CAPÍTULO III

 

A Haray y a Aldaz les gustaba, de cuando en cuando, madrugar un poco para pescar. El río de las Tres Lunas era abundante en unos peces muy similares a las truchas terrestres, los cuales, por causas aún no estudiadas, se movían muy lentamente durante las primeras horas de la mañana.

Era fácil, entonces, tender una sencilla red y pescar una docena de peces. Haray y Aldaz se disponían a iniciar la tarea, cuando, de pronto, vieron el bulto inmóvil a pocos pasos de distancia.

—Ese tipo pescó anoche una buena —comentó Aldaz irónicamente.

—Juan, no pescó nada; lo pescaron a él —dijo Haray, muy serio.

Aldaz respingó. Luego corrió hacia el caído y, a pesar de los destrozos sufridos en su cuerpo, pudo apreciar los orificios abiertos por la flecha.

—¡Diablos, lo han asesinado!— exclamó.

—Yo no diría una cosa así, Juan —manifestó Haray.

Aldaz se volvió hacia su amigo. Haray estaba inclinado al otro lado de unos arbustos. Al enderezarse, tenía un rifle en las manos.

—Conozco el arma y conocía a su dueño —dijo Haray—. Es ese mismo que está a tus pies, Juan.

—¿Cómo se llamaba, Jess?

—Tom Kyne, oficialmente, cazador de profesión.

—Y… ¿menos oficialmente?

—En todo proceso de colonización, indefectiblemente, se produce la llegada de aventureros y gentes sin escrúpulos, Juan. Mira el sitio donde está caído Kyne y levanta luego la cabeza.

Aldaz lo hizo así. Haray continuó:

—Ahora, mira arriba y a tu derecha. Dime, ¿qué ves?

Una exclamación brotó de los labios de Aldaz:

—¡La residencia de Ross!

—¿No te dice eso nada, Juan?— preguntó Haray.

—Creo que sí —respondió Aldaz—. Kyne se apostó en ese risco para matar a Ross. Pero Rona lo divisó y disparó antes su famoso arco.

—Exactamente, Juan.

—Jess, dicen que Rona ve en la oscuridad, como los gatos.

—Si eso es cierto, Kyne tuvo ocasión de comprobarlo a su costa, pero ya no lo comentará con nadie —dijo Haray.

—De modo que quiso matar a Ross —murmuró Aldaz pensativamente—. ¿Por iniciativa propia?

—Yo no lo diría así, aunque… ¿cómo señalar con el dedo al que le ordenó cometer el crimen? Pienso en una persona, Juan; sin embargo, no me atrevo a pronunciar el nombre, porque no tengo pruebas.

Aldaz hizo un gesto de asentimiento.

—Creo que en eso estamos los dos de acuerdo —dijo—. Pero ¿le beneficiaría la muerte de Ross?

—¿Lo hubiera intentado sólo por capricho? Evidentemente, no.

—Eso es cierto —convino Aldaz. Meneó la cabeza y añadió—: se avecinan tiempos difíciles, Jess.

—Cuando la codicia se apodera de la gente, llegan siempre los tiempos difíciles, Juan —respondió Haray con acento sentencioso.

 

* * *

 

Por nada del mundo se hubiera perdido Lita el juicio contra Emil Frodner. Sin embargo, la expectación que había levantado era muy moderada entre los nativos, de los cuales apenas si una docena aparecían en la sala de justicia. Había muchos más colonos, unos sesenta o setenta, bastantes de los cuales parecían estar a favor del acusado.

El juicio iba a ser presidido por el juez Tho-Nutt, nativo. Barry Peatts actuaba como defensor. El propio Ross sería el fiscal.

No había jurado. La ley de Hamadú confería al juez poderes suficientes para sentenciar por sí solo, una vez oídas ambas partes.

