CAPÍTULO III
Imógene se despertó y durante unos momentos permaneció tendida en la angosta litera que le había servido de lecho en su primera noche pasada a bordo de la «Ata-Nui». Escuchó el gemido del viento al pasar por entre los cordajes del velamen, el crujido, de las maderas y el chasquido de las olas al golpear contra los costados de la embarcación. Mecida dulcemente por el suave balanceo, entrecerró los ojos, mientras dejaba vagar su imaginación.
Se preguntó a sí misma cómo era posible que se encontrase a bordo de una nave semejante. No hacía aún una semana, estaba todavía en su cómodo y confortable hogar en San Francisco de California. Ahora, después de un largo vuelo hasta Tahití, con el fin de buscar un barco que la condujese hasta Rurutu, se hallaba ya en camino hacia su destino. Le pareció mentira el cambio experimentado en tan pocos días.
Su viaje a Rurutu tenía un motivo bien definido. Hacía ya más de un año que carecía de noticias de su hermano Raymond. Angustiada, se preguntó qué le habría pasado para guardar silencio durante un tan largo espacio de tiempo. Raymond había sido siempre bastante puntual para escribirle; una vez al mes, por lo menos, cada vez que una de las goletas que comerciaban en las islas del archipiélago tocaba en Rurutu. Pero desde su última carta, habían transcurrido ya más de doce meses, e Imógene temía lo peor respecto de Raymond.
Rememoró su última carta. Raymond le decía que había hecho un fenomenal descubrimiento, un hallazgo sensacional, que pondría a ambos sobre el camino de la riqueza casi sin límites. Al morir el padre de los dos hermanos —la madre había muerto cuando aún eran unos chiquillos—, les había dejado un saneado capital en partes iguales. Raymond había derrochado bien pronto su parte de herencia; en tanto que ella no sólo la había conservado, sino que incluso la había acrecido con juiciosas inversiones. La atolondrada vida de Raymond le había dado muchos disgustos, hasta que el muchacho, un tanto arrepentido, había partido hacia los Mares del Sur. «Único sitio —había dicho en el momento de embarcar—, dónde hoy, todavía un hombre puede hacerse rico». Desde aquel momento, habían transcurrido casi tres años, durante los cuales, Raymond le había escrito con frecuencia, relatándole minuciosamente sus trabajos y sus esfuerzos por salir a flote. Ella le había ayudado con algunas remesas de dinero, que Raymond había prometido devolver cuando se hiciese rico. De pronto, inesperadamente, Raymond había escrito desde una isla llamada Rurutu. Imógene no, conocía siquiera la existencia de dicha isla, por lo que le costó bastante trabajo situarla en el mapa.
Raymond hablaba con entusiasmo de Rurutu en sus cartas, e incluso le describía alguno de los personajes que habitaban la isla con todo detalle. Por fin, inesperadamente, le había escrito la que debía ser su última carta.
«He hecho un hallazgo fabuloso. No quiero decirte nada por carta, porque deseo que vengas tú a contemplarlo por ti misma. Por supuesto, he ganado ya lo suficiente para considerarme rico. Pero es que lo que he encontrado supera de largo, a cuanto he conseguido hasta ahora… Querría darte más detalles, pero prefiero esperar a que lo veas tú en persona. Te aseguro formalmente que no hay nada más grande ni mejor en el mundo entero. Causaremos sensación, hermanita… y, de paso, me permitiré devolverte con creces el dinero que me enviaste para ayudarme. Repito, es algo, sensacional, de fábula, algo en lo que no se puede creer si no se ve…».
Ella le había contestado, diciéndole que no tenía intención por el momento de moverse de San Francisco. Harto debía saber que los viajes la molestaban mucho, aparte de que ahora, y aunque estrictamente no lo necesitaba, había encontrado un buen trabajo, agradable y de su gusto… Le recomendaba trajese su descubrimiento y le encarecía volviese cuanto antes.
