CAPITULO VII

 

Sacó los flaps, con el ángulo máximo, y el avión pareció detenerse un instante en el aire. Erin gritó, creyendo que se desplomaban, pero la velocidad del aparato impidió la entrada en pérdida. En el último instante, Baxter tiró de la palanca hacia sí y el morro se elevó un tanto.

Las ruedas chocaron brutalmente contra la tierra. El aparato saltó y se encabritó como un bronco. Sus dos ocupantes resultaron terriblemente zarandeados, mientras el avión corría enloquecidamente por el suelo. De repente, la punta del ala izquierda chocó contra un enorme cactus de tubos de órgano.

El avión giró violentamente hacia aquel lado. La pata izquierda del tren se partió con tremendo chasquido, mientras el cactus resultaba poco menos que pulverizado y sus trozos volaban por todas partes. El ala acabó de quebrarse y el avión se detuvo, finalmente, con lo que parecía el último gemido de un moribundo.

Baxter no perdió tiempo en estériles elucubraciones. Se soltó los atalajes, hizo lo mismo con los de Erin, que daba la sensación de no estar muy consciente, y la sacó a rastras del avión. Inmediatamente, volvió para buscar el equipo de socorro.

Erin había quedado a unos metros, en pie, con los ojos extraviados. Resultaba evidente su estado de shock. Cuando Baxter, con el equipo de socorro, corría de nuevo hacia ella, oyó el rugido del bimotor, que se les echaba encima a más de trescientos kilómetros por hora.

—¡Al suelo, Erin! —gritó.

Pero ella no le hizo caso. La ametralladora tableteó. Una hilera de nubecillas de polvo se acercó rapidísimamente a la pareja. Baxter soltó la maleta, manoteó un poco y cayó al suelo.

Lentamente, las rodillas de Erin se doblaron hasta que también quedó tendida sobre el suelo polvoriento. El bimotor hizo un ceñido viraje a mil metros de distancia y luego el piloto lo hizo volver, al mismo tiempo que perdía altura y reducía considerablemente su velocidad.

El avión voló a la velocidad mínima y a unos quince metros del suelo. Su piloto vio los cuerpos inmóviles y sonrió, complacido.

—¡Buen trabajo, Karl! —gritó.

El ametrallador retiró su máquina y corrió el cristal de la ventanilla.

—Te dije que tenía una puntería infalible —dijo, orgullosamente.

El piloto dio gas y el bimotor ganó altura, alejándose de aquel lugar, al que el silencio volvió muy pronto. Momentos más tarde, Baxter alzó la cabeza.

Miró hacia Erin. La periodista aparecía completamente inmóvil.

Una fuerte sacudida recorrió su cuerpo. Poniéndose en pie, caminó hacia la muchacha y la volvió boca arriba.

Erin tenía los ojos cerrados, pero respiraba. Examinó su cuerpo y no encontró el menor rastro de heridas. Sonrió para sí; el desmayo había sido provocado por una acumulación de emociones, a la que no había sabido resistir.

Por fortuna, el avión no se había incendiado. Pero con la radio averiada y a muchos kilómetros de todo lugar habitado, la situación en que se encontraban no tenía nada de agradable.

 

* * *

 

Erin abrió los ojos, lanzó un hondo suspiro y vio a Baxter en las inmediaciones, entregado a una extraña labor.

—Budd —llamó,

Baxter se volvió, sonriendo.

—¡Hola, preciosa! ¿Cómo te encuentras?

—¿Qué... ha pasado? —Entonces, Erin se dio cuenta de que estaba acostada en el lado de la sombra del avión, sobre una manta—. Nos ametrallaron...

—Y tú te desmayaste y yo me hice el muerto, para que se marchasen y nos dejasen en paz. —Baxter dejó caer el brazado de ramas que había conseguido reunir y se acercó a la joven—. Ahora nos creen muertos, Erin.

—Pero... en Santa Úrsula nos echarán de menos...

—Seguramente, porque ya teníamos que estar tomando tierra. Sin embargo, dejarán, pasar un espacio de tiempo, antes de cerciorarse de que no hemos ido a parar a otro aeropuerto. Cuando vean que no hay noticias nuestras, se iniciará la búsqueda .., cosa que, estimo, no será hasta mañana.

Erin se dio cuenta de que el sol rozaba ya las cumbres de la sierra, hacia el oeste.

—Tendremos que pasar la noche aquí —dijo, aprensiva.

—Claro.

—Hay bestias feroces... Coyotes, serpientes de cascabel, tarántulas...

—Dormiremos en el avión, bien cerrados. Así evitaremos todo peligro.

—Y comida...

—En el equipo de socorro hay algunas provisiones y algunos litros de agua, así como elementos de cura. Es más que suficiente para sobrevivir varios días, sin demasiados padecimientos.

—Budd, yo no estoy habituada...

—¿Acaso lo estoy yo? Pero la distancia a Santa Úrsula no puede ser mucho mayor de cien kilómetros. En el caso de que mañana no nos hubieran recogido los equipos de rescate, pasado mañana iniciaríamos la marcha a pie.

—¡A pie! —se aterró ella—. Mi última caminata fue de un par de kilómetros...

—Eres muy decidida para unas cosas, pero apocada para otras —dijo Baxter con acento de reproche. Meneó la cabeza pesarosamente. «Un claro exponente de la vida blanda y muelle propia de esta civilización», pensó.

—Budd, pero la culpa no es mía —alegó Erin—. Nunca se me ocurrió que un día podía quedar perdida en el desierto.

—Ni yo tampoco, pero más que tu cuerpo, está perdido tu ánimo y eso es lo que me preocupa, Erin.

—Trataré de ser fuerte...

