CAPITULO X
Baxter trató de observar atentamente las reacciones del artista. Lo único que pudo apreciar fue la crispación de sus manos sobre los brazos del sillón en que se encontraba sentado.
—¿Acaso lo duda usted, señorita Caldwell? —preguntó Brokowski tras un prolongado silencio.
—El asalto, seguido del crimen, se produjo a las nueve de la noche. Su esposa había salido de Nueva York hacia San Francisco a las seis de la tarde.
—Había suspendido el viaje, por motivos...
—Su esposa llegó a San Francisco. Tengo pruebas que lo confirman de manera irrefutable.
—Estaba conmigo cuando se produjo el asalto —insistió Brokowski.
—¿Tiene la seguridad plena de que la mujer muerta era su esposa?
—Acababa de verla, hablaba con ella cuando nos atacaron.
—¿De veras cree que era su mujer? Maestro, todo el mundo cree que su ceguera se produjo a consecuencia de la herida causada por la bala que rozó su cabeza y le hizo chocar contra el borde de una consola al caer desvanecido. Pero muy pocos saben que usted, secretamente, había consultado ya con eminentes especialistas en oftalmología, porque estaba perdiendo la visión a consecuencia de un glaucoma incurable. Cuando aquellos ladrones entraron en su casa, usted era ya prácticamente un ciego.
—Aunque fuera verdad, habría reconocido la voz de mi mujer. Después de seis años de matrimonio, ¿cree que me habría engañado otra impostora?
—Sí habló sólo lo indispensable, ¿por qué no? Incluso pudo alegar una momentánea afonía... Usted, como máximo, pudo ver la silueta de una mujer, vestida más o menos con los ropajes de su esposa. Mientras la impostora estaba en su casa, Helga volaba realmente hacia San Francisco.
—Bien, suponiendo que sea cierto todo lo que usted dice, señorita Caldwell, ¿qué objeto podría tener esa impostura, esa suplantación de personalidad?
—Maestro, aunque le duela mucho, debemos volver a los momentos inmediatamente anteriores al crimen. Usted sostiene que su esposa suspendió el viaje a San Francisco. ¿A qué hora regresó a su casa desde el aeropuerto?
—Serían poco más o menos las nueve menos cuarto. Helga dijo que no había querido dejarme abandonado.
—Porque conocía su enfermedad.
—Sí.
—Una afonía puede presentarse casi súbitamente. Tal vez por eso encontró usted alterada la voz de Helga.
—Hacía bastante mal tiempo y se resfrió en el aeropuerto.
—Eso es lo que le dijo la impostora.
—No tenía por qué dudar de la palabra de mi mujer...
—De la que se hacía pasar por su esposa. Pero a los pocos momentos, irrumpieron los ladrones. Usted dijo que oyó ruidos en el piso superior.
—Sí, debía de ser el ladrón que buscaba las joyas de mi esposa.
—Y el otro disparó contra la impostora y luego contra usted.
—En efecto, así sucedió.
Baxter observó que Brokowski sudaba copiosamente. Resultaba evidente que los recuerdos de aquella trágica noche habían aflorado a su mente con tanta fuerza como si se hubiesen producido la víspera.
—Usted vio, mejor dicho, oyó caer muerta a su mujer...
—Aunque no veía apenas, quise abalanzarme sobre el asesino. Entonces, éste hizo fuego de nuevo. Me desperté en el hospital... y Helga había sido enterrada hacía ya casi dos semanas.
—El cadáver fue incinerado.
—Lo teníamos dispuesto así, en el testamento.
—Cosa que vino de maravilla a los que habían trazado ese plan, ya que el disparo fatal fue hecho directamente al rostro de la impostora, que quedó horriblemente desfigurado y, por lo tanto, inidentificable por los rasgos fisonómicos. Y como llevaba ropas y algunos objetos personales de su esposa, todo el que vio el cadáver, dio por sentado que era ella la muerta y no una impostora.
Los dedos de las manos de Brokowski se clavaron en los brazos del sillón.
—Eso... significaría, de ser cierto, que Helga está todavía viva...
—Así es, señor Brokowski —terció Baxter gravemente—. Helga, su esposa, vive aún.
* * *
Un ronco aullido se escapó de la garganta del inválido.
—¿Dónde está? —clamó—. ¡Quiero verla inmediatamente...!
—Maestro, ¿se ha preguntado por qué, en tres años, no ha dado ella señales de vida?
Brokowski se tapó la cara con las manos.
—No puede ser; ella ha muerto... Me amaba apasionadamente... Nunca me habría abandonado.
—Vive —insistió Baxter.
—Si es cierto, ¿por qué no ha dicho algo? Yo la amaba con todas mis fuerzas... Me habría dolido enormemente, pero si ella estaba enamorada de otro hombre habría procurado comprender... Prefiero que esté viva, en brazos de otro hombre, que muerta • Pero nunca me había dado a entender que yo no era el único...
—Hay cosas que sólo Helga podrá explicarnos, señor Brokowski.
—¿Cuándo? Quiero ir a verla inmediatamente... —Brokowski lanzó una amarga carcajada—. Ver a mi esposa no deja de ser una metáfora... Por lo menos, oír de sus labios los motivos por los cuales me abandonó.
—Y también le gustará saber por qué alguien se hizo pasar por ella, ¿no es cierto?
—Sí. Tengo curiosidad por saber qué le hizo idear tamaña impostura. Pero antes me gustaría hablar con Larkin.
Baxter cambió una mirada con Erin. —Iré a buscarlo, maestro.
—Yo me quedaré aquí, haciéndole compañía —dijo la muchacha.