Pero ya no había recibido más respuestas a su carta ni a las sucesivas. Y cuando, hubo transcurrido un año sin la menor noticia de su hermano, decidió echar por la borda todos sus prejuicios con respecto a los viajes y emprender él que la iba a llevar a Rurutu, para averiguar la suerte que había corrido Raymond.
Al cabo de unos minutos de reflexiones, se puso en pie. La cámara estaba amueblada pobremente y, debido al balanceo de la goleta, al cual estaba desacostumbrada, tardó más de lo ordinario en arreglarse. Cuando lo hizo, ataviada con una blusa azul fuerte, unos pantalones negros y un pañuelo que envolvía sus cabellos, salió de la cámara y ascendió por las escaleras del tambucho hasta la cubierta.
El fuerte sol le dio de lleno, obligándola a guiñar los ojos un momento. Luego, habituada al resplandor, paseó su vista por la cubierta.
Fogger, el piloto, se hallaba al timón, pilotando la goleta con voz firme. La embarcación navegaba raudamente, impulsada por la fresca brisa que henchía el velamen de la goleta, atesando las drizas y escotas. Sentado sobre una caja, con la espalda apoyada contra la borda, vio al reverendo Starries, a quien le habían presentado el día anterior.
Un poco más allá, Jean Luc Barain estaba tendido en el suelo, con un viejo sombrero de paja sobre los ojos. Dos de los canacas reparaban una lona, en tanto que otra maniobraba con una ristra de anzuelos. Imógene sabía que la tripulación de tahitianos era de cinco hombres y calculó que los dos restantes debían estar descansando después de la guardia nocturna. El capitán también faltaba; seguramente estaba en su camarote.
Pasó por delante del predicador, con las piernas abiertas, procurando conservar el equilibrio.
—Buenos días, reverenda Starries.
El predicador levantó su vista de la Biblia. Al ver el indumento de la muchacha, frunció el ceño.
—Lleva usted unas ropas impropias de su sexo, miss Driscoll —dijo en tono reprobatorio—. Debería tener un poco más de respeto hacia sí misma y hacia los demás.
—¡Oh! —Se sofocó Imógene. No supo qué contestar al bufido de Starries. Nunca le habían dicho nada parecido y, por otra parte, estimaba que su atavío no tenía nada de indecoroso. Lo más que enseñaba, eran los brazos, desnudos hasta el codo.
—No, le haga caso a ese chiflado —gritó Fogger de pronto—. Todos ellos son iguales, se lo aseguro. Ya verá lo que hace cuando llegue a Rurutu; querrá vestir a las isleñas…
Starries se puso en pie. Sus ojos llameaban de indignación.
—¡Señor Fogger! No le tolero ese lenguaje, impropio de una persona civilizada. Paso por alto los insultos que me ha dirigido; tengo como norma, adquirida tanto por convicción como por la lectura de los Libros Sagrados, de perdonar las injurias; pero lo que no me agrada en modo alguno es la libertad de expresión. Tengo como misión extender la buena nueva…
Starries se interrumpió de repente. Una ola más fuerte que las demás sacudió la goleta, haciéndole perder el equilibrio y rodar por la cubierta. El piloto soltó una estentórea carcajada.
—Pero, bueno —gruñó entonces Barain, con voz estropajosa—, ¿es que en este maldito barca no se va a poder dormir a gusto?
El predicador hacía esfuerzos por sentarse en el suelo. Trabajosamente, Barain se puso en pie y se agarró a uno de los obenques del palo mayor.
—Qué resaca —dijo, lamiéndose los labios con la lengua, Hurgó en sus bolsillos y sacó un frasco plano, agitándolo un par de veces. Al darse cuenta de que estaba vacío, lo arrojó al mar con gesto de desagrado—. Ni beber se puede ya en esta maldita goleta.
—Anoche la pescó buena, ¿eh? —rió el piloto.
—Regular, como todos los días —contestó Barain.
