un modo de hablar de eso. Pese a lo mucho que hablas, las palabras te enredan. Te quedas atrapado en sus significados. Y ahora seguramente has de creer que el doble le sale a uno por medios malignos. Todos nosotros los seres luminosos tenemos un doble. ¡Todos! Un guerrero aprende a darse cuenta de ello, eso es todo. Hay barreras que parecen infranqueables, que protegen ese conocimiento. Pero eso es de esperarse; de no ser por esas barreras, llegar a darse cuenta del doble no sería el desafío único que es.
—¿Por qué le temo yo tanto al doble, don Juan?
—Porque estás pensando que el doble es lo que dice la palabra, un doble, otro tú. Yo escogí esas palabras con el propósito de describirlo. El doble es uno mismo y no se puede encararlo de otro modo.
—¿Y si yo no quiero un doble?
—El doble no es asunto de gusto personal. Tampoco es asunto de gusto personal quien resulta seleccionado para aprender el conocimiento de los brujos que nos llevan a darnos cuenta del doble. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tú en particular?
—Todo el tiempo. Cientos de veces le he hecho esa pregunta, pero usted nunca ha respondido.
—No quise decir que lo hicieras una pregunta que busca respuesta, sino en el sentido de un guerrero que se asombra en su gran fortuna, la fortuna de haber hallado un propósito.
Convertirlo en pregunta común es el recurso de un hombre ordinario y engreído que quiere que lo admiren o lo compadezcan por lo que hace. Yo no tengo ningún interés en esa clase de pregunta, porque no hay modo de responderla. La decisión de escogerte a ti en particular fue un designio del poder; nadie puede penetrar los designios del poder. Ahora que has sido seleccionado, no hay nada que puedas hacer para que ese designio no se cumpla.
—Pero usted mismo dice, don Juan, que uno siempre puede fracasar.
—Cierto. Uno siempre puede fracasar. Pero yo creo que te refieres a otra cosa. Quieres hallar una salida. Quieres tener la libertad de fracasar y salir corriendo cuando se te dé la gana. Es demasiado tarde para eso. Un guerrero está en las manos del poder y su única libertad es elegir una vida impecable. No hay manera de fingir el triunfo o la derrota. Tu razón podrá querer que fracases por completo, para así aniquilar la totalidad de tu ser. Pero hay una contramedida que no te permitirá declarar una falsa victoria o derrota. Si crees que puedes retirarte al refugio del fracaso, estás loco. Tu cuerpo montará guardia y no te dejará ir a ninguno de los dos lados.
Empezó a reír para sí, suavemente.
—¿Por qué ríe usted? —pregunté.
—Estás metido en un pantano espantoso —dijo—. Es demasiado tarde para retirarte, pero demasiado pronto para actuar. Lo único que puedes hacer es atestiguar. Estás en la miserable posición de una criatura que no puede regresar al vientre de la madre, pero tampoco puede corretear y actuar. Lo único que una criatura puede hacer es atestiguar, y escuchar los estupendos cuentos de acción que le cuentan. Tú estás ahora en ese punto preciso. No puedes regresar al vientre de tu viejo mundo, pero tampoco puedes actuar con poder. Para ti no hay más que atestiguar actos de poder y escuchar cuentos, cuentos de poder.
—El doble es uno de esos cuentos. Lo sabes, y por eso cautiva tanto tu razón. Te estás golpeando la cabeza contra un muro si pretendes entender. Todo lo que puedo decirte, a manera de explicación, es que el doble, aunque se llega a él soñando, es de lo más real que hay.
—Según lo que usted me ha contado, don Juan, el doble puede realizar actos. ¿Puede entonces…?
No me dejó proseguir mi línea de razonamiento. Me recordó que era inadecuado decir que él me había contado del doble, cuando podía decir que yo mismo lo había presenciado.
—Por lo visto, el doble puede realizar actos —dije.
—¡Por lo visto! —repuso.
—¿Pero puede el doble actuar como uno mismo?
—Es uno mismo, ¡carajo!
Me resultaba muy difícil darme a entender. Tenía en mente que, sí un brujo podía ejecutar dos acciones a la vez su capacidad para la producción utilitaria necesariamente se duplicaba. Podía trabajar en dos empleos, estar en dos sitios, ver a dos personas, y así sucesivamente, al mismo tiempo.
Don Juan escuchó con paciencia.
—Permítame poner un ejemplo —dije—. Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros de distancia, dejando que su doble lo haga?
Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó los ojos.
—Estás repleto de cuentos de violencia —dijo—. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente porque ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta de su propia luminosidad, ya no le queda nada de ese interés.
Señalé que, al principio de mi aprendizaje, él había afirmado que un brujo, con la guía de su «aliado», podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe mortal a sus enemigos.
—Yo soy el responsable de esa confusión —dijo—. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi propio maestro me trazó. Él era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que él mismo hubiera hablado.
—Genaro es un hombre de conocimiento. El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el doble es el darse cuenta de nuestro estado como seres luminosos. Puede hacer cualquier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la atención.
—Mi error fue extraviarte con palabras prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como son para ti, sólo cuentos de poder.
Me vi compelido a defender mi premisa. Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas.
—No hay tal sentido cuando hablas del mundo de los hombres de conocimiento —dijo—. Un hombre de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes en términos perjudiciales, hipotéticamente o no.
—Pero ¿y si sus semejantes traman algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su doble para protegerse?
