CAPÍTULO VI

 

—¿Qué pasará si los informes de Peatts son desfavorables?— preguntó Lita a la mañana siguiente, mientras el «graviscooter» volaba rumbo al país de los Hokos.

—Me pide usted una respuesta imposible por ahora —dijo Ross.

—¿Por qué? ¿No puede decirme qué hará si los informes no son buenos?

—Es que depende de lo que digan tales informes, Lita. Más de una vez he recibido informes de tipos sospechosos y no eran nada favorables. Pero en la mayoría de los casos, por no decir todos, los sospechosos se portaban bien, con ansias de regenerarse y vivir aquí honradamente.

—Ya entiendo. Sin embargo, no puede decirse que Peatts no sea honrado.

—No alegaré nada en contra, sin pruebas irrebatibles —declaró él—. Pero según sean los informes, podría expulsarlo de Hamadú.

—¿Aceptará él la orden de expulsión?

—La astronave de la Tierra permanecerá aquí un par de semanas. Lleva cámaras especialmente acondicionadas para casos de homicidio a bordo, locura repentina y también para aislar a algún enfermo, inesperadamente atacado por alguna enfermedad contagiosa o que, simplemente, necesita tranquilidad.

—Quizá el comandante de la astronave no quiera encerrar a Peatts en una de esas cámaras —sugirió Lita.

—Eso ya sería cuenta suya; pero lo que sí puedo garantizarle es que tomaría a Peatts como pasajero, primeramente, porque yo abonaría el importe de ese pasaje, y segundo, porque no hay comandante de astronave que tome tierra en Hamadú, que no reconozca mi jefatura total.

—Entiendo. Pero no me gustaría hacerle una advertencia, jefe.

—La escucharé, siempre que me llame por mi nombre, Lita —sonrió él.

—De acuerdo, Ed. La advertencia es: tenga cuidado, no con los demás, sino consigo mismo. Disponer de un poder total puede conducirle a una deificación de sí mismo y ello resultaría catastrófico.

—Lita, usted olvida que si bien puedo tomar decisiones por mí mismo, también es cierto que, aunque se diga lo contrario, tengo un Consejo Asesor, al cual someto los problemas de importancia, en especial, cuando su resolución no es de inmediata urgencia. Y en ese consejo hay varios nativos, tres o cuatro Hokos y un colono. Cuando reciba los informes, los presentaré al Consejo Asesor.

—No está mal, aunque algunos pueden alegar que fue usted el que nombró a los componentes de ese consejo. Por tanto, ellos harán lo que usted les indique.

—No, Lita. Lo crea o no, solicité voluntarios. Por tanto, no he nombrado a ninguno. Pero no olvide una cosa: en Hamadú hay unas leyes, no escritas, eso es cierto, lo que no impide para que sean aceptadas, respetadas y cumplidas por todos. Y según esas leyes, yo soy el Jefe Total del planeta._

Ross hizo una corta pausa y añadió:

—Al recibir ese nombramiento, más que un honor, recayó sobre mí una gran responsabilidad y no pienso rehuirla, Lita.

La muchacha se quedó muy impresionada por las palabras de su acompañante y, durante unos momentos, guardó silencio. Al cabo de un rato, quiso hablar, pero, de pronto, Ross exclamó:

—Ah, ya tenemos a la vista el país de los Hokos.

 

* * *

 

—Te saludo, Dun’l —dijo Ross—. Esta hembra es Lita Haray, buena amiga mía.

Los ojos del Hoko contemplaron con aparente inexpresividad a la muchacha. Luego, sus dos picos tabletearon con rápidas alternativas:

—Celebro conocerla —contestó—. Según vuestros cánones de belleza, ella es muy hermosa.

Los ojos de Lita se abrieron desmesuradamente. ¡Dun’l hablaba en su propio idioma!

Ross sonrió.

—Sí, es muy bonita, en efecto —dijo—. Lita, dele las gracias.

—Gra… gracias —balbuceó la muchacha—. Me… me alegro mucho de saludarte en persona…

Dun’l movió una de sus garras.

—Podéis sentaros —dijo.

El asiento era un tronco de árbol derribado por alguna tempestad. Dun’l se acuclilló simplemente en el suelo herboso.

—Has venido para decirme algo, jefe Ross —habló.

— Sí, en efecto —convino el visitante—. Se trata de conocer tu opinión y la de tu pueblo, con respecto a la integración de Hamadú en la Pentalianza.

