CAPITULO PRIMERO

 

El chico estaba en la acera, apoyado negligentemente en un farol, absorbido en la fascinante tarea de chupar un caramelo, mientras contemplaba el intenso tránsito de la calle principal de Varnton, cuando, de pronto, reparó en él una anciana señora que se disponía a pasar al otro lado, una vez se encendiese la luz roja para los coches.

La viuda Esmond era un tanto entrometida y por ello no resistió la tentación de preguntar al chico qué hacía en la calle, en lugar de estar en la escuela, como era su obligación.

El chico volvió sus grandes ojos azules hacia ella y le dirigió una mirada de infinito desprecio.

—¿A usted qué le importa, vieja de todos los demonios? —contestó.

Jessica Esmond estuvo a punto de sufrir un colapso al oír aquella poco respetuosa contestación.

—¿Es que en tu casa no te han enseñado a ser más atento y educado con las personas mayores?

—Déjeme en paz, vieja bruja —dijo el chico, sin dejar de chupar su caramelo.

—Oh, pero qué... Llamaré a un guardia para que te lleve a casa y diga a tus padres lo que me estás haciendo...

La lengua del chico asomó largamente en son de burla.

—¡Brrrr...! Vieja bruja, vieja bruja, novia de Satanás, vete a tu casa a preparar la cena... Vieja bruja, vieja bruja...

La sangre se agolpó en el rostro de la anciana señora Esmond quien, sin poder contenerse, alzó el bastón para golpear al irrespetuoso muchacho. Pero, en el mismo momento, alguien vio su gesto y corrió hacia ella.

—¡Señora Esmond! —gritó el guardia Martin—. ¡Por Dios bendito! ¿Qué iba a hacer usted? ¿Golpear a un niño indefenso?

La viuda Esmond temblaba de excitación, mientras señalaba al niño con el bastón.

—Ese infernal chiquillo.., Sólo le pregunté por qué no estaba en la escuela y me ha dado unas respuestas atroces... Me ha insultado con palabras horribles... Yo siempre muy pacífica, agente Martin, pero es que este crío me ha sacado de mis casillas....

El guardia se volvió hacia el chico, que permanecía tan tranquilo, como si no hubiera sucedido nada.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —preguntó.

—No tengo obligación de contestarle, «pies planos». Si quiere saber cómo me llamo, lléveme arrestado a la comisaría, pero no olvide que tengo mis derechos constitucionales, ¿eh?

Martin y la señora Esmond permanecían petrificados por el asombro, ante la precocidad de un niño que no parecía tener más allá de diez o doce años. Pero, al mismo tiempo, descubrían en él ciertas cualidades nada agradables, que podían convertirle en un endurecido criminal el día de mañana.

Era lo que pensaban las dos personas mayores. Martin empezó a perder también la paciencia y dio un paso hacia el chico, pero éste se le escapó hábilmente, situándose unos pasos más allá.

—Total —dijo burlonamente—, no sé por qué se preocupa tanto por esa vieja momia, si un día de éstos va a venir el diablo y se la va a llevar para que le haga compañía en el infierno.

Jessica lanzó un aullido de rabia. Martin dio unos pasos más hacia adelante, pero, en aquel mismo momento, el muchacho emprendió una veloz carrera, que le llevó a situarse a la zaga de un camión, a la que saltó con una agilidad propia de un hombre adulto y, además, bien entrenado.

Desde allí, mientras se alejaba, sacó la lengua y se puso el pulgar de la mano derecha en la nariz, con los demás dedos extendidos, en un gesto que se entendía fácilmente. Martin quiso correr detrás del camión, pero en aquel instante vio que Jessica se desplomaba sin sentido y se precipitó a ayudarla.

—Maldito crío —dijo entre dientes—. Averiguaré quién es y daré un buen rapapolvo a sus padres...

Un coche de patrulla vino a los pocos instantes y se llevaron a Jessica a su casa. La viuda Esmond se había recuperado ya y agradeció a los policías sus atenciones. Hizo que llamasen a una vecina suya, buena amiga, y luego se metió en la cama.

Aquella noche, no pudo dormir apenas, pensando en el suceso de que había sido protagonista. Jessica era una mujer obstinada y, apenas se levantó al día siguiente, empezó a pensar en la forma mejor de encontrar al chico, a fin de dar una queja en regla a sus padres.

Después del aseo matutino, empezó a prepararse el desayuno. Entonces, a través de la ventana, vio al chico que estaba situado a unos pasos de distancia, sonriéndole con expresión burlona.

Jessica se indignó y salió de la casa, a fin de echarle el guante, pero el crío huyó a la carrera y desapareció en pocos segundos. La viuda Esmond empezó a sentir ciertos ahogos en el pecho, que le indicaron la conveniencia de llamar al médico.

 

*

 

El coche estaba parado a un lado de la carretera y junto a él se veía a una atractiva mujer con cara de preocupación. Podía tratarse de una trampa para robar a un incauto automovilista, pensó Victor Valley, mientras aplicaba el freno, pero, en el peor de los casos, él sabía cómo salir airoso de una situación semejante.

Y si la rubia se encontraba realmente en apuros, él la ayudaría en la medida de lo posible, se dijo, al detenerse su coche junto al de aquella hermosa joven.

Al apearse, la rubia se le acercó con paso muy vivo.