Chasqueó la lengua con reprobación.
—Qué violencia increíble en tus pensamientos —dijo—. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cualquier cosa por el estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro su seguridad. Si algo hubiera, su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves, un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada.
Guardamos silencio. El sol estaba a punto de alcanzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna.
—¿Por qué no llamas a Genaro? —dijo don Juan en tono casual.
Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan estalló en una carcajada. Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba perfectamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera allí para disfrutar la escena.
—Mira, si a ti no te interesa llamar a Genaro, a mí sí —dijo en tono resuelto—. Me gusta su compañía.
Había un terrible amargor en mi paladar. El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo pero en realidad no había qué decir.
Don Juan me escudriñó con una larga mirada.
—Ándale —dijo—. Un guerrero siempre está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo. Es más bien una lucha interminable que seguirá hasta el último instante de nuestras vidas. Nadie nace guerrero, exactamente igual que nadie nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro.
—Siéntate bien. No quiero que Genaro te vea temblando.
Se puso en pie y recorrió de un lado a otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más, me levanté de un salto.
Don Juan me hizo trotar marcando el paso, cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movimientos en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar «poder» del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los brazos estuvieran en el punto medio entre horizonte y cenit.
El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato, me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, dejar de pensar qué habría ocurrido con el antiguo «yo» que nunca se habría relajado tan completamente ejecutando esos movimientos sencillos e idiotas.
Quería enfocar toda mi atención en el procedimiento que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos. Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó una bocina con las manos, y gritó:
—¡Genaro! ¡Ven aquí!
Un momento después, don Genaro surgió del chaparral. Ambos resplandecían de contento. Prácticamente bailaron frente a mí.
Don Genaro me saludó con abundantes efusiones y tomó asiento en el cajón de leche.
Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado, impávido. Un increíble estado de indiferencia y distanciamiento dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un escondrijo. Con gran despreocupación, le platiqué a don Genaro que durante mi última visita casi me había matado a sustos, y que ni siquiera durante mis experiencias con plantas psicotrópicas me había visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran propósito de chiste. Reí con ellos.
Obviamente estaban al tanto de mi estado de insensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente como a un borracho.
Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentirme preocupado y temeroso.
Al cabo de un rato, don Juan me salpicó agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo había hecho antes, que de no tomar notas me moriría. El mero acto de poner por escrito algunas palabras hizo regresar mi ánimo habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino, algo que unos momentos antes era opaco e inerte.
El advenimiento de mi personalidad acostumbrada significó a la vez el de mis miedos habituales. Curiosamente, yo tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro deleitoso.
Entonces me di plena cuenta de que don Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usuales empezaban a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho. Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo silencioso.
—Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente por u —dijo don Juan.
Don Genaro estaba reclinado en la pared de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la impresión de que sostenía las riendas de un caballo.
—Eso es cierto, Carlitos —dijo bajando el cajón a la horizontal del piso.
Desmontó, pasando la pierna derecha sobre el imaginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando. Vino y se sentó a mi izquierda.
—Genaro vino porque quiere hablarte del otro —dijo don Juan.
Hizo ademán de ceder la palabra. Don Genaro saludó al auditorio. Se volvió ligeramente para darme la cara.
—¿Qué es lo que te gustaría saber, Carlitos? —preguntó en voz aguda.
—Bueno, si va usted a hablarme del otro, cuéntemelo todo —dije, fingiendo despreocupación.
Ambos menearon la cabeza y se miraron.
—Genaro te va a hablar acerca del soñador y el soñado —anunció don Juan.
Como ya sabes, Carlitos —dijo don Genaro con el aire de un orador que entra en materia—, el doble empieza en sueños.
Me lanzó una larga mirada y sonrió. Sus ojos se deslizaron de mi cara a mi cuaderno y mi lápiz.
—El doble es un sueño —dijo, rascándose los brazos, y luego se paró.
Dejó la ramada y se metió en el chaparral. Se detuvo frente a una mata, mostrándonos tres cuartos de perfil; al parecer orinaba. Tras un momento vi que algo le ocurría. Parecía tratar desesperadamente de orinar sin conseguirlo. La risa de don Juan me indicó que don Genaro había vuelto a las andadas.
Don Genaro contorsionaba su cuerpo en tan cómica manera, que nos puso prácticamente histéricos.
Don Genaro regresó a la ramada y tomó asiento. Su sonrisa irradiaba una insólita calidez.
—Si no se puede, pues no se puede —dijo alzando los hombros.
Luego, tras una pausa momentánea, añadió, suspirando:
—Sí, Carlitos, el doble es un sueño.
—¿Quiere usted decir que no es real? —pregunté.
—No. Quiero decir que es un sueño —repuso.
Don Juan intervino para explicar que don Genaro se refería a la primera manifestación del hecho de darnos cuenta de ser seres luminosos.
—Cada uno de nosotros es distinto, y por eso los detalles de nuestras luchas son distintos —dijo don Juan—. Pero los pasos que seguimos para llegar al doble son los mismos. Sobre todo los primeros pasos, que son confusos e inciertos.
Don Genaro estuvo de acuerdo, y comentó la incertidumbre del brujo en esa etapa.
