CAPITULO XIII
Las ventanas del saloon estaban brillantemente iluminadas y por la puerta salía el rumor de risas, voces alegres y el sonido de las teclas del piano, que acompañaban a una cantante que se esforzaba por distraer a la clientela del local.
Las figuras de las personas que estaban dentro de «The Silver Dollar» eran fácilmente visibles a buena distancia. El hombre que permanecía entre las tinieblas del callejón situado frente al local aguardaba pacientemente el momento de usar el rifle que empuñaba con ambas manos.
Un hombre cruzó el saloon y se detuvo de pronto frente a una de las ventanas. El forajido levantó su rifle y en aquel instante, oyó a su espalda el inconfundible chasquido de un percutor al ser amartillado.
—Suelte el rifle o le abraso en el acto —dijo una voz a dos pasos de distancia.
El forajido se puso rígido.
—No dispare —pidió con voz convulsiva.
—Tire el rifle y ponga las manos en alto —ordenó Gallatin.
El bandido obedeció. Inmediatamente, algo frío se apoyó en su nuca.
—Camine y tenga en cuenta que morirá si alza la voz —dijo el joven.
Gallatin alargó la mano izquierda y sacó un revólver de la funda, lanzándolo a un lado. Luego empujó a su prisionero.
Momentos después estaban en el almacén de Jacobson. El forajido tenía la cara cenicienta.
—Señor Jacobson —dijo Gallatin—, tenga la bondad de avisar al dueño del saloon. Conviene que Turpeen oiga lo que vamos a hablar aquí.
—Desde luego.
Jacobson estaba advertido desde primeras horas de la noche. Salió del almacén y unos minutos después volvía acompañado de Turpeen.
—Aquí lo tiene usted —dijo Gallatin—. Le sorprendí en el momento en que se disponía a asesinarle, señor Turpeen.
El dueño del saloon frunció el ceño.
—Bien, entonces, él nos dirá por cuenta de quién actuaba —contestó.
—No hablaré —dijo el prisionero.
Gallatin apoyó la boca de su revólver en la frente del rufián.
—¿Prefiere morir en el acto? —preguntó.
La nuez del prisionero subió y bajó convulsivamente.
—¡Diablos, usted no…!
—Hable —pidió Gallatin lacónicamente.
—¡No sé quién es el jefe! ¡Ninguno de nosotros le conocemos!
—Es posible, pero, al menos, podrá decirnos de qué manera se relacionan con el jefe de la banda.
El prisionero dudó un momento.
—Bueno, en realidad, es él quien viene a vemos o nos avisa que nos reunamos con él en un punto determinado —dijo al cabo.
—Tenía usted razón, Gallatin —manifestó Jacobson—: estos tipos tienen un escondite. ¿No es así? —se dirigió al bandido—. Y a propósito, ¿cuál es tu nombre?
—Schull, Irving Schull —respondió el individuo.
Gallatin respingó. Turpeen no fue menos expresivo.
—¡Usted fue el que me escribió! —dijo en tono acusador.
—¿Yo? —se extrañó el rufián—. Apenas sé firmar.
Gallatin extendió una mano.
—El jefe tomó su nombre, eso es todo, señor Turpeen —dijo—. Vamos a ver —se encaró con Schull—, ¿dónde está el escondite?
—A unos dieciséis kilómetros de aquí, hacia el sudoeste, en las montañas —contestó Schull—. Si no se conoce, es imposible encontrarlo.
—Algo de eso me imaginaba yo —masculló el joven entre dientes. Levantó la voz—. Y supongo, tendrá la entrada bien vigilada.
—Sí, desde luego. Es un paso muy estrecho, que nadie puede cruzar si no es con permiso del centinela.
—¿Cuántos son ustedes ahora? —preguntó Turpeen.
—Conmigo, cinco más.
Schull estaba ansioso de cooperar, se veía claramente, pensó Gallatin. El hombre se daba cuenta de que estaba metido en un mal paso y quería salvar su vida al precio que fuese, dedujo:
—El jefe reside en el valle, ¿no es cierto? —preguntó.
—Sí —contestó Schull.
—¿Sabe dónde?
—No, tenemos severamente prohibido movernos del escondite sin su permiso.
—Entonces, ¿cómo saben que deben salir de allí para realizar alguna de vuestras correrías? —inquirió Turpeen.
—¿Cómo te enteraste de que tenías que venir a Kenneth Rocks para asesinar al señor Turpeen? —preguntó Jacobson, a renglón seguido.
—El centinela recibió la señal de que saliésemos uno de nosotros. Me correspondía a mí y… Bueno, me reuní con el jefe en el lugar donde acostumbramos a recibir sus instrucciones. Él me dijo que debía venir a Kenneth Rocks y…
Schull, avergonzado, calló. Inclinándose hacia él, Gallatin le preguntó:
—¿Cuál es la señal?
—Tres bolas de humo si es uno solo el que debe entrevistarse con el jefe. Seis, si es toda la banda la que debe actuar —contestó el bandido.
—Y tienen hasta turno para cometer sus crímenes —dijo Jacobson con amargo sarcasmo.
Gallatin extendió una mano, como indicando silencio al comerciante.
