REDUCIR EL TONAL

La mañana del miércoles dejé mi hotel a eso de las nueve cuarenta y, cinco. Caminé despacio, permitiéndome quince minutos para llegar al sitio en el que don Juan y yo habíamos quedado de vernos. Él había elegido una esquina del Paseo de la Reforma, a cinco o seis cuadras de distancia, frente a la oficina de boletos de una aerolínea.

Yo acababa de desayunarme con un amigo. Quiso acompañarme, pero le insinué que iba a ver a una muchacha. Deliberadamente, caminé por la acera opuesta al lado de la calle donde estaba la oficina. Tenía la persistente sospecha de que mi amigo, que siempre me pedía presentarle a don Juan, sabía que yo iba a verlo y acaso me siguiera. Temía que, de volverme, lo hallaría detrás de mí.

Vi a don Juan en un puesto de revistas, al otro lado de la calle. Empecé a cruzar, pero tuve que detenerme en el camellón y esperar hasta que fuera seguro atravesar el resto de la ancha avenida. Me volví, con aire casual, para ver si mi amigo me seguía. Estaba parado en la esquina detrás de mí. Sonrió avergonzado y saludó con la mano, como diciéndome que había sido incapaz de dominarse. Eché a correr hacia la otra acera sin darle tiempo de alcanzarme.

Don Juan parecía al tanto de mi predicamento. Cuando llegué con él, lanzó una mirada furtiva por encima de mi hombro.

—Ahí viene —dijo—. Mejor nos metemos por la calle lateral.

Señaló una calle que desembocaba diagonalmente en el Paseo de la Reforma en el punto donde nos hallábamos. Rápidamente me orienté. Nunca estuve en esa calle, pero dos días antes había ido a la oficina de la aerolínea. Conocía su peculiar distribución. La oficina estaba en la cuchilla formada por las dos calles. Una puerta daba a cada una; la distancia entre ambas sería de tres o cuatro metros. Un pasillo cruzaba la oficina de puerta a puerta, y era fácil pasar de una calle a otra. Había escritorios a un lado del pasadizo y, del otro, un gran mostrador redondo con dependientes y cajeras. El día en que estuve allí, el sitio se hallaba repleto de gente.

Quería apresurarme, incluso correr, pero el paso de don Juan era calmado. Cuando llegábamos a la puerta de la oficina, en la calle diagonal, supe, sin tener que volverme, que mi amigo había, atravesado corriendo la avenida y estaba a punto de tomar la calle por donde íbamos. Miré a don Juan, en la esperanza dé que tuviera una solución. Alzó los hombros. Me sentí molesto; tampoco a mí se me ocurría nada, excepto propinar una trompada a mi amigo. Debo de haber suspirado o exhalado en ese momento preciso, pues de buenas a primeras sentí una súbita pérdida de aire debida a un formidable empujón que don Juan me había dado, y que me lanzó, girando, por la puerta de la oficina. Impelido por el tremendo empellón, prácticamente entré volando. Don Juan me tomó tan desprevenido que mi cuerpo no ofreció resistencia alguna; el susto se mezcló con la sacudida concreta del empuje. Automáticamente extendí los brazos para proteger mi rostro. La fuerza del empujón fue tan grande que la saliva brotó de mi boca y experimenté un vértigo leve al trastabillar dentro del recinto. Casi perdí el equilibrio y tuve que hacer un esfuerzo supremo por no caer. Giré un par de veces; pareció que la velocidad de mis movimientos emborronara la escena. Vagamente advertí una multitud de clientes que realizaban sus negocios. Me sentí muy apenado. Supe que todo el mundo me miraba cruzar tambaleante la oficina. La idea de que estaba haciendo el ridículo era más que incómoda. Una serie de pensamientos cruzó en destellos mi mente. Tuve la certeza de que caería de cara. O chocaría con un cliente, acaso una anciana que sería lastimada por el impacto. O peor aun, la puerta de cristal en el otro lado estaría cerrada, y me estrellaría contra ella.