Dos nativos, armados con sendos machetes, custodiaban al acusado, que sonreía con insolencia, seguro de sí mismo. La sala de justicia era un gran rectángulo, con paredes de piedra. Los bancos eran simples tablas, sostenidas por secciones de tronco de árbol. La mesa del juez era también una tabla, pero de piedra, una enorme losa, sostenida por un grueso cilindro de granito.

Tras el juez estaba la bandera de Hamadú, verde y oro; verde por los Hokos, oro por los nativos con figura humana. Éste era todo el decorado.

El juez entró y la asamblea se puso en pie. Tho-Nutt era un hombre de unos cincuenta años, de piel atezada y mirada viva, en contraposición con la mayoría de sus compatriotas, de lentos y lánguidos ademanes en general.

Tho-Nutt hizo un gesto con la mano.

—Se inician las sesiones del juicio contra Emil Frodner, acusado de homicidio en la persona de Vor’t, perteneciente al pueblo Hoko. ¿Están conformes el fiscal y la defensa con la calificación del hecho?

—Sí, Señoría —respondió Ross.

—Conforme, Señoría —dijo Peatts.

—El fiscal tiene la palabra —anunció el juez.

—Su Señoría ha calificado ya el hecho. Por tanto, la acusación está ya formulada —dijo Ross sobriamente.

Lita se quedó extrañada. Había esperado un larguísimo discurso, lleno de vituperios e invectivas legales contra el acusado y, en lugar de ello, Ross despachaba con cuatro palabras formularias.

¿Guardaba algún cartucho en reserva?, preguntó la muchacha.

Frodner seguía sonriendo. ¿Cómo se iban a atrever a condenarle por haber matado a un monstruo, por mucha inteligencia que se dijese poseía?

Peatts se puso en pie. Con voz campanuda, empezó a hablar:

—Señoría, como defensor de mi cliente, no voy a negar los hechos. Sí, reconozco que Emil Frodner mató a Vor’t, del pueblo Hoko, pero, ¿qué figura tenía la víctima? No negaré que, según los cánones Hokos,

Vor’t no fuese un sujeto bello y apuesto. Ahora bien, es preciso contemplar a un Hoko con ojos terrestres y, sin ánimo de ofender al pueblo Hoko, para nosotros, los terrestres, su figura resulta… digamos aterradora.

»Repito que no pretendo negar los hechos. No obstante, me atrevo a señalar un punto al clarividente juicio de su Señoría. Mi defendido había salido de caza, actividad lícita en Hamadú. Lleva poco tiempo en el planeta, es otra circunstancia muy a tener en cuenta. Ahora bien, durante su excursión cinegética, se encuentra repentinamente con un grupo de Hokos. Un terror espantoso invade su ánimo, un miedo invencible, total, absoluto. Los Hokos tienen un pasado bélico muy considerable, todo hay que decirlo, y mi cliente lo sabe. Entonces, asustado, teme ser atacado y dispara, con los funestos efectos ya conocidos.

»Mi cliente hizo ciertas manifestaciones en los primeros momentos, sobre legítima defensa. Lo creía así entonces, pero yo no me apoyaré en ello. Sí, en cambio, declararé la eximente total de miedo insuperable, ese miedo que aniquila la voluntad de un modo absoluto y hace que el ser humano sumido en ese estado busque su salvación a cualquier precio. Por tanto, pido a su Señoría un veredicto de absolución en el delito de homicidio cometido en la persona de Vor’t del pueblo Hoko.

Sonaron algunos aplausos. Paciente, sin decir nada, Tho-Nutt aguardó a que el silencio se hubiera restablecido.

La sonrisa de Frodner adquirió un mayor matiz de insolencia. Miró a algunos de sus amigos más cercanos y, en silencio, les dijo que se consideraba ya absuelto.

 

* * *

 

Ed Ross se puso en pie, apenas hubo terminado Peatts su alegato de defensa.

—Señoría, como fiscal y antes de que la sentencia sea pronunciada, desearía formular algunas preguntas al acusado, con la advertencia previa de que, una vez haya terminado este interrogatorio, el defensor podrá interrogar a su vez al acusado.