—¿Nos conviene, Ed?— preguntó Dun’l.

—En mi opinión, sí.

—Yo no estoy tan seguro de ello, Ed. Ahora vivimos felices y sin problemas. ¿No crees que es integración puede creamos una situación que cambie nuestro modo de vivir?

—Dun’l, eres inteligente, como todos los de tu pueblo. Ya sé que estáis contentos con vuestro género de vida. Para subsistir, sólo necesitáis vegetales y algunos insectos que, a decir verdad, son perjudiciales para las plantas. Pero, ¿me permites que sea absolutamente sincero?

—Te lo ruego, Ed —contestó Dun’l.

—Vuestro género de vida es bueno, incluso maravilloso, pero linda en el salvajismo. No necesitáis ni siquiera un techo para cobijaros y el fuego, elemento esencial en la vida de todo ser primitivo, no os hace falta para nada. Pero quiero que te fijes en una cosa, Dun’l. ¿Te has dado cuenta que, desde hace algunos años, vuestro número ha aumentado considerablemente?

—Sí, es cierto —admitió el Hoko—. Pero, sobre todo, se debe a que no hay guerra entre nosotros y los nativos. Tú acabaste con aquellas matanzas, donde perecían cientos y, a veces, miles de seres de ambos bandos…

—Exacto —cortó Ross casi con gesto triunfal—. Y, ¿qué sucede ahora? Muy sencillo, Dun’l; al no producirse entre vosotros más muertes que las naturales, el número de Hokos aumenta de forma casi vertiginosa. ¿Cuántos hijos tiene una hembra Hoko cuando le llega el momento de ser madre?

—Cada dos años, de doce a quince, Ed —contestó Dun’l.

—Llevamos ya muchos años de paz y vuestro número ha aumentado, así, a ojo, en un veinte por ciento cuando menos. Dun’l, aunque tú no lo sepas, yo he volado más de una vez sobre tu país y he visto ya extensas áreas esquilmadas, limpias de vegetación, próximas a convertirse en eriales. Eso es grave, muy grave… e incluso podría tener consecuencias funestas para el porvenir de Hamadú.

 

* * *

 

Después de las últimas palabras de Ross hubo una pausa de profundo silencio.

Lita se sentía llena de asombro. Ross, ahora lo estaba viendo, era algo más que un jefe paternalista y benevolente, que se preocupaba por el futuro del planeta. A nadie se le había ocurrido, pensó la muchacha, en estudiar el crecimiento demográfico de los Hokos ni mucho menos en observar los resultados de tal circunstancia.

Dun’l fue el primero en romper el silencio.

—¿Por qué no sigues hablando, Ed?— solicitó—. Tú tienes algo más que decirme; aún no has acabado.

—Cierto —concordó Ross—. Dun’l, lo siento, pero es preciso atenerse a la realidad, guste o no. Si las cosas siguen así, puede llegar un día, lejano aún, pero inevitable, en que os falte alimento y entonces lo buscaréis en otras áreas. Alguien se opondrá y sobrevendrá de nuevo una guerra. Eso es algo que no ocurrirá mañana, ni pasado, ni dentro de cien o doscientos años, pero ocurrirá. A menos que…

Ross miraba fijamente a su impasible interlocutor.

—Lo lamento, Dun’l, pero vais a tener que empezar a pensar en la forma de convertiros en agricultores —añadió.

—Creo que te entiendo —dijo Dun’l—. Pero el pueblo Hoko nunca…

—El pueblo Hoko no es ni más ni menos que otros que un día empezaron a pensar en vivir como seres civilizados, y la base del comienzo de esa civilización, ha sido siempre, en todas partes e independientemente de la figura física, la agricultura. Labrando la tierra, cultivando las plantas necesarias para vuestra alimentación, tendréis siempre la comida asegurada.

»En la Tierra, en cientos de planetas habitados, los seres humanos empezaron así, como estáis vosotros ahora; y no vale alegar el tema de la figura, porque hay razas, con un cuerpo muy distinto al tuyo y al mío, que han realizado grandes avances científicos y se han extendido y propagado su cultura por extensos sectores de la Galaxia. Cuanto antes empieces a tomar conciencia de ese problema, será mejor para todos, Dun’l —concluyó el visitante.

—Me estás haciendo pensar demasiado —se quejó el Hoko—. Sin embargo, algo me hace suponer que todo ese discurso tiene algo que ver con un tema que no es precisamente la agricultura.

