CAPITULO XII
Baxter guardo silencio unos instantes, mientras reflexionaba acerca de lo que debía hacer a continuación. Conover alzó una mano, como si le adivinase el pensamiento.
—Es inútil —dijo—. Helga no le creería.
—¿Por qué no la llama y me deja que hable con ella? —propuso Baxter.
Conover sonrió.
—¿Me toma por tonto? —contestó.
—Señor Conover, debo advertirte una cosa: Brokowski sabe que Helga está viva. El segundo matrimonio, por supuesto, no tiene validez legal, ya que el esposo vive todavía. Y junto a Brokowski, está la periodista, que divulgará la verdad de lo sucedido. Aunque ahora me matase, no podría evitar ya la publicidad, sobre todo, cuando Larkin y Harris y los demás están en la cárcel de Santa Úrsula. En El Retiro no hay teléfono, pero sí radio. Erin Caldwell habrá podido ya contactar con su periódico, para anticipar las primicias del reportaje. Por favor, resígnese a la derrota y deje que Helga vuelva junto al hombre a quien ama realmente.
Los ojos de Conover despidieron chispas de fuego.
—¡No, jamás! —tronó—. Esa mujer es mía... Es la única por la que he perdido la cabeza... Nunca permitiré que salga de aquí...
—Conover, su inmensa fortuna le permitió realizar siempre todos sus caprichos, por absurdos que fueran. Pero ahora ya está vencido...
—¡ Helga me ama también! —gritó el millonario descompuestamente.
—Si conociese la verdad, lo odiaría. —No, no, me ama...
—Tarde o temprano, lo sabrá todo. La Policía acabará por venir aquí y usted sabe lo que esto significa. Todo su dinero no servirá para evitarle una larga condena, por secuestro... y mientras tanto, saldrán a relucir los crímenes que se cometieron por orden suya. Repito que debe resignarse a ser perdedor y dejar que Helga vuelva al lado de su esposo.
Conover movió la cabeza varias veces.
—No, nunca, nunca lo permitiré —insistió.
Baxter se dio cuenta de que se hallaba ante un hombre dominado por una absoluta obsesión. Una persona en tales condiciones, no era ya capaz de razonar con coherencia y podía cometer los mayores disparates.
—Llame a Helga —repitió.
La puerta de la estancia se abrió súbitamente. —No es necesario, lo he oído todo —dijo Helga Brokowski.
* * *
Sobrevino un profundo silencio, durante el cual los protagonistas de la escena se contemplaban mutuamente. En silencio, Baxter admiró la singular belleza de Helga. Debía de contar unos treinta y dos años, calculó, pero parecía tener seis o siete menos. Con los largos cabellos rubios sueltos, casi hasta la cintura, y el vestido azul claro, de flotantes velos, que llegaba a los pies, era, para Baxter, una reencarnación viviente del Hada de los Bosques.
Y comprendió perfectamente que Conover hubiese enloquecido por aquella mujer. En la mente y en el corazón del millonario, Helga había borrado por completo, a todas las demás mujeres.
—Helga... —dijo Conover, débilmente.
—Nunca te amé, aunque llegué a apreciarte —manifestó ella—. Pero lo que acabo de escuchar...
Se volvió hacia Baxter.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Rigurosamente verídico, señora.
—Le vi llegar desde la ventana de mi cuarto, esposado y entre dos hombres armados, cosa que aquí no había sucedido jamás —explicó Helga—. Por eso me sentí intrigada y quise averiguar qué era lo que pasaba.
—Ya lo sabe, señora —dijo Baxter.
Conover parecía aturdido por el inesperado cambio que se había producido en la situación.
—Helga, sabes que yo te amo... —suplicó, a la vez que alargaba las manos.
