Capítulo XIII

CAMINABA de un modo especial, casi a saltitos, y además era menudo y algo regordete, lo que le había valido muy justificadamente el apodo con el que se le conocía en ciertos ambientes. Pack Toomey, alias el Pulga, se acercó al lugar donde se hallaban los dos hombres, bebiendo con aire preocupado, y les dirigió una amistosa sonrisa.

—Vosotros necesitáis algo —dijo.

Harry Gann se volvió y miró reticentemente al menudo individuo.

—Lárgate y déjanos en paz, ¿quieres? —dijo, desabrido.

Reely extendió una mano.

—Aguarda un momento, Harry —dijo—. Creo que El Pulga es el hombre que necesitamos.

—Sí, me necesitáis —sonrió Toomey.

Gann frunció el entrecejo.

—Tú sabes algo, Pack —gruñó.

—Si piensas preguntarme quién me lo ha dicho, ahorra saliva; no te lo diré. Tampoco diré a nadie que vais a saquear la caja fuerte de vuestro difunto jefe.

Los dos hampones cambiaron una mirada.

—El tipo sabelotodo… —masculló Reely.

—Debieran llamarme El Orejas, en lugar del otro apodo —rio Toomey—. Oigo todo, pero mi lengua no se despega para «chivarme» de nadie. Eso sí deberíais saberlo vosotros dos.

Gann asintió.

—Has dicho la verdad —admitió—. Podemos confiar en ti…

—Si me dais un buen pico de lo que haya en la caja —pidió Toomey con toda desenvoltura—. No me interesan papeles ni libros secretos ni porquerías de ésas; sólo buenos billetes de banco. Lo demás, para vosotros.

—¿Cuánto pides, Pack? —inquirió Reely.

Los ojos del hombrecillo se entornaron.

—Wood debía de guardar cosas muy interesantes, que a vosotros os pueden rendir un buen montón de «pasta». Y dinero, naturalmente, porque, en ocasiones no podía firmar un cheque.

—Lo sabemos —dijo Gann, impaciente—. ¿Cuánto, Pulga?

—El cuarenta por ciento.

Hubo un instante de silencio. Los dos hampones se consultaron con la mirada.

Reely torció el gesto.

—Es demasiado —rezongó—. Cuarenta dólares de cada cien…

—Si hubiese diez mil, me tocarían cuatro mil. Pero os haré una rebaja.

—¿El diez por ciento? —dijo Gann ávidamente.

Toomey le miró con ojos llenos de desprecio.

—Dos mil quinientos ahora, al contado; y todo lo que haya en la caja, para vosotros, aunque contenga un millón de dólares.

Hubo un momento de silencio. Toomey soltó una risita burlona.

—Estáis sin blanca, con los bolsillos llenos de pelusillas —dijo ofensivamente—. Por tanto, tenéis que aceptar el trato o buscar a otro… pero ese otro quizá pida más o no sea tan seguro como yo. Está bien, muchachos; cuando hayáis tomado una decisión, venid a buscarme en el local de Helen Payle.

Toomey dio media vuelta, pero antes de haber dado cuatro pasos, Reely saltó hacia él y lo agarró por un brazo.

—Conforme, Pulga. El cuarenta por ciento, pero sólo de billetes. Si hay objetos de valor…

—Los relojes de oro, las sortijas y las pulseras con diamantes, atraen la atención de los polis —contestó el hombrecillo—. Todo para vosotros, menos cuarenta «pavos» de cada cien.

—¡Trato hecho! —aceptó Reely.

—No me engañéis —dijo Toomey—. Soy pequeño y parezco inofensivo, pero si sólo hubiera cien dólares en esa «lata» y me pagarais treinta y nueve con noventa y cinco, lo ibais a pasar verdaderamente mal. ¿Está claro, Butch?

—No te engañaremos, Pack —prometió el hampón con aire solemne.

—De acuerdo, pues. ¿Cuándo?

—Esta noche, después de cenar. Tenemos la llave de la casa.

—Y yo me encargaré del resto, Butch.

 

 

 

Sword dejó el teléfono sobre la horquilla y se encaró con la muchacha.

—Lo siento, la señora Rubbin no contesta —dijo.

—Habrá salido —apuntó Trisha.

—Tal vez, aunque me hubiera gustado más saber si la dirección es correcta.

—¿Pensabas decirle algo, si hubiese estado en su casa?

—No, simplemente oír su voz. Pero ya llamaré otro rato.

Acababan de llegar a la casa del joven y Sword había querido hacer la llamada sin pérdida de tiempo. Una vez convencido de que Greta Rubbin se hallaba ausente, se dirigió a la cocina, para volver a los pocos momentos con una bandeja en las manos.

