CAPITULO XI
La inesperada aparición del comisario de Santa Úrsula, con uno de sus ayudantes, que se encargó de esposar a los tres individuos, tenía a Erin llena de perplejidad. Pero pronto tuvo una explicación, cuando Baxter, recuperado, se sintió en condiciones de hablar.
—Estuve conversando con el comisario esta mañana, muy temprano, y le conté lo que sucedía —dijo—. Es un hombre muy inteligente y hacía tiempo ya que sospechaba sucedían cosas raras en El Retiro. Pero, naturalmente, no podía intervenir, porque no tenía pruebas concretas de un posible delito. Hasta esta mañana, claro.
—Sí, pero ¿qué le hizo aparecer tan oportunamente? —preguntó Erin.
Baxter trató de sonreír, pero le salió una mueca. Para reducir la inflamación del golpe, se había aplicado una toalla empapada en agua fría y hablaba con cierta dificultad.
—Bueno, yo le fijé un plazo para aparecer en su oficina —continuó—. Cuando vio que el tiempo pasaba y que no dábamos señales de vida, decidió acercarse a Torresola.
El comisario hizo su aparición en aquel momento.
—Señor Brokowski, tengo arrestados a esos tres hombres —informó—. ¿Desea formular una acusación contra ellos?
Brokowski vaciló. Baxter movió una mano.
—Maestro, Larkin administraba sus bienes —dijo.
—Sí, es cierto.
—Entonces, la acusación será de estafa y robo. No será difícil demostrar que se ha apropiado de cantidades ilegalmente. En cuanto a Harris, bien, se le puede acusar de intento de secuestro, cosa que usted mismo, comisario, ha podido comprobar personalmente.
El representante de la ley hizo un gesto afirmativo.
—Los encerraré en la cárcel —afirmó—. Pero ¿qué van a hacer ustedes? —quiso saber.
—Yo tengo, que hacer un viaje, a fin de visitar a cierta persona, aunque espero estar de vuelta dentro de un par de días como máximo —respondió el joven.
—Y yo quiero ir contigo...
Baxter meneó la cabeza.
—Te quedarás aquí hasta mi regreso —dijo—. El maestro necesita una persona que cuide de él.
—Pero yo tengo que hacer un reportaje...
—Erin, el trato que hicimos fue que debías llegar a Torresola, para entrevistar al maestro. Si vienes conmigo, no podrás hablar con él como desearía tu director.
Erin suspiró resignadamente.
—Está bien, me quedaré —accedió.
Baxter se volvió y tomó la mano derecha del compositor.
—Maestro, Erin es una chica excelente —dijo. Se volvió hacia la periodista—. Por alguna parte, sospecho, hay una emisora de radio. Ahora la buscaré y la dejaré preparada para que puedas recibir mis llamadas en cualquier momento.
—¿Tus llamadas? —se extrañó Erin—. ¿Desde dónde, Budd?
—Desde Cathedral Valley —respondió el joven firmemente.
* * *
El coche se detuvo a la entrada de aquel pequeño valle, por cuyo centro corría un arroyo que, desde la altura a que se encontraba Baxter, parecía una cinta de planta. Gigantescos secoyas, algunos con alturas de más de cien metros, poblaban aquel lugar. Los rayos del sol penetraban difícilmente a través de la bóveda vegetal y su resplandor provocaba contraluces semejantes a los originados en una catedral gótica. Allí no había vitrales policromados, pero el efecto le pareció a Baxter infinitamente superior en belleza.
Aquella catedral no era obra de los hombres, pensó, presa de una singular emoción. Alguien, Todopoderoso, había iniciado su construcción varios milenios antes. Baxter sabía de la existencia de secoyas que, incluso, eran árboles ya adultos cuando algún esclavo judío cortó el madero con el que se haría la Cruz que luego sería usada en el Gólgota.
Muy a lo lejos, se adivinaba, rompiendo en parte el delicado equilibrio visual, la mancha blanca de una construcción. Tras unos segundos de vacilación, Baxter soltó el freno y, con el motor parado, inició el descenso de la pendiente, hasta hallarse situado a unos trescientos metros de la casa.
Aprovechando el último remanente de velocidad, apartó el coche del camino, dejándolo oculto por el tronco de un secoya que no medía menos de tres metros de diámetro. Luego se apeó y, pisando aquella espesa alfombra de pinochas, avanzó hacia la blanca tapia que contorneaba la posesión.
El recinto, calculó, tenía unos trescientos metros de lado y se hallaba situado sobre una especie de plataforma, que estaba a unos cien metros sobre el fondo del valle. Era un lugar ideal para retirarse y gozar de la naturaleza en una atmósfera sosegada y de absoluta tranquilidad. Pero también, estimó, había un inconveniente. En los días de tormenta, las altas copas de los secoyas debían atraer los rayos como la miel atrae a las moscas. Una tempestad eléctrica en aquel lugar no debía de tener nada de agradable.