Baxter sonrió comprensivamente.

—Discúlpame, quizá he estado un poco duro contigo —dijo—. Pero ahora voy a continuar con mi labor. He de reunir leña para encender una hoguera, mañana. Hay todavía bastante gasolina en el tanque de combustible y la utilizaré para prender el fuego y provocar una humareda que se vea desde la mayor distancia posible.

Erin hizo un esfuerzo y se puso en pie.

—Creo que debo ayudarte —dijo.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Sí, ya se me ha pasado... el miedo... Y no estoy sola, a fin de cuentas —contestó ella, forzando una sonrisa.

Baxter le entregó un palo.

—Antes de tocar cualquier rama caída en el suelo, muévela con precaución; podría salir de debajo una serpiente o una tarántula, que se sentirían muy enfadadas al verse molestadas en su cobijo.

Erin se estremeció.

—Lo tendré en cuenta —respondió.

 

* * *

 

Para Erin, aquella fue la noche más larga de su vida, no sólo por la incomodidad del asiento inclinado, sino porque constantemente oía ruidos que le ponían la piel de gallina. Los pájaros nocturnos, los aullidos de los coyotes, los chasquidos de seres invisibles que merodeaban en torno al avión, la hicieron pasar despierta la mayor parte de la noche.

En cambio, Baxter, a su lado, dormía apaciblemente, en el mejor de los mundos. Erin le envidió sinceramente; hubiera dado algo bueno por poder conciliar un sueño tan profundo y despreocupado como el de su acompañante. Resignada, tuvo que dejar pasar las horas, con irregulares intermitencias de sueño y vigilia, hasta que vio asomar por oriente los primeros resplandores del alba.

Baxter se puso en actitud apenas despertó. Hizo que Erin comiese un par de tabletas de chocolate, de los víveres de socorro que llevaba el avión, y le dio un pequeño sorbo de agua, algo así como el contenido de una tacita. El comió y bebió en las mismas cantidades.

—Hay que reponer energías, pero también ahorrar provisiones —dijo, al terminar—. Erin, busca más leña, pero recuerda las precauciones que debes tomar.

—Descuida, Budd.

—El sol tendrá muy pronto una fuerza increíble. Si tienes en tu equipaje algo parecido a un gorro o, por lo menos, un pañuelo, póntelo en la cabeza.

Erin obedeció aquellas indicaciones, mientras Baxter se entregaba a investigar las posibles causas de la avería de la radio. Rogó para que se tratase de algún cable seccionado, pero cuando pudo poner el transmisor al descubierto, sintió que se le caía el alma a los pies.

—El hijo de perra tuvo buena puntería —exclamó, maquinalmente, en voz alta.

—¿Qué dices, Budd? —preguntó Erin, que volvía con un brazado de ramas secas.

Baxter saltó fuera del avión, limpiándose las manos con un pañuelo.

—La bala atravesó limpiamente el transmisor de radio, con los destrozos consiguientes —respondió.

—Entonces, ¿no hay esperanza de reparar...?

—No. Anda, sigue amontonando leña. Yo voy a ver si encuentro la forma de sacar un poco de gasolina del tanque.

Alguna vez, en el transcurso de la mañana, creyeron oír en lontananza el rumor de motores de aviación, pero Baxter no se decidió a pegar fuego a la leña, hasta tener la seguridad de que él, o los aviones de rescate volaban a una distancia apta para poder divisar el humo de la hoguera. Pero las ilusiones se deshicieron poco a poco, a medida que el sol avanzaba hacia el cénit.

Pasado el mediodía, Baxter se decidió a encender la hoguera. Arrojó sobre la leña una buena cantidad de gasolina, prendió fuego a unos trapos empapados en el combustible, situados al extremo de un palo, y lanzó la improvisada antorcha sobre el montón de leña.

A los pocos minutos, una columna de negro humo subía a lo alto. Era un fenómeno ajeno a la naturaleza y alguien, confió, debería verlo a la fuerza.

La hoguera se apagó horas más tarde. Erin, desesperanzada, se había sentado en el suelo, bajo la sombra del ala intacta.

—No vendrá nadie a buscarnos...

—De aquí a Santa Úrsula hay poco más de cien kilómetros. Si fuese yo solo, podría cubrirlos en dos etapas como máximo. Viniendo tú, nos costará el doble y no lo pasaremos bien, pero saldremos adelante.

—No estoy acostumbrada a caminar, Budd.

—Sí, eso es lo que suele suceder hoy día.

—No me lo reproches, Budd; soy así y no voy a cambiar en sólo unas horas.

Baxter sonrió comprensivamente.

—De todos modos, el instinto de supervivencia es muy fuerte. Trata de entender esto, Erin —contestó.

Llegó la noche y la situación continuaba idéntica. Al amanecer del día siguiente y después de un somero desayuno, Baxter decidió emprender la marcha. Tenía mapas y una pequeña brújula portátil; medios que le permitirían encontrar la ruta adecuada para llegar a Santa Úrsula.

Examinó el equipo de Erin y la hizo dejar cosas que le parecieron superfluas, incluido un valioso conjunto de cámaras y objetivos fotográficos.

—Dentro de dos horas, te pesarán como el plomo. En Santa Úrsula podrás comprar otra cámara —dijo—. ¡Ah, y ponte unos zapatos de tacón bajo!

—Eres un dictador se quejó ella.

—Trato de asegurar tu supervivencia —se defendió él.

Minutos más tarde, estaban dispuestos para emprender la marcha. Entonces, repentinamente, escucharon en las inmediaciones el sonido más inesperado que pensaban podía producirse en aquellos parajes.

Era el ruido de un motor de automóvil.