CAPÍTULO II

De pie, sobre la popa de su embarcación, el capitán Olson dirigía las operaciones de carga. El capitán Olson era un sujeto hercúleo, de casi dos metros de altura y ciento diez kilos de peso, de pelo rojo y ojos extremadamente azules. Vestía una simple camisa, sucia de mugre y sudor, unos pantalones que antaño habían sido grises, pero que ahora carecían de color, y cubría su espesa mata de cabellos con una vieja gorra de marino, necesitada de un relevo más que urgente. Por la abertura de su camisa, a la cual faltaban un par de botones, asomaba un espeso bosque de vello rojizo. En la mano derecha sostenía una gruesa cabilla, la cual blandía con harta frecuencia, a la vez que vomitaba toda suerte de imprecaciones para los tahitianos que intervenían en las maniobras.

—¡Así no! —vociferó—. Sujeta bien ese cabo, maldito. ¿Tienes ganas de que venga una ola y se me lleve esa caja? ¡Atalo bien, te digo, condenado hijo de perra, ojalá se te lleven los demonios!

En el muelle, el operario de la grúa manejaba su artefacto, indiferente a las imprecaciones del capitán. Olson parecía atacado de un paroxismo de cólera.

—Esta labor debería hacerla mi piloto —bramó, con la cara tan roja como su pelo—. Ese bastardo… ¿dónde infiernos se habrá metido? Estará emborrachándose, como de costumbre.

Un taxi se detuvo de pronto a unos pasos del borde del muelle. El capitán Olson arrojó una rápida mirada hacia el coche, cuya portezuela acababa de abrirse en aquel momento.

Una mujer se apeó del taxi. Era joven, de líneas esbeltas, bien proporcionada, de cabellos castaños y ojos grises. Vestía un sencillo traje blanco, que hacía resaltar sus formas compactas y se tocaba con una amplia pamela del mismo color que el vestido. Pendiente de la mano llevaba un amplio bolso de rafia, calzaba zapatos de alto tacón y su porte era atractivo y distinguido. Olson calculó su edad como comprendida entre los veintitrés y veinticinco años.

La joven caminó graciosamente, con fáciles andares, hasta situarse al borde del muelle. El taxi quedó esperando.

—¿Capitán Olson? —preguntó.

—Yo mismo, señorita —respondió el aludido, acercándose a la borda de su embarcación—. ¿En qué puedo servirla?

—Tengo entendido que su goleta va a zarpar esta misma tarde, capitán Olson. Al menos, así me lo han informado en la Capitanía del puerto. Ah, me llamo Driscoll, Imógene Driscoll.

Olson se tocó la visera de la mugrienta gorra con dos dedos de la mano.

—Encantado miss Driscoll. Pues, sí; es cierto que zarpamos a la tarde… ¡Eh, aguarde un memento! ¡Cuidado, tú, el de la grúa!

Imógene se apartó a un lado, contemplando el ataúd que se balanceaba en el aire y que iba a ser cargado en la goleta. Una sombra de aprensión, cruzó rápidamente por su lindo, rostro.

—Como puede ver —rió Olson—, aquí cargamos de todo, miss Driscoll. —Movió las manos, indicando la maniobra al maquinillero—. Un poco más, un poco más… Eh, vosotros dos, Nsio, Nsai —se dirigió a unos canacas de la tripulación—, sujetadme bien esa lata de carne.

Olson soltó una atroz carcajada, riéndose de su propio chiste. Luego se encaró otra vez con la muchacha.

—Bien, miss Driscoll, ¿qué es lo que quiere usted del capitán de la Ata-Nui, la mejor goleta que ciñe el viento en los mares del Sur?

—Deseo un pasaje en su embarcación, capitán —contestó ella con voz firme, arrojando de cuando en cuando una aprensiva mirada hacia el ataúd, el cual estaba siendo asegurado en aquellos momentos con unos sólidos cabos a la cubierta de la goleta—. Tengo entendido que una de sus escalas es Rurutu.

—Así es, miss Driscoll —contestó Olson. Devoraba con la vista el espléndido cuerpo de la muchacha, sin ocultarse ni mucho menos—. Tocaremos primero en María, luego en Rimatara y después en Rurutu. ¿Puedo preguntarle qué interés tienes usted en viajar hasta una isla medio desierta?

Imógene se envaró. No le gustaba en absoluto el capitán Olson; la miraba con demasiado descaro. Y, además, le parecía un bruto. Pero quería ir a Rurutu por encima de todo y este deseo le hizo pasar por alto todo lo demás.

—Perdone, capitán —respondió con firmeza—. Pero los motivos son míos. Pagaré bien las incomodidades que pueda causarle —añadió.

—Oh, eso es lo de menos —rió el capitán Olson, agitando la mano con gesto bonachón—. Le aseguro que el precio del pasaje no constituirá ninguna insalvable diferencia entre los dos. Pero, de todas formas, quiero advertirle…

La sonrisa del capitán se heló de pronto. Chispas de cólera brotaron de sus ojos. Imógene se preguntó qué le habría encolerizado.

