CAPÍTULO V
Faltaban ya veinticuatro horas para llegar a Rimatara. La goleta proseguía la navegación con toda normalidad, aprovechando el buen vienta con todo el trapo desplegado. Imógene había oído comentar que en ocasiones habían alcanzado los diecisiete nudos horarios, lo cual, en medio de todo, no dejaba de constituir una buena marca para una embarcación comercial.
El ambiente de tensión proseguía a bordo. Los canacas miraban recelosamente en todas direcciones y aunque ejecutaban sus trabajos con rapidez, lo hacían de un modo mecánico, sin poner en él el entusiasmo que Imógene había oído les era habitual. Las relaciones entre el capitán Olson y su piloto continuaban siendo frías, limitadas únicamente a lo indispensable para la buena marcha de la navegación.
Era de noche y la luna apuntaba ya por el Este. Imógene permanecía acodada en la borda, contemplando el brillo de las aguas y el blanco resplandor de las espumas, cuando, de pronto, sintió que alguien se le acercaba.
Volvió la cabeza rápidamente.
—Ah, es usted, señor Barain —dijo.
—¿Temió, acaso, que fuese ese misterioso asesino que, según usted, pretende matarla?
—Usted se burla de mí, señor Barain, y piensa que soy una muchacha histérica, alucinada por mil absurdas historias de misterio y de terror: pero yo le aseguro que ese asesino continúa a bordo.
—Es una lástima que no nos acompañe un buen detective —sonrió el joven—. Un Sherlock Holmes descubriría al asesino en un periquete y nos permitiría a todos dormir con más tranquilidad.
—No se burle de mí, se lo ruego —contestó ella—. Ya que no me cree, al menos…
—Está bien, miss Driscoll —la interrumpió Barain—. Dígame usted, en su opinión, qué razones tiene el asesino para matarla.
Imógene se mordió los labios. Barain parecía una excelente persona. Pero ¿y si el asesino era él? Imógene había oído decir que los tiempos en que los sentimientos criminales de una persona se reflejaban en su rostro, habían pasado a la historia. A pesar de su atractivo aspecto, Barain podía ser un asesino en potencia. Sin embargo, no estaba al lado de Fogger cuando éste recibió el empujón que le hizo perder el dominio del timón. Ahora bien, ¿no cabía pensar que el asesino podía disponer de un cómplice a bordo de la «Ata-Nui»?
Estaban en la amura de babor, entre los dos mástiles fue la goleta, la cual navegaba con una escora de quince grados. Las escotas que sujetaban el velamen gruñían cada vez que recibían un golpe de viento más fuerte que de ordinario.
Barain volvió a hablar antes de que lo hiciese ella. Imógene oyó su voz, que le arrancaba de sus meditaciones.
—Seguramente —habló el joven—, piensa que yo también puedo estar complicado en ese intento de asesinato.
—No sé —respondió ella—. Me siento aturdida… Le ruego me dispense, señor Barain. La verdad es que hace ya mucho tiempo que estoy muy preocupada. Temo que le haya pasado algo a mi hermano…
—¿Qué tiene que ver su hermano con lo que ocurre a bordo, miss Driscoll?
Ella le miró de frente. De pronto decidió confiarse a él. No por ello iba a correr ya mayores riesgos de los que estaba corriendo.
—Mi hermano me dijo que se había hecho rico, pero que, además, había hecho un descubrimiento fabuloso, algo jamás visto —manifestó con tono firme—. Le contesté que me conformaba con lo que ya había ganado en Rurutu y que volviese a San Francisco cuanto antes. No he vuelto a tener más noticias de él, señor Barain.
El joven se pellizcó el labio inferior, sumamente pensativo.
—Entonces, ¿teme que le haya ocurrido algo malo a su hermano?
—Lo más seguro, señor Barain. Un año es demasiado tiempo para no conocer ninguna noticia de él.
—Es cierto. Entonces, usted cree que el intento de asesinato hacia usted está relacionado con el silencio de su hermano.
—Muy posiblemente. Y no sólo lo que se refiere a mí, sino también en lo que concierne al canaca que murió devorado por los tiburones. Ri-Ri me dijo que quería hablarme a la media noche, a solas. Poco después, el capitán Olson le mandó a la cruceta del palo mayor. El resto ya lo sabe usted tan bien como yo, señor Barain.
—Sí —convino él—. Probablemente es como usted dice, miss Driscoll. Ahora bien, ¿no tiene usted alguna idea del hallazgo que había convertido a su hermano en un hombre rico?
—En absoluto. Bien es cierto que Raymond era muy dado a fantasías; pero en esta ocasión, me pareció que era completamente sincero.
—Es una lástima que no haya sido más explícito en su carta. ¿Qué clase de descubrimiento realizaría para calificarlo de sensacional? Debía tratarse de algo muy importante, por supuesto.