—Lo siento —respondió ella—. Pude resignarme a lo que yo creía una tragedia y si accedí a convertirme en tu esposa, ignorando que la boda fuese una comedia, fue porque te apreciaba y sabía tu cariño hacia mí. En aquellos momentos, necesitaba protección y afecto y tú podías dármelos..., pero Wlad está vivo y es él a quien amo —concluyó, con acento que no admitía la menor duda sobre sus sentimientos.
Conover se enderezó.
—Helga, piénsatelo bien —dijo--. Trata de reflexionar. Procura ser sensata...
—No, Symrnon.
—Lo siento por ti... y por el señor Baxter.
Helga se alarmó.
—¿Qué piensas hacer? —exclamó.
—Hay en el mundo cientos de lugares donde podemos escondernos, sin que nadie nos encuentre jamás, sitios donde el brazo de la ley, por largo que sea, no llegará nunca. Allí nos iremos tú y yo, Helga, y para siempre —respondió Conover.
—No te seguiré...
Conover sonrió desdeñosamente.
—Pronto tendrás ocasión de comprobarlo. —Alzó la voz—: ¡Ross, Evans! —llamó.
Los dos guardias, con los revólveres en las manos, irrumpieron en la sala.
—Estos hombres me obedecen ciegamente —añadió el millonario—. Harán todo lo que yo les ordene, ¿no es así?
—Sí, señor —contestaron, a dúo, los esbirros.
—La señora y yo nos vamos inmediatamente. Ustedes se quedarán aquí, vigilando al intruso, durante veinticuatro horas. Déjenlo marchar, pasado ese plazo. —Conover se volvió hacia Baxter—: No se quejará de mi generosidad, supongo —añadió, irónico.
—No podrá ir muy lejos —aseguró el joven, tranquilamente.
—Y si se marcha, se irá sin mí —exclamó Helga.
—¡Por Dios, Helga! —gritó Conover—. ¿Es que no lo comprendes?
—Tú eres el que no comprende nada — respondió ella.
De súbito, Helga, con movimiento absolutamente imprevisible, se apoderó de uno de los revólveres. Evans, que era el despojado, quiso reaccionar, pero ya era tarde.
Helga apoyó la boca del arma en su pecho.
—Antes de seguirte, .me mataré —dijo.
* * *
Baxter fijó la vista en Conover, quien tenía la boca abierta, en un gesto de estúpido asombro. Resultaba evidente que las palabras que acababa de escuchar habían provocado en el millonario un shock anímico, que no parecía capaz de superar. Baxter se dijo que Cono ver había llegado a una situación crítica, de imprevisibles consecuencias.
En tal estado, aquel hombre era capaz de los mayores disparates. Por lo tanto, se imponía actuar antes de que fuese demasiado tarde.
Bruscamente, giró hacia su izquierda y movió la mano con gesto fulgurante. El filo cayó sobre el antebrazo de Ross, de cuyos labios se escapó un grito de dolor, a la vez que el revólver volaba por los aires.
Helga, asustada, retrocedió, olvidada momentáneamente de sus propósitos. Evans reaccionó y se arrojó contra el joven.
Baxter ejecutó una veloz llave de judo. Evans voló por los aires, cayó sobre la mesa y resbaló con tremendo impulso, arrasando cuando encontraba a su paso, hasta caer al suelo con fuerte golpazo. Aturdido, quedó en el mismo sitio, gimiendo sordamente, fuera de combate.
Ross había salido también de su estatismo y, de un salto, se abalanzó sobre su revólver, que empuñó con mano resuelta. Helga parecía petrificada por el terror, perdida ya la resolución de que había hecho gala momentos antes.
El revólver apuntó al cuerpo de Baxter, quien, de un salto, se lanzó hacia adelante, a la vez que movía el brazo izquierdo en semicírculo. Su mano golpeó de nuevo el mismo antebrazo, haciéndolo girar en sentido contrario.
El golpe provocó el espasmo en el índice de Ross. Se oyó un enorme estallido y un chorro de humo brotó de la boca del arma.