—El, alcohol será su perdición, joven. —Starries le apuntó con un dedo—. La Biblia dice…
—Déjeme en paz —farfulló el joven—. Vaya con sus monsergas a otra parte. Lo único que quiero en estos momentos es un buen trago de café. Piloto —se dirigió a Fogger—, ¿hay café?
—Claro que sí. Uno de los canacas sé lo servirá. Y a 3a señorita también, porque supongo que los dos querrán desayunar, ¿no es eso? Miss Driscoll, ¿qué es lo que prefiere usted para el desayuno?
—Lo que se acostumbre —respondió la muchacha—. No quiero causarles más extorsiones, en especial a usted, señor Fogger. —Trató de sonreír—. Le he quitado su cámara.
—Oh, no tiene importancia —contestó el piloto—. ¡Diko, Nsai! —gritó a los canacas—. Vamos a ver si preparáis el desayuno para la señorita y para el señor Barain.
—A mí, café solo —dijo el joven con voz estropajosa—. No podría meter nada sólido en el cuerpo aunque me lo pagasen a precio de oro.
Imógene miró a Barain, compadeciéndose en su fuero interno de un hombre que, joven y no mal parecido, estaba ya dominado por el vicio de la bebida. Se preguntó, estremeciéndose, si la última carta de Raymond no habría sido escrita en las mismas condiciones. En tal caso, sería preciso dudar de las afirmaciones de Raymond; tal vez sus sueños de riqueza eran sólo alucinaciones causadas por el licor. Imógene tenía al respecto la preconcebida idea de que todos los hombres blancos que vivían en las islas de los Mares del Sur bebían considerablemente y estimaba que Raymond no debía haber constituido una excepción a la regla.
Desayunó en unión de Barain. El reverendo Starries manifestó haberlo hecho anteriormente. Los canacas habían preparado con una lona algo parecido a una pequeña toldilla, bajo la cual situaron una mesa asegurada por varios pernos al suelo de la cubierta, y un par de sillas. Dominando sus aprensiones. Imógene engulló un par de huevos que flotaban sobre un mar de manteca y la grasa procedente de varias lonchas de un tocino que olía a rancio. El apetito que sentía dominó, sin embargo, gran parte de sus escrúpulos y, ayudada por frecuentes sorbos de café, consiguió dar buena cuenta del yantar. Al terminar, sacó cigarrillos y ofreció uno a Barain, bajo la reprobadora mirada del reverendo Starries.
Barain se inclinó hacia ella.
—Parece que el predicador no le quita ojo de encima, miss Driscoll —sonrió. Cuando sonreía, su rostro tomaba un aspecto atractivo.
—No voy a variar mis costumbres por complacerle a él —respondió la muchacha con indiferencia—. Por otra parte, me parece que ni mi aspecto ni mis acciones son los de una mujer disoluta.
—No haga caso de esa gente —rezongó Barain—. Por regla general, suelen ser poco: compasivos con las flaquezas humanas, al menos, esta clase de pastores. Tienen tan arraigado el puritanismo como los fariseos de los tiempos de Cristo. Habría que ver cuál es su comportamiento cuando no, le ve nadie.
Imógene respingó.
—¡Señor Barain!
El joven sonrió. En tono misterioso, dijo:
—Además, me gustaría saber si, de veras, es un predicador.
—¡Qué! —El asombro de la muchacha crecía de punto—. ¿Por qué lo dice usted?
—Su Biblia. Es demasiado nueva y flamante —comentó Barain—. Si fuese un jovencito recién salido de una de sus escuelas de Teología, se comprendería que la Biblia fuese nueva; pero el reverendo Starries anda ya rondando la cincuentena. Generalmente, usan la misma Biblia años y años, hasta que se les deshace entre los dedos.
—Quizá la perdió y se vió en la necesidad de reponerla.
Barain emitió una sonrisita de duda.