—¡Protesto, Señoría!— dijo Peatts con gran vehemencia— .El fiscal dijo antes que la acusación ya había sido formulada. Por tanto, su intervención ha concluido.

—Temo que el distinguido defensor no me haya entendido bien —sonrió Ross—. El hecho de que yo dijera que ya había sido formulada la acusación, no incluía mi renuncia a formular preguntas al acusado.

—Protesta denegada —dijo Tho-Nutt—. El fiscal tiene derecho a hacer preguntas al acusado, lo mismo que el defensor, cuando le llegue su tumo.

—Pero, Señoría…

—Abogado Peatts, le recomiendo piense, en todo momento, que el acusado está siendo juzgado de acuerdo con las leyes de Hamadú, de cuyo planeta es ciudadano de pleno derecho, y no de la Tierra, su planeta de origen, y a cuya nacionalidad planetaria renunció, al establecerse en Hamadú.

Peatts se puso colorado. Las palabras del juez eran irrebatibles.

—Sí, Señoría —contestó, a la vez que se sentaba,

Tho-Nutt hizo un gesto con la mano. Ross movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Señor Frodner — habló serenamente —su Señoría lo ha expresado claramente. Es usted ciudadano de Hamadú, con todos los derechos y deberes que ello implica. Sin embargo, para conseguir la ciudadanía de Hamadú tuvo que cumplir antes ciertos requisitos. ¿Los recuerda?

—Sí, señor —contestó Frodner.

—A su llegada aquí, se le entregó un folleto con instrucciones, entre las que se instruía en el modo de tratar a los habitantes de Hamadú, habitantes que eran descritos en todos sus aspectos. ¿Es cierto?

—Sí, señor.

—Pasado el plazo reglamentario, usted solicitó la ciudadanía planetaria de Hamadú. Para conseguirla, tuvo que prestar juramento de obedecer las leyes del planeta y demostrar, además, que conocía plenamente el contenido del folleto de instrucciones. Es el procedimiento reglamentario para todos los casos de concesión de ciudadanía. También lo admite como cierto, ¿no es así?

Frodner, insolente, simuló ahogar un bostezo.

—Claro que sí, hombre, claro que sí —contestó.

Sonaron algunas risitas. Impasible, Ross prosiguió:

—En el aludido folleto se mencionaba al pueblo Hoko. El capítulo dedicado a los Hokos dice que, pese a su figura, son seres inteligentes y que, por tanto, deben ser considerados como personas, esto es, como seres humanos. La palabra humano debe ser atribuida no sólo a quienes tienen nuestra figura, sino a todo ser dotado de inteligencia y poder de raciocinio, como sucede con los Hokos. Usted lo sabe, ¿verdad?

—Por supuesto, pero yo tuve miedo…

—No hablemos ahora de su miedo, señor Frodner, que daremos por cierto. Mató a Vor’t obedeciendo a un miedo insuperable. Ahora, yo le pregunto: ¿Qué hizo usted a continuación?

Frodner abrió la boca estúpidamente. Peatts se sintió preocupado.

—Ese imbécil no me lo ha contado todo —masculló para sí.

—¿Y bien, Frodner?— insistió Ross—. ¿Qué hizo usted, después de matar a Vor’t?

Lita estaba en las primeras filas y adelantó el busto ávida de escuchar todo, sin perder una sílaba. La curiosidad era general en todos los asistentes al juicio.

—Nada —dijo Frodner de mal talante—. ¿Qué diablos quería que hiciera? Seguía teniendo miedo, así que me largué de allí…

—Frodner, recuerde que está bajo juramento —advirtió Ross—. Lo que acaba de decir es una mentira flagrante.

Los labios del acusado se contrajeron.

—Repito que ya no hice nada más; escapé de allí a todo correr —contestó.

Ross se volvió hacia el juez.

—Señoría, deseo la comparecencia en este acto del testigo llamado Dun’l, del pueblo Hoko —manifestó.

—Concedido —asintió Tho-Nutt.