La tapia no era demasiado elevada. En realidad, servía más bien para delimitar la propiedad. Su dueño, calculó Baxter, debía de sentirse- muy seguro en aquel lugar. Al otro lado, se divisaba una casa de estilo colonial español, construida con recios sillares de piedra. Alguien había sabido gastarse el dinero para conseguir aquel edificio de singular atractivo.
Pero la construcción había costado muchos secoyas, los cuales habían debido ser talados sin piedad. Un capricho absurdo... le pareció que se había cometido un asesinato múltiple, todo por conseguir el placer de tener una casa en aquel lugar.
La entrada se hallaba en el otro lado y ni siquiera intentó buscar la puerta. Alzó las manos y las apoyó en el borde de la tapia, pero casi en el acto, una fuerza invisible lo derribó hacia atrás.
Aturdido, sacudió la cabeza. No había oído ladridos de perros, por lo que debió haber pensado en algún sistema de defensa de la propiedad. Por el borde de la tapia corría un hilo electrificado, invisible desde el exterior.
Al cabo de unos momentos, logró rehacerse. Tendría que buscar otro medio para entrar en la casa, se dijo. ¿La puerta?
Caminó a lo largo de la tapia. Cuando al fin daba vuelta a la esquina, vio correr hacia él a dos hombres armados con sendos revólveres.
Inmediatamente, levantó las manos.
—No estoy armado —exclamó.
—Eso le salva la vida —dijo uno de los guardianes—. Ponle las esposas, tú —ordenó a su compañero.
—No se privan de nada —comentó Baxter, sarcásticamente, al sentir en sus muñecas el frío contacto del metal.
Una mano le empujó hacia adelante con rudeza.
—Camine —ordenó el sujeto.
* * *
El jardín que había en torno a la casa era un regalo para la vista. El contraste resultaba tanto más acusado, al hallarse rodeado por los gigantescos secoyas, que formaban casi un muro de enormes columnas vegetales en todo su contorno. Momentos más tarde, Baxter atravesaba un espacioso vestíbulo, lujosamente decorado, y entraba en una amplia sala, cuyas paredes estaban casi completamente cubiertas por estanterías repletas de libros.
Frente a la entrada, había una gran chimenea de piedra. Junto a ella, en pie, con las manos a la espalda, había un hombre que sonreía de un modo casi cordial.
—Volvemos a vernos, señor Baxter —dijo el hombre, que vestía una chaqueta corta, de terciopelo color vino, con pañuelo de seda al cuello—. Francamente, casi le estaba esperando, a pesar de que hice todo lo posible por evitar este encuentro.
—Fueron sus secuaces los que trataron de evitarlo, señor Conover —contestó el joven, impasiblemente—. Y aunque lo hicieron bastante bien, pude ganar la partida...
—Hasta ahora.
—Todavía no está concluida.
—Se ha acabado ya.
Baxter hizo un encogimiento de hombros.
—Siempre respeto las opiniones contrarias —dijo—. Pero, si se ha acabado la partida, ¿por qué me mantiene atado?
Alzó las manos esposadas y Conover sonrió, al mismo tiempo que hacía un gesto.
—Quítale las esposas, Ross —ordenó. —Bien, señor.
Las manos de Baxter quedaron libres. Maquinalmente, se frotó las muñecas, mientras Conover ordenaba a los vigilantes que permanecieran fuera, pero al alcance de su voz.
—No me fío aún del señor Baxter —añadió.
Los dos hombres se quedaron a solas. Conover destapó un frasco de cristal tallado y llenó dos copas.
—Vamos a brindar por el final de la partida —propuso.
Baxter meneó la cabeza.
—No he venido aquí a beber, sino a llevarme a la señora Brokowski, a la cual tiene usted secuestrada desde hace tres años —declaró, tajante.
Conover le miró burlonamente.
—¿De veras cree que la tengo secuestrada? —preguntó.
—Lo mismo que su esposo... pero el maestro está ya libre. Larkin, Harris y los demás, están en la cárcel de Santa Úrsula.
Conover acusó el golpe.
—De todos modos —dijo envaradamente—, no podrán complicarme... y aunque así fuera, tengo medios más que sobrados...
—Sí, dinero en abundancia. Y una magnífica red de información, que le permitió conocer cada uno de nuestros pasos, desde el primer instante en que la señorita Caldwell habló con Larkin y le amenazó, valga la palabra, con obtener la entrevista a cualquier precio. Usted se dio cuenta entonces, ya que conocía la fama de la señorita Caldwell, de que el maestro podía romper su palabra de no recibir jamás a los periodistas, y que ello podía alterar unos planes que, hasta el momento, justo es reconocerlo, se habían realizado con milimétrica precisión. Por eso empezó contratando los servicios de la agencia Barris & Dittman, ya desaparecida, por fallecimiento de sus dos componentes. ¿A quién hemos de acusar del asesinato de los dos socios, señor Conover?
—Supongo que a Harris, pero ¿encontraría usted las pruebas, señor Baxter? —respondió el millonario desdeñosamente.
—Sería cuestión de buscarlas, y éste es asunto que compete a la policía. A mí me interesa más la señora Brokowski.