En un estado de ofuscación, alcancé la puerta al Paseo de la Reforma. Estaba abierta y salí. Mi preocupación del momento era conservar la calma, dar vuelta a la derecha y caminar hacia el centro como si nada hubiera ocurrido. Estaba seguro de que don Juan se me uniría, y tal vez mi amigo había seguido caminando por la calle diagonal.

Abrí los ojos, o mejor dicho los enfoqué en el área frente a mí. Tuve un largo momento de insensibilidad antes de tomar plena conciencia de lo que había pasado. No me hallaba en el Paseo de la Reforma, como debería haber sido, sino en el mercado de La Lagunilla, a dos kilómetros y medio de distancia.

Lo que experimenté en el instante de ese reconocimiento, fue un azoro tan intenso que sólo pude mirar, estupefacto.

Observé en torno para orientarme. Advertí que me hallaba muy cerca de donde había encontrado a don Juan durante mi primer día en la ciudad de México, acaso estuviera incluso en el mismo sitio. Los puestos de monedas antiguas estaban a metro y medio. Hice un esfuerzo supremo por cobrar dominio de mí. Obviamente, experimentaba una alucinación. No podía ser de ningún otro modo. Rápidamente me volví para trasponer de nuevo la puerta de la oficina, pero a mis espaldas no hallé más que una hilera de puestos con libros y revistas de segunda mano. Don Juan estaba junto a mí, a mi derecha. Lucía una enorme sonrisa.

Había una presión en mi cabeza, una sensación cosquilleante, como si por mi nariz pasara soda carbonatada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.

Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.

Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.

—Ya, ya, Carlitos —dijo—. No te me deschavetes.

Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.

—No trates de hablar —dijo.

Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.

—Esto no es para hablar —dijo—. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!

Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.

Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de manga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteamericano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Finalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.

—¡Observa todo! —volvió a ordenar don Juan.

No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.

Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la escena. Descubrí que era imposible concentrar mi atención en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.

—Vamos, vamos —dijo, tomándome gentilmente del brazo—. Es hora de andar.

Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad peculiar, como si fueran de hule.

Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensaciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.

Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.

Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gente estuviera haciendo en el mercado, y que no deseaba sentirme como un idiota, observando cumplidamente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.

—¿Y cuál es lo importante? —preguntó.

Me detuve y le dije con vehemencia que lo importante era lo que él hubiese hecho para hacerme percibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.

En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.

Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derredor era lo único importante.

Me enojé con él. Tuve una sensación física de girar. Aspiré hondo.

—¿Qué hizo usted, don Juan? —pregunté con forzada naturalidad.

En tono confortante, repuso que de eso podía hablarme en cualquier momento, pero que los acontecimientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una actividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurablemente significativa.

Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.

Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.

—¿Qué hizo usted, don Juan? —pregunté, implorante.

En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de entregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empujarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.

Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deliberar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a andar de nuevo.

—Lo que pasó es que viniste aquí —dijo de repente, mientras se volvía a mirarme con fijeza.

—¿Cómo ocurrió eso?

Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.

El nudo ciego se complicaba aún más conforme hablábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.

Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.

Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exacta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez minutos fuera de cuenta.

Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aunque nada había en su rostro que traicionara tal sentimiento.

—Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?

—¡Ajá! —exclamó, incorporándose de un salto.

Su reacción fue tan inesperada que yo también salté al mismo tiempo.

—Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo —dijo con énfasis.

Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.

Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder suficiente para «verlo» a él. Pero ciertamente podía «ver» lo bastante para encontrar por mí mismo explicaciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.

—No tengas pena —dijo—. Dime exactamente lo que ves.

Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy similar a los que suelen acudir a mi mente antes de quedarme dormido. Era más que una idea; podría llamársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del marco era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoyaba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.

A la izquierda del hombre, había otra imagen en el cuadro. Era un león volador. Es decir, la cabeza y la melena eran de león, pero la parte inferior del cuerpo pertenecía a un perro de aguas de pelambre blanca y rizada.