—Puede ser, pero esos tipos pierden cualquier cosa menos la Biblia. ¡Predicador, hum…! —Se puso en pie y se alejó hacia la proa, agarrándose a los cordajes.
La muchacha permaneció todavía unos momentos en el mismo sitio. Luego arrojó el cigarrillo a medio consumir al fondo de su taza y se puso en pie, encaminándose hacia el lugar donde estaba el piloto.
—¿Qué tal se encuentra usted, señor Fogger?
El piloto le dirigió una mirada oblicua.
—Vio ayer lo que me pasó, ¿no es cierto? —Una nota de odio y de cólera mal reprimidos latía en su voz.
—Sí, lo vi —confesó ella.
—Ese maldito Olson… —dijo Fogger entre dientes. Luego meneó la cabeza y sonrió—. Será mejor olvidarlo, señorita. Así que va usted a Rurutu —preguntó, afirmándolo casi.
—Ciertamente.
—No acabo de entender qué diablos se le ha perdido en una isla como aquélla a una chica tan linda —gruñó.
—Voy a ver a mi hermano. Vive allí —dijo Imógene de pronto. Miró al piloto, procurando espiar sus reacciones.
—¿Su hermano? ¿Cómo se llama? Quizá lo conozca yo, miss Driscoll. Puede estar segura de que conozco a todo el mundo en Rurutu.
—Bien —sonrió ella—, se llama igual que yo, por supuesto. Su nombre es Raymond.
Fogger hizo un gesto.
—No me suena, se lo aseguro. Y en la «Ata-Nui» no ha viajado, de ello puede estar segura.
—Quizá embarcó en alguna otra goleta.
—Es posible —concedió Fogger en tono voluble. De pronto, su rostro se animó, a la vez que extendía la mano derecha—. ¡Mire allá!
Imógene hizo lo que le decían, estremeciéndose al ver dos o tres objetos planos, negros y brillantes, de forma triangular, que hendían el agua con silenciosa rapidez.
—Que Dios la libre a usted de caer al agua, miss Driscoll —exclamó el piloto con tono profundo—. Los tiburones la devorarían antes de que pudiéramos hacer nada en su favor.
Imógene volvió a estremecerse.
—Una vez —siguió Fogger—, vi a un desdichado canaca que se había caído al agua. Los tiburones…
Un tremendo vozarrón interrumpió de pronto al piloto.
—¡Señor Fogger! ¡Su obligación es atender al timón y no entretenerse hablando con los pasajeros!
El rostro del piloto se demudó. Imógene volvió los ojos. El capitán Olson estaba en la puerta de acceso a su cámara, mirando hacia la popa con gesto airado.
Caminó hacia él, procurando mantener el equilibrio.
—El señor Fogger no tiene la culpa, capitán —dijo—. He sido yo la que me puse a hablar con él. Naturalmente, no iba a permanecer silencioso…
—No me importa que converse con mis hombres, miss Driscoll —contestó Olson—, pero siempre que quiera hacerlo, hágalo cuando estén libres de servicio. ¿Me ha entendido usted?
—Por supuesto, capitán —contestó ella secamente—. Tendré presente, para lo sucesivo, su poco amable advertencia.
Olson no hizo caso de sus palabras. Estaba mirando en torno suyo, con la expresión de un hombre que busca algo y no lo encuentra. De pronto, alzó la —voz y gritó:
—¿Quién ha cambiado el ataúd de sitio?
—He sido yo, señor —contestó el piloto.
—¿Puede decirme las razones, señor Fogger? —preguntó Olson belicosamente.
—Lo envió a la proa. No estoy muy seguro de que lo hayan cerrado bien y, en tal caso, el viento se llevaría más fácilmente el hedor…
Imógene sintió que se le revolvía el estómago al comprender las razones del piloto. Olson apretó los dientes.
—Está bien, señor Fogger. Pero, para lo sucesivo, acostúmbrese a pedirme permiso cada vez que quiera cambiar de sitio un objeto de la carga.
—Sí, señor —contestó el piloto, impasible.
