CAPÍTULO VI
Imógene estaba acodada en la borda, contemplando melancólicamente el cabrillear de la luna sobre las olas. Hacía unas pocas horas que habían zarpado de Rimatara, en donde, al igual que en la ocasión anterior, sólo habían permanecido el tiempo estrictamente indispensable para la carga y descarga. La «Ata-Nui» había zarpado al atardecer, casi vergonzosamente, sin gritos de despedida ni voces alegres. Imógene sabía que el capitán Olson se había obligado a dar cuenta de las dos muertes producidas a bordo, y los sucesos habían trascendido a la población isleña, buena parte de la cual había acudido a contemplar a la goleta escenario de tan trágicos hechos. Aún se acordaba la muchacha de la silenciosa observación de los isleños, inmóviles sobre el muelle de pilotes, con el rostro serio y la boca cerrada. Ella había oído hablar mucho de la alegría de los indígenas, pero las muertes de Ri-Ri y de Fogger habían acallado todo síntoma de alegría.
Ahora ya sólo le quedaba un día más de navegación, otra noche y al amanecer siguiente, llegarían a Rurutu. Entonces podría dedicarse a la investigación. Empezaría por dos hombres a quienes Raymond había citado con alguna frecuencia en sus cartas, y de los cuales le había proporcionado magníficas referencias. Uno de ellos se llamaba André Lerap y era el jefe del puesto comercial de la isla. El otro respondía al extraño nombre de Grimpeur. Imógene ignoraba si se trataba de un apellido auténtico o era un apodo; en todo caso, Raymond no, se lo había aclarado.
Pero de lo que sí estaba segura era de que Raymond se había relacionado con los dos hombres y que ellos le darían alguna información sobre los motivos del silencio de su hermano. Porque Imógene, y más después de lo ocurrido, ya no se hacía demasiadas ilusiones acerca de la suerte que había corrido Raymond. Alguien se había enterado de su secreto y lo había asesinado. De pronto sintió una profunda congoja. ¿Valían las riquezas halladas por Raymond la vida que había perdido? Evidentemente, no, pero el hallazgo debía tener una gran importancia, cuando ella misma había sido objeto de más de un intento de asesinato. Ahora bien, ¿qué haría si llegaba a descubrir la verdad? ¿Denunciar al asesino? ¿Ante quién formularía la denuncia en tal caso? ¿Y qué pruebas podría aportar en apoyo de sus asertos?
Un hombre surgió de vina de las escotillas en aquel momento. Imógene lo reconoció en el acto. Era uno de los canacas, Wen-I, el cual, según creía recordar, había sido bastante amigo de Ri-Ri. Al ver al nativo, se le ocurrió una idea.
—¡Wen-I! —llamó.
El canaca se le acercó respetuosamente.
—¿Sí, miss Driscoll?
—Tú eras buen amigo de Ri-Ri, ¿no es cierto?
Wen-I miró aprensivamente en todas direcciones.
—Si —reconoció al fin.
—¿Has nacido en Rurutu?
—No, miss Driscoll, en Vanavana.
Imógene sintió una profunda decepción al escuchar aquella respuesta. Pero se rehízo casi al instante.
—Tengo entendido que Ri-Ri era natural de Rurutu.
—Sí, miss Driscoll.
—¿Puedes decirme cada cuánto se detiene la «Ata-Nui» en Rurutu?
—Dos, tres veces por año, nunca más.
—¿Oíste hablar a Ri-Ri alguna vez de mi hermano Raymond?
Wen-I volvió a mirar a derecha e izquierda. Aprensivamente, contestó:
—No, no oí hablar nunca de su hermano, miss Driscoll.
—¿Seguro? —insistió ella.
—Seguro, miss. —Pero Imógene notó que la voz de Wen-I carecía de firmeza. ¿A quién temía? ¿Por qué mentía?
Se inclinó hacia adelante.
—Wen-I, tú no me estás diciendo la verdad. Tú me engañas.
—Se lo juro, miss —contestó el canaca, cuyo nerviosismo se acentuaba a cada segundo que transcurría—. No oí nunca nada de su hermano.
—Escucha —dijo ella de pronta—, tengo dinero. Puedo, darte mucho si me dices toda la verdad. Vamos, habla, Wen-I. De lo contrario, te expones a un serio disgusto con la policía de Papeeté. Te privarían de tu cartilla de navegación y…
Imógene no pudo continuar. El vozarrón del capitán Olson se dejó oír de pronto.
—¡Wen-I! ¡Tu puesto está en el timón, condenado hijo de perra! ¡Vamos, pronto!
Asustado, Wen-I echó a correr hacia la popa, haciéndose cargo del timón inmediatamente. El capitán Olson le largó otra andanada de invectivas y luego se dirigió hacia la escotilla de acceso a su cámara.
Se detuvo a pocos pasos, de la muchacha y la miró fijamente.