Baxter abandonó la estancia y se dirigió al lugar donde había dejado a los tres individuos, atados y cerrados con llave. Tenía ésta en el bolsillo y la sacó, para insertarla en la cerradura.
Apenas había abierto la puerta, algo voló con tremenda fuerza contra su rostro.
Era hombre de rápidas reacciones, pero también cometía errores. Aunque logró desviarse un tanto, no pudo esquivar por completo el impacto del jarrón que, al darle de lleno en la sien derecha, le hizo perder instantáneamente el conocimiento.
* * *
Erin charlaba con Brokowski, intentando distraer su atención, a la vez que procuraba sonsacarle, a fin de obtener más material para su reportaje, cuando le pareció oír un ruido extraño. Un tanto alarmada, se disculpó ante el compositor y se dirigió hacia la puerta, que se abrió antes de que pudiera tocar el pomo.
Una mano se puso sobre su boca, a la vez que el recién llegado le enseñaba una pistola. Erin creyó desfallecer de miedo.
—No diga nada o la mato aquí mismo —ordenó Harris en voz baja.
Pero el esbirro no había contado con el oído altamente desarrollado de Brokowski.
—¿Quién hay ahí? —exclamó desde su sillón—. ¿Qué sucede, señorita Caldwell?
—Dígale que no pasa nada, que todo está en orden...
La mano de Harris se separó de la boca de Erin. Ella alzó la voz:
—No se preocupe, maestro, no es nada de particular.
—Vaya a buscar a Larkin y tráigalo ahora mismo, por favor —pidió Brokowski.
Erin tenía los ojos fijos en Harris y le vio hacer un gesto de asentimiento. Entonces, dijo:
—Está bien, maestro; voy a buscarlo.
Harris tiró de su brazo y la sacó fuera de la habitación. Linos segundos más tarde, Erin creyó desmayarse de nuevo al ver a Baxter tendido boca abajo en el suelo, completamente inmóvil.
—No te alarmes, guapa —dijo Harris, aviesamente—; sólo ha perdido el conocimiento.
Erin adivinó que los tres hombres habían conseguido desatarse. Ahora, se dijo, ya no tenían salvación.
Harris quedó en la puerta, vigilándola con la pistola. Larkin y el vigilante de la entrada no aparecían a la vista.
Transcurrieron algunos minutos. En el suelo, Baxter empezó a rebullir, aunque resultaba evidente que no había recobrado por completo la consciencia. Larkin, apareció inesperadamente.
—He hablado con él —manifestó.
¿Y...?
—Debemos retenerlos aquí hasta que ordene.
—Tendríamos que liquidarlos... —dijo Harris rabiosamente.
—Haz lo que se te manda y no te preocupes de más. Para eso se te paga, ¿no crees?
—Sí, pero el que corre los riesgos soy yo. Y tú también, no lo olvides.
Larkin se encogió de hombros.
—De todos modos, si sucediera algo, él nos sacaría de apuros —contestó.
De repente, se oyó la voz de Brokowski:
—¡Larkin! ¡Larkin! ¿Dónde estás?
—Aquí, señor. ¿Desea algo?
Erin sintió que la boca de la pistola se apoyaba en su pómulo derecho.
—Ni una sola voz o haré fuego —amenazó Harris en tono muy bajo.
La joven oyó el tap-tap de un bastón. Debido a su ceguera, Brokowski necesitaba usar un bastón para evitar tropezones inoportunos.
—Larkin —insistió.
—¿Señor? —dijo el mayordomo.
—He hablado con los visitantes. Aseguran que mi esposa está viva, que fue otra la mujer que murió cuando asaltaron mi casa hace tres años...
—Señor, yo no me encontraba a su servicio en aquella triste ocasión, por lo que no tengo elementos de juicio para formular una opinión concreta. Pero sí me precio de conocer bastante bien a la gente y estas dos personas no son sino desaprensivos que han entrado aquí, mediante artimañas y trucos deshonestos y repugnantes, a fin de hacerle objeto de una estafa. Seguramente, tenían pensado pedirle una suma, para hacer investigaciones acerca del paradero de su esposa, y luego, una vez conseguidos sus propósitos, habrían desaparecido sin dejar rastro... excepto el de la cruel desilusión que usted, sin duda, habría sufrido.
Erin se quedó con la boca abierta al escuchar aquella astuta parrafada. A su derecha, Harris sonreía satisfecho.
Brokowski pareció sufrir una gran decepción.
—¿Lo crees así, Larkin? —preguntó débilmente.
De pronto, Erin adelantó un paso impulsivamente.
—Maestro, si somos unos estafadores, como dice el señor Larkin, entonces, ¿por qué intentaron secuestrarme esta mañana, en el motel? Pregúntele a su secretario dónde están los dos hombres que envió a raptarme...
—No haga caso a esta demente, señor —exclamó Larkin abruptamente—. Trata de confundirle, créame. No sé nada de esos dos hombres...
—¿Está seguro, Larkin? —sonó de pronto una voz en la entrada.
Harris se volvió y lanzó una aguda interjección. El recién llegado vestía camisa de color crema y llevaba una estrella de metal en el pecho. En su mano derecha brillaba el metal de un revólver.
—Suelte esa pistola, Harris —ordenó el recién llegado—. En cuanto a usted, Larkin, debo decirle que los dos hombres que intentaron secuestrar esta mañana a la señorita Caldwell han declarado haber obrado por órdenes suyas.
—Luego... es cierto... —dijo Brokowski entrecortadamente.
—No le habíamos mentido, maestro —aseguró Erin con voz firme.