LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN

Don Juan y yo pasamos todo el día en las montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de poder, y en cada uno de ellos me dio instrucciones específicas sobre cómo proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer. Después de comer, don Juan dejó la casa de don Genaro. Me dijo que esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara, y que hablara con él.

Me puse a trabajar en mis notas y, absorto, no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él comentó que había estado practicando el «paso de poder», y que debido a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, a menos que fuera capaz de «ver».

Pablito siempre me había simpatizado. Sin embargo, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como don Genaro, era magro de carnes, insospechadamente musculoso y fuerte. Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho. Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes, y —de nuevo como don Genaro— una sonrisa cautivante, con cierto toque de malicia.

Le pregunté por su amigo Néstor, el otro aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos, y me daban la impresión de tener una excelente relación mutua; sin embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor.

Pablito dijo que Néstor se había involucrado finalmente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una persona totalmente distinta desde la última vez que lo vi. No quiso detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió abruptamente el tema.

—Entiendo que el nagual te anda pisando los talones —dijo.

Me sorprendió que lo supiera y le pregunté cómo lo averiguó.

—Genaro me cuenta todo —repuso.

Noté que no hablaba de don Genaro con el formalismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar. Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y estricta en comparación con la de don Genaro y Pablito.

Pregunté a Pablito por qué tenía miedo de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea de don Juan lo hiciera retraerse. No respondió. Parecía evaluarme en alguna forma misteriosa.

—¿A poco tú no le tienes miedo? —preguntó.

Le dije que tenía miedo de don Genaro, y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal, el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su temor hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su propia condición como aprendiz.

—Estoy que me lleva la chingada —dijo—. Si vieras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías cuenta de que no sé lo suficiente.

Rápidamente cambió el tema y rió de que yo tomara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su «protegido».

Era la primera vez que yo escuchaba ese término. Guardaba coherencia con otro que don Juan introdujo en el comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su «escogido».

Pregunté a Pablito por sus encuentros con el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don Juan le dio una canasta, que él consideró un regalo de buena voluntad. La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pensaba, dijo, que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo muy especial.

Al anochecer —ésa era, también para él, la hora mortífera—, Pablito fue a su cuarto por su chamarra. Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies. Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera. Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa. Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espaldas en el piso y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía atrapado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran. Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más tiempo el terror, perdió el conocimiento.

En forma muy franca y abierta, Pablito me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando. El brete en el cual se hallaba parecía ser muy similar al mío, pero Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro del marco de referencia proporcionado por la brujería.

En determinado momento se levantó y dijo que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto. Me dejó con el adiós en la boca.

Don Juan y don Genaro no tardaron en volver. Reían.

—Pablito corría por el camino como alma que lleva el diablo —dijo don Juan—. ¿Pero qué tendrá?

—Yo creo que se asustó de ver a Carlitos gastarse los dedos hasta el hueso —dijo don Genaro, burlándose de mi escritura.

Se me acercó.

—¡Oye! Tengo una idea —dijo, casi en un susurro—. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño. Dijo:

—No hay duda de que podría escribir con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo?

Don Genaro se dobló de risa y repuso:

—Estoy seguro de que puede leer cualquier cosa.

Luego empezó a narrar una historia muy desconcertante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador, quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia.

Don Genaro hizo una pausa y me examinó con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy bueno en las apariciones públicas y podía improvisar discursos sin la menor dificultad, pero su posición requería que leyera sus discursos y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que, al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a reír y señaló el engaño a todo el mundo.

Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró, achicando los ojos, y preguntó:

—¿Crees que el héroe quedó atrapado? Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: «¿Al revés? Eso no le hace al que sabe leer». Y los campesinos estuvieron de acuerdo.

Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas. Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atreví a preguntar.

Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:

—¿No te parece chistoso?

Don Genaro se inclinó también hacia mí y susurró en mi oído izquierdo:

—¿Qué cosa dijo?

Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.

—Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? —dije.

Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de costumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.

Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.

Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.

Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo «conocía» las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en contacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, exterior a mí y sin embargo parte mía, «supe» que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como ningún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí «sabía» que ese olor peculiar era la «esencia» del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Simplemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apremiante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo «sabía» que era un árbol. Sentí que al «saber» en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Había entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.

La siguiente sensación que pude recordar con claridad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de electricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categorizarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimentaba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.

Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensaba. La transición fue tan abrupta que creí haber despertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna visión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo funcionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi estado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.

Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No concebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión volvían en el acto a su posición original.

Quise incorporarme y me vi poseído por una grotesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se hallaba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estómago, rodé hasta quedar de costado. El impulso del balanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimentaba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un número interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo increíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.

Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio —a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente— que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.

Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi cabeza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro estaba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hombros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.

Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajusté mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.

La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.

Mi habilidad de observador parecía aumentar conforme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas columnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían tenderse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.

Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de enfrente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un barandal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.

La muchacha gigante me deslizó bocarriba al interior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el resplandor amarillento del sol, creando intrincados diseños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mostraban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.