—Miss Driscoll —dijo secamente—, le agradeceré no distraiga a ninguno de mis hombres cuando están trabajando, especialmente si en ese momento hacen la guardia en el timón. ¿Me ha comprendido?
—Perfectamente, capitán —respondió ella con gélido acento, a la vez que le volvía la espalda.
Estuvo así unos momentos, indignada por las palabras de Olson. Por un momento, se sintió tentada de acercarse a Wen-I, pero acabó por reprimir su impulso. Ya tendría ocasiones de volver a hablar con el canaca y hacerle soltar la lengua, atada Dios sabía por qué misteriosas razones. Aunque le repugnaba acudir a tales procedimientos, ya que nunca le había gustado alardear del poder del dinero, se daba perfecta cuenta de que no le quedaba otro remedio que presionar a Wen-I con el señuelo de un buen puñado de billetes. Wen-I sabía algo, y ella estaba dispuesta a averiguarlo.
Dos hombres habían muerto ya a bordo de la «Ata-Nui». ¿Tenían sus muertes alguna relación con la falta de noticias de Raymond? En tal caso, debía hacer cuanto pudiera por esclarecer aquel misterio. No sólo había un asesinó en Rurutu, sino que su cómplice estaba a bordo de la goleta. Existía, indudablemente, un enigma y existían algunas personas a las cuales no interesaba que se desvelara tal enigma. Pero ella lo haría… a menos que no acabase en el vientre de un tiburón.
La idea le hizo estremecerse y, de modo maquinal, se apartó de la borda. Lentamente, caminó hasta situarse al pie del trinquete, junto al caballero donde se amarraban las drizas. Pensó en hablar al día siguiente con Barain. El joven parecía de confianza y, al menos en el tiempo de navegación, se había mostrado sobrio. Quizá se debía a la sombra que proyectaba Olson sobre todos ellos.
Su vista recayó de modo distraído sobre el ataúd. Sin poder contenerse, se preguntó quién había querido volver a Rurutu después de muerto. La presencia a bordo de un cadáver, aun no siendo supersticiosa en manera alguna, le pareció un sombrío presagio de lo que podía ocurrir más adelante. De todas formas, suspiró, ya faltaba poco para que sus temores y aprensiones dieran término. En menos de dos días estaría ya en Rurutu y…
Se interrumpió de pronto. El ataúd estaba a seis u ocho pasos de distancia y la luz de la luna le daba de lleno, permitiendo ver, sobre todo a unas pupilas habituadas a la débil iluminación nocturna, los menores detalles de su estructura. Imógene frunció el ceño; algo había en el ataúd que no era natural y lógico.
El aspecto del sarcófago seguía siendo, aparentemente, el mismo, Sin embargo, ella sabía que se había producido un cambio externo. Pensó rápidamente, tratando de recordar su apariencia anterior. ¿Qué era lo que había variado en aquel sarcófago?
Y, de pronto, el detalle se le reveló con estremecedora claridad. En un segundo lo vio todo diáfanamente, sin la menor duda.
El féretro estaba sujeto a la borda por dos sólidos cabos, a fin de evitar inoportunos desplazamientos debidos al balanceo natural de la embarcación. Ahora, las cuerdas habían desaparecido y el sarcófago estaba libre, aunque no se había movido de su sitio.
Una extraña premonición asaltó su espíritu. Algo iba a ocurrir en la nave. Estuvo a punto de lanzar un grito de espanto, pero supo reprimirse. Pensó desesperadamente a quién podía comunicar su descubrimiento. Quizá a Jean Luc; el joven parecía sujeto de confianza. Pero Barain estaba durmiendo ahora; lo recordaba perfectamente. Tan profundo era el sueño del joven, que a pesar de hallarse en la cubierta, ni siquiera se había despertado cuando Olson había empezado a insultar a Wen-I.
De pronto un leve chasquido llegó a sus oídos. Miró hacia el sarcófago con ojos dilatados por el pánico.
Un helado soplo de viento corrió a lo largo de su espalda. En un momento, al ver lo que sucedía, acudieron a su imaginación estremecedoras historias de fantasmas, de personas supuestamente muertas y que habían sido enterradas vivas, de seres asesinados que habían jurado volver desde el Más Allá para castigar a su matador…
¡La tapa del ataúd se movía!
Instintivamente, Imógene retrocedió un par de pasos, situándose tras la protección de una gran caja de embalaje, colocada bajo la botavara del palo trinquete. Asomó solamente la cabeza, mirando hacia el féretro con hipnótica fijeza, mientras sentía su cuerpo temblar de pies a cabeza.
La tapa del féretro quedó en posición vertical. Entonces, en tanto ella se notaba acometida por un horror sin nombre, una sombra se irguió del fondo del sarcófago y quedó sentada en el mismo, completamente inmóvil durante unos segundos.
Entonces, silenciosamente, una mano cerró la boca de Imógene. Esto resultó demasiado para ella. Cerró los ojos y se desmayó.