Iba yo a enfocar en él mi atención, cuando el hombre produjo con los labios un ruido chasqueante y sacó por la ventana la cabeza y el tronco. Todo su cuerpo emergió como si algo lo empujara. Quedó suspendido un momento, agarrando el pretil con las puntas de los dedos mientras oscilaba como péndulo. Después se soltó.

Experimenté en mi propio cuerpo la sensación de caída. No era un desplome, sino un descenso suave, y luego un flotar acojinado. El hombre carecía de peso. Permaneció estacionario un instante y luego se perdió de vista como si una fuerza incontrolable lo hubiera absorbido a través de una grieta en el cuadro. Un segundo después se hallaba de nuevo en la ventana, mirándome de reojo. Su antebrazo derecho descansaba en el pretil, sólo que esta vez su mano se agitaba diciéndome adiós.

El comentario de don Juan fue que mi «ver» era demasiado elaborado.

—Eso no es lo mejor que tienes —dijo—. ¿Quieres que te explique lo que sucedió? Bueno, pues yo quiero que uses tu ver para explicarlo. Ahorita viste, pero viste porquerías. Esa clase de información es inútil para un guerrero. Llevaría demasiado tiempo descifrar qué es qué. El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.

Le pregunté si consideraba que mi visión había sido sólo una alucinación, y no «ver» en realidad. Él estaba convencido, a causa de lo intrincado del detalle, de que había sido «ver», pero que no se ajustaba a la ocasión.

—¿Piensa usted que mis visiones explican algo? —pregunté.

—Seguro que sí. Pero si yo estuviera en tu lugar no me pondría a deshilvanarlas. Al principio, ver es confuso y es muy fácil perderse allí. Pero, a medida que el guerrero se pone más fuerte, su ver se convierte en lo que debería ser: un conocimiento directo.

Mientras don Juan hablaba, tuve uno de aquellos peculiares lapsos de sentimiento, y claramente percibí que estaba a punto de quitar el velo a algo que ya conocía, una cosa que me eludía convirtiéndose en algo borroso. Tomé conciencia de hallarme enmedio de una pugna. Mientras más intentaba definir o alcanzar aquel esquivo conocimiento, más hondo se hundía.

—Ese ver fue demasiado… demasiado visionario —dijo don Juan.

El sonido de su voz me estremeció.

—Un guerrero hace una pregunta, y a través dé su ver obtiene una respuesta, pero la respuesta es sencilla, nunca es adornada hasta el punto de que hay perros de aguas voladores.

Reímos de la imagen. Y, medio en broma, le dije que él era demasiado estricto; cualquiera que atravesara lo que yo había atravesado esa mañana, merecía un poco de tolerancia.

—Eso es irse por lo fácil —dijo—. Es el camino de la entrega. Tú haces girar el mundo sobre el sentimiento de que todo es demasiado para ti. Tú no estás viviendo como guerrero.

Le dije que, habiendo tantas facetas en lo que él llamaba el camino del guerrero, resultaba imposible cumplirlas todas, y que el sentido del concepto sólo se aclaraba cuando yo encontraba nuevas instancias en las que debía aplicarlo.

—Una regla básica para un guerrero —repuso— es hacer sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado de ellas sea capaz de sorprenderlo, mucho menos de menguar su poder.

—Ser un guerrero significa ser humilde y alerta. Hoy día, lo que tenías que haber hecho era observar la escena que se desarrollaba frente a tus ojos, no romperte el seso tratando de razonar cómo era eso posible. Enfocaste tu atención en el sitio que no debías. Si yo quisiera ser bueno contigo, me sería fácil decir que, siendo ésta la primera vez que te ocurrió, no estabas preparado. Pero eso no se puede permitir, porque viniste aquí como un guerrero, dispuesto a morir; por lo tanto, lo que te ocurrió hoy no debía haberte agarrado con los pantalones en la mano.