—Cuando me pasó por primera vez, no supe lo que había pasado —relató—. Un día había estado recogiendo plantas en los cerros y me había metido en un sitio que les tocaba a otros yerberos. Junté dos costalotes y ya estaba listo para irme a mi casa, cuando me dieron ganas de descansar un rato. Me acosté junto al camino, a la sombra de un árbol, y me quedé dormido. Después oí gente que bajaba del monte y desperté. Al momento me escurrí y me escondí detrás de unas matas, al otro lado del camino muy cerca del sitio donde me había echado a dormir. Estando allí se me dio por pensar que me había olvidado algo. Miré a ver si tenía mis dos costales de plantas. No los tenía conmigo. Miré para el otro lado del camino, al lugar donde había estado durmiendo y casi me lleva la chingada. ¡Yo seguía allí dormido! ¡Era yo mismo! Toqué mi cuerpo. ¡Yo era yo mismo! Ya para entonces, las gentes que bajaban del monte iban llegando a mí que estaba dormido, mientras yo que estaba bien despierto miraba desde mi escondite sin poder hacer nada. ¡Me lleva la chingada! Me van a encontrar allí, pensé, y me van a quitar mis costales. Pero las gentes pasaron junto a mí que dormía como si yo no estuviera allí.
—La visión fue tan vivida que me puse como loco. Grité y entonces volví a despertar. ¡Carajo! ¡Había sido un sueño!
Don Genaro cesó su recuento y me miró como esperando una pregunta o un comentario.
—Dile dónde despertaste la segunda vez —dijo don Juan.
—Desperté junto al camino —dijo don Genaro—, donde me quedé dormido. Pero por un momento no supe bien dónde me encontraba en realidad. Casi puedo decir que me estaba viendo a mí mismo despertar cuando algo me jaló al otro lado del camino cuando ya estaba a punto de abrir los ojos.
Hubo una larga pausa. Yo no sabía qué decir.
—¿Y qué hiciste después? —preguntó don Juan.
Me di cuenta, cuando ambos echaron a reír, de que me hacía burla imitando mis preguntas.
Don Genaro siguió hablando. Dijo que se quedó atónito un momento y luego fue a verificar todo.
—El sitio donde me escondí era tal como lo había visto —dijo—. Y las gentes que pasaron se encontraban a corta distancia, bajando el cerro. Lo sé porque corrí cuestabajo siguiéndolos. Eran los mismos que había visto. Los seguí hasta que llegaron al pueblo. Han de haber creído que estaba yo loco. Les pregunté si habían visto a mi amigo durmiendo junto al camino. Todos dijeron que no.
—Ya ves —dijo don Juan—, todos pasamos por las mismas dudas. Nos da miedo volvernos locos, pero la desgracia es que, de a tiro, ya todos nosotros estamos locos.
—Pero tú eres un poquito más loco que nosotros dos —me dijo don Genaro, e hizo un guiño—. Y eres, como buen loco, más sospechoso.
Hicieron bromas sobre mi suspicacia. Luego, don Genaro volvió a hablar.
—Todos somos seres densos —dijo—. No eres el único, Carlitos. A mí el sueño me tuvo espantado unos días, pero entonces tenía que ganarme la vida y me ocupaba de muchas cosas y no me alcanzaba el tiempo para ponerme a pensar en el misterio de mis sueños. Y se me olvidó la cosa. Yo era muy parecido a ti.
—Pero un día, meses más tarde, después de una mañana de mucho trabajo me quedé dormido como una piedra en la media tarde. Acababa de empezar a llover y me despertó una gotera. Salté de la cama y trepé al techo para arreglarla antes de que se hiciera un chorro. Me sentía tan bien y con tanta fuerza, que acabé en un minuto y ni siquiera me mojé mucho. Pensé que el sueñito que había echado me hizo bien. Cuando terminé, volví a la casa para comer algo, y me di cuenta de que no podía tragar. Pensé que estaba enfermo. Junté unas hojas y raíces, las machuqué y me hice un emplasto en la garganta y fui a acostarme. Y otra vez, al llegar a mi cama, casi se me caen los calzones. ¡Yo estaba allí en la cama dormido! Quise sacudirme y despertarme, pero yo sabía que no era eso lo que uno debía hacer. Así que salí corriendo de la casa, despavorido. Anduve sin rumbo por el monte. No tenía ni la menor idea a dónde iba, y aunque había vivido allí toda mi vida, me perdí. Andaba en la lluvia y ni la sentía. Parecía coipo si no pudiera pensar. Entonces el rayo y el trueno se hicieron tan fuertes que desperté otra vez.
Hizo una pausa.
—¿Quieres saber dónde desperté? —me preguntó.
—Claro —contestó don Juan.
—Desperté en el monte, en la lluvia —dijo él.
—¿Pero cómo supo usted que había despertado? —pregunté.
—Mi cuerpo lo supo —respondió.
—Esa pregunta fue idiota —terció don Juan—. Tú mismo sabes que algo en el guerrero se da cuenta siempre de cada cambio. La meta del camino del guerrero es precisamente cultivar y mantener ese sentido de darse cuenta. El guerrero lo limpia, lo pule y lo tiene siempre funcionando.
Tenía razón. Hube de admitir hallarme al tanto de ese algo que en mí registraba y conocía todas mis acciones. No tenía nada que ver con la habitual conciencia de mí mismo. Era otra cosa que yo no podía precisar. Les dije que tal vez don Genaro pudiera describirlo mejor.