* * *
Cuando despertó por la mañana, vio que un rayo de sol jugueteaba en el interior de su cámara. Durante unos momentos permaneció sumida en una deliciosa languidez, en una agradable semivigilia que le hizo desear fuera eterna.
De pronto, recordó una cosa: ¡El ataúd!
Se sentó en la litera, hallando, con gran sorpresa, que estaba completamente vestida. Recordó que al ver el hombre que aparecía sentado en el féretro, había abierto la boca, sin duda para lanzar un grito de espanto. Pero en el mismo instante, una mano había presionado sus labios, cortando el grito que no había sido aún iniciado. El horrible pánico que sentía había provocado en ella un profundo desmayo, que luego, sin duda, había empalmado con el sueño.
Esto tenía fácil explicación. Lo que ya resultaba más difícil de aclarar era la identidad del vivo muerto y del hombre que le había tapado la boca con la mano. En su espanto, ella había creído que trataban de asesinarla, y por ello había perdido el conocimiento. Pero ¿quién la había transportado luego hasta su camarote?
Se sintió aturdida y mareada. Eran demasiadas cosas las que le estaban ocurriendo, para las cuales no hallaba explicación congruente. Lo único que podía afirmar, con ciertos visos de veracidad, era que todo estaba estrechamente relacionado con Raymond. ¿Qué pasaba? ¿Qué había hecho su hermano? ¿Por qué, al cabo de más de un año de silencio, moría la gente en torno suyo?
Se oprimió la cabeza por las sientes, dándose cuenta de que si continuaba con aquellos enloquecedores pensamientos, acabaría por desvariar. Haciendo un esfuerzo, sacó los pies de la litera y se acercó al pequeño lavabo que había en un ángulo de la cabina. Mojó una toalla y se la pasó por la cara. Luego se miró al espejo; estaba pálida y ojerosa. Claro que tenía motivos para ello. Aun así, su aspecto no podía ser más desastroso.
Instintivamente, comprendió que no debía aparecer en público con aquella cara. Buscó su bolso personal y se retocó las facciones cuidadosamente. Luego, antes de salir, ingirió un par de aspirinas. Cuando llegó a la cubierta, aspiró con delicia la fresca brisa y se llenó los pulmones de aire puro.
Uno de los canacas se le acercó respetuosamente.
—¿Quiere desayunar, miss Driscoll? —preguntó Diko.
—Sólo un poco de café, gracias —contestó ella, mientras tendía la mirada en torno suyo.
Olson estaba al timón. El reverendo Starries, como de costumbre, leía la Biblia, apoyado en un rollo de cuerdas en un lugar protegido del viento. En cuanto a Barain, yacía boca arriba, roncando estrepitosamente, con el sombrero echado sobre los ojos. Su mano derecha aferraba una botella en la cual quedaban todavía unas gotas de licor.
—Estaba borracho perdido —gritó Olson—. Tenía una maleta llena de botellas y me he visto obligado a decomisarla hasta que toquemos tierra, miss Driscoll.
Imógene sintió en el acto una profunda repugnancia hacia Barain. El vicio lo había dominado nuevamente. Era fácil prever lo que le pasaría una vez estuviese en Rurutu; se convertiría en un blanco degenerado, sin moral, sin respeto de sí mismo, despreciado incluso por los mismos indígenas…, excepto por la concubina que se buscaría inevitablemente, tal como sabía solía acontecer en circunstancias semejantes. El pensamiento, de lo que podía pasarle a Jean Luc, que le pasaría, sin dudas de ningún género, la hizo sentirse asqueada.
Diko trajo la cafetera y un gran pote de estaño. Imógene bebió la infusión a pequeños sorbos, sintiéndose algo mejor al terminar. Entonces se dio cuenta de que Wen-I no se hallaba en la cubierta.
—Diko —preguntó rápidamente—, ¿dónde está Wen-I?
—Capitán Olson mandar encadenar. Wen-I distraerse anoche y perder rumbo —contestó el canaca—. Capitán Olson enfadarse mucho. —Y Diko se alejó sin añadir una sola palabra, mirando temerosamente en torno suyo.
Imógene se apoyó en la borda, mientras reflexionaba sobre lo que ocurría a bordo de la goleta. Las cosas se complicaban cada vez más y más a cada minuto que transcurría. Dos muertos, un desaparecido. —Imógene no tenía siquiera la seguridad de que Wen-I estuviese realmente encadenado—, un muerto que no era tal… ¿Qué era lo que iba a ocurrir en las próximas veinticuatro horas?
El instinto le dijo que debía callar el incidente de la noche anterior. No, sólo debían saberlo ella… y el hombre que le había tapado la boca, impidiéndola gritar, el mismo, seguramente, que luego la había conducido a su camarote. Una vez y otra miró al reverendo Starries y al capitán Olson, pero ninguno de los dos dio la menor muestra de saber nada del asunto.
«Y si saben algo, se lo callan», decretó finalmente, experimentando un profundo desánimo.