CAPITULO X
—Si, Coxton y yo fuimos muy amigos durante la infancia y parte de la adolescencia —declaró Brughill poco después, mientras se disponía a encender un grueso cigarro—, Pero luego nos separamos y cada uno siguió su camino.
—Bien distinto por cierto —sonrió el joven.
—Coxton nació malo y eso es algo que no se puede negar. Quizá, con unos padres menos complacientes o descuidados... Pero uno piensa siempre que el hijo descarriado se puede corregir... Supongo que pensarían eso los padres de Coxton, claro.
—A veces, el hijo resulta incorregible, señor Brughill.
—De todas formas, Coxton fue siempre amigo de lo fácil, de lo que costaba poco o ningún trabajo. Nunca permaneció más de dos o tres meses en un mismo empleo y se marchaba cuando no le echaban de mala manera...
—Usted, supongo, ya no tuvo noticias suyas hasta que se enteró del atraco al furgón blindado.
Brughill asintió.
—Así es, y también sé que escondió su botín. Es más, apostaría algo bueno a que conozco el escondite.
Valley dio un asalto en el asiento.
—¿Habla en serio?
—Señor Valley, cuando éramos chiquillos, Coxton y yo nos recorríamos la comarca entera y llegamos a conocer todos sus senderos, barrancos y vericuetos mejor que ningún otro. Una vez quisimos correr una pequeña aventura y nos llevamos comida de nuestras casas. Estuvimos una semana entera viviendo en la que nosotros llamábamos Cueva de los fantasmas.
—¿Hay alguna cueva con fantasmas en Varnton? —sonrió el joven.
—Bueno, verá... Está cerca del rio, en el promontorio que le obliga a hacer la curva en dirección Oeste. Más bien es un túnel, aunque, si no se conoce bien la ruta, es imposible encontrar la entrada y la salida. El viento, en ocasiones, recorre el túnel y produce unos sonidos casi musicales, pero de tonos bajos, y parecen los lamentos de un alma en pena. Nadie sino nosotros llamábamos así a la cueva, y, por supuesto, nos reíamos de los fantasmas...
Valley sacó una agenda de su bolsillo y un lápiz, y tendió ambos objetos a su interlocutor.
—¿Podría trazarme un croquis de la situación de esa cueva? —solicitó.
—Con mucho gusto —accedió Brughill.
Mientras Brughill trazaba un dibujo sobre el papel, Valley encendió un cigarrillo. De pronto, vio al agente Martin que se acercaba a la mesa.
Martin venía envuelto en un chubasquero cubierto de agua. Parecía muy preocupado.
—Tengo que decirle algo, señor Valley —manifestó—. ¿Cómo está, señor Brughill? —saludó al otro.
Brughill agitó un poco la cabeza.
—Hola, Benny —contestó, sin soltar el cigarro que sostenía con los dientes.
—Está bien, hable, amigo Martin —dijo Valley—. ¿De qué se trata?
—Verá, hemos tratado de comunicarnos con los inquilinos de Cedar House, pero no contesta nadie... Anoche se vio a un individuo sospechoso merodear por las inmediaciones de aquella casa y creemos pueda ser Monahan...
—¿Habla en serio, Benny?
—Sólo son hipótesis, pero, tal como están las cosas, no podemos permitirnos correr riesgos.
—Desde luego, pero ¿qué puedo hacer yo?
—He hablado con la señorita Gladys. Ella me ha dicho que usted es amigo de la señora Kelsey.
—Sólo hasta cierto punto —sonrió Valley—. ¿Y...?
—¿Podría ir a Cedar House y advertirles de lo que sucede?
—Bueno... —Valley titubeó un poco—, ¿Cree usted que puede existir algún riesgo?
—Nunca se sabe, señor —contestó Martin—. Pero si no le parece bien...
—No, no, en absoluto, ya iré a verles. De todos modos, hay un riesgo infinitamente mayor, Benny.
—¿Qué es, señor?
Brughill devolvió la agenda y el lápiz en aquel momento.
—Con esta indicación, encontrará la cueva sin perderse —manifestó.
—Gracias, aunque es posible que tarde algunos días en volver por aquellos parajes —dijo el joven.
—¿Es que va a suceder algo? —inquirió Martin, aprensivo.
Brughill miró a Valley fijamente. Este abrió la boca para decir algo, pero, en el mismo instante, se les acercó un hombre.
Era el dueño del local.
—Señores, tengo que comunicarles una mala noticia. La presa de Golden River corre peligro de derrumbamiento y hay orden de evacuar la ciudad, para evitar una catástrofe —anunció dramáticamente.
*
Mientras caminaba hacia Cedar House, Valley se sentía terriblemente angustiado.
Por consejo suyo, Gladys había publicado la conveniencia de la evacuación de Varnton. ¿Qué pasaría si sus temores resultaban infundados?
¿En qué situación quedaría Gladys, que había actuado confiando en sus consejos?