—Un poco de café nos sentará bien —sonrió.

Trisha asintió en silencio. Sword llenó las tazas y luego se sentó frente a la chica. Ambos tomaron el café en silencio, que duró un buen rato, hasta que el joven se decidió a hablar el primero.

—Estaba pensando si la falsa hija de la señora Rivers habrá resucitado, como hizo Yerkes —dijo.

Trisha se irguió en su asiento.

—Yerkes no resucitó —exclamó—. No murió, que es muy diferente.

—Bueno, yo quería decir… Tal vez me engañé y pensé que esa mujer estaba sólo desmayada.

—Pero le tomaste el pulso y su corazón no latía.

—Trisha, yo no soy médico y puede que me haya equivocado —manifestó el joven—. Acaso lo que creí una defunción por un ataque cardíaco era sólo un simple desmayo.

—Pudo ser una pérdida de conocimiento muy profunda, incluso con momentánea suspensión de constantes vitales. Luego se recuperó y… ¡o se la llevó alguien, Oliver! —exclamó ella de pronto.

—No, no lo creo —rechazó él la sugerencia.

—¿Por qué? —quiso saber Trisha.

—Tendría que haber visto rastros de otras pisadas en la hierba y no encontré nada, a pesar de que estuve buscando esos rastros durante un buen rato. Si otra persona hubiese cargado con el cuerpo de aquella mujer, sus pisadas se habían marcado con más fuerza en la hierba, y no había pasado tanto tiempo como para que el suelo recobrase su aspecto normal.

—Si fue ella la que se marchó por su propio pie, los tacones de sus zapatos…

—Pudo haberse descalzado para evitar dejar señales.

De pronto Trisha hizo un gesto de impaciencia.

—Estamos hablando aquí de tonterías, o poco menos, sin adelantar nada —exclamó, irritada—. Tenemos cosas más importantes que ocuparnos de lo que hizo esa mujer, ¿no te parece?

—También eso es importante —contestó Sword gravemente—. Pero pienso que estás un poco nerviosa y que convendría de tranquilizases. Lo mejor que puedes hacer es irte a casa y meterte en la cama, después de haber tomado un sedante. Mañana te sentirás como nueva, créeme.

La muchacha vaciló un momento.

—Oliver, no sé por qué, pero esta noche no me gustaría estar sola en mi casa —dijo al cabo.

Sword arqueó las cejas.

—¿Temes algo? —preguntó.

—Me siento muy aprensiva —confesó ella—. Tal vez no sean más que temores infundados…, pero prefiero tener compañía durante la noche.

El joven respingó.

—¡Trisha!

—¡No seas mal pensado! —le apostrofó ella—. Quiero decir que me gustaría saber que tú estás cerca de mí, pero no tanto como si ambos durmiésemos en la misma cama.

—Pues mira, no sería mala idea —sonrió Sword.

Trisha le miró fijamente.

—¿Serías capaz…?

—Soy un hombre, y no te enojes, porque tú misma has provocado el tema —respondió él—. De todas formas puedes quedarte aquí, tan segura como si estuvieses en tu propio dormitorio.

Trisha volvió a dudar, pero acabó por sonreír.

—Está bien, me quedo —dijo—. ¿Hay algo en el frigorífico para preparar una buena cena?

Sword se echó a reír. Agarró el brazo de la muchacha y la empujó hacia la cocina.

—Algo encontraremos, no te preocupes —contestó.

Poco después, mientras trasteaba en la cocina, Trisha hizo una pregunta al joven:

—Oliver, ¿cuándo tendremos noticias de tus amigos?

—¿Qué amigos? —se sorprendió él.

—Oh, los guardaespaldas de Wood…

—Ah, ya recuerdo. Bueno, no sé nada aún, pero puede que mañana alguien me dé noticias de lo que ha conseguido un tipo llamado Pack Toomey —contestó Sword—. Es el tipo que abrirá la caja fuerte de Wood —aclaró.

 

 

 

Los hábiles dedos de Toomey actuaron delicadamente sobre la pulida superficie de la caja fuerte. Al cabo de unos momentos percibió el leve chasquido que le indicaba había acertado con la combinación.

Entonces agarró la manija y se dispuso a abrir. Pero antes de que la puerta se hubiese movido un centímetro, una mano se apoyó sobre la suya.

—Deja eso de nuestra cuenta, Pack —ordenó Gann.

Toomey se volvió hacia el sujeto.

—Quiero ver lo que hay en la caja —exclamó.

—No —prohibió Gann—. Puedes estar seguro de que no te engañaremos con respecto al dinero, pero no vas a ver nada de lo que hay en la caja.