Conover lanzó un grito agudísimo y se llevó las manos al pecho. Ross, aturdido por lo que había hecho, se quedó desconcertado, sin saber qué hacer. Baxter aprovechó la ocasión y lo desarmó, retorciéndole la muñeca. Luego alzó el codo derecho y golpeó la mandíbula del sujeto, dejándolo sin sentido instantáneamente.
En aquel momento, Conover doblaba las rodillas. Apoyó una mano en el suelo para evitar la caída, pero las fuerzas le fallaron, de pronto, y rodó de costado.
—Helga... —gimió.
Baxter se acercó a la mujer y le quitó el revólver. Luego la empujó suavemente hacia un sillón.
Helga se sentó, con los ojos morbosamente fijos en Conover. Baxter tenía la seguridad de que ella estaba saliendo de un mal sueño.
Evans se levantó torpemente. Ninguno de los dos esbirros hizo el menor gesto ofensivo.
—En alguna parte debe de haber un teléfono —dijo Baxter—. Llamen a la Policía. Diremos que fue un disparo accidental... a menos que prefieran ser juzgados como cómplices de un secuestro.
La elección no ofrecía dudas para los dos hombres. Evans salió de la habitación. Con el rabillo del ojo,
Baxter vio en la puerta a un par de mujeres, seguramente pertenecientes a la servidumbre.
De pronto, Conover se movió un poco.
—Helga...
Baxter miró a la joven y la hizo una seña con la cabeza. Ella se levantó, para arrodillarse juntó al caído.
—Yo... te amaba... —jadeó Conover, buscando su mano—. Fuiste para mí... la única mujer. .
De repente, todo su cuerpo fue sacudido por una terrible convulsión. Brotó un poco de sangre de su boca y su cabeza se dobló a un lado.
Baxter tomó a Helga por la cintura y la apartó de aquel lugar, llevándola hacia la puerta
—Atiendan a la señora —ordenó a las doncellas.
—Venga con nosotros, señora —dijo una de las mujeres.
Evans regresó a los pocos minutos.
—He avisado a la Policía, señor —informó—. Tardarán todavía una hora en llegar; esto queda muy lejos y... Pero, dígame, ¿es cierto que se trataba de un secuestro?
Baxter asintió.
—Sí, lo fue —confirmó—. Un secuestro doble —añadió—. Pero ahora, los secuestrados están libres.
* * *
Estaban en el gran salón, conversando a media voz. Una de las doncellas había servido café. Helga había recobrado los colores y, aunque seguía afectada por lo sucedido, tenía un aspecto infinitamente mejor.
Baxter le había explicado sucintamente todo lo que había pasado durante aquellos años. Helga dijo:
—Nunca creí que él fuese capaz de una iniquidad semejante. Sin duda, estaba loco...
—Por usted, señora. Pero más que locura, era una obsesión de la que no podía desprenderse. Sólo la muerte pudo librarle de esa obsesión.
—Sí —murmuró ella—. En medio de todo, y en otros aspectos, no puedo tener queja de él. Era amable, gentil, atento... Cualquier cosa que se me apetecía, llegaba casi instantáneamente...
—Pero ¿no se le ocurrió nunca que resultaba muy extraño que la tuviese aquí, prácticamente enclaustrada?
—Bien, a veces salíamos en su yate... y, por otra parte, éste es un lugar muy hermoso. Una vez pude superar la crisis ocasionada por la noticia de la muerte de Wlad, me encontré aquí muy a gusto. Siempre he sido un poco retraída, ¿comprende?
—Sí, y él lo sabía —murmuró Baxter—. Pero mató por conseguir lo que más ambicionaba en este mundo, sacrificó a su codicia a todo el que se interponía en la consecución de sus caprichos... Personas inocentes murieron por su culpa, no lo olvide, Helga.
Sonrió.
—Aunque, me imagino, pronto lo habrá olvidado —añadió.
De pronto, se oyó un claxon en el exterior. Baxter volvió la cabeza.