Concedí que mi tendencia era la de entregarme al miedo y al desconcierto.

—Digamos que una regla básica para ti debe ser que, cuando vengas a verme, vengas preparado a morir —dijo él—. Si vienes dispuesto a morir, no habrá caídas, ni sorpresas desagradables, ni acciones innecesarias. Todo caerá suavemente en su sitio, porque tú no estás esperando nada.

—Eso es fácil de decir, don Juan. Pero yo estoy en la línea de fuego. Yo soy el que tiene que vivir con todo esto.

—El caso no es el que tengas que vivir con todo esto. Tú eres todo esto. No estás solamente tolerándolo por lo pronto. Tu decisión de unir fuerzas con este maligno mundo de la brujería, debería haber quemado todos esos pesados sentimientos de confusión y debería haberte dado la ligereza necesaria para reclamar todo esto como tu mundo.

Me sentí apenado y triste. Las acciones de don Juan, por más preparado que me hallara, me abrumaban en tal forma que cada vez que entraba en contacto con él no me quedaba otro recurso sino el de actuar y sentirme como una persona regañona, semirracional. Experimenté un brote de ira y no quise seguir escribiendo. En ese momento, deseaba desgarrar mis notas y tirarlas en el bote de la basura. Y lo hubiera hecho de no ser por don Juan, quien rió y detuvo mi brazo.

En tono burlón dijo que mi «tonal» estaba a punto de caer en sus tonterías habituales. Me recomendó ir a la fuente y echarme agua en el cuello y las orejas.

El agua me tranquilizó. Permanecimos callados largo tiempo.

—Escribe, escribe —me instó don Juan en tono amistoso—. Digamos que tu cuaderno es la única brujería que tienes. Romperlo es otro modo de abrirte a tu muerte. Sería otro de tus berrinches, un berrinche vistoso cuando mucho, pero no un cambio. Un guerrero jamás deja la isla del tonal. La utiliza.

Señaló en torno con un rápido ademán, y luego tocó mi cuaderno.

—Éste es tu mundo. No puedes renunciar a él. Es inútil enojarse y desilusionarse con uno mismo. Eso simple y llanamente prueba que el tonal de uno está envuelto en una batalla interna; una batalla dentro del propio tonal es una de las luchas más imbéciles que pueden ocurrir. La vida ajustada de un guerrero está diseñada para acabar con esa lucha. Desde el principio te he enseñado a evitar la fatiga y el desgaste. Ahora ya no hay la guerra esa que había dentro de ti, porque el camino del guerrero es armonía: la armonía entre las acciones y las decisiones, al principio, y luego la armonía entre tonal y nagual.

—Durante todo este tiempo que llevo de conocerte, he hablado tanto a tu tonal como a tu nagual. Ésa es la forma de conducir la instrucción.

—Al comienzo, uno tiene que hablarle al tonal. El tonal es el que debe ceder el control. Pero hay que hacerlo que lo ceda con alegría. Por ejemplo, tu tonal ha cedido algunos controles sin mucho forcejeo, porque se le hizo claro que, de seguir como estaba, la totalidad de ti estaría muerta hoy en día. En otras palabras, se hace que el tonal abandone cosas innecesarias como el sentirse importante y el entregarse al vicio, las cuales sólo lo hunden en el aburrimiento. Todo el problema es que el tonal se aferra a esas cosas cuando debería dar las gracias por librarse de esa porquería. La tarea es entonces convencer al tonal de que se haga libre y fluido. Eso es lo que un brujo necesita antes que cualquier otra cosa: un tonal fuerte, y libre. Mientras más se fortalece, menos se aferra a sus hechos, y más fácil resulta encogerlo. Así, lo que ocurrió esta mañana fue que vi la oportunidad de encoger tu tonal. Por un instante, estabas distraído, apurado, sin pensar, y agarré ese momento para empujarte.