Volvió la cabeza, siguiendo con la vista la dirección de la mirada de Olson. Un taxi acababa de detenerse a pocos pasos del suyo y un hombre se apeaba en aquellos momentos, seguido de una mujer. Los dos parecían estar completamente borrachos.

Imógene se sintió asqueada al ver el aspecto de la pareja. Ella era una profesional del amor, se veía claramente, sin lugar a dudas. En cuanto al hombre, relativamente joven todavía, ofrecía un aspecto desastrado, con grandes manchas de licor y de grasa en su indumentaria. Se tambaleó visiblemente y hubiera caído al suelo, de no haberle cogido a tiempo la mujer que le acompañaba, en medio de grandes risas.

—¡Señor Fogger! —aulló el capitán Olson.

El hombre se volvió hacia la goleta. Fue a saludar con la mano, pero entonces se dio cuenta de que su gorra de marino se hallaba todavía sobre la cabeza de la mujer. Entonces se la quitó y se la colocó sobre la suya, sin darse cuenta de que se la ponía con la visera sobre el cogote.

—A la…, a la orden, capitán… —tartajeó—. Ahora…, ahora mismo subo a bordo… Un mo… un momento, señor.

Se volvió hacia la mujer y la estrechó contra sus brazos, besándola fuertemente. Imógene pudo darse cuenta de que, mientras la besaban, la mujer metía la mano en el interior de la chaqueta de Fogger, retirándola luego, con presteza. Los choferes de los taxis reían la mar de divertidos ante la escena que se desarrollaba en el muelle.

—Es… está bien. Adiós, preci… preciosa…

—Adiós, cariñito —dijo la individua, dándole un beso en la mejilla. Giró sobre sus talones y en el mismo momento, la mano de Fogger cayó sobre sus opulentas caderas, produciendo un ruido semejante al de un pistoletazo.

La mujer soltó un gritito. Fogger palmeó alborozadamente, riendo como un estúpido. Luego, describiendo grandes eses, caminó hacia la plancha, que atravesó merced a la ayuda de uno de los canacas.

—A su… a sus órdenes, capitán… —saludó trabajosamente.

El rostro de Olson aparecía congestionado. De pronto, su cólera estalló de modo devastador. Lanzó una terrible blasfemia, al mismo tiempo que disparaba su puño derecho contra la mandíbula del individuo.

Fogger puso los ojos en blanco y se derrumbó como una masa inerte. Al ver aquello, Imógene se llevó una mano a la boca, ahogando un grito de espanto.

—¡Diko, Nsai! —gritó Olson—. ¡Llevaos a ese estúpido, abajo y amarradlo a su litera! ¡Estará atado hasta que yo lo diga, y si a alguno de vosotros se os ocurre soltarlo, lo arrojaré a los tiburones! ¡Vamos, moveos, gandules!

Los dos canacas cargaron con el cuerpo del piloto inconsciente y se lo llevaron por la escotilla del tambucho que conducía al entrepuente.

Cuando los canacas hubieron desaparecido, Olson se volvió hacia la muchacha.

—Dispénseme, miss Driscoll, pero es que con esta gente no se puede actuar de otra manera. Fogger es mi piloto y debería haber estado dirigiendo la maniobra de estiba desde hace un par de horas. Es un maldito borracho, y en cuanto tocamos tierra, se vuelve como loco. Lo, habría despedido más de una vez, si no fuera porque, en alta mar, no hay otro piloto como él.

—Comprendo —dijo Imógene con voz neutra.

—Bien señorita —manifestó Olson—. De acuerdo, la admitiré como pasajera. De todas formas, quiero hacerle la advertencia que ese estúpido de Fogger no me dio tiempo a formularle.

—Sí, capitán.

—Mi goleta es principalmente de carga. Suelo recorrer la parte sur del archipiélago de Tuamotú y, por norma general, casi nunca llevo pasajeros. No, obstante, con usted haré una excepción.

—Gracias, capitán.

—Corrientemente —siguió Olson—, cuando llevo pasajeros, viajan en cubierta. No dispongo de alojamientos más que para el piloto y para mí, ésta es la verdad, y no son lugares como los que usted está acostumbrada a utilizar. Pasará muchas incomodidades, se lo aseguro.

—No importa —contestó ella—. Me esforzaré por no darles demasiado trabajo. ¿A qué hora zarpan?

—A las cinco de la tarde en punto, miss Driscoll. Procure estar a bordo a tiempo; en la Capitanía del Puerto no gustan de los retrasos en el zarpar.

—Conforme, capitán. ¿Quiere algún anticipo sobre el precio del pasaje?

Olson levantó una maño con ademán magnánimo.

—Confío en usted, miss Driscoll.

—Gracias, capitán —contestó ella, secamente—. Hasta la tarde.

—Hasta la tarde —repitió Olson.

Imógene dio media vuelta y se encaminó hacia su taxi que la aguardaba. Olson la miró, mientras se acariciaba la cara con aire pensativo.

—Esa muchacha… —murmuró—. ¿Qué diablos se le habrá perdido en Rurutu?

Al cabo de unos segundos se encogió de hombros.

—Bueno, ya lo sabré más adelante. De aquí a Rurutu hay muchos días de navegación por delante. ¡Eh, vosotros, gandules, a trabajar!