—Parece que no os fiáis de mí —dijo El Pulga, dolido—. Sabéis de sobra que soy mudo como una rumba…

—Oh, eso no nos preocupa —respondió Reely displicentemente—. Tú no dirías nada a otros, pero algún día podrías sentir la tentación de aprovechar personalmente tus conocimientos y no nos gustaría tener que taparte la boca de mala manera.

Toomey vaciló un instante, pero acabó por ceder.

—Está bien —dijo al cabo, a la vez que apuntaba sucesivamente a los dos sujetos con el dedo índice—. Aguardaré en la habitación de al lado, pero si un día llego a enterarme de que me habéis jugado sucio, os daré motivos para arrepentiros de la trampa. Soy más peligroso de lo que parece, ¿entendido?

—Un trato es un trato —dijo. Gann—. ¿O no has oído hablar del honor entre ladrones? —añadió, cínico.

—Eso no existe hoy día, ni entre las personas decentes —respondió Toomey no menos desvergonzadamente, a la vez que giraba en redondo y se encaminaba hacia la salida del despacho.

La puerta se cerró instantes más tarde. Gann y el otro cambiaron una mirada de inteligencia.

—¿Abrimos? —murmuró el primero.

Reely asintió.

—De todos modos, con lo que Wood guardaba ahí dentro podemos ganar mucho dinero, aunque, eso sí, conviene que seamos cautos y no tener prisa en actuar.

—Conforme, Butch.

Gann abrió la puerta de golpe. Ansioso de conocer el contenido de la caja fuerte, Reely se había situado a su lado. Las dos cabezas estaban muy juntas y ambos recibieron en el rostro el violento chorro de gas que brotó instantáneamente del interior de la caja.

Los dos hampones tosieron y se agitaron espasmódicamente, llevándose las manos a la garganta, como si quisieran encontrar oxígeno para una respiración que se les había cortado casi súbitamente. Manotearon un poco y acabaron cayendo al suelo. Sus movimientos cesaron a los pocos momentos.

En la habitación contigua Toomey aguardaba pacientemente. No oyó ningún sonido, pero no le extrañó, porque sabía que el difunto Wood tenía insonorizado su despacho a fin de evitar cualquier indiscreción en sus conversaciones con los visitantes. Pero cuando el tiempo empezó a pasar sin ver aparecer a los dos hampones, se puso nervioso.

Transcurrió casi media hora.

—Demasiado —gruñó Toomey.

Dispuesto a afrontar cualquier reconvención, se acercó a la puerta y la abrió. En una fracción de segundo, apreció dos cosas: los cuerpos tendidos en el suelo y el olor que se percibía en el despacho.

Una ráfaga de gas salió y le hizo toser con violencia. Toomey cerró de golpe y corrió hacia una ventana. Respiró con la boca abierta, buscando oxígeno con avidez, mientras veía ante sus ojos una multitud de luces que danzaban frenéticamente.

Al cabo de un rato recobró la normalidad. No tardó en deducir lo ocurrido.

Inspiró con fuerza. Tenía algo que hacer y pronto encontró la solución. Sabía dónde estaba el baño, fue allí, mojó un pañuelo y se lo puso ante la cara, dejando los ojos libres para poder ver.

A continuación entró en el despacho y, con una sola mano, abrió las dos ventanas. La atmósfera se aclaró de inmediato.

Con el pañuelo todavía sobre la cara, Toomey contempló los dos cuerpos inmóviles en el suelo. No había dudas posibles: Gann y Reely habían muerto poco menos que instantáneamente.

—¿Gas cianuro? —murmuró.

El olor residual era muy peculiar. Pero a Toomey no le importaba tanto el gas que había causado la muerte de los dos hampones, como el contenido de la caja fuerte.

Acercándose a la pared miró al interior. Una exclamación de rabia brotó inmediatamente de sus labios.

Había unos cuantos billetes de distintas denominaciones, esparcidos en desorden por el suelo de un cofre fuerte, que había sido desvalijado con gran apresuramiento, según podía apreciarse a primera vista. Toomey contó los billetes, mascullando imprecaciones contra el individuo que se le había anticipado, con notable éxito según parecía.

La suma total no alcanzaba a los cien dólares. Resignado, Toomey se echó el dinero al bolsillo y lanzó una última mirada a los dos muertos.

—Lo siento, muchachos —dijo, como si ellos pudieran escucharle—. La culpa no ha sido mía.

Antes de marcharse, Toomey borró cuidadosamente las huellas dactilares, a fin de evitar que se conociera su presencia en aquel lugar. Para mayor seguridad, avisó a la policía muy de madrugada, cuando ya habían pasado bastantes horas y no podrían relacionarle con el suceso.