* * *
Los días se deslizaban apaciblemente a bordo de la «Ata-Nui». Todo transcurría con entera normalidad; sin embargo, Imógene, harto observadora, pudo darse cuenta de la tensión que reinaba en la goleta. Uno de los detalles que más la preocupaban era el silencio de los canacas, quienes, habitualmente, se pasaban el día canturreando melopeas.
Ahora, los canacas estaban silenciosos. Desempeñaban su trabajo con la rapidez y eficiencia en ellos habituales, pero arrojando continuamente furtivas miradas en todas direcciones. Al mismo tiempo, las intemperancias del capitán Olson habían aumentado y por el más fútil motivo vomitaba mil suciedades y blasfemias que aturdían y acobardaban al reverendo Starries, el cual se refugiaba en la lectura de su Biblia. El piloto Fogger no dirigía la palabra a su capitán como no fuera por asuntos estrictamente del servicio, y en cuanto a Barain, permanecía ausente, tendido sobre la cubierta la mayor parte del tiempo, como si todo lo que ocurría a bordo le importase un rábano.
Al cabo de dos semanas de navegación hicieron escala en María. El tiempo de estadía fue el mínimo preciso; la «Ata-Nui» cargó y descargó con rapidez y, sin permitir desembarcar a ninguno de sus tripulantes, Olson dio la orden de levar anclas apenas hubo concluido el último movimiento de la maniobra. Veinticuatro horas más tarde, se hallaban de nuevo en alta mar, con todo el velamen desplegado, foques y estays incluidos, rumbo al sudeste, hacia Rimatara. Pese a todo, la tensión, inexplicablemente para Imógene, no sólo se había aliviado con la escala en María, sino que había acrecido.
La muchacha conocía ya perfectamente a todos los canacas y los distinguía sin esfuerzo, pese a que en los primeros momentos le habían parecido idénticos. De entre los cinco canacas que componían la tripulación, había uno que se había mostrado especialmente servicial y atento con ella, procurando adivinar sus menores movimientos a fin de evitarle todo trabajo. La muchacha agradecía la devoción y lealtad del nativo, cuyo nombre era Ri-Ri, aunque ella pensaba que era más bien un apodo, debido, posiblemente, a la constante sonrisa que flotaba en sus labios, sonrisa que sólo desaparecía cuando se escuchaba el tremendo vozarrón del capitán Olson.
Veinticuatro horas después de haber zarpado de María, Imógene se hallaba en la proa, contemplando el movimiento del barco al hender las olas, habituada ya a la presencia del ataúd, cuando oyó a sus espaldas el leve chasquido de unos pies desnudos que se le acercaban.
Volvió la cabeza. Ri-Ri estaba enrollando el extrema inferior de una de las drizas, muy ocupado, al parecer en su labor. Sin embargo, al hallarse junto a ella, le dirigió unas palabras, hablando con gran rapidez:
—Señorita…
—Hola, Ri-Ri —sonrió ella.
—Por favor, no mirar, no sonreír —habló el canaca, expresándose en un infernal francés que a la muchacha se le hacía muy difícil de comprender—. Seguir como estaba.
Imógene comprendió que Ri-Ri quería decirle algo de importancia. Sintió un repentino aflujo de sangre en sus mejillas, pero procuró dominarse.
—¿Pasa algo, Ri-Ri? —preguntó en voz baja.
—¿Usted ser hermana de señor Raymond Driscoll?
Imógene creyó que se le paralizaba el corazón. Al cabo de tanto tiempo encontraba a una persona que conocía a Raymond y, que, seguramente, le daría noticias de él.
—Sí. ¿Qué sabes de él, Ri-Ri? ¿Está bien? ¿Le has visto últimamente? —preguntó, atropellando las palabras.
—Tener cuidado —le advirtió el canaca—. Nos están mirando. Venir a la medianoche. Aquí, mismo; yo hablar entonces de señor Raymond. Hasta luego.