—Tú lo haces muy bien —dijo don Genaro—. Es la voz de adentro que te dice qué es lo qué es. Y aquella vez me dijo que yo había despertado por segunda vez. Claro, apenas desperté quedé convencido de que había estado soñando. Por lo visto este no había sido un sueño ordinario, pero tampoco había sido propiamente soñar. Me conformé con otra explicación: me dije que había andado dormido o medio despierto, supongo. No había para mí ningún otro modo de entenderlo.
Don Genaro dijo que su benefactor le explicó que no era un sueño lo experimentado, y que tampoco debía insistir en creerlo sonambulismo.
—¿Qué cosa le dijo que era? —pregunté.
Cambiaron miradas.
—Me dijo que era el coco —repuso don Genaro, adoptando el tono de un niño pequeño.
Les aclaré que deseaba saber si el benefactor de don Genaro explicaba las cosas del mismo modo que ellos.
—Claro que sí —dijo don Juan.
—Mi benefactor me explicó que el sueño en el que uno se veía durmiendo —prosiguió don Genaro— era la hora del doble. Me aconsejó que, en vez de malgastar mi poder en dudas y preguntas, usara esa oportunidad para actuar, y que estuviera preparado para cuando llegara otra ocasión.
—La siguiente me tocó en la casa de mi benefactor. Yo lo estaba ayudando con el trabajo de casa. Me había acostado a descansar y, como de costumbre, me dormí profundamente. Su casa era definitivamente un sitio de poder para mí, y me ayudó. Un gran ruido me sacudió de pronto y me despertó. La casa de mi benefactor era grande. Era un hombre muy rico y mucha gente trabajaba para él. El ruido parecía ser el de una pala cavando grava. Me senté a escuchar y luego me levanté. El ruido me inquietaba mucho, pero yo no sabía la causa. Pensaba si salir a ver cuando me di cuenta de que estaba dormido en el piso. Esta vez sabía qué esperar y qué hacer, y seguí el ruido. Caminé por toda la casa hasta llegar a la parte de atrás. Allí no había nadie. El ruido parecía venir de más lejos. Yo lo fui siguiendo. Mientras más lo seguía, más rápido podía moverme. Fui a dar muy lejos y vi cosas increíbles.
Explicó que en la época de esos eventos se hallaba aún en las etapas iniciales de su aprendizaje y había incursionado muy poco en «soñar», pero tenía una facilidad extraña para soñar que se miraba a sí mismo.
—¿A dónde fue usted a dar, don Genaro? —pregunté.
—Esa era realmente la primera vez que me movía al soñar —dijo—. Pero ya sabía lo suficiente para portarme correctamente. No fijé la vista directamente en nada y fui a parar a una cañada muy honda donde mi benefactor tenía sus plantas de poder.
—¿Cree usted que es mejor si uno casi no sabe nada de soñar? —pregunté.
—¡No! —intervino don Juan—. Cada uno de nosotros tiene facilidad para algo en particular. La facilidad de Genaro es para soñar.
—¿Qué vio usted en las cañada, don Genaro? —pregunté.
—Vi a mi benefactor haciendo maniobras peligrosas con unas gentes. Pensé que yo estaba allí para ayudarlo y me escondí detrás de unos árboles. Pero así como yo andaba en ese entonces no habría podido ayudar a nadie. De todos modos, yo no era tonto, y me di cuenta de que la escena esa era para mirarla de lejos y no para actuar en ella.
—¿Cuándo y cómo y dónde despertó usted?
—No sé cuándo desperté. Han de haber pasado horas enteras. Lo único que sé es que seguí a mi benefactor y los otros hombres, y cuando iban llegando a la casa de mi benefactor el ruido que hacían, porque andaban peleándose casi a puños, me despertó. Estaba en el sitio donde me vi dormido.
—Al despertar, me di cuenta de que todo eso que había visto y hecho no era un sueño. En verdad me había ido bastante lejos, guiado por el sonido.
—¿Estaba su benefactor al tanto de lo que usted hacía?
—Seguro. Él fue el que estuvo haciendo ruido con la pala para ayudarme a cumplir mi tarea. Cuando entró en la casa me regañó de mentira por haberme dormido y por eso supe que me había visto. Después, cuando se fueron sus amigos, me dijo que había notado mi brillo oculto entre los árboles.
Don Genaro dijo que esos tres casos lo pusieron en el camino de «soñar», y que tardó quince años en recibir la oportunidad siguiente.
—La cuarta vez fue una visión más rara y más completa —dijo—. Me hallé dormido enmedio de un sembrado. Me vi echado de costado, profundamente dormido. Supe de inmediato que eso era soñar, porque me había propuesto hacerlo cada noche que me iba a dormir. Por lo general, todas las veces que yo me había visto a mí mismo dormido, estaba en el sitio donde me había echado a dormir. Esta vez no estaba en mi cama, y sabía que me había acostado en mi cama esa noche. En este soñar era de día. Así que me puse a explorar. Me alejé del sitio donde estaba yo echado y me orienté. Supe dónde me encontraba. Andaba en realidad no muy lejos de mi casa, capaz a unos tres kilómetros. Caminé por allí, mirando cada detalle del sitio. Me paré a la sombra de un gran árbol, a poca distancia; con la vista, crucé una franja de llano y miré una milpa en la ladera del cerro. En ese momento noté algo muy raro: los detalles del paisaje no cambiaban ni desaparecían por más que les clavara la vista. Me asusté y volví corriendo al sitio donde dormía. Yo seguía allí, exactamente como había estado antes. Empecé a observarme. Sentía una horrible indiferencia hacia —el cuerpo que miraba.