Mi exaltación era en ese momento tan intensa que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero alguna fuerza o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por una de sus columnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el suelo. ¡Era una silla!

Esa realización fue como un catalizador; dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una serie de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia. En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la casita.

Tuve aún otra visión coherente y secuencial de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales. Se erguía aislada. Casi parecía la concha puntiaguda de un caracol parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas de algún extraño material violeta; cada placa tenía surcos que parecían más funcionales que ornamentales.

Examiné la estructura meticulosa y detalladamente, y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba ajustar de pronto mi percepción para captar la «verdadera» naturaleza de la estructura. Pero no ocurrió nada por el estilo. Experimenté luego un conglomerado de «tomas de conciencia» o «hallazgos», ajenos e inextricables, acerca del edificio y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia donde colocarlos.

De un momento a otro recobré mi conciencia normal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado. Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan y don Genaro soltaron risitas unísonas.

Don Juan dijo que no me preocupara por el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendaciones que don Genaro me había hecho.

Miré a don Genaro y él hizo un chiste. La recomendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir.

Bromearon un rato más acerca de mis notas y luego me quedé dormido.

Don Juan y don Genaro escucharon el detallado recuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar al día siguiente.

—Genaro cree que ya tuviste suficiente por el momento —dijo don Juan cuando hube terminado.

Don Genaro asintió con la cabeza.

—¿Qué significa lo que experimenté anoche? —inquirí.

—Le echaste un vistazo al asunto más importante de la brujería —dijo don Juan—. Anoche te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender. Genaro piensa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del nagual te penetre.

Don Genaro volvió a asentir.

—Bastante tiempo —dijo, meneando la cabeza de arriba a abajo—. Unos veinte o treinta años.

No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan en busca de una guía. Ambos tenían expresiones serias.

—¿De veras me faltan veinte o treinta años? —pregunté.

—¡Claro que no! —gritó don Genaro, y ambos soltaron la risa.

Don Juan me dijo que volviera cuando mi voz interna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar todas las sugerencias que me hicieron cuando estaba partido.

—¿Cómo lo hago? —pregunté.

—Cerrando tu diálogo interno y dejando que algo en ti fluya y se expanda —repuso don Juan—. Ese algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo. Nada más déjate guiar por el susurro del nagual.

Luego dijo que la noche anterior yo había tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable; la otra, perfectamente natural, y el orden en que ocurrieron indicaba una condición inmanente en todos nosotros.

—Una vista era él nagual, la otra el tonal —añadió don Genaro.

Le pedí explicar su frase. Me miró y me palmeó la espalda.

Don Juan terció para decir que las dos primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había elegido un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción del mundo cuando niño.

—Te parecía un mundo extraño porque tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde deseado —dijo.

—¿Era así como yo veía realmente el mundo? —pregunté.

—Claro —dijo—. Eso fue tu memoria.

Pregunté a don Juan si el sentimiento de apreciación estética que me había extasiado era también parte de mi recuerdo.

—Entramos en esas vistas tal como somos hoy —dijo—. Veías la escena como la verías ahora. Pero el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla se hizo una silla.

No quiso discutir la otra escena.

—Eso no era un recuerdo de mi niñez —dije.

—Pues claro que no —repuso—. Eso era otra cosa.

—¿Era algo que veré en el futuro? —pregunté.

—¡No hay futuro! —exclamó, cortante—. El futuro no es más que una manera de hablar. Para un brujo sólo existe el aquí y el ahora.

Dijo que esencialmente no había nada que decir al respecto porque el propósito del ejercicio fue abrir las alas de mi percepción, y que, si bien no volé con esas alas, toqué sin embargo cuatro puntos inconcebibles de alcanzar desde el punto de vista de mi percepción ordinaria.

Empecé a reunir mis cosas para marcharme. Don Genaro me ayudó a empacar mi cuaderno; lo puso en el fondo de mi portafolios.

—Allí estará calientito y tranquilo —dijo, guiñando un ojo—. Puedes tener la seguridad de que no se resfriará.

En esos momentos don Juan pareció cambiar de idea con respecto a mi partida y empezó a hablar de mi experiencia. Automáticamente quise tomar mi portafolios de manos de don Genaro, pero él lo dejó caer antes de que yo lo tocara. Don Juan hablaba de espaldas a mí. Recogí el portafolios y busqué presuroso mi cuaderno. Dan Genaro lo había empacado tan apretadamente que sacarlo me costó un trabajo infernal; finalmente lo tuve en mis manos y empecé a escribir. Don Juan y don Genaro me observaban.

—Pero que mal andas —dijo don Juan, riendo—. Buscas tu cuaderno como un borracho la botella.

—Como una madre amorosa busca a su niño —replicó don Genaro.

—Como un cura busca su crucifijo —añadió don Juan.

—Como una mujer busca sus calzones —gritó don Genaro.

Siguieron acumulando símiles y aullando de risa mientras me acompañaban hasta mi coche.