—Eso mismo opino yo, aunque no tengo ni la más remota idea de lo que se trata.
—No sé —murmuró Barain—. No acabo de entender qué puede hallarse en una isla de los Mares del Sur para convertirlo a uno en un hombre rico de la mañana a la noche.
Imógene movió la cabeza ligeramente. Ella tampoco podía decir nada al respecto. Agotado momentáneamente el tema, callaron los dos.
De pronto, un rayo de luna incidió sobre un objeto brillante. Imógene se estremeció al ver brillar el crucifijo de metal que había sobre la tapa del ataúd, situado a una media docena de metros del lugar en que se hallaban.
—¿Quién será el hombre que yace ahí dentro? —preguntó de pronto.
—Quizá algún indígena que deseó ser enterrado en la isla donde nació —repuso Barain.
—Ésa es o era, una costumbre de los chinos que residían en San Francisco —manifestó Imógene—. Antiguamente, había barcos que se dedicaban casi exclusivamente al transporte de féretros desde los Estados Unidos a la China. Ahora las cosas han cambiado, por supuesto.
—Sí —convino Barain distraídamente.
La escora de la goleta era tal, que su borda quedaba en ocasiones a pocos centímetros de las olas. Inconscientemente, Imógene alargó una mano con —el fin de mojarla en el mar. En el mismo instante, una voz autoritaria ordenó:
—¡Retire usted esa mano, miss Driscoll!
La muchacha respingó y miró hacia el lugar donde se hallaba el piloto, quien había sido el autor de la advertencia. Fogger continuó:
—Conozco más de un imprudente que ha perdido una mano en el vientre de un tiburón por haber hecho lo mismo que usted, miss Driscoll. No lo vuelva a repetir —concluyó, ya en tono menos hiriente.
—Muchas gracias, señor Fogger.
—No hay de qué, miss Driscoll.
El piloto les hizo una leve inclinación de cabeza y luego giró sobre sus talones, quedando de espaldas a ellos, a cuatro o cinco pasos. Permanecía en pie, con las piernas separadas, a fin de mantener el equilibrio, y las manos a la espalda, enlazando y desenlazando los dedos con nerviosos movimientos. Imógene se dio cuenta de que el piloto estaba sumamente preocupado, con toda seguridad, se dijo, por el incidente surgido días atrás con el capitán Olson.
Volvió sus ojos hacia Barain. Éste sonrió comprensivamente. En aquel instante se oyó un fuerte chasquido y la goleta sufrió una sacudida.
Imógene se preguntó qué podía ocurrir. Antes de hallar una respuesta adecuada, oyó un agudo grito, a la vez que sentía sobre sus hombros la presión de las manos, del joven.
—¡Cuidado! ¡Se ha soltado la escota de la botavara!
El empujón que Barain le propinó la hizo caer sentada sobre cubierta. El joven se agachó, justo en el momento en que el pesado madero, de doce metros de largo y casi tan grueso como un cuerpo humano, giraba velozmente en torno al mástil, impulsado irresistiblemente por el viento que impelía la cangreja, cuya parte inferior sujetaba.
El piloto se volvió, al escuchar el grito de advertencia de Barain. Sus ojos se dilataron por el espanto, a la vez que abría la boca para lanzar un agudo grito. En el mismo instante, el pesadísimo madero le alcanzó de lleno en el rostro.
Por encima de los latigazos de la escota suelta y de los golpazos del motón, se oyó un estremecedor crujido de huesos. Luego, el cuerpo del piloto, muerto ya instantáneamente al recibir tan tremendo golpe, saltó por encima de la borda y fue a parar al mar.
La goleta se agitó espantosamente, perdida de momento la estabilidad, mientras la cangreja del trinquete giraba alocadamente a babor y a estribor.
Barain volvió a empujar a la muchacha.
—Tiéndase en el suelo. El motón puede destrozarle la cabeza si la alcanza.
La botavara describió un semicírculo en sentido inverso, mientras la enorme vela aleteaba con tremendos chasquidos. El mástil crujió ominosamente, en tanto que el timonel se esforzaba por mantener el rumbo, aferrado con ambas manos a la rueda del timón.
—¡Capitán Olson! ¡Capitán Olson!
Barain se puso en pie, con los pies separados, el cuerpo encorvado y las manos preparadas para agarrarse a la escota cuando la botavara volviese a girar. En el entrepuente se oía ya un escándalo mayúsculo.
La botavara fue lanzada de nuevo hacia babor. Barain dejó que la escota pasara por delante de él y luego la agarró con ambas manos. Pero era necesario algo más que la fuerza de un hombre para refrenar el poderoso impulso de un madero movido por una vela de más de doscientos metros cuadrados de superficie. La presión que ejercía el viento sobre aquel inmenso trozo de lona resultaba poco menos que irresistible, y el joven, que no había soltado la escota, fue arrastrado por la misma.
