CAPITULO II
De pronto, Eunice Kelsey se puso una mano en la frente.
—¿Le ocurre algo? —preguntó Valley solícitamente.
—El calor... Me siento un poco agobiada... —respondió ella.
Era cierto. Hacía un calor infernal y ni siquiera se aliviaba con las ventanillas abiertas y el coche rodando a ciento veinte por hora.
Eunice había tenido sin duda un día muy duro, pensó Valley. El cansancio había hecho presa en ella y lo malo era que aún les quedaba casi una hora de viaje.
De pronto, Eunice levantó una mano.
—Quisiera pedirle un favor...
—Claro, lo que guste, señora Kelsey.
—Es que usted..., tal vez... tenga prisa en llegar a Varnton...
—Oh, en absoluto. Lo mismo me da llegar dentro de una hora que dentro de dos... ¿Qué puedo hacer en su obsequio, señora?
—Mire... allí, a veces, suelo detener mi coche y me doy un baño en el río... Si usted fuese tan amable...
—No faltaría más.
Valley redujo la velocidad y, un par de cientos de metros más adelante, se introdujo por un camino de tierra, que acababa en las inmediaciones del río, que corría mansamente entre espesas hileras de chopos y álamos. Eunice se apeó en el acto.
—Tengo un traje de baño en mi equipaje —sonrió—. No sé cómo darle las gracias; una vez más, estoy dándole molestias...
Valley levantó una mano.
—Sólo deseo que el baño le siente bien —dijo.
Eunice se marchó al poco.
—¡Tenga cuidado; hay mucha profundidad en algunos sitios del río! —gritó él, a modo de advertencia, cuando la vio desaparecer al otro lado de unos arbustos.
—También a mí me sentaría bien un buen baño —soliloquió—. Pero no tengo bañador y ella podría tomar a mal que la acompañase... a fin de cuentas, es una mujer casada...
Transcurrió un buen rato. El coche había quedado a la sombra de los árboles y en aquel lugar se estaba bastante bien.
El tiempo se le pasó sin darse cuenta. De pronto, oyó un agudo grito.
Valley estaba sentado en el coche, con la puerta abierta y las piernas fuera, y se enderezó al oír el grito.
—¡Señora Kelsey!
—Aquí, por favor... —llamó ella.
Valley echó a correr. La voz de Eunice sonó nuevamente:
—Creo que me he torcido un tobillo...
El joven alcanzó los arbustos y dio la vuelta, deteniéndose bruscamente, como si le hubiesen golpeado con un mazo en pleno pecho.
Eunice estaba tendida en el suelo, sobre una toalla de vivos colores, completamente denuda, y le sonreía de un modo muy especial.
—No me pasa nada —dijo—. Excepto que... necesito un poco de compañía. Además, quiero agradecerle ¡as molestias que le estoy causando...
Valley tragó saliva.
—Señora, yo...
—¿No te gusto? ¿No me encuentras apetitosa?
—Señora, su esposo...
Eunice lanzó una ruidosa carcajada.
—No te preocupes de un marido que me dejó hace mucho tiempo —respondió, a la vez que le tendía los brazos—. Ven, ven pronto...
Valley respiró con fuerza. A fin de cuentas, era soltero y no estaba comprometido con nadie. Y, ¡qué diablos!, no podía desaprovechar una ocasión semejante.
Mientras se fundía en un volcánico abrazo con la ardiente señora Kelsey, pensó un instante que estaba siendo protagonista de algo que no había pensado siquiera al salir de' su casa aquella mañana. Pero luego, el furor de la pasión le hizo olvidar todo cuanto le rodeaba, excepto los cálidos labios de Eunice y su cuerpo lleno de fuego y de sensualidad.
Tres horas después, a media tarde, cuando ya avistaban Varnton a poca distancia, ella puso una mano en la rodilla del joven.
—Ven a verme siempre que gustes —invitó—. Vivo en Cedar House y serás bien recibido en todo momento.
—Sí, iré a verte alguna vez —aceptó Valley.
—¿Estarás muchos días en Varnton?
Valley demoró la respuesta unos segundos, mientras mantenía la vista fija al frente.
Las montañas cerraban el horizonte y parecían proteger con su mole la ciudad. Había un enorme desfiladero en el centro de la cordillera, pero seguía un trazado sinuoso, irregular, en zigzag, lo que, en ocasiones, le hacía invisible. Sin embargo, desde el lugar en que se encontraban, podía divisar parcialmente la gris estructura de la presa que había sido construida pocos años antes y que servía tanto para proporcionar energía eléctrica como para regular las avenidas del rio en época de lluvias.
Sobre las montañas, las nubes, grises, ventrudas, parecían ir a reventar en cualquier momento. No importaba, se dijo, la cantidad de agua que cayese; la presa evitaría catástrofes e inundaciones y el río que ahora tenían a su derecha, crecería un poco, eso sería todo.