La voz del capitán Olson sonó atronadoramente.
—¡Ri-Ri! ¡Por todos los diablos! ¿Qué haces ahí tanto rato? ¡Sube inmediatamente a la cruceta del palo mayor y asegura la escota del pico de la cangreja, que se va a soltar si no lo haces inmediatamente! ¡Vivo, maldito gandul!
Ri-Ri arrojó hacia Imógene una rápida mirada, llena de aprensiones. Enrolló el resto de la driza en una cabilla y luego corrió hacia los obenques del mayor, por cuyos flechastes empezó a trepar con la agilidad de un simio.
Imógene no pudo evitar lanzar una mirada hacia arriba. La cruceta del palo mayor se hallaba a más de veinte metros de altura sobre la cubierta. Se estremeció al pensar en los balanceos que debían sufrirse en semejante lugar. Aunque el viento era sostenido, la goleta se balanceaba lo suficiente para que el tope del mastelero describiese, en ocasiones, un arco de más de treinta grados. Se dijo a sí misma que ella no sería capaz de trepar hasta la cruceta por mucho dinero que le ofreciesen.
Imógene vio que Ri-Ri llegaba a la cruceta y se disponía a cumplir la orden recibida. Bajó la vista, pues sentía que se mareaba. Sus ojos tropezaron con los de Olson, situado junto a Fogger, cuyas manos aferraban con fuerza las cabillas de la rueda. Un poco más, a su izquierda y contra lo habitual en él, el reverendo Starries contemplaba la maniobra con suma atención.
Imógene volvió el rostro a un lado, mareada. En el mismo instante, sintió que la goleta se movía espantosamente.
Notó que era proyectada hacia adelante con tremenda fuerza. Su cuerpo pasó por encima de la borda. Durante una infinitesimal fracción de segundos, sus ojos contemplaron el espumeante movimiento de las olas al ser hendidas por la roda de la goleta. En el último instante, el instinto la hizo asirse con ambas manos a una cuerda y quedó colgando en el vacío, con el cuerpo, suspendido en el aire, fuera de la embarcación.
Casi en el mismo instante oyó un horrible alarido y vio, con el rabillo del ojo, una sombra que descendía velozmente de las alturas. El alarido se cortó bruscamente cuando el cuerpo de Ri-Ri se hundió en el agua, que se arremolinaba en torno a la embarcación.
Chasquearon las velas y crujieron los mástiles, mientras la goleta saltaba y rebrincaba como potro enloquecido. Imógene oyó un fuerte grito, el grito consagrado por la costumbre en tales circunstancias.
—¡Hombre al agua!
La voz de trueno del capitán Olson sonó de inmediato.
—¡Señor Fogger! ¡Ponga a rumbo la nave inmediatamente, maldita sea! ¿Dónde tiene los ojos, condenación? ¿Es que no ha sabido ver que se estaba desviando de su ruta?
Mientras se esforzaba por izarse de nuevo a bordo, Imógene comprendió que la tremenda sacudida se debía a una brusca guiñada de la goleta, causada sin duda por un descuido del piloto. Pero no pudo entretenerse mucho más; todos sus esfuerzos estaban concentrados en aquellos momentos en volver de nuevo a la cubierta.
Sonaron gritos e imprecaciones. Los canacas corrían alocadamente por la cubierta, tratando de arrojar un cabo a Ri-Ri, el cual nadaba esforzadamente en la estela de la embarcación.
—¡Vire en redondo, señor Fogger! —vociferó el capitán Olson—. Tenemos a un hombre en el mar…
Unas manos fuertes asieron de pronto las muñecas de Imógene. La muchacha levantó la vista. Jean Luc Barain la miraba sonriendo.
—No se espante, por favor, miss Driscoll —dijo el joven—. Cálmese y todo irá bien.
Barain parecía agotado por los excesos del alcohol, pero poseía una fuerza nada común, a juzgar por lo que Imógene pudo apreciar. Aspiró el aire y luego tiró hacia arriba, izando a la muchacha como si fuese una simple pajita.