—Entonces oí el sonido de risas de gente que se acercaba. La gente siempre me anda encima. Subí corriendo una lomita y observé cuidadosamente desde allí. Diez personas venían al campo donde yo estaba. Todos eran muchachos jóvenes. Corrí al sitio donde estaba dormido y pasé los momentos más angustiosos de mi vida, mirándome allí tirado, roncando como cerdo. Sabía que tenía que despertarme, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Sabía también que era cosa de muerte despertarme yo mismo. Pero si aquellos muchachos me encontraban allí, se iba a armar un gran pleito. Todas esas deliberaciones que pasaban por mi mente no eran en realidad pensamientos. Más bien eran escenas frente a mis ojos. Mi preocupación, por ejemplo, era una escena en la cual yo me miraba a mí mismo mientras tenía la sensación de estar encajonado. Llamo a eso preocuparse. Me ha pasado eso muchas veces desde aquella primera vez.
—Bueno, como no sabía qué hacer me quedé mirándome a mí mismo, dormido, esperando lo peor. Un montón de imágenes fugaces pasaron frente a mis ojos. Me agarré a una en particular, la imagen de mi casa y mi cama. La imagen se hizo muy clara. ¡Caramba, cómo quería yo estar de vuelta en mi cama! Algo me dio un sacudón entonces; sentí como si alguien me golpeara y desperté. ¡Estaba en mi cama! Por lo visto esto había sido soñar. Me levanté de un salto y corrí al sitio de mi soñar. Era tal como lo había visto. Los muchachos estaban allí trabajando. Los observé por un largo rato. Eran los mismos que había visto antes.
—Regresé al mismo lugar al fin del día, cuando ya todos se habían ido, y me paré en el sitio exacto donde me vi dormido. Alguien se había echado allí. Las yerbas estaban aplastadas.
Don Juan y don Genaro me observaban. Parecían dos extraños animales. Sentí un escalofrío en la espalda. Estaba a punto de entregarme al muy racional miedo de que no eran en realidad hombres como yo, pero don Genaro echó a reír.
—En aquellos días —dijo— yo era igual que tú, Carlitos. Quería confirmarlo todo. Era tan desconfiado como tú.
Hizo una pausa, alzó el dedo y lo sacudió en mi dirección. Luego encaró a don Juan.
—¿A poco no eras tú tan desconfiado como este sujeto? —preguntó.
—Ni modo —dijo don Juan—. Éste es el campeón.
Don Genaro se volvió hacia mí e hizo un gesto de disculpa.
—Creo que me equivocaba —dijo—. Yo tampoco era tan desconfiado como tú.
Rieron suavemente, como si no quisieran hacer ruido. El cuerpo de don Juan se convulsionaba de risa contenida.
—Éste es un sitio de poder para ti —dijo don Genaro en un susurro—. Te has roto los dedos escribiendo ahí donde estás sentado. ¿Has hecho alguna vez la prueba de echarte a soñar a toda máquina aquí?
—No, nunca lo ha hecho —dijo don Juan en voz baja—. Aquí él nomás ha escrito a toda máquina.
Se doblaron de risa. Parecía que no quisieran reír abiertamente. Sus cuerpos se sacudían. La risa suave era como un cacareo rítmico.
Don Genaro enderezó la espalda y se deslizó sentado acercándose a mí. Me dio repetidas palmadas en el hombro, llamándome bribón, luego, con gran fuerza, jaló hacia sí mi brazo izquierdo. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Casi me golpeo la cabeza en el piso. Automáticamente adelanté el brazo derecho y amortigüé la caída. Uno de ellos presionó mi cuello para impedir que me levantara. No supe a ciencia cierta quién. La mano que me detenía parecía la de don Genaro. Tuve un momento de pánico devastador Sentía desmayarme; quizá me desmayé. La presión en mi estómago era tan intensa que vomité. Mi siguiente percepción clara fue la de que alguien me ayudaba a enderezarme. Don Genaro estaba en cuclillas frente a mí. Volví la cara en busca de don Juan. No se veía en ninguna parte. Don Genaro lucía una sonrisa resplandeciente. Sus ojos brillaban. Miraban fijamente los míos. Le pregunté qué me había hecho y respondió que yo estaba en pedazos. Su tono era de reproche, y parecía molesto o insatisfecho conmigo. Repitió varias veces que me hallaba hecho pedazos y tenía que juntarme de nuevo. Trataba de asumir un tono severo, pero rió a mitad de su arenga. Me decía cuán terrible era verme desparramado por todo el suelo, y que él necesitaría una escoba para reunir mis pedazos. Añadió que tal vez los trozos iban a quedar fuera de lugar y yo terminaría con el dedo gordo del pie en lugar del pene. La risa le ganó en ese punto. Quise reír también y experimenté una sensación insólita. ¡Mi cuerpo se deshizo! Fue como si yo hubiera sido un juguete mecánico que se desarmara así como así. No tenía sensaciones físicas, ni tampoco miedo o cuidado. Desmoronarme era una escena que yo presenciaba desde la perspectiva del perceptor, y sin embargo no percibía nada desde un punto sensorial de referencia.
La siguiente cosa de que me apercibí fue que don Genaro manipulaba mi cuerpo. Tuve entonces una sensación física, una vibración tan intensa que me hizo perder de vista todo cuanto me rodeaba.