Pero no quería declarar, al menos por el momento, los verdaderos motivos de su viaje a Varnton.
—No lo sé —respondió al cabo—. No depende enteramente de mí, Eunice.
—Negocios, supongo —dijo ella.
—Sí, negocios. Quizá los primeros días esté un poco ocupado, pero prometo ir a verte en cuanto me sienta un poco más descargado de trabajo.
*
La joven que estaba sentada a la mesa en el restaurante levantó la vista al sentir una presencia ajena y miró inquisitivamente al hombre que se había detenido frente a ella.
—¿Gladys Cooper? —dijo él.
—En efecto, yo soy —contestó la joven—. Y usted es...
—Victor Valley. Mi documentación, señorita Cooper.
Gladys examinó rápidamente la billetera que le tendía el recién llegado. Luego hizo un ademán.
—Siéntese, por favor —indicó—. Hablaremos mientras cenamos juntos, si no le importa.
—Estoy a su disposición, señorita —sonrió Valley—, Al menos, hasta conocer el asunto de que se trata. Entonces, podré decirle si sigo o no a sus órdenes. No la molestará que le hable con tanta sinceridad.
—Al contrario, lo prefiero.
Una camarera se acercó y encargaron la minuta. Mientras les servían el primer plato, Gladys puso los codos sobre la mesa y juntó las manos.
—Se trata de la presa del Golden River —dijo—. Le dieron ese nombre al río, hace ciento cincuenta años, cuando se encontró oro en sus orillas. Los «placeres», sin embargo, se agotaron pronto, pero el nombre quedó para siempre.
—Sí, lo sé —respondió Valley—. ¿Qué sucede con esa obra?
—Quiero que usted la examine, discretamente, desde luego, y cuando haya terminado su labor, redacte un informe con lo que haya podido encontrar.
—¿Por qué? La presa fue construida por una empresa muy competente. Conozco de sobra a la firma constructora y sé que es de toda garantía...
—Como suele decirse, hasta el mejor maestro echa un borrón de cuando en cuando.
Valley se puso rígido.
—¿Trata de decirme que... que hay deficiencias en la presa?
Gladys asintió con vigorosos movimientos de cabeza.
—Lo he visto yo misma y soy profana en la materia, de modo que usted, experto, podrá hacerlo aún mejor —declaró.
—¿Qué defectos ha podido apreciar?
—Grietas y filtraciones. Las grietas se han tapado, pero los males de fondo persisten.
—Deberían tomar medidas...
—No quieren, señor Valley.
—¿Por qué?
—Intereses creados.
—Vaya, nunca me imaginé que hubiese alguien a quien importa más el dinero que las vidas ajenas —exclamó el joven.
La camarera sirvió la sopa y se aplicaron durante unos momentos a saborearla. Luego continuaron:
—La presa se construyó con la oposición de Varnton. Hay rumores de que el anterior alcalde fue sobornado. En todo caso, se marchó de Varnton, cuando la obra estaba a punto de ser acabada. Dicen que se marchó convertido en un hombre rico, pero eso es algo que no se ha podido demostrar. Y, en realidad, no importa tanto ahora cómo probar que es una obra que, en lugar de evitarla, puede causar una catástrofe.
—Si eso fuera cierto, ¿qué recomendaría usted, señorita Cooper?
—Vaciar el embalse y mantener las compuertas abiertas, mientras se rehace la obra desde los cimientos al coronamiento —contestó ella sin vacilar.
—Prácticamente, una presa nueva.
—Pero absolutamente segura.
—Sí, si se hiciera como dice.
—Escuche, los vecinos de Varnton no tenían mucha razón cuando se oponían a la construcción de la presa. Todos los años había estragos e inundaciones. Además, teníamos deficiencias en el suministro de energía. Era una obra necesaria, pero ¡por Dios!, que fuese segura en lugar de ser, como ahora, una espada de Damocles pendiendo constantemente sobre nuestras cabezas.
Valley no dejó de apreciar el acaloramiento que latía en las palabras de la muchacha.
—¿Qué interés tiene usted en el asunto? —preguntó.
—Soy la propietaria del Tribune, y de la estación de radio y televisión local. Deseo denunciar el hecho, pero con pruebas, en lugar de rumores.
—Un periódico puede resultar un peligroso rival para la radio y la televisión, o a la inversa...
—Se complementan —dijo Gladys—, En Varnton hay lectores para el Tribune, oyentes para la radio y espectadores para la televisión.
—Y todo es suyo —sonrió él.
—De mi padre, realmente, pero yo soy la directora general.
—Comprendo. Dígame, en su opinión, ¿qué sucedería si una avenida destruyese la presa?
—Estamos en la ruta de una avenida gigantesca. Varnton sería borrada del mapa como si alguien le diese un gigantesco manotazo. Aquí viven más de sesenta mil personas. Habría una mortandad espantosa...