Imógene gritó angustiada. Olson dejaba oír ya su potente vozarrón, dando órdenes a los canacas para que asegurasen de nuevo la escota. Sin soltar el cabo, Barain fue levantado en el aire y pasó por encima de la borda cuando la botavara, en su movimiento de giro, salió fuera de la línea del casco de la goleta.
El joven quedó suspendido sobre el mar, a unos cuatro o cinco metros de la borda de la embarcación. La botavara permaneció unos momentos inmóvil y luego emprendió de nuevo su movimiento, de giro. Entonces, al penetrar en la goleta, Olson y los tres canacas se arrojaron sobre la escota y consiguieron aferraría a su cabilla, deteniendo de este modo el enloquecedor volteo de la cangreja.
Barain se dejó caer al suelo, en donde quedó sentado, momentáneamente exhausto por el esfuerzo realizado. Olson se inclinó sobre él.
—Señor mío, —dijo, conteniendo difícilmente su cólera—. ¿Puede usted decirme por qué se entretenía en jugar con el velamen de mi barco?
—¡Capitán! —gritó Imógene—. El piloto ha muerto.
—¡Qué! —Olson soltó una espantosa imprecación.
Barain se puso en pie.
—Así es, capitán. Miss Driscoll y yo estábamos en la amura de babor y él se hallaba unos pasos más adelante. La escota se soltó de pronto y la botavara giró velozmente, golpeándole en el cráneo y lanzándole a continuación al mar, seguramente, muerto ya en el acto.
—De modo que la botavara se soltó —gruñó Olson.
—Ciertamente, capitán —intervino Imógene, cruzando la cubierta—. Yo puedo confirmar todo cuanto ha dicho el señor Barain y, además, añadir otra cosa que él no ha dicho, acaso por prudencia. ¿Cómo se soltó el cabo de la escota? ¿No tenía que estar bien asegurada, capitán?
Olson se quedó cortado momentáneamente, sin saber qué decir.
—Así que ustedes estaban en el lado opuesto —rezongó.
—Justamente, capitán —respondió el joven—, y puede imaginarse fácilmente cuál es la potencia de impacto de un madero como ése, girando impulsado por el viento a toda velocidad. El señor Fogger tuvo que fallecer instantáneamente.
Olson se volvió de pronto hacia uno de los canacas.
—Diko, ve a mi camarote y trae la linterna eléctrica.
—Sí, capitán.
—Debería usted mandar virar en redondo y explorar la zona, para ver si se puede encontrar el cadáver del piloto —sugirió Barain.
—Eso es imposible —repuso el capitán—. Fogger está muerto ya y, a estas horas, devorado seguramente por los tiburones. Aparte de que es de noche y no podríamos ver nada, yo tengo marcado un horario fijo, que procuro cumplir lo mejor posible. No puedo perder tanto tiempo para encontrar, si acaso, un cadáver. Seguiremos nuestro rumbo, señor Barain, eso está ya decidido.
—Seguramente, a usted no le interesa que se encuentre el cuerpo del señor Fogger —declaró Imógene calurosamente.
—¿Qué es lo que quiere decir usted, miss Driscoll? —gritó Olson.
—Tengo la sensación de que la muerte del piloto, no sólo no le perjudica, sino que le beneficia bastante. Todos cuantos nos hallamos a bordo de la «Ata-Nui» pudimos oír con toda claridad las frases que se cruzaron entre los dos el otro día, capitán. ¿Por qué se calló, cuando el piloto lanzó sobre usted ciertas acusaciones que no terminó de aclarar, sin embargo? ¿Es que tiene usted algo, que ocultar a la Justicia?
—¡Basta! —aulló Olson, descompuestamente—. Miss Driscoll, le ordeno cesar en semejantes insinuaciones que carecen por completo de todo fundamento. Y es más; voy a recordarle que soy el capitán de esta nave, con potestad suficiente para encerrar a cualquier persona que viaje a borda de la misma, ya sea tripulante o pasajero, si noto que su conducta puede resultar nociva para el resto. De modo que si vuelve a decir algo injurioso para mí, la encerraré en su cámara hasta llegar a Rurutu. ¿Está claro, miss Driscoll?
—Está claro que usted llama insulto a la verdad, capitán —replicó ella, sin amilanarse—. Pero, puesto que parece molestarle tanto, callaré… aunque sólo por ahora.
Olson la miró, despidiendo llamas por los ojos. En aquel momento, regresó el canaca con la linterna.
El capitán le arrebató la lámpara de un manotazo y, después de encenderla, la paseó por las cabillas. Súbitamente, una tremenda exclamación brotó de sus labios.
—¡La escota presenta señales de haber sido cortada con un cuchillo!