—El tonal se encoge en determinados momentos, sobre todo cuando se apena. De hecho, una característica del tonal es su timidez. Su timidez no viene realmente al caso. Pero hay ciertas ocasiones en que el tonal es tomado por sorpresa, y su timidez, inevitablemente, lo encoge.

—Esta mañana atrapé mi centímetro cúbico de suerte. Noté la puerta abierta de esa oficina y te di un empujón. Un empujón es entonces la técnica para encoger el tonal. Uno tiene que empujar en el instante preciso; para ello, por supuesto, uno debe saber cómo ver.

—Una vez que el hombre ha sido empujado y su tonal se encoge, su nagual, si es que ya está en movimiento, por más pequeño que sea este movimiento, toma las riendas y realiza hazañas extraordinarias. Tu nagual tomó las riendas esta mañana y acabaste en el mercado.

Permaneció en silencio unos instantes. Parecía aguardar preguntas. Nos miramos.

—De veras no sé cómo —dijo como si leyera mi mente—. Sólo sé que el nagual es capaz de hazañas inconcebibles.

—Esta mañana te pedí observar. Esa escena frente a ti, fuera lo que fuese, tenía un valor incalculable para ti. Pero en vez de seguir mi consejo, te entregaste a lamentar tu suerte y la confusión y no observaste.

—Durante un rato fuiste todo nagual y no podías hablar. Ése era el momento de observar. Luego, poco a poco, tu tonal recuperó las riendas; y antes que tirarte a una batalla mortal entre tu tonal y tu nagual, te hice caminar hasta aquí.

—¿Qué había en esa escena, don Juan? ¿Qué era tan importante?

—No lo sé. Eso no me estaba pasando a mí.

—¿Qué quiere usted decir?

—Fue experiencia tuya, no mía.

—Pero usted estaba conmigo. ¿O no?

—No. Yo no estaba. Tú estabas solo. Te dije repetidas veces que observaras todo, porque esa escena era sólo para ti.

—Pero usted estaba parado junto a mí, don Juan.

—No. No estaba. Pero es inútil hablar de eso. Lo que yo pudiera decir carece de sentido, porque durante esos momentos estábamos en la hora del nagual. Los asuntos del nagual sólo pueden atestiguarse con el cuerpo, no con la razón.

—Si usted no estaba conmigo, don Juan, ¿quién o qué era la persona que yo atestigüé como usted?

—Era yo, y sin embargo yo no estaba allí.

—¿Dónde estaba usted, entonces?

—Estaba contigo, pero no allí. Digamos que andaba contigo, pero no en el sitio particular donde tu nagual te había llevado.

—¿O sea que usted no sabía que estábamos en el mercado?

—No, no lo sabía. Nada más te fui siguiendo para no perderte.

—Esto es verdaderamente espantoso, don Juan.

—Estábamos en la hora del nagual, y eso nada tiene de espantoso. Somos capaces de hacer mucho más que todo eso. Tal es nuestra naturaleza como seres luminosos. Nuestro error es que insistimos en permanecer en nuestra isla, monótona y fastidiosa, pero conveniente. El tonal es el villano y no debería serlo.

Describí lo poco que recordaba. Él quiso saber si me había fijado en algunas características del cielo, como la luz, las nubes, el sol. O si había oído ruidos de cualquier especie. O si había visto personas o sucesos fuera de lo común. Quiso saber si alguien peleaba. O si la gente gritaba, y en ese caso, lo que había dicho.

No pude responder a ninguna de sus preguntas. La verdad era que yo simplemente acepté el hecho según su apariencia, admitiendo como axioma el haber «volado» una distancia considerable en uno o dos segundos para, gracias al conocimiento de don Juan, fuera el que fuese, aterrizar en toda mi corporeidad material dentro del mercado.

Mis reacciones fueron un corolario directo de tal interpretación. Quise saber los procedimientos, lo que sabía cada uno, de «cómo se hace». Por tanto, no me importaba observar lo que, según mi convicción, eran los sucesos cotidianos de un hecho mundano.