Una vez más sentí que alguien me ayudaba a enderezarme. Vi de nuevo a don Genaro acuclillado frente a mí. Me empujó de los sobacos y me ayudó a caminar. Yo no podía determinar dónde estaba. Tenía la sensación de estar en un sueño, pero asimismo tenía un sentido completo de secuencia temporal. Me hallaba agudamente consciente de que acababa de estar con don Genaro y don Juan en la ramada de la casa del segundo.
Don Genaro caminaba conmigo; me apoyaba sosteniendo mi sobaco izquierdo. El paisaje que yo contemplaba cambiaba de continuo. Yo no podía, sin embargo, determinar la naturaleza de lo que observaba. Lo que había frente a mis ojos era más bien un sentimiento o un estado de ánimo, y el centro de donde irradiaban todos esos cambios estaba definitivamente en mi estómago. Establecí esa relación no como una idea o un darme cuenta, sino como una sensación corpórea que de pronto se hizo fija y predominante. Las fluctuaciones en torno mío salían de mi estómago. Yo creaba un mundo, una corriente interminable de sentimientos e imágenes. Todo cuanto conocía estaba allí. Eso mismo era una sensación, no un pensamiento ni una evaluación consciente.
Traté de llevar la cuenta durante un momento, a causa de mi hábito casi invencible de evaluarlo todo, pero en determinado instante mis procesos de contaduría cesaron y un algo sin nombre me envolvió, sentimientos e imágenes de todo tipo.
En cierto punto, algo en mí inició de nuevo la tabulación y noté que una imagen se repetía constantemente: don Juan y don Genaro que trataban de alcanzarme. La imagen era fugaz; pasaba rápida frente a mí. Era algo comparable a verlos desde la ventana de un vehículo en marcha veloz. Parecían tratar de agarrarme a la pasada. A fuerza de recurrir, la imagen se hizo más clara y perdurable. En algún momento tuve conciencia de estarla aislando deliberadamente de toda una miríada de imágenes. Pasaba las otras por alto para llegar a esa escena particular. Finalmente pude sostenerla pensando en ella. Una vez que empecé a pensar, mis procesos ordinarios tomaron las riendas. No eran tan definidos como en mis actividades ordinarias, pero sí lo bastante claros para saber que había aislado la escena o sentimiento de que don Juan y don Genaro estaban en la ramada de la casa del segundo y me detenían por los sobacos. Quise seguir huyendo a través de otras imágenes y sensaciones, pero ellos no me dejaron. Me debatí un instante. Me sentía ágil y contento. Sabía que ambos me caían muy bien, y también que no les tenía miedo. Quería bromear con ellos; no sabía cómo, y reía y les daba palmadas en los hombros. Tuve otra peculiar toma de conciencia, la certidumbre de que estaba «soñando». Cuando enfocaba los ojos en alguna cosa, inmediatamente se deshacía.
Don Juan y don Genaro me hablaban. Yo no podía seguir el hilo de sus palabras ni distinguir quién de ellos las decía. Entonces don Juan dio vuelta a mi cuerpo y señaló un bulto en el piso. Don Genaro me acercó al objeto y me hizo circundarlo. Era un hombre y yacía bocabajo, el rostro vuelto a la derecha. Al hablarme, señalaban al hombre. Me jalaban y me torean en torno a él. Yo no podía enfocarlo con los ojos, pero finalmente tuve una sensación de quietud y sobriedad y miré al hombre. Desperté con lentitud en la conciencia de que el hombre tirado en el suelo era yo. El reconocimiento no produjo terror ni sufrimiento. Simplemente lo acepté sin emoción. En ese instante no me hallaba totalmente dormido, pero tampoco totalmente despierto y sereno. También empecé a sentir más a don Juan y don Genaro, y podía distinguirlos cuando me hablaban. Don Juan dijo que íbamos a ir al sitio redondo de poder en el chaparral. Apenas pronunció las palabras, la imagen del sitio brotó en mi mente. Vi las masas oscuras de los arbustos en torno. Me volví a la derecha; don Juan y don Genaro estaban también allí. Experimenté una sacudida y la sensación de tenerles miedo. Acaso porque parecían dos sombras amenazantes. Se acercaron. Al mirar sus facciones, mis temores desaparecieron.
Mi efecto retornó. Era como si me hallase borracho y no tuviera asidero firme en ninguna parte. Me agarraron por los hombros y me sacudieron al unísono. Me ordenaban despertar. Yo oía sus voces clara y separadamente. Tuve entonces un momento único. Mi mente contenía dos imágenes, dos sueños. Sentí que algo de mi ser estaba profundamente dormido y empezaba a despertar y me hallé en el piso de la ramada, con don Juan y don Genaro que me sacudían. Pero también me encontraba en el sitio de poder y don Juan y don Genaro seguían sacudiéndome. Durante un instante crucial, no estuve en un lugar ni en el otro, sino más bien en ambos, como un observador que ve dos escenas al mismo tiempo. Tuve la increíble sensación de que en dicho instante habría podido tomar cualquier derrotero. Todo cuanto tenía que hacer en ese momento era cambiar de perspectiva y, más que observar cualquiera de ambas escenas desde el exterior, sentirla desde el punto de vista del sujeto.
Había algo muy cálido en la casa de don Juan. De modo que preferí esa escena.
Tuve entonces un ataque aterrador, tan brusco que recobré de golpe toda mi conciencia ordinaria. Don Juan y don Genaro me vertían encima baldes de agua. Estábamos en la ramada de la casa de don Juan.