—Para devolverla a los amorosos brazos de su esposo.
—Exactamente.
—No lo conseguirá, señor Baxter.
—¿Por qué?
Una extraña luz apareció en los ojos de Conover.
—Porque la amo —respondió llanamente, sin el menor énfasis.
* * *
Baxter vio encima de la mesa una cigarrera y tomó un cigarrillo, que encendió el mismo Conover.
—Sí, la amo... Ha habido muchas mujeres en mi vida —declaró el millonario casi a continuación—, pero ninguna como Helga. Apenas la vi por primera vez, me enamoré de ella como un colegial. A partir de entonces, todas las demás mujeres dejaron de existir para mí. Fue... es algo que usted no podría comprender, por muchos años que transcurriesen, señor Baxter.
—Y por eso la secuestró... y desde entonces, la ha mantenido en esta especie de jaula dorada, con barrotes de cien metros de altura...
—¡Oh, no! A veces hemos hecho excursiones por el mar, en mi yate. Pero todos mis servidores son absolutamente fieles y jamás, ni uno solo de ellos, dejó traslucir la verdad. Comprenderá que Helga no podía permanecer aquí siempre, como una monja de clausura. Pero, generalmente, sus salidas son muy escasas.
—Se podrían contar con los dedos de una mano y aún sobrarían —dijo el joven, sarcástico.
—Indudablemente, pero hay algo que me gustaría saber.
—Dígalo y, si lo sé, se lo explicaré.
—¿Cómo me relacionó con Helga?
—Usted conoce mi agencia. Me bastó repasar todos los recortes que hablaban de usted y de los que, naturalmente, tenía una copia en los archivos. Hice que me enviaran fotocopias a Santa Úrsula y así supe que, en cierta ocasión, se había producido un incidente entre usted y Brokowski, por culpa de Helga, precisamente.
—Sí, yo la cortejé —admitió Conover—. Pero ella estaba enamorada de su esposo y me rechazó siempre. No quería ni oír hablar siquiera de un posible divorcio...
—Y entonces, después de las fricciones con el esposo, y cuando usted se convenció de que, digamos por las buenas, no conseguiría nada, se trazó otro plan, que es el que llevó a la práctica.
—Justamente. Y, todo hay que decirlo, ayudado en parte por el propio Brokowski, con su afición a retirarse de cuando en cuando a Torresola. Yo sabía que si creía a Helga muerta, se iría allí.
—Y, para mayor seguridad, decidió que el personal que lo cuidaba estaría bajo sus órdenes directas.
—Una útil precaución, ¿no le parece?
Conover volvió a servirse otra copa y contempló, el vino ambarino al trasluz.
—Han sido tres años maravillosos —dijo con voz evocadora—, y pienso que continúen, hasta el fin de mis días. Se me ha considerado siempre como el hombre que lo conseguía todo, que hacia incluso las mayores excentricidades. Cuando me enamoré de Helga, decidí que también la conseguiría.
—La mayor dificultad, a mi entender, estriba en hacer que viajase a San Francisco. ¿Cómo lo logró?
—Yo estaba enterado de la dolencia de su esposo. Durante cierto tiempo, hice que le llegasen rumores de que había un médico que podría curarle la vista. Helga sabía que era imposible, pero, por desconfianza, hizo el viaje, a fin de adquirir informes sobre el terreno. Cuando llegó aquí, se enteró de la tragedia..., pero, naturalmente, los que habían ido a esperarla, en nombre del supuesto médico, eran mis hombres.
—Y ella vino aquí...
—Destrozada, como puede comprender. Pero el tiempo todo lo cura, amigo Baxter.
—Porque no sabe que su esposo vive todavía. ¿Cómo se las arregló usted, no ya para contratar a la mujer que debía morir siendo Helga, sino para hacer creer a la auténtica Helga que su esposo también había muerto?
Conover sonrió desdeñosamente.
—¿Es tan difícil hacer componer algunos diarios, retorciendo un poco la noticia? —contestó significativamente.
—Claro, ella leyó esos falsos periódicos y creyó que su esposo estaba muerto. Pero ¿no le remuerde la conciencia, por haber enviado a una mujer a la muerte?
Conover hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Era una vulgar prostituta, a la que hice instruir previamente. Ella creía que iba a pasar unos días junto al famoso compositor. La pagué bien y ya no vio más que el fajo de billetes que la entregaron. Su cuerpo, identificado como el de Helga, fue incinerado posteriormente...
—Y así, cada uno de los dos cónyuges, creyó que el otro había muerto.
—A decir verdad, Brokowski tenía que morir también, pero mi enviado especial falló con él. Le dejó por muerto y ya no podía arriesgarme a una segunda intentona, puesto que todo había sido planeado como obra de unos vulgares ladrones. Claro que tampoco me importó demasiado ese fallo, poique sabía la afición de Brokowski a retirarse a Torresola, como creo haberle dicho.
—Sí, me lo ha dicho. Entonces, Helga leyó la noticia en que sólo aparecía muerto su esposo...
—Y se convirtió en mi mujer —declaró Conover.