—La integración, Dun’l —contestó.

El Hoko pareció sumirse en hondas meditaciones, Ross y Lita respetaron su silencio.

Al cabo de un rato, Dun’l dijo:

—Aceptamos la integración y te nombraremos nuestro representante, Ed.

Ross hizo una profunda Inclinación de cabeza.

—Gracias, Dun’l, pero tal vez exija de ti algo más —declaró—. Es muy posible que te pida una demostración masiva de tu pueblo. Ellos también tienen derecho a dar su opinión en este asunto.

—Comprendo. Vosotros lo llamáis votación o algo por el estilo.

—Sí, Dun’l.

—Estaremos dispuestos para el momento que lo necesites, Ed.

—Gracias, Dun’l. Y ahora, por favor, dile a esta encantadora muchacha cuál era la pena que pensabas solicitar contra Frodner. Ella lo ignora todavía.

Lita se estremeció al ver fijos en ella los triangulares ojos de Dun’l. Los dos picos del Hoko se movieron con rápidas alternativas:

—Me hubiera conformado, simplemente, con la expulsión de Frodner del planeta. Él no me dejó otra alternativa —manifestó.

Lita hizo un gesto con la cabeza.

—Siento haberte juzgado mal, Dun’l. Te ruego me dispenses —pidió.

—Piensa un poco mejor de nosotros en lo sucesivo —contestó el Hoko.

 

* * *

 

—Es bien cierto que no se aprecia a la gente, hasta que no se la conoce —dijo la muchacha, ya durante el viaje de vuelta—. ¿Quiere creer que Dun’l empezaba a caerme ya simpático?

Ross lanzó una alegre risita.

—Todavía le resultará más simpático, cuando sepa que sólo en rarísimas ocasiones emplea nuestro lenguaje —contestó—. Hoy lo ha hecho, como deferencia hacia usted, y eso que era la primera vez que la veía. Cuando él y yo nos entrevistamos, hablamos en su idioma y apenas recuerdo una ocasión en que haya empleado él nuestro.

—Tendré que sentirme orgullosa —exclamó Lita—. Cuando lo sepa mi padre se desmayará, Ed.

El «graviscooter» volaba en aquellos momentos a baja altura. Ross hizo que el aparato ganase unos trescientos metros.

—Vea —indicó con un ademán—, allá, a lo lejos, se divisa una mancha amarilla. Es una zona que ya no sirve para alimentar a los Hokos. Tendrán que pensar en estabilizarse en alguna zona del planeta y abandonar su nomadismo.

—Sí, sobre todo, teniendo en cuenta su capacidad de reproducción. ¿Dice usted que doce o quince nuevos Hokos cada dos años?

—Esos son los que tiene cada hembra, claro. Por fortuna, su período de fertilidad dura de seis a ocho años, aunque pueden vivir muchos más, naturalmente. Pero el planeta es muy extenso, casi tanto como la Tierra.

—En tal caso, el problema de la explosión demográfica Hoko está muy lejos todavía, Ed.

—Sí…

Ross no pudo seguir hablando. El aparato se bamboleó súbitamente.

—¿Qué sucede?— gritó Lita, alarmada.

El «graviscooter» se movía de un modo irregular —errático. Ross consultó los instrumentos y, de repente, vio algo que le erizó el cabello.

—¡Se ha agotado el combustible!— exclamó.

La aguja del indicador estaba a punto de rozar el cero. Ross avanzó la palanca de potencia a fondo y, durante unos segundos, pareció que podría contener la caída.

Pero el descenso era irremediable y cada vez se hacía más rápido. Muy asustada, Lita se agarró con ambas manos a la cintura del joven.

Ross procuró no perder la serenidad y, con las últimas reservas de potencia, orientó el «graviscooter» hacia un lugar adecuado para salvarse: un pequeño lago, de frondosas orillas, situado a muy corta distancia de su ruta de vuelo.

Los generadores de sustentación declinaban rápidamente. Casi en el último momento, Ross se volvió hacia la muchacha:

—Lita, ¿sabe usted nadar? —preguntó.

—Sí, Ed —contestó ella.

—En tal caso… ¡Salte! ¡Salte ahora mismo!

Los dos jóvenes se pusieron en pie sobre los asientos del aparato. Un segundo después, se lanzaban de cabeza al agua, desde unos doce o quince metros de altura.