CAPITULO IV

 

Scarlett sacó cigarrillos... Annie rechazó el ofrecimiento.

—Esta casa puede acabar conmigo —dijo, después de una pausa.

—¡Annie! ¿No crees que exageras un poco? —se alarmó la visitante.

—Hablo en serio. Aquí pasan cosas que no me gustan en absoluto.

—¿Matan a la gente, torturándola primero en algún subterráneo? —exclamó Scarlett jovialmente.

—No, pero esa niña... Scarlett, ¿no habría forma de sacarla de aquí?

—Bueno, Sphyllix tiene a la ley de su parte.

—Llévatela cuanto antes de aquí. Esta casa no es buena para la salud de Elsa. La visitante hizo un gesto de desagrado.

—Annie, ¿por qué no hablas claro de una vez?

—No puedo. No sé nada que pueda constituir una prueba..., pero en la aldea evitan la casa como si estuviese apestada... Mejor dicho, evitan a sus moradores. -—Annie bajó la voz—. Dicen que aquí vive una niña que mata a las personas con sólo desearlo.

—Eso es un disparate —respondió Scarlett—, Simplemente, Elsa es una niña con una inteligencia y una capacidad mentales muy superiores a las normales a su edad. Eso le confiere un poder de idear ciertas fantasías, que los demás toman por realidades. Otras niñas de su tiempo sueñan con la Cenicienta y su zapatito de cristal y el Príncipe Azul, y ella piensa en cosas macabras, eso es todo.

Annie se quitó la bolsa de la cabeza y se apoyó sobre un codo a la vez que miraba fijamente a su amiga.

—Scarlett, he hablado con Dan Haythock, el jardinero. Dan jura y perjura que el golpe del tronco que se le escapó, mató a «Duddy». El perro no respiraba ni latía su corazón. Elsa lo tomó en brazos, dijo que resucitase y el perro volvió a vivir.

—Sí, y también dijo que Freddy y Readey iban a morir y murieron... Quizá no se trata de otra cosa que cierta clarividencia y para determinados casos...

—También para ella, Scarlett.

La muchacha se quedó pensativa. Elsa lo había dicho con toda claridad: moriría muy pronto.

¿Qué había en aquella mente infantil?, se preguntó.

—Escucha una cosa —dijo—. Cuando vuelva a Londres, haré todos los posibles para que venga a visitarla un psiquiatra. ¿Te parece bien?

—A mí, sí; al que no le parecerá bien será a Sphyllix.

—¿Por qué?

—Yo se lo he sugerido en más de una ocasión y siempre se ha negado. Dice que con el doctor Grover es más que suficiente.

Scarlett entrecerró los ojos.

—Hablaré con el doctor Grover —prometió—. Pero, a ti, ¿qué te pasa? Annie inspiró fuertemente.

—Hoy teníamos clase de matemáticas. Elsa odia los números y siempre me cuesta un trabajo enorme hacer que se concentre en una simple suma. Cuando íbamos a empezar, dijo que si yo tuviese jaqueca, ella podría ir al parque con «Duddy». Scarlett, hoy me había levantado con un maravilloso estado de salud, alegre, optimista... Antes de un cuarto de hora, estaba en la cama, con la cabeza sometida a un incesante martilleo..., como si estuviesen colocando remaches de hierro en mis propias sienes... Scarlett, tenemos que hacer algo por Elsa... ¡o Elsa acabará con todos nosotros!

Scarlett se quedó sobrecogida al escuchar aquellas dramáticas palabras, pronunciadas con una singular vehemencia, en cuyo impulso parecía latir una buena dosis de miedo. Luego recapacitó y se dijo que todo lo que le pasaba a su amiga era producto quizá del ambiente poco agradable y hasta lúgubre de Shadderness Court. Annie era mujer de excesiva sensibilidad y ello la conducía a establecer conclusiones erróneas y hasta exageradas.

—Vamos, vamos —dijo, palmeándole suavemente las manos—, no tienes por qué ponerte así. Las cosas no son como piensas. Tu jaqueca proviene de una casualidad. Por favor, no tomes las cosas tan a pecho. ¿Cómo se te ha podido ocurrir siquiera que Elsa va a acabar con todos nosotros?