Horas más tarde, tomamos asiento en la cocina. Don Juan insistía en que yo procediera como si nada hubiese ocurrido. Me dio comida y dijo que debía comer mucho para compensar mi gasto de energía.
Pasaban de las nueve de la noche cuando miré mi reloj después de que nos sentamos a comer. Mi experiencia había durado varias horas. Sin embargo, desde mi perspectiva de recuerdo, parecía que sólo me había dormido un corto rato.
Aunque ya era totalmente el de siempre, seguía atontado. No recobré mi conciencia habitual hasta que empecé a escribir en mi cuaderno. Me sorprendió que el tomar notas pudiera producir sobriedad instantánea. Apenas me recobré, un torrente de pensamientos razonables se desató en mi mente; me proponía explicar el fenómeno que había experimentado. «Supe» en el acto que don Genaro me había hipnotizado en el momento en que me detuvo contra el piso, pero no intenté figurarme cómo lo había hecho.
Ambos rieron histéricamente cuando expresé mis ideas. Don Genaro examinó mi lápiz y dijo que ésa era la llave que me daba cuerda. Me puse belicoso. Estaba cansado e irritable. Me descubrí prácticamente gritándoles, mientras sus cuerpos se sacudían de risa.
Don Juan dijo que estaba bien el caerse al dar un salto, pero que no estaba bien el saltar de cara contra la pared, y que don Genaro había venido exclusivamente para ayudarme y enseñarme el misterio del Soñador y el soñado.
Mi irritabilidad culminó. Don Juan hizo a don Genaro una seña con la cabeza. Ambos se levantaron y me llevaron a un lado de la casa. Allí don Genaro demostró su gran repertorio de gruñidos y gritos animales. Me sugirió que eligiera el rebuzno de un burro y luego me enseñó a reproducirlo.
Tras horas de práctica, llegué al punto de poderlo imitar bastante bien. El resultado final fue que ellos habían disfrutado mis torpes intentos y reído hasta lloras, y yo había liberado mi tensión reproduciendo ese clamor. Les dije que había algo aterrador en mi imitación. El relajamiento de mi cuerpo era incomparable. Don Juan dijo que, si perfeccionaba yo el rebuzno, podía convertirlo en cosa de poder, o simplemente usarlo para aliviar mi tensión cuando fuera necesario. Me sugirió dormir. Pero yo temía dormirme. Me senté con ellos un largo rato, ante el fuego de la cocina, y después, sin querer, caí en un hondo sueño.
Desperté al amanecer. Don Genaro dormía junto a la puerta. Pareció despertar al mismo tiempo que yo. Me habían tapado y pusieron mi chaqueta doblada a modo de almohada. Me sentía muy tranquilo y descansado. Le comenté a don Genaro que había estado exhausto la noche anterior. Dijo que él también. Susurró, como si me hiciera una confidencia, que don Juan estaba todavía más cansado por ser más viejo.
—Tú y yo somos jóvenes —dijo con un brillo en los ojos—. Pero él ya está muy viejo. Ya debe andar por los trescientos.
Me senté apresuradamente. Don Genaro se tapó la cara con su cobija y soltó una carcajada. Don Juan entró en ese momento.
Tuve un sentimiento de plenitud y paz. Por una vez, nada importaba realmente. Estaba tan a gusto que quería llorar.
Don Juan dijo que la noche anterior yo había empezado a tener presente mi luminosidad. Me advirtió no entregarme a la sensación de bienestar que atravesaba, porque se convertiría en complacencia.
—En este momento —dije—, no quiero explicar nada. No importa lo que don Genaro me haya hecho anoche.
—Yo no te hice nada —repuso don Genaro—. Mira, soy yo, Genaro. ¡Tu Genaro! ¡Tócame!
Abracé a don Genaro y ambos reímos como niños.
Preguntó si me parecía extraño poder abrazarlo entonces, cuando la última vez que nos vimos allí me resultó imposible tocarlo. Le aseguré que esas cuestiones ya no tenían pertinencia para mí.
El comentario de don Juan fue que yo me estaba entregando a ser tolerante y bueno.
—¡Cuidado! —dijo—. Un guerrero jamás baja la guardia. Si sigues así de feliz, vas a agotar el poco poder que te queda.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—Ponte de nuevo como eres —dijo—. Duda de todo. Desconfía.
—Pero no me gusta ser así, don Juan.
—No es cosa de que te guste o no. Lo importante es ¿qué puedes usar ahora a manera de escudo? Un guerrero debe usar todo lo que está a su alcance para cerrar su abertura mortal una vez que ésta se abre. Por eso no importa que en realidad no te guste ser desconfiado o hacer preguntas. Eso es ahora tu único escudo.
—Escribe, escribe. O te mueres. Morir de contento es muerte de imbécil.
—¿Cómo debe entonces morir un guerrero? —preguntó don Genaro exactamente en mi tono de voz.
—Un guerrero muere a la mala —dijo don Juan—. Su muerte debe luchar para llevárselo. El guerrero no se entrega ni aún a la muerte.
Don Genaro abrió desmesuradamente los ojos y luego parpadeó.
—Lo que Genaro te enseñó ayer es de suma importancia —prosiguió don Juan—. No te lo puedes sacudir haciéndote el piadoso. Ayer me dijiste que la idea del doble te volvía loco. Pero mírate ahora. Ya no te importa. Eso es lo malo de la gente que se vuelve loca; se vuelve loca para uno y otro lado. Ayer eras todo preguntas, hoy eres todo resignación.