—¿Piensa usted que la gente me vio en el mercado? —pregunté.

Don Juan no respondió. Riendo, me golpeó levemente con el puño.

Traté de recordar si había tenido algún contacto físico con la gente. La memoria me falló.

—¿Qué cree usted que vio la gente cuando entré en la oficina de la aerolínea?

—Probablemente vieron a un hombre que cruzaba como borracho de una puerta a la otra.

—Pero ¿me vieron desaparecer en el aire?

—De eso se ocupa el nagual. Yo no sé cómo. Todo lo que puedo decirte es que somos seres luminosos y fluidos, hechos de fibras. El acuerdo de que somos objetos sólidos es cosa del tonal. Cuando el tonal se encoge, son posibles cosas extraordinarias. Pero sólo son extraordinarias para el tonal.

—Para el nagual, no es nada moverse como tú hiciste esta mañana. Sobre todo para tu nagual, que ya es capaz de tretas difíciles. Da por hecho que ya está hundido en algo terriblemente extraño. ¿Puedes sentir lo que es?

Un millón de preguntas y sensaciones me invadieron de pronto. Fue como si una racha de viento hubiera desprendido mi capa de compostura. Me estremecí. Mi cuerpo se sentía al borde de un abismo. Luchaba yo con algún conocimiento misterioso pero concreto. Era como hallarme a punto de que me mostraran algo, y sin embargo alguna terca parte de mí insistía en cubrirlo con una nube. La pugna me adormecía gradualmente, hasta que ya no sentía mi propio cuerpo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados. Tuve la sensación de que podía ver mi rostro endurecerse más y más, hasta ser el rostro de un cadáver reseco, con la piel amarillenta adherida al cráneo.

Lo siguiente que sentí fue una sacudida. Don Juan estaba de pie a mi lado, con una cubeta vacía en las manos. Me había empapado. Tosí y me enjugué el agua de la cara, y sentí otro escalofrío en la espalda. De un salto abandoné la banca. Don Juan me había echado agua por el cuello.

Un grupo de niños me miraba y reía. Don Juan me sonrió. Recogió mi cuaderno y dijo que sería bueno ir a mi hotel para que yo pudiera cambiarme. Me sacó del parque. Estuvimos un momento parados en la acera antes de que pasara un coche de alquiler.

Horas después, tras almorzar y descansar, don Juan y yo tomamos asiento en su banca favorita del parque junto a la iglesia. En forma oblicua, llegamos al tema de mi extraña reacción. Él parecía muy cauteloso. No me enfrentó directamente con ella.

—Esas cosas pasan —dijo—. El nagual, una vez que aprende a salir a la superficie puede causar un gran daño al tonal si sale sin ningún control. Pero tu caso es especial. Te entregas de un modo tan exagerado que podrías morir sin que te importara, o peor aun, sin darte siquiera cuenta de que te estás muriendo.

Le dije que mi reacción empezó al preguntarme él si podía sentir lo que mi nagual había hecho. Creía saber exactamente a qué cosa aludía, pero al tratar de describir qué era, me descubrí incapaz de pensar con lucidez. Experimentaba una sensación de ligereza, casi una indiferencia, como si nada me importara en realidad. Luego, tal sensación se convirtió en una concentración mesmerizante. Era como si todo cuanto había en mí fuera extraído por lenta succión. Lo que atraía y atrapaba mi atención era la clara sensación de que un secreto portentoso estaba a punto de revelárseme, y yo no quería que nada interfiriera con tal revelación.

—Lo que se te iba a revelar era tu muerte —dijo don Juan—. Ese es el riesgo de entregarse. Sobre todo para ti, que de natural eres tan exagerado. Tu tonal es tan dado a darse de por sí a todo que amenaza tu totalidad. Ésa es una terrible forma de ser.

—¿Qué puedo hacer?