Annie cerró los ojos un instante.

—Es este ambiente... A veces, me siento agobiada... Y lo curioso del caso es que quiero a la niña casi como si fuese mi hija. Y ella me quiere también, lo sé; pero posee una personalidad tremendamente acusada... Es de la clase de personas que podrían llegar a dominar al país, con sólo proponérselo. Es una niña, juega como una niña y se comporta como una niña, salvo cuando, en ocasiones, razona como una persona adulta. Excesivamente precoz, ¿comprendes?

—Hay niños así —convino Scarlett, que no dejaba de sentirse impresionada por lo que le contaba su amiga—. Y en cuanto a la visita del psiquíatra, procuraré convencer a Sphyllix. ¿Te parece bien?

Annie exhaló un largo suspiro.

—De todos modos, si esto no se arregla pronto, tendré que dejar el empleo. Podría acabar con los nervios desquiciados, Scarlett.

—Hoy estás un poco nerviosa y debes procurar calmarte. Olvida tus temores... y no te preocupes, yo hablaré con Elsa y procuraré sondearía, para ver qué hay de cierto en sus vaticinios.

De repente, sonaron unos nudillos en la puerta. Luego, ésta se abrió y surgió la rubia cabecita de la niña.

—¿Puedo pasar, señorita Annie? —Preguntó Elsa—. He venido a ver cómo se encuentra usted...

—Entra, Elsa —dijo Scarlett con afectuosa sonrisa—. La señorita Annie se encuentra mucho mejor...

Elsa se acercó a la cama y miró a la institutriz, a la vez que sonreía dulcemente.

—Yo no quería hacerle daño, señorita —manifestó—.

Lo dije sin pensar..., pero, a partir de hoy, le prometo que me esforzaré por estudiar más las matemáticas. ¿Me perdona usted?

Annie sonrió también.

—Ven, Elsa —dijo, a la vez que le tendía los brazos. Y la niña se arrojó sobre ella con toda confianza, como si se sintiese al mismo tiempo avergonzada de haber realizado una mala acción.

—Procuraré que no tenga más dolores de cabeza, señorita —dijo la niña—. Hoy..., bueno, quería jugar con «Buddy» y tenía ganas de pasear por el páramo...

—Pero, Elsa, eso es peligroso —exclamó Annie—. Podrías perderte.

—Oh, no, yo nunca puedo perderme. Aunque me vaya muy lejos, siempre encuentro el camino de vuelta.

Annie y Scarlett cambiaron una mirada. La primera había vuelto a ponerse pálida. Elsa se incorporó de pronto.

—¿Verdad que ya no tiene jaqueca, señorita Annie? —exclamó.

—No, ya se me ha pasado...

—Me alegro muchísimo. Ahora me iré a jugar un rato, pero mañana, lo primero que haremos será dar la ciase de matemáticas. —Elsa se volvió hacia su prima—. ¿Te quedas esta noche aquí, Scarlett?

—Pues... —dijo la aludida, un tanto perpleja.

—No te preocupes, se lo diré a mi tutor y ordenará que te preparen una habitación.

¡Hasta luego a las dos!

Elsa echó a correr y salió de la habitación como un torbellino, convertida repentinamente en una niña alegre, revoltosa y llena de vitalidad. No tardaron en oírse sus gritos de júbilo en la explanada, unidos a los ladridos del perro.

—Es fantástico —dijo Annie—. De repente, se me ha quitado el dolor de cabeza...

—Suele suceder —dijo Scarlett—. Dime, ¿es cierto que una persona se puede perder en el páramo?

—¡Ya lo creo! A mí estuvo a punto de sucederme... Aún no sé cómo encontré el camino de regreso, Hacía un día excepcionalmente bueno y sentía muchos deseos de pasear, pero me distraje y cuando quise darme cuenta, estaba en un sitio donde no se divisaba un solo edificio ni había el menor signo de vida humana. Menos mal que, a última hora, cuando ya estaba cansada de dar vueltas, se me ocurrió pensar en la posición del so! para orientarme. Si hubiese estado nublado el cielo, no sé qué habría pasado...

—Y Elsa dice que siempre sabe encontrar el camino.

—Como lo encontró el día en que se fugó del internado.