Los dos rodaron por el suelo de la cubierta, debido a un brusco viraje de la embarcación. Barain fue el primero en ponerse en pie y asió a la muchacha por un brazo, para ayudarla a incorporarse, mientras que con la otra mano se agarraba a una escota.
La voz del capitán Olson se dejó oír de nuevo.
—¡Traedme un fusil, maldita sea!
Imógene sintió que sé le helaba la sangre en las venas al oír las palabras del capitán. Con gesto impulsivo se asomó a la borda.
—¡Cuidado! —gritó Barain—. No se vaya a caer otra vez.
La goleta viraba ceñidamente, rebrincando sobre las olas al ser cogida de través por el viento. Las velas aleteaban con tremendos chasquidos, semejantes al ruido que produciría el látigo de un gigante. Uno o dos de los canacas rodaron por el suelo, mientras los juramentos del capitán sonaban cada vez con mayor estruendo.
Una terrible angustia acometió a Imógene. Ri-Ri nadaba frenéticamente hacia la embarcación, procurando alcanzar los cabos que le habían sido lanzados, mientras era perseguido de cerca por dos o tres enormes escualos, de los que sólo podían verse las aletas caudales, atraídos por el inesperado festín. Los ojos del tahitiano estaban desorbitados por el horror.
—¡Dios mío! —gimió la muchacha—. ¡Lo van a devorar!
Uno de los canacas, Nsai, salió en aquellos momentos de la cabina del capitán, con un riñe en las manos. Barain saltó hacia él y le arrebató el arma, la cual empezó a disparar inmediatamente contra las ñeras del mar.
Los primeros proyectiles levantaron unos chorritos de agua en torno a los tiburones. Uno de ellos resultó alcanzado y empezó a dar frenéticos saltos que casi le hicieron salir fuera del agua.
Alguien lanzó un cabo. Ri-Ri estiró las manos y consiguió asirlo. Dos pares de manos tiraron de la cuerda con fuerza. En el mismo instante, los dos escualos restantes se abalanzaron sobre el desdichado.
El rostro de Ri-Ri sufrió un cambio total. Sus ojos se dilataron por el espanto y el dolor que sentía. Un horrendo alarido brotó de su garganta. Estremecida de pánico, Imógene se tapó los oídos, pero al hacerlo soltó la escota y un súbito bandazo de la goleta la hizo rodar por el suelo, con las piernas por alto.
Las manos de Ri-Ri soltaron el cabo. Su cuerpo se hundió en el agua, la cual se tiñó inmediatamente da rojo. El capitán Olson blasfemaba de un modo espantoso. Barain dejó caer el riñe, contemplando con ojos espantados el remolino encamado que se producía a una docena escasa de metros del costado de la «Ata-Nui».
Un súbito silencio se hizo de repente sobre la goleta. Sólo se oía el silbido del viento entre el cordaje y el chasquido de las olas al golpear blandamente contra el casco.
Un pájaro, marino pasó raudamente, graznando con estridentes gritos. Con lentos ademanes, Imógene se puso en pie. A bordo de la goleta, nadie hablaba. Todos se miraban unos a otros, estupefactos, aturdidos, llenos todavía sus ojos del horror que habían presenciado unos segundos antes.
Barain volvió su vista hacia la muchacha. Imógene quiso hablar, pero supo contenerse a tiempo. En aquellos momentos tenía la seguridad de que alguien, ignoraba su identidad, había querido asesinarla. La brusca guiñada que la había proyectado fuera de la borda, no se había debido a un descuido. Pero, y aquí radicaban las dudas de la muchacha, el mismo que había querido asesinarla, ¿no había hecho lo mismo con Ri-Ri?
Miró hacia la popa. El capitán Olson increpaba al piloto airadamente. El reverendo Starries se había apartado a un lado con gesto temeroso.