Pero era deseable incluso un fracaso en sus vaticinios. No habría pérdidas materiales..., aunque una evacuación masiva no se hacía a bajo costo precisamente. Sin embargo, si la presa resistía, las gentes podrían volver a sus hogares sin otras molestias que unas horas pasadas al aire libre y con un tiempo verdaderamente infernal.
Parecía como si se hubiesen abierto todas las fuerzas del cielo. ¿Llovía así cuando empezó el Diluvio Universal?
La casa apareció ante sus ojos, parcialmente envuelta en brumas. Llegó ante la puerta y presionó el botón de llamada.
Nadie pareció oírle. Valley se dijo que las circunstancias no estaban para remilgos y agarró el pomo. La puerta se abrió sin dificultad.
En el interior de la casa reinaba un silencio absoluto. Valley avanzó algunos pasos y, de pronto, vio otra puerta entreabierta.
Sin duda, daba al sótano. Tal vez Haggarth estaba allá abajo... Era posible que hubiese instalado su estudio en la planta inferior del edificio, a fin de conseguir un mejor aislamiento mientras escribía.
«Pero ¿de veras es escritor?», pensó, recordando que más de una vez le había parecido ver un rostro conocido, aunque sin conseguirlo localizar nunca con la memoria el sitio donde podía haberlo visto antes que en Varnton.
Lentamente, descendió las escaleras que conducían al subterráneo. Vio un interruptor y lo accionó, para iluminar el lugar tan sombrío. Cuando llegó abajo, vio algo que le hizo sentir náuseas.
El hombre, completamente desnudo, colgaba del techo, con las manos sujetas por una cuerda. En todo su cuerpo se apreciaban señales de unas torturas aplicadas con un sadismo inconcebible.
Había quemaduras de cigarrillos y diminutos cortes hechos sin duda con algún instrumento muy afilado. También faltaban tiras de piel en algunas partes del pecho.
Había sido un hombre muy resistente, sin duda, porque era evidente que había sabido soportar un espantoso suplicio, antes de ser vencido por el dolor y declarar...
¿Le habían hecho declarar algo? ¿Por qué lo habían torturado?
En el lado izquierdo del cuello tenía una horrible herida, muy semejante a la que había visto ya una vez, cuando encontraron el cadáver de Perry. En esta ocasión, sin embargo, el muerto no estaba cabeza abajo.
El rostro aparecía extrañamente respetado. Pese a la deformidad causada por aquella indescriptible agonía, Valley había visto más de una fotografía de aquel desgraciado. Muy pronto supo que Buzz Monahan no disfrutaría jamás del botín conseguido dos años antes.
—Entonces... Robur tenía razón... —murmuró, una vez rehecho de la impresión recibida.
Allí ya no podía hacer nada más. Haggarth, sin duda, había forzado a Monahan a que le revelase dónde estaba escondido el dinero. Habrá ido a buscarlo, supuso.
Regresó al vestíbulo. ¿Faltaban también Eunice y Ritchie?
Decidió explorar el resto de la casa. Tras una búsqueda infructuosa en las habitaciones de la planta baja, inició el ascenso al primer piso.
De repente, cuando llegaba al corredor, oyó unos ruidos extraños.
Alguien movió una silla y las patas rasparon el suelo. Sonó una voz de mujer:
—Ahora, no, por favor... El está a punto de volver... No es la ocasión más...
—Cualquier ocasión es buena —contestó un hombre de voz aflautada, casi infantil—, Y si viene él... al diablo con su...
Paso a paso, Valley se acercó al lugar de donde procedían las voces. Divisó una puerta entreabierta y se acercó para mirar a través de la rendija. Entonces vio algo que le dejó petrificado.
Sintió náuseas, un asco infinito, una repugnancia que no tenía nombre...
Eunice, completamente desnuda, estaba en la cama. Encima de ella, se agitaba con violentos movimientos de lujuria un diminuto hombrecillo.
Parecía un enorme sapo devorando a su presa, mucho mayor que él, sin embargo. Valley se preguntó quién podía ser aquel homúnculo, pero, súbitamente, de golpe, llegó la inspiración y adivinó la verdad.
*
Durante unos momentos, permaneció en el mismo sitio, como si le hubieran clavado los pies en el suelo. Jadeos y gruñidos animales llegaban a sus oídos. Eran dos bestias en celo, poseyéndose con furia abrasadora, ajenos a todo lo que ocurría a su alrededor, olvidados de cuanto pudiera suceder, ciegos por la pasión que les consumía.
El hombrecillo cayó de golpe sobre Eunice. Valley empezó a reaccionar.
En el mismo instante, se oyó una voz en la planta baja:
—¡Eunice! ¡Ritchie! Ya he vuelto... Ya sé dónde está...
Valley se dio cuenta de que la pareja iba a abandonar el lecho y miró a su alrededor, buscando un sitio donde esconderse. Si le encontraban en la casa, podía pasarlo muy mal.