Annie explicó a su amiga lo ocurrido. El relato hizo que Scarlett volviera a sentirse muy impresionada y se reafirmara en sus primitivos propósitos de hacer "que Elsa fuese examinada por un psiquiatra.

Momentos después, se separaba de su amiga. En el vestíbulo, se encontró con Sphyllix.

—Si lo desea, puede quedarse esta noche, señorita Lawrence —dijo el tutor—. Londres queda un poco lejos y quizá no tenga muchos deseos de hacer el viaje de vuelta en el mismo día.

—Agradezco su hospitalidad, señor Sphyllix —contestó la joven—. Sí, me quedaré, puesto que incluso la misma Elsa me lo ha sugerido. Pero, ahora, si no tiene inconveniente, yo querría hacerle a usted otra sugerencia.

—Desde luego —accedió Sphyllix—. ¿De qué se trata?

—Tal vez piensa usted que esto sea una intolerable intrusión en sus funciones de tutor, pero creo que sería conveniente que Elsa fuese examinada por un psiquiatra...

Repentinamente, estalló una fuerte carcajada. Scarlett miró asombrada al individuo que tenía frente a sí y que parecía presa de un acceso de irreprimible hilaridad.

—Un psiquiatra... —repitió Sphyllix—. Por favor, señorita... Elsa es una niña que goza de una salud envidiable. Tiene mucha imaginación, lo que la conduce a idear cosas fantásticas, demasiado fantásticas... Ya le he dicho que confío plenamente en el doctor Grover y que no hay motivos para someter a Elsa a una serie de exámenes que quizá, pretendiendo sanarla, podrían producir el efecto contrario. No, señorita Lawrence, el psiquiatra es el último medio a que recurriré y sólo lo haré si el doctor Grover me lo aconseja.

—Está bien —dijo Scarlett—. Le ruego dispense mi oficiosidad. A fin de cuentas, usted lleva años con Elsa y la conoce mucho mejor que yo.

—De eso no hay duda —contestó Sphyllix con firme acento—. Y ahora, ¿le apetece una copa de jerez? ¿O prefiere oporto?

—Oporto, muchas gracias.

—Lo tomaremos en la biblioteca. Venga conmigo, por favor.

La señora Broadhurst apareció en aquel momento, cruzando el vestíbulo en sentido diagonal. Sphyllix llamó su atención.

—¿Deirdre?

El ama de llaves se detuvo en el acto.

—¿Señor?

—La señorita Lawrence será huésped de la casa por esta noche. Tenga la bondad de prepararle una habitación, señora Broadhurst.

—Bien, señor.

Scarlett y el tutor tomaron una copa juntos. Luego, él se despidió, con la excusa de un trabajo que debía realizar ineludiblemente.

La joven se quedó sola. Al cabo de unos minutos, abandonó la biblioteca y salió al jardín.

Elsa jugaba con «Duddy» en la escalinata que conducía a la gran terraza que había ante la fachada principal del edificio. Scarlett anduvo lentamente y se sentó en uno de los peldaños junto a la niña. El perro acudió a su lado, dócil y cariñoso, y ella le acarició la cabeza.

—Dijiste antes que ibas a pasear por el páramo, Elsa —le recordó la joven.

—Estoy esperando al señor Morrow para decirle adiós. Mi tutor lo ha despedido.

—Y tú le aprecias...

—Siempre se portó bien conmigo, pero si el señor Sphyllix dice que debe marcharse, hay que obedecerle.

Un hombre cruzaba el jardín en aquel, momento, cargado con una maleta. Elsa se levantó y corrió hacia él. Robin Morrow estrechó la mano que la niña le tendía gravemente. Morrow y Elsa hablaron muy poco y luego ella regresó junto a su prima.

—Pobre señor Morrow —dijo Elsa con voz enseñadora—. Se va a morir muy pronto... Scarlett se quedó helada.

—¡Por Dios, Elsa —exclamó sin poder contenerse—, no digas esas cosas!

—¡Pero si es verdad! —Contestó la niña con una expresión de absoluta ingenuidad en su hermoso rostro—. Yo no querría que pasara eso, pero el señor Morrow se va a morir...

