CAPÍTULO II

 

—¡La Pentalianza!— dijo alguien, en tono de desprecio—. Estamos bien así, sin necesidad de unirnos a ningún grupo de planetas.

—Hamadú perdería su independencia —proclamó otro.

—Hombre, tanto como eso… —dijo Jess Haray, dubitativo.

—Las ventajas de la unión con la Pentalianza serían muchas —opinó Juan Aldaz, presente también en la cantina.

—¿Ventajas? Impuestos más elevados, eso sería todo— refunfuñó Frodner—. ¿No es cierto, abogado?

Peatts volvió a sonreír. Le halagaban las consultas de los colonos. Dar su opinión, sobre todo en público, era algo que satisfacía enormemente su orgullo.

—Dentro de tres días, a las cinco y media, en el Anfiteatro Municipal daré una conferencia sobre ese tema —contestó—. Por supuesto, incluiré también el asunto de la Jefatura Total. Si acude a escucharme, Emil, conocerá mi opinión hasta el último detalle.

—Oiremos croar a muchas ranas —masculló Aldaz, pero no tan bajo que no lo oyeran Haray y su hija.

Haray se echó a reír. Lita fulminó al osado con una mirada colérica.

—Diríase que Ross le ha atontado a usted, Juan —comentó acerbamente.

—Es un hombre honesto y justo, y sé reconocerlo, lo que aún es mejor —respondió Aldaz sin pestañear.

—Como sea, no dejaré que me detenga —gritó Frodner—. Maté al Hoko en legítima defensa.

—Un buen argumento para evitar la sentencia condenatoria —aseguró Peatts.

—Ese hombre… —dijo Lita en tono rencoroso—. Y siempre va acompañado de su guardaespaldas, la nativa…

—Una caníbal —calificó Frodner.

—¿Está seguro de que no dice eso impulsado por el despecho?— sonó de repente la voz de Ed Ross.

Frodner se volvió como el rayo hacia la puerta. Los demás le imitaron también, no menos sorprendidos por la inesperada presencia del Jefe Total de Hamadú.

Ross estaba en el umbral. Tras él, se divisaba la elevado silueta de Rona.

—Hay quien asegura que usted perseguía a Rona como un sátiro, Frodner —dijo Ross, sonriendo tranquilamente—. Pero Rona no sólo le rechazó, sino que le pegó unos cuantos revolcones, que le hicieron estar en cama casi una semana. Ella tiene más fuerza aún de la que aparenta; usted pudo comprobarlo a su costa. Por eso la ha calificado ahora con una palabra dictada solamente por el despecho.

Frodner tenía la cara de mil colores. Barry Peatts dio un paso hacia adelante.

—Disculpe, jefe Ross —dijo.

—¿Sí, abogado?— contestó el aludidos

—Parece ser que se ha producido un desgraciado incidente…

—Permítame, señor Peatts; no ha sido un desgraciado incidente, sino, por lo menos, un homicidio —cortó Ross de forma tajante—. Y no empleo otra palabra, porque la calificación final del suceso corresponde al tribunal que ha de entender en el caso.

—¡Qué!— chilló Frodner—. ¿Es que va a detenerme por haber dado muerte a ese monstruo?

—Así es —confirmó Ross sin pestañear—. Le ruego, señor Frodner, que no se resista al arresto. Se le reconocen todos los derechos legales, pero debe responder de su acción.

—Jefe, Frodner ignoraba que el Hoko fuese un ser inteligente… —terció Peatts.

—Abogado, parece que no se luce usted mucho en la defensa del presunto culpable. Usted sabe que Frodner, a su llegada a Hamadú, recibió un folleto con instrucciones sobre las formas de vida en el planeta. Alegar ignorancia en este caso es absurdo y usted lo sabe tan bien como yo.

Peatts se mordió los labios.

—Por supuesto —admitió—, pero, al menos, habrá de permitir que defienda al señor Frodner ante el tribunal que lo ha de juzgar.

—Nadie le niega ese derecho, abogado —respondió Ross—. Pero su cliente debe esperar en la cárcel el momento de ser juzgado, momento, que no tardará mucho, se lo aseguro. Mañana, a las diez, se celebrará el juicio en el edificio del Gobierno.

—¡No!— chilló Frodner repentinamente—. ¡No dejaré que me juzguen por haber matado a un bicho maligno! Antes mataré…

—¡Cuidado!— resonó de súbito la potente voz de Rona.

Frodner había asido su rifle, apoyado hasta entonces en el mostrador del local. Volvió la cabeza y vio a la amazona, apuntándole con su arco tensado al máximo.

La cara de Frodner se puso gris. Conocía los efectos mortíferos de un arco famoso en todo Hamadú y ver el arma encarada a su cuerpo, le infundió un terrible pánico.

