Capítulo I

HABÍA anochecido ya y regresaba a casa después de una dura jornada de trabajo, conduciendo el vehículo que llevaba detrás el remolque cargado de heno, cuando de pronto vio que los faros del coche iluminaban una escena singular.

Una hermosa joven apareció bruscamente, surgiendo de la espesura cercana. Tenía el pelo suelto y en su rostro se apreciaba una expresión de vivísimo terror. Oliver Sword pudo ver sus ropas desgarradas y abundantes manchas de sangre en su piel desnuda e incluso en algunas zonas de su cuello.

Ella le vio también e hizo desesperadas señas para que el vehículo se detuviese. Sword aplicó el freno inmediatamente.

La joven corrió hacia él.

—¡Por lo que más quiera, sálveme de los vampiros! —pidió, medio a gritos, medio sollozando.

Sword se quedó estupefacto. Ella parecía en muy malas condiciones, aunque no en inmediato riesgo de perder la vida. Sin embargo, era evidente que se hallaba bajo la tensión de algo que le infundía un verdadero miedo.

De pronto se oyó un aleteo en las inmediaciones.

—¡Son ellos! —gritó la joven—. ¡Ya vienen! ¡Me buscan a mí! Ayúdeme, por favor…

Sword reaccionó y abrió la portezuela izquierda del coche. Ella se metió de un salto, justo en el instante en que algo que volaba y hacía ruido con las alas, aunque no demasiado, se precipitaba para atacarla furiosamente.

La cabina de la camioneta era de tipo cerrado y Sword se apresuró a subir los cristales. El ser alado se estrelló contra el parabrisas, rebotó, cayó sobre la tapa del motor, dio un par de vueltas y luego rodó al suelo.

Otro ser llegó revoloteando, pero frenó a tiempo y se detuvo ante el parabrisas. Estupefacto, Sword pudo ver que se trataba de un murciélago de enormes dimensiones. Las alas, extendidas, debían de tener casi un metro de envergadura.

El animal quiso morder con sus afilados dientes, pero el cristal rechazó sus ataques. Las uñas, diminutas, terriblemente puntiagudas, resbalaron también sobre aquella sustancia que resultaba invulnerable a sus ataques.

Durante unos momentos, Sword permaneció inmóvil con el motor en marcha, pero con el vehículo parado. Otro murciélago surgió de las tinieblas y se arrojó contra la cabina. El impulso, como su anterior congénere, resultó excesivo y la bestezuela cayó al camino.

—¡Pronto, pronto! —pidió la joven—. Salgamos de aquí o nos matarán. Son muchos, cientos…

Sword hizo arrancar el conjunto de tractor y remolque. Dos murciélagos más se unieron al anterior, pero muy pronto su instinto animal les dijo que atacaban algo contra lo que no podían luchar y desaparecieron rápidamente en la oscuridad.

—La llevaré inmediatamente a un médico, señora —dijo Sword.

Le resultaba incomprensible la forma en que ella había aparecido tan inesperadamente. El pueblo estaba escasamente a dos millas de distancia, pero él tenía que desviarse antes, para llevar la camioneta y el remolque al lugar donde trabajaba.

Haría que viniese el médico a la granja, se dijo. Volvió la cabeza un instante y la vio sollozando quedamente, con las manos en la cabeza. En la piel desnuda de los brazos se apreciaban señales de mordiscos causados por diminutos pero afilados dientes y minúsculos regueros de sangre corrían por una epidermis muy blanca.

De repente, cuando ya alcanzaba la desviación que le permitiría llegar a la granja, vio un resplandor rojizo por encima de las copas de los árboles.

—Parece que hay fuego en alguna parte…

La joven miró en aquella dirección. Un grito escapó de sus labios inmediatamente.

—¡Ya arde! ¡Ya se quema la casa maldita!

—¿Cómo? ¿A qué casa se refiere usted? —preguntó Sword, estupefacto.

—Nunca creerá lo que me ha sucedido. Jamás podrá comprenderlo, pero si hay algo que me alegre, es el fuego que va a consumir ese lugar infernal…

Sword detuvo un instante la camioneta. Desconcertado, no sabía qué hacer: si llevar a la joven a un médico o dar aviso del fuego que parecía adquirir rápidamente un gran incremento.

Bruscamente, otro coche se detuvo junto al suyo, viniendo en dirección contraria. El conductor lanzó un fuerte grito:

—¡Oliver, venga conmigo! ¡Hay fuego en la casa de la ciénaga!

Sword abrió la portezuela.

—Señor Masters, llevo a una mujer herida…

Alguien se apeó del otro vehículo.

—Yo la llevaré a casa, Oliver —dijo la señora Masters—. Vaya usted con mi esposo a hacer lo que se pueda en aquella casa.

—Sí, señora.

Sword saltó de la cabina al suelo y pasó al jeep que conducía Harmond Masters. El hombre arrancó de inmediato y tomó por un camino que Sword había entrevisto con anterioridad, pero que nunca había utilizado durante su trabajo.