Un coche acababa de detenerse frente a la casa. Con enorme sorpresa, vio a Erin que se apeaba del vehículo y daba la vuelta, para abrir la portezuela del lado derecho.
Erin alargó su mano. Un hombre, con los ojos cubiertos por unas grandes gafas negras, bajó titubeante del automóvil.
Baxter sonrió.
—Salga y empiece a olvidar, señora Brokowski.
Baxter contempló la escena desde la ventana. El cabello al aire, los velos flotando al impulso de su frenética carrera, Helga cayó en brazos de su esposo, mientras Erin, ligeramente apartada, tomaba fotografías del encuentro.
Más tarde, Baxter se reunió con la periodista y le contó lo ocurrido. En un rincón, sentados, Helga y su esposo estaban con las manos juntas, disfrutando de nuevo de la felicidad que les había sido arrebatada durante tres años.
—Eres un verdadero demonio, Erin —dijo Baxter—. ¿Cómo se te ocurrió la idea.. ? Creía que esperarías en Torresola.
—Brokowski se sentía impaciente y yo no vi motivos para negarme a sus peticiones —contestó Erin—. Además, no olvides mi profesión.
—Sí, lo tengo bien presente. Saldrá un reportaje sensacional, supongo.
—Hay materia casi para un libro. Veremos lo que hago a mi regreso. —La periodista miró hacia el exterior—. Un sitio maravilloso, ¿no crees? Tiene el nombre muy apropiado..., pero nosotros no podemos quedarnos aquí ya mucho tiempo, Budd.
—Habrá que esperar a que la Policía nos dé permiso para marcharnos. De todos modos, tampoco tenemos mucha prisa, creo.
—No, ninguna. —Erin le cogió una mano—. ¿Por qué no vamos a pasear un poco, Budd?
—Claro, preciosa.
Mientras caminaban bajo la bóveda formada por el ramaje de los secoyas, ella le hizo una pregunta.
—No sé —contestó Baxter—. Tal vez Sue Dittman encontró alguna pista antes de que llegase el asesino. O quizá dedujo quién era el hombre que había contratado los servicios de la agencia para espiar el despacho de Ephstone. Si fue así, tuvo que conocerlo y, seguramente también, habría oído hablar de la residencia que Conover tenía en la región de los secoyas. Es la única explicación que se me ocurre, Erin.
—¿Y Harris? Tocaba el piano...
—Bastante mal, todo hay que decirlo. Pero quizá por eso mismo lo contrató Conover. No olvides que, para un desconocedor del asunto, Harris, en ocasiones, se hacía pasar por Brokowski.
—Es cierto —convino Erin, recordando su llegada a Torresola—. Pero tú descubriste muy pronto la superchería.
—¡Oh, no tuvo importancia! Más que ejecutar, Harris estaba asesinando la melodía. Cualquiera que hubiese escuchado a Brokowski unas cuantas veces, lo habría adivinado en el acto.
Erin rió de buena gana. De pronto, echó a correr por el bosque.
—¡Sígueme, Budd; a ver si me alcanzas! —le desafió.
Pero Baxter no aceptó el reto. Correr detrás de Erin podía acarrearle ciertas complicaciones, que no quería aceptar por ningún motivo.
Estaba muy bien libre. Tal vez una esposa le ataría, impidiéndole intervenir en casos que necesitaban de una solución justa. Dejó que Erin siguiese corriendo. Ella sabría darse cuenta de la respuesta silenciosa que daba a su desafío.
* * *
Un año más tarde, una afamada orquesta sinfónica, estrenó la nueva composición de Brokowski, la denominada por el autor, Sinfonía del Encuentro, Opus n°. 32, y que obtuvo un gran éxito de crítica y de público.
Baxter asistió al estreno en una butaca, cuyo billete había sido enviado por el propio Brokowski. La butaca contigua estaba vacía y no lo lamentó, porque era la destinada a Erin Caldwell y la periodista se hallaba en aquel momento en el extranjero, en busca de nuevos reportajes para su periódico.
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