Haggarth había cometido ya, por lo menos, un asesinato, y no le importaría matar a otra persona más. Valley no estaba dispuesto a correr la misma suerte que Monahan.
Cerca del lugar en que se hallaba, divisó una puerta. Eunice y el hombrecillo hablaban rápidamente, muy excitados, pero en voz baja. Era indudable que estaban vistiéndose a toda prisa, para que Haggarth no supiera lo que había pasado.
En un par de saltos, ganó la otra puerta, la abrió y pasó al otro lado, cerrando a continuación con infinito cuidado. Sin embargo, dejó una estrecha rendija, para atisbar lo que pasaba en el interior.
—¿Estáis dormidos? —vociferó Haggarth desde abajo—, ¡Vamos, aprisa; la ocasión no puede presentarse mejor!
Sonaron pasos precipitados. Valley vio a Eunice pasar a la carrera, atusándose el cabello con gestos nerviosos. Detrás de ella desfiló el que hasta entonces había creído era un chiquillo de doce años.
—Un enano... —murmuró.
Un ser de cuerpo diminuto, pero, no obstante, plenamente desarrollado como hombre. Eso, quizá, explicaba muchas cosas, se dijo.
—Han dado orden de evacuación total de la ciudad —dijo Haggarth—, El momento no puede ser más propicio. Nadie se fijará en nosotros, con el jaleo que hay por todas partes.
—Pero aún no tenemos el dinero... —objetó ella.
—Sabemos dónde está y es más que suficiente. Maldita sea, si hubiera tenido el coche en condiciones... Hasta hoy no han podido entregármelo en el taller...
—¿Lo habrás repostado, supongo? —dijo Ritchie.
Haggarth se echó a reír.
—El nuevo depósito que le han puesto tiene cabida para ciento cincuenta litros. Podemos viajar hasta el fin del mundo...
—Está bien —cortó Eunice—. Basta ya de palabrería. Vamos a buscar el dinero y desapareceremos de esta maldita ciudad para siempre.
Valley oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba y, dando media vuelta, corrió hacia la ventana del otro dormitorio en el que se había refugiado. Haggarth, Eunice y el enano entraban ya en el coche, que se puso en marcha inmediatamente.
El automóvil tomó una dirección contraria a la que parecía lógica en aquellas circunstancias. A Valley no le extrañó en absoluto. Sabía adónde iban y qué buscaban.
Retrocedió para marcharse, seguro ya de no ser descubierto. De pronto, vio algo que brillaba encima de una consola.
Atraído por la curiosidad, se acercó al mueble y contempló el hermoso medallón de esmaltes y diamantes. En el centro se veían dos iniciales, en rubíes y esmeraldas: J. E.
—¡Jessica Esmond! —exclamó, sin poder contenerse.
Cogió el medallón y cerró los dedos. No, Jessica Esmond no había muerto a consecuencia de una maldición proferida por el que todo el mundo había creído un chico mal educado.
Había sido asesinada. Una almohada sobre la cara... asfixiada... parecería un ataque al corazón..., pero si habían exhumado su cadáver, habrían encontrado en sus dedos, en las uñas, restos del tejido de las sábanas, sobre las cuales se habían crispado sus manos en los últimos momentos de una horrorosa agonía...
¿Y Perry?
El borrachín del pueblo había muerto por algo que no comprendía. Pero ya lo sabría, se dijo.
Perry había tenido razón al calificar a los moradores de Cedar House: Satán y su familia. Una familia muy pequeña, pero de una perversidad inimaginable.
Aquél parecía el dormitorio de Haggarth. El siniestro trío se había dirigido a la Cueva de los fantasmas. Pero no podrían continuar indefinidamente en aquella dirección. Tendrían que volver sobre sus pasos y atravesar la ciudad para escapar con su botín.
Registró el dormitorio rápidamente. En uno de los cajones de la consola encontró varias fotografías, antiguas de dos o tres años. Bastó ver una de ellas para recordar inmediatamente dónde había visto a Haggarth antes que en Varnton.
Al cabo de unos momentos, guardó el medallón y echó las fotografías al bolsillo. Luego corrió en busca de la salida.
Al llegar a la puerta, se subió el cuello del impermeable y se ajustó el sombrero de hule. Sintió terror al ver lo que caía del cielo.
—Dios santo... —murmuró, sin poder contenerse.
Diluviaba.
Era una cortina líquida la que descendía ininterrumpidamente desde las alturas. Billones de hilos de agua que descendían en apretados haces, empapando la tierra y creando arroyuelos que corrían serpenteando por todas partes. Sin poder contenerse, tendió la vista hacia las montañas que no se podían divisar.
Allí, a doce o catorce kilómetros, había un peligro infinitamente mayor que el que podía producir un trío de diabólicos asesinos. En aquel instante, Valley adquirió la trágica convicción de la catástrofe que nada ni nadie podría ya remediar.
Al cabo de unos segundos, reaccionó y echó a correr hacia el pueblo.