Masters condujo el jeep con seguridad. Menos de diez minutos más tarde lo detenía junto al borde de algo que parecía una charca de gran extensión. Desalentado, exclamó:

—¡Ya no hay nada que hacer! ¡No hay poder humano capaz de detener ese fuego!

Sword se apeó lentamente. La casa ardía desde el tejado a los cimientos. Situada al borde del estanque, cuyas aguas parecían un espejo, el incendio se duplicaba al reflejarse en la masa líquida. Junto con las llamas, subían a lo alto enormes columnas de humo.

¿Era de allí de donde había escapado la joven, huyendo de aquellos gigantescos murciélagos?

Súbitamente, una figura apareció en lo alto del tejado en llamas. Con la boca abierta y los ojos dilatados por el asombro, Sword contempló una escena asombrosa.

El hombre no parecía estar asustado por el fuego devorador.

Vestía una enorme capa y extendió los brazos, con lo que pareció de repente convertirse en un gigantesco pájaro.

—¡Es Jursy Yerkes! —gritó Masters.

Sword se sintió asombrado, porque nunca había oído hablar de aquel individuo. Pero Masters hacía arrancar de nuevo el coche y volvió a montar de un salto.

El estanque estaba cruzado por un camino terraplenado, partido en dos mitades, unidas por un puentecillo de madera, de la anchura suficiente para permitir el paso de vehículos.

Masters frenó en la explanada que había ante la casa, junto en el instante en que el hombre de la capa negra desaparecía entre las llamas.

Por un instante, Sword creyó que Yerkes echaba a volar, como un gran pájaro, pero se dijo que eso era algo imposible. El suelo que pisaba se había hundido bajo sus pies y había caído a aquel infierno, del que no podía salir con vida.

Ya se oían bocinas de otros vehículos que llegaban, atraídos por el incendio. Repentinamente, toda la estructura interior de la casa se vino abajo.

Fue un derrumbamiento fragoroso, y casi pareció una explosión, a causa del colosal surtidor de fuego y chispas que subió instantáneamente a lo alto. Era ya imposible hacer nada por los habitantes de la casa, si era que alguno había quedado atrapado dentro sin poder escapar.

Algunos de los que venían a sofocar el fuego habían traído consigo un par de bombas portátiles, que introdujeron en el estanque, a fin de disponer de agua para las mangueras. Sword ayudó en lo que pudo, pero se dijo, todo era ya inútil.

 

 

 

La joven que venía caminando airosamente en sentido contrario le pareció vagamente conocida. Oliver Sword detuvo su marcha y la miró con fijeza:

Ella, a su vez, le miró también y pareció sentirse enojada en el primer momento. Luego, un tanto indecisa, refrenó su paso, aunque sin detenerse por completo.

Durante unos segundos los dos se contemplaron mutuamente. Sword iba a continuar su camino, cuando de pronto chasqueó los dedos.

—¡Ya está! —exclamó—. Shithmore y la casa que se quemó… ¡Usted es Matilde Pequand!

El rostro de la joven se iluminó.

—¿Oliver Sword?

—Sí, el mismo. —La mano de Sword se tendió inmediatamente hacia la de Matilde—. Veo que está muy bien y no sabe cuánto me alegro de que se naya repuesto por completo —añadió.

Ella soltó una suave carcajada.

—Pero, Oliver, han pasado ya casi cinco años —le recordó.

—Es cierto —convino él—. Cinco años… y parece que fue ayer… —De pronto, se puso serio—. Matilde, no quisiera traer malos recuerdos a su mente…

—Lo pasé muy mal, en efecto, pero, según dijeron los médicos, fue más el shock del miedo padecido que las heridas en sí. Aunque llegaron a tiempo y pudieron aplicarme el antídoto que me evitó una muerte espantosa.

—¿Cómo? —dijo él, muy extrañado.

—Habría podido morir de rabia, Oliver.

—¡Demonios! Oh, perdone, Matilde…

Ella sonrió.

—Los amigos me llaman Mattie —indicó.

—Bueno, yo también la llamaré así. Pero estamos parados en medio de la calle. ¿Por qué no tomamos algo en ese bar que se ve a media docena de pasos?

—Sí, desde luego.

Momentos después se hallaban sentados ante una mesa, en un rincón discreto del local. Una camarera vino y Sword le encargó sendas tazas de café.

Mientras contemplaba el hermoso rostro de Mattie, pensó que prácticamente lo ignoraba todo de la joven a la que había salvado del feroz ataque de los murciélagos cinco años antes. El médico de Shithmore la había curado y, tras enterarse del origen de sus heridas, le había aplicado el tratamiento conveniente, aunque para mayor garantía una ambulancia se la había llevado rápidamente al Hospital General. Desde que dejó a Matilde en manos de la señora Masters, no había vuelto a verla.

—No le habrán quedado señales del ataque de los murciélagos —dijo, cuando ya les habían servido el café.

