CAPITULO VI
El barómetro había subido y la lluvia había dejado de caer, aunque todavía quedaban nubes en el cielo que velaban al sol. El ambiente, sin embargo, continuaba siendo sofocante, agobiador. A Valley le pareció que, a pesar de aquel intervalo en la lluvia, en cualquier momento se desencadenaría un diluvio que podía hacer buenos los pesimistas augurios que había formulado sobre el estado de la presa.
Gladys estaba en su despacho, arreglada y compuesta, pero con algo de color artificial en los labios y mejillas.
—Todavía no se ha recuperado —dijo él, después de los primeros saludos a la mañana siguiente.
—He pasado la noche sin dormir —confesó la joven, mientras llenaba dos pocillos con el contenido de la cafetera que tenía a mano—, A última hora, me entraron tentaciones de tomar un sedante, pero nunca lo necesito, no lo tenía a mano...
—Un buen baño, en agua tibia, habría ayudado mucho a tranquilizar sus nervios.
—Sí, pero no lo hice..., Victor, creo que jamás olvidaré aquella horripilante escena... Nunca pude imaginarme ver así al pobre Ellis... Tenía el vicio de la bebida, es cierto, y a veces resultaba un poco pendenciero, pero jamás causó daños de gravedad a nadie, excepto algún mordaz comentario, sin mucha importancia, por otra parte. ¿Cómo pudieron ensañarse con él de semejante manera?
Valley hizo un gesto de pesar.
—No lo sé, no se me ocurre nada, excepto la siniestra profecía de ese diminuto émulo de Satanás que es Ritchie Kelsey. Ya le conté anoche lo que pasó cuando yo estaba hablando con Perry.
—Sí —repuso ella—. Ritchie ha vaticinado ya dos muertos y las dos se han realizado... ¿Acaso es capaz de ver el futuro de las personas?
—¿Y si fuera así?
Gladys sintió un escalofrío.
—Que Dios me perdone por lo que estoy pensando... Es un grave pecado desear mal alguno a nadie..., pero, no sé, quizá en Varnton estaríamos mejor sin ese monstruo que apenas tiene doce años...
—El chico es un grave problema, en efecto, pero yo creo que hay otro de mucha mayor gravedad todavía —dijo Valley.
—¿Cuál, por favor?
—La muerte de Perry. No me refiero al hecho en sí, sino a los motivos.
—¿Los motivos? —repitió ella.
—Sí. ¿Por qué lo han asesinado? ¿Quién podía quererle tan mal como para matarle de una forma tan horrible? Salvo la herida del cuello, no se advierten en su cuerpo señales de otras lesiones, pero es evidente que antes de matarlo, le desnudaron y luego lo colgaron de un árbol. No se emplearía mucho tiempo, sin duda alguna, pero para el pobre Ellis debieron ser unos minutos de infinito terror, una tortura que no se puede describir con palabras.
Gladys había vuelto a ponerse pálida.
—Creo que tiene razón —murmuró—. Tuvo que ser horrible.
—La acción debió de durar muy poco tiempo, aunque a Ellis le pareció sin duda una eternidad. Si alguien quería matarle, ¿por qué no le pegó una cuchillada sin más? Pero, repito, en cierto modo, eso no es secundario. Lo importante es saber por qué lo mataron, independientemente de la forma en que se hizo.
—No lo sé, nadie comprende por qué lo asesinaron.
—Eso es lo que usted debería tratar de averiguar, y, desde luego, sin hacer demasiado caso de los comentarios sobre Ritchie y sus pretendidos poderes visionarios. Ha anunciado la muerte de dos personas y acertó, pero pienso que fue obra más de la casualidad que de una auténtica facultad de clarividencia.
—Le prometo que investigaré en ese sentido...
Gladys se interrumpió de repente. Un hombre acababa de acercarse a la mesa y la miraba con cierta indecisión, como si quisiera hablar con ella y no se atreviese a hacerlo.
La joven levantó la cabeza.
—Ah, hola, Benny —sonrió—. ¿Quería decirme algo?
—En efecto, señorita —contestó el hombre—. Pero la veo acompañada...
Valley inició la acción de levantarse.
—Les dejaré solos —manifestó.
Gladys hizo un ademán.
—No, por favor, no se vaya. El agente Benny Martin es un buen amigo y, sin duda, va decirme algo que luego aparecerá publicado en el Tribune. ¿No es así, Benny?
—Sí, señorita...
—Perdone, les presentaré primero —dijo ella—. Benny Martin, Victor Valley, un buen... amigo —repitió.
Los dos hombres se saludaron cortésmente. Gladys sonrió.
—Y ahora, Benny, tome asiento y pida lo que le apetezca —invitó.
—Gracias, pero ya he almorzado. Si le parece, tomaré una taza de café.
—Por supuesto.
Gladys llamó a la camarera y le transmitió el pedido del guardia. Mientras le traían el café, Martín dijo:
—Lo que tengo que decirle es algo referente a la viuda Esmond, señorita Gladys.
*
La muchacha se atiesó instantáneamente en su s ::2 —Continúe, Benny —pidió.
—Bien, usted ya sabe que la pobre señora Esmond murió de un ataque cardíaco, dos días después de aquel incidente con ese malvado muchacho de Kelsey. Yo fui el que la encontró muerta en su cama, porque había ido a hablar con la familia del chico y quería informarle de lo que había sobre el particular, pero ya no pude decírselo. Sentí mucho su muerte, porque la señora Esmond se portó siempre bien conmigo, aunque era un poco cascarrabias.