Media hora más tarde, un tercer taxi se detuvo delante del «Ata-Nui». Un hombre saltó del coche y se encaminó hacia la planchada con paso no muy seguro.

Era joven, unos veintiocho años de edad, de buena presencia, cabellos negros y rostro de facciones angulosas. Llevaba barba de varios días y por el bolsillo de su sudada chaqueta blanca asomaba el gollete de un frasco plano. Caminó con paso inseguro hacia la planchada, la cruzó y saltó a cubierta.

—¿Capitán Olson?

—Yo mismo, señor…

—Barain, Jean Luc Barato —contestó el recién llegado, esforzándose por dar a su voz un tono de firmeza. Luego añadió—: Tengo entendido que una de las etapas de su viaje es Rurutu.

Olson frunció el ceño.

—¿Y…?

Barato sacó de uno de sus bolsillos un puñado de billetes.

—¿Cuánto vale un pasaje hasta Rurutu, capitán?

—Eh —protestó Olson—. Poco a poco, señor Barain. Todavía no le he aceptado como pasajero.

—Pera sí aceptará quinientos francos, como importe de mi pasaje, capitán. —Desmañadamente, el joven contó cinco billetes de a cien nuevos francos cada uno y se los puso a Olson en la mano—. ¿Está bien así o necesita más pasta?

Olson se había quedado sin habla.

—¡Qué frescura! —De pronto alargó su mano y agarró los billetes—. Está bien, señor Barain. Puede subir su equipaje a bordo cuando quiera. Zarpamos a las cinco en punto. Ah, tendrá que dormir en cubierta; no dispongo de cámaras suficientes.

Barain se encogió de hombros.

—Es lo, mismo. —Sonrió estólidamente—. A las cinco en punto, capitán.

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la plancha. De pronto, Olson saltó hacia él y le agarró por un brazo.

Barain le miró turbiamente.

—¿Capitán?

—Oiga usted, señor Barain, esa botella…

—Está ya casi vacía —contestó el joven.

—No es eso, señor Barain, sino que no me gusta que la gente se emborrache a bordo. ¿Comprendido?

Barain sonrió ampliamente.

—Puede estar tranquilo, capitán —dijo—. Aunque pueda parecer lo contrario, yo soy siempre un hombre moderado. Moderación en todo, ése es mi lema. Cada vez un trago, nunca más. Bonito lema, ¿eh, capitán?

Olson se quedó sin saber qué responder. Cuando quiso decir algo, Barain entraba de nuevo en el taxi.

—¡Vaya! —resopló, echándose la gorra hacia adelante para rascarse la nuca con gesto desconcertado—. De modo que todo el mundo quiere ir ahora a Rurutu. ¿Qué tripa se les habrá perdido en esa maldita isla?

El desconcierto, del capitán Olson iba a aumentar todavía más. A las tres y media de la tarde, se presentó un singular hombrecillo, menudo, enteco, casi completamente calvo, de nariz bulbosa, sobre la cual cabalgaban unos lentes con montura de oro. Vestía traje enteramente blanco, con alzacuello, negro y se presentó como Myron Starries, pastor evangelista. En la mano derecha llevaba una gran bolsa de lona, que abultaba casi tanto como él.

—Mis superiores me envían a predicar el Evangelio a Rurutu, capitán —dijo, después de las correspondientes precauciones. Pese a la insignificancia de su tamaño, tenía una voz firme y bien modulada—. ¿Cuánto es el pasaje?

Aturdido, Olson recogió los billetes que le entregaba el predicador. Luego le hizo las mismas advertencias que a Barain, esto es, que debería dormir en la cubierta.

—No me asustan las incomodidades, capitán —respondió Starries—. Nuestro Señor padeció mucho más. ¿Me quejaré yo por dormir unas cuantas noches sobre la cubierta? Gracias, capitán. Y, si no le importa, me quedaré ya a bordo hasta la hora de zarpar.

—Como guste, reverendo —contestó el desconcertado Olson.

Starries reparó entonces en el ataúd. Movió la mano derecha y trazó en el aire la señal de la cruz.

—El Señor haya perdonado sus pecados —murmuró. Luego se retiró a un lado, sentóse sobre un rollo de cuerdas y, sin preocuparse del bullicio que reinaba en torno suyo, sacó una Biblia y se puso a leer.

Media hora más tarde, llegó Imógene Driscoll. Y cuando ya estaban a punto de largar amarras, Jean Luc Barain cruzó la plancha. El chofer del taxi le ayudó a transportar su equipaje; dos enormes maletas que parecían pesar como si fueran de plomo.

Diez minutos más tarde, el motor auxiliar de la «Ata-Nui» se ponía en movimiento. Cuando la goleta estuvo fuera del puerto de Papeeté, la capital de Tahití, el capitán Olson mandó izar el velamen de los dos palos. Impulsada por una fresca brisa del nordeste, la goleta tomó rumbo sursudoeste y se encaminó, balanceándose alegremente por encima de las olas, hacia la isla María, primera etapa de su periplo por el archipiélago de Tuamotú.