CAPITULO V

 

Scarlett se detuvo ante el cuadro y lo contempló durante unos minutos con ojo crítico.

De pronto, oyó una voz masculina a su derecha:

—¿Le gusta? Ella se volvió.

—Es precioso —sonrió—. Pero el precio resulta tan inalcanzable para mis posibilidades como el Everest para mis pies.

Ralph se echó a reír.

—Tengo cuadros de precio inferior y quizá aún más bonitos...

—En éste, la firma es lo que vale, más que el tema —contestó Scarlett.

—Eso sí es cierto. De todas formas, no me importa que no compre; me basta con verla aquí, en mi galería.

—Gracias. ¿Marcha bien el negocio?

—Se nota un poco la crisis, pero me defiendo. Y, realmente, no lo hago tanto por ganarme la vida, como por hacer algo que me gusta.

—Eso es lo que vale de todo —dijo Scarlett. Alguien se acercó en aquel momento a Ralph y se lo llevó apotra sala de la galería. Pero el joven volvió a reunirse con Scarlett minutos más tarde.

—Ya no tardaré mucho en cerrar —manifestó—. A menos que no tenga un compromiso anterior, me gustaría invitarla a cenar. ¿Qué me contesta usted?

—Acepto encantada —dijo ella.

La cena resaltó muy agradable. Cuando estaban terminando, un hombre todavía joven, de unos cuarenta años, con algunas canas en las sienes, se acercó a la mesa ocupada por Ralph y Scarlett. Ralph se lo presentó a la joven como el doctor Hanlon, psiquiatra de gran reputación, según dijo. Russell P. Hanlon tenía gran interés por uno de los cuadros de la galería de arte y según manifestó, trataba de conseguir una rebaja en el precio original.

—Bueno, si tanto te interesa, ven a verme mañana y hablaremos, Russ —dijo Ralph.

—Estaré a las once en tu despacho —prometió el psiquiatra. Y, repentinamente, Scarlett alzó la mano—. ¿Señorita? —dijo, cortés.

—Doctor, yo querría hacerle unas preguntas..., pero me temo que éste no es el lugar adecuado...

—Russ, si quieres esa rebaja, atiende a mi amiga aquí y ahora mismo —pidió Ralph, riendo.

—Pero el doctor ha venido acompañado —objetó ella.

—Oh, estoy con mi esposa... ¿Por qué no nos sentamos todos en la misma mesa? — propuso Hanlon.

La proposición fue aceptada de inmediato. Después de los primeros saludos —Scarlett encontró muy guapa y simpática a la señora Hanlon—, la muchacha entró en materia y contó todo cuanto sabía de su prima Elsa.

Al terminar, Ralph se sentía tan asombrado como su amigo el psiquiatra.

—Pero, eso es fantástico... —dijo Ralph.

—Un caso verdaderamente notable —calificó Hanlon—. ¿Por qué no trae a la niña a mi consulta?

—Su tutor no quiere ni oír hablar de psiquiatras —contestó Scarlett.

—Eso es absurdo. La ley podría obligarle a que se cuidase del aspecto psíquico de su pupila. La niña podría enloquecer de un modo irreversible y, entonces, a él se le acusaría de malos tratos y de conducta infiel...

—Lo siento, pero no podemos hacer nada en ese sentido. Ralph se pellizcó el labio inferior.

—Es un caso verdaderamente notable —dijo—. ¿Cómo puede esa niña saber que una determinada persona va a morir? Russ, ¿crees que posee poderes sobrenaturales?

—La experiencia rae ha enseñado a no rechazar hechos que parecen producirse por el influjo de fuerzas que no están al alcance de nuestra comprensión —respondió el doctor Hanlon—. Pero, realmente, el tutor está en su derecho de prohibir la visita de un psiquiatra, si el estado físico de la niña es absolutamente normal y sólo concibe lo que llamamos fantasías enfermizas. Señorita Lawrence, ¿sabe si su prima duerme bien? ¿Tiene pesadillas con frecuencia? ¿Se despierta a media noche, gritando aterrorizada?

Scarlett meneó la cabeza.

—No. Duerme como duermen los niños a su edad: de un tirón. Es durante el día cuando tiene esas visiones premonitorias... que luego se realizan inexorablemente. Por lo menos, en dos casos.

De pronto, Hanlon hizo un gesto con la mano.

—Esperen, creo que tengo la solución —dijo—. Yo no puedo hacerlo y menos en el momento actual, en que estoy agobiado de trabajo. Por supuesto, si trajesen a Elsa, haría un hueco en mi agenda..., incluso la examinaría a deshoras, pero, francamente, no puedo desplazarme tan lejos. Ahora bien, conozco a un psiquiatra joven, muy bueno, a pesar de que prácticamente empieza la carrera... Pero él sí podría ir durante un tiempo a Shadderness Court.

—¿Como huésped? —Objetó Scarlett—. ¿Qué podríamos inventar para que Sphyllix lo aceptase?

—No hablo de que vaya como huésped, sino como peón o mozo de jardinería o chófer... Ese puesto está vacante ahora, creo.

—Quizá lo han cubierto ya.

—Es preciso intentarlo, ya que es la única solución que tenemos, señorita Lawrence.

—Si él accede..., pero eso costaría dinero...

—De la cuestión económica me encargo yo —proclamó.

—Además —dijo Hanlon—, si mi amigo el doctor Long acepta, cobrará un sueldo, ¿no?

—¿Se llama Long? —preguntó Scarlett.

—Harry Long, tiene treinta años y es soltero.

Después de la cena, Ralph acompañó a la muchacha hasta su casa.

—¿Tanto le preocupa su prima? —preguntó, mientras conducía el automóvil en la noche londinense.