En aquel momento, íntimamente, pero con más firmeza que nunca, Scarlett se formó el propósito de hacer que su prima fuese examinada por un psiquiatra, costase lo que costase y, aunque fuese en contra de la voluntad del tutor.

 

* * *

 

—Tú estás loca —dijo el señor Lawrence dos días más tarde, mientras cargaba su pipa junto a la chimenea y su esposa, la madre de Scarlett, tejía sentada en un sillón contiguo—, No puedes hacer eso, no tienes ninguna autoridad sobre Elsa.

—Pero somos sus parientes, ¿no? —Dijo la joven que, atribulada, se había ido directamente a casa de sus padres desde Shadderness Court, a fin de relatarles lo sucedido—. Tenemos algún derecho...

—Ninguno, a menos que se demuestre que el tutor desempeña su cargo infielmente y con perjuicios y quebrantos para su pupila. ¿Está mal atendida Elsa? ¿La maltratan? ¿Se aprovecha de la herencia que administra en beneficio propio? No, ¿verdad? Entonces, no podemos hacer nada, hija.

—Pero, papá..., las cosas que dice Elsa son verdaderamente horribles... Y algunas de sus profecías se realizaron...

El señor Lawrence movió la cabeza.

—No, no me convencerás, Scarlett —dijo, a la vez que se inclinaba para encender una astilla en el fuego—. Tú también eras muy fantasiosa y contabas historias tan absurdas y disparatadas, que resultaban imposibles de creer. Recuerdo que una vez estuviste mucho rato fuera de casa y cuando, alarmados, nos disponíamos a salir en tu busca, apareciste contando un cuento fabuloso. Un hombre se te había llevado contigo y eso nos hizo sentirnos muy desgraciados por unos momentos, hasta que dijiste que montaba un caballo blanco, empenachado, y que él vestía una armadura azul y llevaba una lanza y un escudo de oro... ¡Vamos, tu príncipe azul! —rió el señor Lawrence, después de las primeras bocanadas de humo.

—Ahora no se trata de un príncipe azul montado en su caballo blanco, sino de algo mucho peor, papá —insistió Scarlett tercamente—. Elsa no está bien, no es natural que una niña piense continuamente en la muerte, que en todo momento esté ideando cosas llenas de morbosidad...

—Hija, tu padre tiene razón —intervino la señora Lawrence, sin abandonar el movimiento de las agujas—. No podemos hacer nada. Elsa crecerá, se hará una mujer y dejará de albergar ideas enfermizas. Además, si hiciésemos algo, podrían pensar que buscamos aprovecharnos de su fortuna. Nuestras relaciones con sus padres fueron muy superficiales, apenas existentes, mejor dicho; y ahora no podemos aparecer por Shadderness Court, pretendiendo hacernos cargo de la educación de una niña, de la que hasta ahora no nos hemos preocupado en absoluto. Y por si estas palabras no te convencen, piensa en el hecho de que ni siquiera fuimos mencionados en el testamento de nuestro primo.

—Así es, Scarlett —añadió el señor Lawrence—. Mi primo Richard podía habernos nombrado tutores de su hija, pero no lo hizo así y sus razones tendría. Después de muerto, no vamos a rebatir lo que él dejó escrito bien claro, ¿comprendes?

Scarlett se quedó pensativa unos momentos.

Luego exclamó:

—Pero ¿no resulta extraño que en su testamento dejase ya nombrado un tutor? Lo corriente es que el que otorga testamento nombre uno o varios albaceas que se encargan de cumplir la última voluntad del legatario y que éstos sean los que nombren el tutor. Puede aceptarse en el caso de que el testador sepa con anticipación que va a morir, cuando, por ejemplo, padece una enfermedad que sabe es incurable y sólo le permitirá unos meses de vida. Entonces, con plena lucidez, puede designar al tutor de su hija..., pero los padres de Elsa murieron súbitamente, en un accidente de automóvil. ¡Incluso me parece extraño que tío Richard hubiese otorgado testamento!

—Pues así fue y no hay que darle más vueltas, hija —contestó el señor Lawrence.

—Será así, pero yo no pienso quedarme cruzada de brazos. De un modo u otro, conseguiré que un psiquiatra examine a Elsa —declaró Scarlett con singular vehemencia.