El silencio era absoluto. Temblándole las piernas, Frodner se volvió hacia Peatts.

—¡Abogado, sálveme usted!— lloriqueó.

Peatts le puso una mano sobre el hombro.

—Conseguiré su libertad —contestó arrogantemente.

Ross hizo un gesto con la cabeza.

—Vamos, Frodner —dijo.

Abatido, el sujeto se dejó llevar. Peatts vaciló un momento, pero acabó por abandonar también la cantina.

—Tengo que preparar la defensa de mi cliente —dio como excusa para despedirse de los que se hallaban en el local.

 

* * *

 

El silencio duró todavía unos minutos, después de que Ross hubiese abandonado la cantina. Lita Haray parecía muy indignada por lo ocurrido.

—Ross no tiene derecho a hacer una cosa semejante —dijo—. No es un señor feudal, dueño de vidas y haciendas…

—Quizá estés equivocada, muchacha —manifestó Aldaz.

—¿Cómo puede decir tal cosa? ¿Acaso el planeta le pertenece?

—¿Y si fuera así?

—En tal caso, las vidas humanas no le pertenecen. ¿No es cierto, papá? —exclamó Lita, volviéndose hacia el autor de sus días.

—Muchacha, estamos en Hamadú y, nos guste o no, al llegar aquí nos comprometimos a respetar sus usos y costumbres y a obedecer las leyes existentes y a las que se pudieran dictar en el futuro. Se nos informó también de que Ed Ross era el Jefe Total de Hamadú y prestamos aquiescencia al hecho. Por tanto, toda protesta es estéril, hija —respondió Jess Haray en tono sentencioso.

—Pero a Frodner no pueden condenarle por haber matado a un Hoko. Son unos animales… Él dice que tienen inteligencia, pero los loros también repiten las palabras que se le enseñan y no por ello se les considera inteligentes.

—Muchacha —dijo Aldaz—, tu razonamiento, y perdóname la franqueza es erróneo. Los Hokos son inteligentes, eso es algo que está fuera de toda duda. Lo que pasa es que tienen un idioma muy difícil y muy pocos somos que nos cuidamos de entendernos con ellos.

—¿Conoce usted el lenguaje Hoko?— preguntó Lita, asombrada.

—He procurado aprenderlo, aunque, por supuesto, no lo hablo tan bien como el jefe Ross.

—De todas formas, los Hokos… ¡tienen un aspecto tan repugnante!

—Lita, cuando algo o alguien no te gusta, lo mejor es evitar toda relación con él. Los Hokos no se meten con nadie y viven pacíficamente en sus comarcas, pero si decidieran un día lanzarse a la guerra… Bueno, es preferible no pensar en esa oportunidad, porque sería algo espantoso.

La muchacha se impresionó por aquellas palabras.

—¿Usted cree?

—Estoy persuadido de ello —aseguró Aldaz.

—Juan tiene razón —intervino el padre de Lita—. Y, por lo que sé, gracias a Ross reina la paz en Hamadú.

—Así es —confirmó Aldaz—. Durante siglos, los nativos y los Hokos se combatieron con saña, esporádicamente, es cierto, pero las luchas eran mortíferas, con gran cantidad de bajas, todas ellas definitivas, porque nadie daba ni pedía cuartel. No obstante, si ahora hay paz en Hamadú, al jefe Ross se debe.

—Un tipo más bien extraño —comentó Lita, impresionada, a su pesar, por las palabras de Aldaz.

—Todo eso depende del juicio de cada cual. Ross llegó aquí hace unos diez o doce años, perdido con su astronave, la cual tenía averías irreparables. El planeta le gustó, se casó con una bella nativa, precisamente la hija del Jefe Total anterior, la cual ocupó el cargo a la muerte de su padre. Luego, Elyna, que así se llamaba su esposa, murió y entonces, los dos pueblos inteligentes, es decir los nativos con nuestra figura y los Hokos, lo reconocieron como Jefe Total. Y ante eso, no tenemos nada que hacer —concluyó Aldaz.

—No sabía que Ross se hubiese casado con una nativa —dijo Lita.

—Parece que sólo ahora te has preocupado de él —sonrió Aldaz—. Pero hay una cosa cierta y es que tanto los nativos con figura humana contó los Hokos no sólo le obedecen, sino que le respetan y aprecian enormemente. Y todo aquél que no tenga en cuenta esta circunstancia, cometerá un gravísimo error, muchacha.

—Así es —terció Haray—. Y, en lo que a mí respecta, puedes creer, Lita, que no desearía otro Jefe Total para Hamadú.

—Vaya, ahora va a resultar que Ross es una especie de santo o algo por el estilo —dijo Lita, despechada.

—Concluir un estado de guerra que duraba siglos y restablecer la paz, ¿no es una especie de milagro?