—No sé cómo darle las gracias, señor... He hecho señales a otros coches y no se ha detenido ninguno... Mi automóvil se ha parado; no sé cómo ponerlo en marcha nuevamente...

—Está bien, no se preocupe, señora —sonrió Valley—. Yo no soy lo que se dice un experto mecánico, pero quizá pueda ayudarla... Vamos a ver lo que le pasa a su coche...

Levantó la tapa del motor y echó un vistazo a su interior. Hizo algunas pruebas y acabó volviéndose hacia la joven.

—Los coches, a veces, se portan como niños, y se ponen enfermos sin saber cómo ni por qué —dijo jovialmente—. En el caso de un chico enfermo, tenemos el recurso de llamar al médico. Aquí no hay otra solución que buscar un mecánico.

Ella se mordió los labios.

—Tenía que llegar precisamente hoy mismo a Varnton...

—¿A Varnton ha dicho? Precisamente yo me dirijo a esa población —exclamó él—. Si quiere, tendré mucho gusto en llevarla hasta su casa, señora...

—Kelsey, Eunice Kelsey, y no sabe cuánto le agradezco el favor que va a prestarme.

—¡Bah! No tiene por qué darme las gracias. Y, a propósito, me llamo Valley, Victor Valley. Escuche, señora Kelsey, vamos a hacer una cosa. Yo tengo una cuerda de remolque en mi coche. Creo que hay una estación de servicio a un par de millas. La llevo hasta allí y si la avería de su coche no es importante, podrá volver en él a Varnton. En caso contrario, vendrá conmigo. ¿Le parece bien?

—Estupendo, señor Valley... Muchísimas gracias otra vez...

Valley miró a la mujer que tenía frente a sí y que no contaba siquiera treinta años. Tenía una frondosa cabellera rubia y los ojos más hermosos que había visto nunca. En cuanto a su cuerpo, había sido pródigamente dotado por la naturaleza y, en aquellos momentos y, sin poderlo remediar, Valley envidió sinceramente al señor Kelsey.

En la estación de servicio, poco después, les dieron una desagradable noticia.

—Tiene fundida una biela —dijo el mecánico—. Es una avería bastante seria...

La decisión prevista no tardó en ser aceptada.

—Trasladaremos su equipaje al coche y se vendrá conmigo a Varnton, señora Kelsey —dijo el joven.

 

*

 

El agente Benny Martin se acercó a la casa de la señora Esmond, con ánimo de darle lo que estimaba una noticia que, en cierto modo, alegraría su espíritu. Había visto a la anciana un par de veces después de aquel incidente y había podido darse cuenta de que estaba bastante decaída.

La viuda Esmond, se dijo, había padecido bastante a consecuencia del encuentro con aquel desvergonzado chiquillo. Martin sabía ahora quién era y dónde vivía, y se proponía participárselo a Jessica, a fin de que ésta cursara la oportuna denuncia.

Al chico no le harían gran cosa, pero a su padre, un juez le amonestaría severamente, a fin de que tuviese más cuidado con su hijo. Y, por supuesto, tendría que enviarlo a una escuela...

Así pensaba el guardia Martin cuando llegó a la puerta de la casa de Jessica. Tiró de la anticuada cadena que había junto al umbral y aguardó un poco.

La viuda Esmond no contestó. Martin se sintió extrañamente preocupado, porque conocía las costumbres de la anciana y sabía que tenía que estar en su casa a aquellas horas.

Volvió a llamar, con idéntico resultado. Al cabo de un minuto largo, se decidió a averiguar lo que sucedía y empuñó el pomo.

Asomó la cabeza.

—Señora Esmond...

En la casa reinaba un silencio total. Martin empujó la puerta un poco más y dio un par de pasos en el interior, sin recibir la menor respuesta a sus llamadas.

No tardó en conocer la causa. Meneó la cabeza al ver a Jessica todavía en su cama, con los ojos cerrados y las manos crispadas sobre el embozo.

—Sí que tiene el sueño pesado...

De pronto, se percató de un detalle que le había pasado desapercibido hasta entonces: el rostro de Jessica tenía una palidez de cera. Hasta sus labios habían perdido el color.

Acercándose a ella, rozó su apergaminada mejilla con dos dedos.

—Pobre señora... ¡Dios la tenga en su gloria! —murmuró, mientras hacía la señal de la cruz.

Era preciso avisar al médico personal de Jessica, se dijo, a fin de comunicarle la noticia del fallecimiento. Mientras levantaba el teléfono, pensó en el encuentro de la viuda Esmond con el desvergonzado Ritchie Kelsey.

¿Qué había dicho aquel perverso muchacho?

«...Un día de éstos va a venir el diablo y se la va a llevar para que le haga compañía en el infierno...»

¿Había sido una profecía?

Martin sintió un escalofrío. No era supersticioso, pero, en aquel momento y sin poder contenerse, se preguntó si Ritchie Kelsey tenía poderes sobrenaturales que le permitían ver el futuro.

O matar a la gente sólo con desearlo...

Sacudió la cabeza.

—Tonterías —se apostrofó a sí mismo—. La pobre Jessica tenía demasiados años y el corazón debía fallarle un día u otro. No hay nada de misterioso en su muerte.

Algo más animado, llamó al médico para que certificase la defunción de la viuda Esmond.