—Los propietarios de la presa, supongo, no quieren reconocer tales deficiencias —dijo él.
—No quieren ni oír hablar del asunto. Su compañía se arruinaría, como puede comprender. Sencillamente, no tienen fondos para una nueva presa.
—Y no les importaría...
—Aseguran que la presa está bien construida. Tienen sus propios expertos, claro, pero yo sospecho que están comprados o no quieren reconocer sus errores. En fin, usted es neutral y emitirá un informe ponderado e imparcial.
—Eso puede llevarme bastantes días —alegó Valley.
—Tómese todo el tiempo que quiera —sonrió Gladys—, Por supuesto, sus honorarios corren de mi cuenta. ¿Está satisfecho con la propuesta que le hice por teléfono?
—No puedo quejarme —admitió él—. Pero quizá le resulte caro...
Gladys adelantó el torso y le miró con ojos llameantes.
—Si la presa revienta, yo perderé un periódico y una emisora de radio y televisión, suponiendo que salve la vida. Por tanto, su trabajo me resultará barato, aunque, como suele decirse, me cueste un ojo de la cara.
—¿Y si resulta que no hay deficiencias en la presa?
—Entonces, dormiré tranquila por las noches —rió Gladys.
*
Al terminar, Valley se dispuso a abonar el importe de la cena, pero Gladys ordenó al maitre que la cargara en su cuenta particular. A la entrada del restaurante había un gran barómetro y el joven pudo apreciar que la aguja indicaba una presión un tanto baja.
Mientras caminaban hacia la puerta, Valley pudo observar furtivamente a la muchacha. Era alta y espigada, de cabellos castaños, oscuros, cortos, y una silueta muy atractiva. Gladys tenía los ojos grises y una sonrisa sumamente atractiva, muy distinta de la que había apreciado en la voluptuosa señora Kelsey.
Era una comparación que surgió sin poderlo evitar. Pero Gladys, se dijo, no era de la clase de mujeres que se ofrecerían sin más al primer hombre que pasara por su lado. No obstante, se dijo, medir a las dos con el mismo rasero era simplemente ocioso.
La noche estaba húmeda. El ambiente era sofocante. Las estrellas no se veían en el cielo, debido a la espesa capa de nubes que las ocultaba. Valley se dispuso a separarse de la muchacha, para encaminarse al hotel.
En aquel instante, un hombre, de paso inseguro, se acercó a la pareja.
—Ho...hola, Gladys —dijo el sujeto—. ¿Qui...quieres una buena noticia para tu Tribune?
Gladys sonrió comprensivamente y abrió su bolso.
—Señor Perry, hoy se le ha ido la mano en la botella —dijo—. Si no se corrige un poco, acabará muy mal. Un trago anima el espíritu y a todos nos sienta bien de cuando en cuando, pero el abuso del alcohol produce un final funesto.
—Ya..., ya lo sé..., pero no tengo prisa en llegar a ese final —rió el borracho—. A propósito, aún no te he dado la noticia...
—¿Es algo interesante?
Ellis Perry bajó la voz:
—Jessica Esmond no murió de un ataque al corazón —dijo, de una tirada.
Gladys puso cara de asombro.
—¿De veras? Ellis, no irá a decirme que fue un asesinato. Su médico certificó la defunción por causas naturales.
—Sí, sí, ca...causas naturales —rió Perry—. A Jessica la mató el perverso hijo de Symon P. Haggarth. Tú ya sabes quién es Haggarth, ¿verdad?
—Sí, el inquilino de Cedar House... —Perry eructó de pronto y Gladys tuvo que apartar la cara a un lado—. Ese crío es... un verdadero demonio y la mató sólo con desearlo... Ya tienes una buena noticia para tu periódico, muchacha...
Gladys puso un billete en la mano del desastrado sujeto, quien continuó su camino haciendo eses. Ella le miró unos instantes y luego meneó la cabeza.
—No tiene remedio —suspiró—. En cuanto a lo del niño de Haggarth, no irá a creer usted que tiene poderes suficientes para matar a la gente, ¿verdad?
Valley se puso las manos en el pecho.
—Como no lo conozco, no puedo opinar —sonrió. Iba a hacer una pregunta, pero de pronto rectificó, pensando que no sería discreto mencionar a Eunice Kelsey, ni siquiera absteniéndose de relatar detalles escabrosos. Pero Eunice le había dicho que vivía en Cedar House y el borrachín había mencionado aquella residencia. ¿Cuál era la relación de Eunice con su dueño, el desconocido señor Haggarth?
—Es un chico rebelde y muy díscolo —manifestó Gladys—. Pero a nosotros lo que nos importa verdaderamente es el otro asunto.
—Sí, tiene razón.
—¿Cuándo empezará usted, señor Valley?
—Mañana mismo —respondió el joven resueltamente.