—Cosas de la edad, Benny —sonrió Gladys—. Sí, yo la conocía también y, a veces, soltaba un poco su mal genio. Pero Jessica no murió porque lo deseara Ritchie.
Martin se acarició la mandíbula. Vino la camarera con el café e hizo una pausa antes de continuar:
—Bueno, yo tampoco creo en los efectos de las maldiciones del crío, pero es que ha ocurrido algo muy extraño. Quizá la muerte de la viuda Esmond no haya sido tan natural como creemos.
—¿En qué se basa para decir una cosa semejante? —preguntó Gladys.
—Verá, la señora Esmond no tenía familia aquí, en Varnton. Vivía sola, de una pequeña renta, y ella misma se hacía las faenas de la casa, excepto las más fatigosas, ya que un par de veces por semana venía una mujer a ayudarla. Bueno, cuando murió, el jefe Cheakell avisó a su familia, que vive en Santa Mónica. Vinieron sus sobrinos, los señores MacAllister. La mujer es hija de una hermana de Jessica, ya difunta, y solía visitarla un par de veces por año. Siendo sus únicos parientes, son también sus herederos...
Los ojos de Gladys chispearon.
—Apostaría a que va a decirme que la señora MacAllister encontró algo en falta —dijo.
—Exactamente, señorita. La sobrina de Jessica declaró que faltaba un medallón, que su tía le había prometido que sería suyo después de su muerte. El jefe Cheakell ha investigado discretamente a la mujer de la limpieza, pero está fuera de toda duda. Ella no ha sido la ladrona.
—¿Valía mucho el medallón, Benny?
—Era de oro, con esmaltes y adornado con diamantes. Las iniciales de Jessica estaban en el centro, en rubíes y esmeraldas y, además, tenía un rubí pendiente de unos cuarenta quilates. La señora MacAllister dice que Ia joya, tasándola por lo bajo, valía cincuenta mil dólares.
Gladys dio un pequeño respingo y se volvió hacia el joven.
—¿Qué opina usted, Victor?
Valley hizo un gesto con la mano.
—Posible asesinato, pero dejemos que el señor Martin continúe hablando —contestó.
—Gracias, señor —dijo el policía—. Bien, mi jefe sostiene que la muerte de Jessica pudo deberse muy bien al deseo de conseguir la joya.
—No aparecieron señales de violencia en el cadáver —alegó Gladys.
—El jefe Cheakell es muy instruido y ha hecho varios cursos sobre criminología, psicología y toxicología. Después de conocer la noticia del robo del medallón, ha solicitado del juez una orden para exhumar el cuerpo de la pobre Jessica, para ver si encuentra en sus uñas hilachas de tejido de las sábanas... o de la almohada con que, probablemente, la sofocó el asesino hasta producirle la muerte.
Gladys se quedó pasmada al oír la noticia.
—Victor, ¿es posible...?
Valley asintió.
—Sí —repuso, escueto.
—Nada más, eso es todo, señorita —dijo Martin—, Vine a informarle, porque sé que le interesaría para el periódico. Si sé algo más y no me ordenan callar, se lo diré en seguida.
—No sabe cuánto se lo agradezco, Benny. Espero poder devolverle el favor algún día.
El guardia se levantó.
—No ha tenido importancia, señorita Gladys. Señor Valley... —se despidió.
Los dos jóvenes quedaron solos. Gladys fijó la vista en su acompañante.
—Victor, ¿qué opina usted?
—Alguien conocía la existencia de la joya y decidió apoderarse de ella. Si Jessica no la guardaba bajo llave...
—Yo recuerdo habérsela visto puesta alguna vez, pero me pareció que las piedras eran de imitación. ¡Cielos, llevaba encima cincuenta mil dólares y no parecía darle importancia!
—Así no llamaba la atención, pero sí había alguien que conocía el verdadero valor del medallón. —Valley sonrió—. Y esto viene a disipar cualquier especulación sobre las pretendidas facultades de profecía de Ritchie —añadió.
—Desde luego, pero el misterio sobre las causas de la muerte de Perry sigue en pie.
Valley se rascó la mejilla con aire perplejo.
—Perry dijo algo... Io recuerdo muy bien, pero me parece altamente improbable...
—¿A qué se refiere usted, Victor?
—Sin duda, recuerda la fuga de Buzz Monahan.
—En cierto. Según se cree, viene hacia aquí, para buscar el dinero robado y que escondió su compinche Coxton.
—Exacto. Bien, en su última conversación conmigo, Perry dijo que la familia que vive en Cedar House está aquí, precisamente, por el mismo motivo.
Gladys se sorprendió al oír aquellas palabras.
—¿Usted cree? —dijo.
Valley se encogió de hombros.
—No los conozco a fondo —respondió—. Usted vive en Varnton y puede saber mejor que yo la clase de personas que son, dejando de lado, por supuesto, a Ritchie.
—La verdad es que yo tampoco los conozco demasiado. En realidad, llevan sólo tres meses en Cedar House, quizá una o dos semanas más..., pero no se comunican demasiado con la gente de la ciudad. Realmente, es muy poco lo que se sabe de Haggarth y de sus hijastros.
—Si quiere conocer más detalles, tendrá que averiguarlo por sí misma —dijo Valley, a la vez que miraba hacia el exterior—. El tiempo parece que tiende a mejorar y yo tengo que hacer otra clase de investigaciones.
—Victor, me gustaría equivocarme, pero presiento que va a ocurrir una horrible catástrofe —dijo Gladys.
—Podría evitarse sin dificultad. Insista usted en su periódico —aconsejó él.
—Mañana volveré a publicar otro editorial sobre el tema —prometió la muchacha.