—sonrió Aldaz.

—Es posible, pero… Ross quiere unirnos a la Pentalianza y la gente no lo quiere.

—¿Quiénes son los que no desean la unión con la Pentalianza? ¿Los colonos? Muchacha, desengáñate; los colonos somos uno por cada mil nativos, humanos o Hokos… y los nativos de ambos pueblos apoyan a Ross incondicionalmente. Y, lo creas o no, también muchos colonos; quizá más de los que creen los enemigos de la unión con la Pentalianza.

 

* * *

 

De pie en el mirador, Ross contemplaba pensativamente el panorama, iluminado por la luz de las tres pequeñas lunas que orbitaban en tomo a Hamadú. La estancia era grande, sobriamente decorada, pero elegante y de suelo que brillaba como un espejo de color rojo oscuro.

Rona estaba a pocos pasos de distancia, contemplándole en silencio. La amazona sabía que no debía cortar las meditaciones de Ross, pero también sabía lo que pasaba en su interior.

Ella había llorado asimismo la muerte de Elyna, como todos los nativos. Sorprendentemente, también los Hokos habían enviado numerosos mensajes de condolencia por la muerte por la hija de un antiguo y encarnizado enemigo. Pero el dolor de Ross, después de dos años, apenas se había mitigado.

El edificio estaba construido con sólidos sillares de piedra, al borde de un profundísimo precipicio, cuyos farallones caían verticalmente durante más de trescientos metros. Al pie pasaba un anchuroso río, bordeado de árboles y césped. Las montañas llamadas de los Dientes Blancos —parecían afilados colmillos, cubiertos de nieves eternas— brillaban pálidamente a veinticinco o treinta kilómetros de distancia.

Ross carraspeó de pronto y abandonó su inmovilidad.

—Estás preocupado —dijo Rona.

—Sí —confesó él.

—¿Por Frodner?

—No mucho; es un caso resuelto. Me preocupan otras cosas.

—¿Puedo saberlo, Ed?

—El viaje a Hwalur, Rona.

—¡Ah!— murmuró la nativa.

Hwalur era la capital de la Pentalianza. Ross tendría que desplazarse allí dentro de muy poco, para establecer las condiciones definitivas de la unión y, en su caso, firmar después el tratado correspondiente.

—La gente está conforme, Ed —dijo Rona.

—No todos… y ni siquiera es seguro que Dun’l lo apruebe.

—¿Desistirás si él se opone?

—El número de Hokos es ligeramente Superior al de los nativos. No se puede imponer una decisión en contra de los deseos de la mayoría. Temo que habré de emplear todas mis artes oratorias para persuadir a Dun’l de que me autorice a firmar el tratado de unión.

—Nosotros queremos unirnos a la Pentalianza, Ed. Habrá inconvenientes, pero las ventajas, a la larga, serán muy superiores.

—Ya lo sé, Rona. Sin embargo, no puedo firmar el tratado, pese a lo que digan muchos por ahí, sin contar con la aquiescencia total de la población del planeta.

—¿Qué me dices de los colonos? Son unos cuarenta mil… y ninguno quiere la unión, Ed.

Ross sonrió.

—Eso es lo que dicen los que gritan en contra de la unión —contestó—. Te sorprendería saber el número de los que aprueban la unión…, pero, repito, sin la aquiescencia de Dun’l, a pesar de todo, no puedo hacer nada.

Rona asintió. Fue a decir algo, pero, en aquel momento, sobre un risco situado a unos doscientos pasos, en sentido oblicuo al mirador, vio algo que chispeaba, reflejando la luz de las lunas.

—Cuidado, Ed —dijo a media voz.

Ross se volvió hacia la nativa, alarmado por sus palabras.

—¿Qué sucede?— preguntó.

Pero Rona no le contestó. Había tensado el arco, situada ya tras una gran cortina, por la cual asomaba apenas la punta de su flecha.

El hombre que estaba en el risco tenía a Ross en la mira de su visor telescópico, de rayos infrarrojos, para ver en la oscuridad. Cuando se disponía a apretar el gatillo del arma, algo llegó silbando agudamente.

Una larga varilla de metal, que giraba velozmente en el aire, penetró en su pecho y siguió su vuelo, aunque con la marcha ya más reducida, tras salir por la espalda. Los dedos del frustrado asesino perdieron su fuerza de repente y el arma cayó al vacío.

Un hondo gemido brotó de sus labios. Quiso sostenerse, agarrándose a un saliente rocoso, pero, de repente, dejó de ver y su cuerpo empezó a dar volteretas en el vacío. De cuando en cuando, rebotaba contra alguna roca. A trescientos metros, horriblemente destrozado, se detuvo sobre el césped que bordeaba el río.