—Tu tonal debe convencerse con razones, tu nagual con acciones, hasta que cada uno apuntale al otro. Como te he dicho, el tonal gobierna, pero así y todo es muy vulnerable. El nagual, en cambio, nunca, o casi nunca, actúa; pero cuando lo hace, aterra al tonal.

—Esta mañana tu tonal se asustó y empezó a encogerse por sí mismo, y entonces tu nagual empezó a imponerse.

—Tuve que pedirle su cubeta a uno de los fotógrafos del parque, para azotar al nagual como a un perro rabioso y volverlo a su sitio. Hay que proteger al tonal a cualquier costo. Hay que quitarle la corona, pero debe permanecer como el supervisor protegido.

—Cualquier amenaza para el tonal resulta siempre en su muerte. Y si el tonal muere, muere también el hombre. A causa de su debilidad nata, el tonal se destruye con facilidad, y así una de las artes del equilibrio del guerrero es hacer que el nagual emerja para apuntalar al tonal. Digo que es un arte, porque los brujos saben que sólo tirando al tonal para arriba puede emerger el nagual. ¿Ves a qué me refiero? Ese tirón se llama poder personal.

Don Juan se puso en pie, estiró los brazos y arqueó la espalda. Empecé a levantarme yo también, pero lo impidió empujándome con suavidad.

—Tú debes quedarte en esta banca hasta el crepúsculo —dijo—. Yo tengo que irme ahora mismo. Genaro me espera en las montañas. Ven a su casa dentro de tres días y allí nos encontraremos.

—¿Qué va a hacer usted en casa de don Genaro? —pregunté.

—Depende de que tengas suficiente poder —dijo—, a lo mejor Genaro te enseña el nagual.

Había otra cosa que yo necesitaba expresar en ese momento. Tenía que saber si su traje era un recurso de choque reservado para mí, o parte normal de su vida. Ninguno de sus actos había causado nunca en mí tal desconcierto como el que se vistiera de traje No era sólo el acto mismo el que me impresionaba tanto, sino el hecho de que don Juan era elegante. Sus piernas poseían una agilidad juvenil. Parecería que el usar zapatos hubiera alterado su punto de equilibrio; sus pasos eran más largos y firmes que de costumbre.

—¿Usa usted traje todo el tiempo? —pregunté.

—Sí —repuso con una sonrisa encantadora—. Tengo otros, pero no quise ponerme hoy un traje distinto, porque eso te habría asustado más todavía.

No supe qué pensar. Sentí haber llegado al final de mi camino. Si don Juan usaba traje y se veía elegante, todo era posible.

Él rió; parecía disfrutar mi confusión.

—Soy un accionista —dijo en tono misterioso, pero sin afectación alguna, y se alejó.

A la mañana siguiente, jueves, pedí a un amigo acompañarme a caminar desde la puerta de la oficina donde don Juan me empujó, hasta el mercado de la Lagunilla. Tomamos la ruta más directa. Tardamos treinta y cinco minutos. Una vez que llegamos, traté de orientarme. Fracasé. Entré en una tienda de ropa, en la esquina de la ancha avenida donde nos hallábamos.

—Disculpe usted —dije a una joven que limpiaba gentilmente un sombrero con un sacudidor—. ¿Dónde están los puestos de monedas y libros usados?

—No tenemos de eso —repuso con mal humor.

—Pero yo los vi ayer, por aquí en este mercado.

—No me diga —contestó yendo tras el mostrador.

Corrí tras ella y le supliqué decirme dónde estaban los puestos. Me miró de arriba a abajo.

—No pudo usted haberlos visto ayer —dijo—. Esos puestos se arman nada más los domingos, aquí mismo junto a esta pared. No los tenemos entre semana.

—¿Nada más los domingos? —repetí maquinalmente.

—Sí. Nada más los domingos. Así es la cosa. Entre semana, estorbarían el tránsito.

Señaló la ancha avenida llena de coches.