Señalé que él siempre encontraba una falta en lo que yo hacía, sin importar cómo lo hiciera.
—¡Eso no es verdad! —exclamó—. No hay falla en el camino del guerrero. Síguelo y nadie podrá criticar tus actos. Toma como ejemplo lo que pasó ayer, el camino del guerrero habría sido, primero, hacer preguntas sin miedo y sin sospechas, y luego dejar que Genaro te enseñara el misterio del soñador, sin oponerle resistencia y sin agotarte. Hoy, el camino del guerrero sería juntar lo que aprendiste, sin presumir nada y sin hacerte el piadoso. Hazlo así y nadie podrá encontrar fallas en lo que haces.
Pensé, por el tono, que don Juan estaba muy disgustado con mis errores. Pero me sonrió y luego soltó una risita que parecía motivada por sus propias palabras.
Le dije que simplemente me estaba conteniendo, pues no deseaba agobiarlos con mis inquisiciones. A mí me abrumaba en verdad lo que don Genaro había hecho. Yo estuve convencido —aunque eso ya no importaba— de que don Genaro esperó entre las matas que don Juan lo llamase. Más tarde, aprovechó mi susto para atontarme. Tenido a la fuerza en el suelo, debo haberme desmayado, y entonces don Genaro me hipnotizó.
Don Juan arguyó que yo era demasiado fuerte para que me dominaran con tal facilidad.
—¿Qué ocurrió entonces? —le pregunté.
—Genaro vino a verte para decirte una cosa muy exclusiva —dijo—. Cuando salió de las matas, era Genaro el doble. Hay otro modo de hablar de todo esto que lo explicaría mejor, pero no puedo usarlo ahora.
—¿Por qué no, don Juan?
—Porque todavía no estás listo para hablar de la totalidad de uno mismo. Por lo pronto, sólo puedo decirte que este Genaro que está aquí no es el doble.
Señaló a don Genaro con un movimiento de cabeza. Don Genaro parpadeó repetidas veces.
—El Genaro de anoche era el doble. Y cono ya te lo he dicho, el doble tiene un poder inconcebible. Te enseñó un asunto de lo más importante. Para hacerlo, tenía que tocarte. El doble simplemente te tocó en el pescuezo, en el mismo sitio que el aliado te pisó hace años. Naturalmente, te apagaste como vela. Y, naturalmente también, te entregaste como hijo de puta. Nos costó horas acorralarte de nuevo. Así disipaste tu poder y, cuando te tocó la hora de cumplir una hazaña de guerrero, te faltó el jugo.
—¿Cuál era esa hazaña de guerrero, don Juan?
—Ya dije que Genaro sólo vino a enseñarte una cosa: el misterio de los seres luminosos soñadores. Tú querías saber del doble. Empieza en los sueños. Pero luego preguntaste. «¿Qué es el doble?» y yo te dije que el doble es uno mismo. Uno mismo sueña el doble. Eso debería ser sencillo, pero no tenemos nada de sencillos. Quizá los sueños comunes que uno tiene sean sencillos, pero eso no significa que uno sea sencillo. Una vez que uno aprende a soñar el doble, se llega a esta encrucijada extraña, y en un momento dado uno se da cuenta de que el doble es quien lo sueña a uno mismo.
Yo había anotado todas sus palabras. También les había prestado atención, pero no las comprendía.
Don Juan repitió sus aseveraciones.
—La lección de anoche, como te dije, trataba del soñador y el soñado, o quién sueña a quién.
—Perdone usted —dije.
Ambos echaron a reír.
—Anoche —prosiguió don Juan— casi, casi escoges despertar en el sitio de poder.
—¿Qué quiere usted decir, don Juan?
—Ésa habría sido la hazaña. Si no te hubieras entregado a tus hábitos de imbécil, habrías tenido poder suficiente para inclinar la balanza y, sin duda alguna, eso te habría matado de miedo. Por fortuna o por desgracia, como sea el caso, no tuviste poder suficiente. De hecho, malgastaste tu poder en confusiones hasta el punto que casi no te quedó lo bastante para salvar tu vida.
—Así pues, como puedes entender muy bien, entregarte a tus caprichitos no es sólo estúpido y un desperdicio total, sino que también es perjudicial. Un guerrero que se agota no puede vivir. El cuerpo no es cosa indestructible. Habrías podido enfermarte de gravedad. No sucedió así, simplemente porque Genaro y yo desviamos parte de tu imbecilidad.
El pleno impacto de sus palabras empezaba a hacerse sentir en mí.
—Anoche, Genaro te guió por los laberintos del doble —prosiguió don Juan—. Sólo él es capaz de hacer eso por ti. Y no fue visión ni alucinación cuando te viste tirado en el piso. Podrías haberte dado cuenta de ello con infinita claridad si no te hubieras perdido en tu vicio de hacerte el niñito, y podrías haber sabido entonces que tú mismo eres un sueño, que tu doble te está soñando, de la misma manera en que tú lo soñaste anoche.
—¿Pero cómo puede ser eso posible, don Juan?
—Nadie sabe cómo sucede. Sólo sabemos que sí sucede. Ése es nuestro misterio como seres luminosos. Anoche tenías dos sueños y pudiste despertar en cualquiera, pero tú no tenías ni siquiera suficiente poder para entender eso.
Me miraron fijamente unos momentos.
—Yo creo que sí entiende —dijo don Genaro.