—Algunas señales se notan todavía, pero son muy pequeñas y están en lugares que no suelo exhibir demasiado. Claro que tengo el recurso de utilizar traje de baño completo en lugar de un «dos piezas» —contestó ella.

—Bueno, ahora vuelven a ponerse de moda —rio él—. ¿De veras que ya se encuentra repuesta?

—¿Por qué no, Oliver? Han pasado cinco años…

—Yo pensé que… Hay cosas que dejan una profunda impresión en la mente y cuesta muchísimo borrarlas de nuestra memoria, suponiendo que se consiga —manifestó él.

—He podido superar todo aquello, afortunadamente —declaró Mattie—. Es cierto que lo pasé muy mal, pero, como digo, ahora duermo sin problemas todas las noches.

Sword ardía en deseos de saber qué hacía la joven en la casa del pantano, cuyo dueño había perecido de forma tan trágica, pero no se atrevía a preguntárselo.

Temía una respuesta negativa.

—Lo celebro infinito —dijo sonriendo.

—Usted volverá pronto a Shithmore —supuso ella.

—Oh, no en absoluto. Mi estancia en Shithmore fue algo accidental. Volví al siguiente año, pero más porque me lo pidió Masters, quien no encontraba un ayudante, que porque lo necesitara realmente.

—Ah, entonces no es… granjero —dijo Mattie, desconcertada.

Sword meneó la cabeza.

—Necesitaba algo de dinero para costear mis estudios y terminar la carrera —explicó—. Conseguí el empleo con Masters y estuve allí cuatro largos meses. Volví por segunda vez, como he dicho, pero después me gradué y ya no he vuelto por Shithmore, aunque, eso sí, nos felicitamos mutuamente por la Navidad.

—Entiendo. Así que ahora es todo un experto en…

—Económicas y alta contabilidad. Estoy a punto de entrar a formar parte del staff de una gran empresa, como censor jurado de cuentas. Es mi porvenir, Mattie.

—Le felicito, Oliver. Sin duda, ha conseguido lo que quería.

—Pues… no diría yo que no —rio él—. Y usted, ¿también ha…?

Sword miró sus manos, en donde no se veía un anillo de boda, ni siquiera de prometida.

—Tengo un pretendiente. Congeniamos mucho y es muy posible que acabemos casándonos —respondió ella.

«Ahora nos separaremos y nunca sabré lo que le sucedió en aquella maldita casa», pensó el joven.

Durante unos segundos los dos se contemplaron recíprocamente, en silencio, sonriéndose el uno al otro, sin saber qué decirse. Sword se sintió de pronto muy incómodo.

Era evidente que Mattie no quería entrar en explicaciones acerca de lo ocurrido cinco años antes. Entonces ella debía de tener veinte o veintiuno, supuso.

De pronto, alguien se acercó a la mesa. Mattie lanzó una exclamación de alegría.

—¡Hola, Jack! No sabes cuánto me alegro de verte. Permite que te presente al hombre que me salvó de un grave apuro… Te lo he contado en más de una ocasión, ¿verdad?

El recién llegado sonrió.

—Usted es Oliver Sword —dijo, a la vez que extendía su mano.

Sword se había puesto en pie y estrechó la mano que le ofrecían.

—Encantado de conocerle, señor…

—Millipher —dijo Mattie—. Jack, el señor Sword y yo nos encontramos casualmente y decidimos charlar un poco de los viejos tiempos.

—No tan viejos ni tan comunes —manifestó Sword—. A fin de cuentas, nuestro encuentro duró apenas diez minutos.

—Pero fue muy trágico —añadió ella.

—Creo que eso ha pasado ya, ¿no? —dijo Millipher.

—Por fortuna —contestó el joven.

Millipher consultó su reloj.

—Mattie, se nos está haciendo tarde —dijo.

Ella se puso en pie y tendió la mano hacia Sword.

—Adiós, Oliver. No sabe cuánto celebro este encuentro.

—Yo también, Mattie. ¿Puedo esperar recibir algún día una invitación para su boda?

Mattie se volvió hacia el pretendiente.

—No depende solamente de mí —respondió.

Millipher se apoderó del brazo de la muchacha y rio fuertemente.

—Eso es algo que dos personas deben discutir a solas —exclamó.

Sword se quedó solo, un tanto pensativo, preguntándose a sí mismo por qué no se había atrevido a pedir más detalles a Mattie sobre su horrible aventura.

¿Qué hacía en aquella casa? ¿Por qué escapó? ¿Por qué la atacaron aquellos espantosos murciélagos, de los cuales no había tenido la menor noticia hasta el momento de verlos?

Sabía vagamente que ciertos murciélagos, llamados vampiros en algunas regiones, atacaban al ganado, pero en la granja de los Masters no había sucedido jamás nada semejante, a pesar de que se encontraba tan sólo a tres kilómetros escasos de la residencia incendiada.

Era un enigma que no acababa de comprender y, después de reflexionar unos momentos, llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era despreocuparse por completo del asunto.

El encuentro con Mattie había sido casual. Ella acabaría casándose con Millipher. Ya no volverían a encontrarse más.