—Es algo que no se puede definir con palabras —respondió Scarlett—. ¿Qué pensaría usted de una niña que, para no tener que dar la clase de matemáticas provoca un espantoso dolor de cabeza a su profesora, hasta el punto de obligarla a guardar cama? Y yo vi lo que siguió, lo cual significa que no me lo ha contado nadie ni es una fantasía mía.

Elsa vino a pedir perdón a mi amiga Annie y le dijo que ya no tendría más dolores de cabeza y la jaqueca cesó instantáneamente. ¿Tiene eso alguna explicación congruente?

—Para nuestras modestas mentes, no la tiene, a menos que pensemos en las facultades sobrenaturales de la niña. Hay cosas que no lograremos entender jamás, por muchos años que vivamos. Solemos burlarnos de ciertos hechos, pero es porque nos sentimos incapaces de penetrar en lo más íntimo de la fuerza que los produce o en la mente de la persona que los realiza. Pero, en cierto modo, Elsa tiene hoy una gran ventaja.

—¿Sí?

—La medicina moderna, me refiero a la rama de la psiquiatría, empieza ya a no rechazar hechos que no tienen explicación racional y lógica: casos indubitables de telepatía, las mismas sensaciones que experimentan ciertas clases de hermanos gemelos, dolor y placer o pena y alegría, aunque estén separados por cientos o miles de millas de distancia... Esas cosas han existido siempre, lo que pasa es que ahora tratamos de comprender a quienes las padecen o a quienes tienen esas facultades... mientras que, antiguamente, acababan en la hoguera, acusados de brujería.

—Es cierto —convino la muchacha—. Elsa posee una mente excepcional, pero... ¿puede hacer que muera una persona que le resulte antipática?

—Al menos lo profetiza. Scarlett se estremeció.

—Prefiero ser una persona normal —dijo—. No me gustaría ir por ahí mirando a la gente y pensar: «Este morirá mañana, esa mujer morirá la semana próxima...» Debe de ser horrible, ¿no le parece?

—Bueno —sonrió Ralph—, el doctor Long hará todos los posibles por averiguar qué es lo que realmente le sucede a Elsa y acabará por sanarla, con la inapreciable ayuda de mi amigo Hanlon.

—Ojalá sea como dice —deseó Scarlett fervientemente—. No sé por qué, creo que no había visto a Elsa más de una o dos veces en mi vida, pero ahora siento un gran afecto hacia ella y me gustaría que se convirtiese en una niña enteramente normal. Si ha de tener fantasías, que sean como las mías a su edad.

—¿Puedo saber cuáles eran sus fantasías a los seis años, Scarlett? —preguntó Ralph jovialmente.

—Oh, sí... El gallardo príncipe, con armadura azul y lanza y escudo de oro, y su caballo blanco empenachado... y yo a la grupa, cabalgando ambos hacia el castillo de la Eterna Felicidad...

Ralph se echó a reír.

—Hoy los príncipes azules usan «Rolls» y «Cadillacs» y tienen mansiones que no parecen castillos y ningún hada madrina les llena la bolsa de buenas monedas de oro, sino que su fortuna viene de pozos petrolíferos y tonterías por el estilo. Pero, volviendo al tema, ¿por qué no ha de querer Sphyllix que Elsa sea examinada por un psiquiatra?

—A mí también me gustaría saberlo..., aunque a veces he pensado... Bueno, Dios me perdone por ser tan suspicaz..,, pero Elsa quedó heredera de una gran fortuna al morir sus padres.

Ralph frunció el ceño.

—Podría ser una posibilidad —dijo, al comprender el significado de aquella respuesta—. ¿De dónde ha salido ese tutor?

Scarlett enseñó las vacías palmas de sus manos.

—No tengo la menor idea —respondió.

—Sería cosa de hacer investigaciones, discretas, por supuesto. ¿Me permite que yo me encargue de esta parte del asunto?

—Oh, pero eso puede costarle mucho dinero...

—No será tanto como piensa y, además, lo haré con mucho gusto, teniendo en cuenta también que dispongo de buenos amigos que pueden ayudarme sin que me cueste un penique.

—Está bien —accedió ella—. Y, por mi parte, yo haré lo que pueda,

—¿Tiene alguna idea?

—No, salvo volver a Shadderness Court dentro de cierto tiempo. Regresar ahora, cuando prácticamente acabo de volver, podría inspirar sospechas a Sphyllix.

—Además —finalizó Ralph—, debe permitir al doctor Long que haga sus investigaciones y empiece a obtener conclusiones, que nos conduzcan a la solución de este enigma.

Era una propuesta muy sensata, reconoció Scarlett en su fuero interno. Y, al despedirse de Ralph, se sintió mucho más aliviada y confió en que un día pudiera lograr convertir a Elsa en una niña enteramente normal, con la mente limpia dé ideas morbosas.

 

* * *

 

Varios días más tarde, Ralph llamó a Scarlett y le pidió que acudiese a su despacho.

—Iría yo, pero me es imposible —manifestó el joven—. La reunión se celebrará a una hora un tanto desusada, después de cerrar al público, esto es a las ocho de la tarde. Habrá bocadillos, cerveza y té. ¿Le parece bien?

—Sí, desde luego —accedió la joven.

Cuando se disponía a salir de su casa, Scarlett encontró una carta en el buzón. Por la dirección del remitente, supo que estaba escrita por su amiga Annie. Llena de curiosidad, rasgó el sobre y extrajo de su interior la misiva, que leyó en el mismo portal.

Al terminar, creyó que se desmayaba.

Uno de los párrafos de la carta era terrible:

«...Apareció sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una tapia baja de piedra... El doctor Grover certificó que la defunción de Robin Morrow se debía a un paro cardíaco...»