—El jefe va tapado, claro, puesto que usted dice que no le conoce. Pero, al menos, podrá saber si es joven o viejo, ¿no?
—A mí me parece que viejo no es, aunque no podría asegurar cuántos años tiene —contestó el prisionero.
—¿Tiene que rendirle cuentas de lo que ha hecho esta noche?
—Dijo que ya nos vendría a ver, pero no indicó cuándo.
Gallatin se mordió los labios. Luego dijo:
—Schull, si la entrada al escondite es difícil, la salida también lo será, ¿no es cierto?
—Claro. Un hombre con un rifle podría tenemos a raya mientras no se le agotasen las municiones.
—¿Se esconden en una cueva?
—No, es como una especie de hoya bastante profunda. Hay agua y sitio bastante para los caballos, pero sólo se puede salir por un sitio.
Gallatin sonrió.
—Es todo lo que deseaba saber —contestó. Luego miró a sus dos acompañantes—. Voy a ir al escondite, pero necesitaría uno al menos que viniese conmigo
—Yo iré, no se hable más —se ofreció Turpeen—. Diablos, cuando pienso lo cerca que he estado de morir… ¿Qué es lo que hemos de hacer, Gallatin? —preguntó el dueño del saloon.
—Antes de contestarle, quiero saber si el señor Jacobson dispone de un par de barriles pólvora —dijo el joven.
—Por supuesto, y también toda la mecha que quiera —declaró el comerciante, que había comprendido la idea de Gallatin.
—Muy bien, en tal caso, Turpeen, usted y yo vamos a partir inmediatamente hacia el escondite de los bandidos. Schull nos guiará hasta allí y… —miró duramente al prisionero— nos responderá con su vida de cualquier engaño de que intente hacemos objeto.
—No, desde luego —contestó Schull, quien estaba completamente acobardado—. Les prometo que no trataré de engañarles,
—Es posible que eso te salve la vida —declaró el joven—. Señor Turpeen, vaya en busca de un caballo y un rifle. Saldremos dentro de quince minutos.
—Bien, Gallatin.
—Señor Jacobson, usted me preparará la pólvora y la mecha, además de un caballo para transportar los barriles. O se rinden los bandidos o se quedan allí para morirse de hambre —concluyó Gallatin con tajante acento.
* * *
Amanecía ya cuando llegaron a las inmediaciones del escondite de los forajidos. Schull había viajado todo el tiempo con las manos ligadas al cuerno de la silla y Gallatin tras desatarle, le hizo desmontar, para atarle de nuevo a un árbol.
Luego le puso una mordaza.
—Así no gritarás —dijo.
A continuación amarró los caballos y soltó los barriles. Turpeen cargó con uno y él llevó otro y la mecha.
La visibilidad era todavía muy escasa. Actuando en silencio, los dos hombres llegaron a la entrada del escondite, que era tal como Schull la había descrito.
Tratábase de un auténtico callejón entre montañas. Dos caballos habrían tenido notables dificultades para pasar al mismo tiempo y la altura de aquel paso oscilaba entre los veinte y los cuarenta metros, aunque, en la parte más alta, la anchura era de unos treinta metros.
Sin embargo, sus paredes eran muy empinadas y de difícil acceso. Gallatin se volvió una vez y halló que se divisaba desde allí un extenso panorama, aunque no la totalidad del valle.
De pronto, oyó una tos cercana. Dejó el barril de pólvora en el suelo y desenfundó el revólver.
Avanzó unos cuantos pasos. Una sombra apareció ante él.
—No se mueva, Turpeen —indicó en voz baja.
—¿Eres tú, Schull? —preguntó el centinela.
—Me parece que no —contestó Gallatin—. Levante las manos —ordenó.
El forajido se sorprendió enormemente en el primer instante. Luego, reaccionando, dio un paso atrás y levantó el rifle de que estaba provisto.
Gallatin se le anticipó y disparó dos veces. El forajido soltó el arma, dio media vuelta y cayó al suelo.
Las detonaciones resonaron estruendosamente en el silencio del amanecer. Gallatin maldijo la inoportunidad del centinela, pero todavía conservaba la iniciativa.
—¡Aprisa, Turpeen! —dijo—. Traiga el otro barril.
Turpeen se le unió segundos después. Gallatin trabajaba ya para introducir la mecha en el primer barril de explosivos.
—Adelántese unos pasos y vigile este callejón, Turpeen —indicó el joven—. Cuando vea venir a los bandidos, retroceda, pero no les haga ningún disparo.
—Entendido.
Turpeen se metió resueltamente por el angosto desfiladero. Gallatin terminó de colocar la mecha y levantando el barril a pulso, lo colocó en un resalte rocoso, a unos dos metros por encima de su cabeza.
La mecha pendía casi hasta el suelo. Gallatin coloco el segundo barril junto al primero y sacó de nuevo su revólver.
Apenas había terminado, oyó los pasos de Turpeen.
—Ya vienen —susurró el dueño del saloon.
Todavía no había salido el sol, pero había una excelente visibilidad. Gallatin movió la mano.
—Póngase detrás de mí, Turpeen. No haga fuego a menos que se lo indique.
—De acuerdo.
Momentos después, oyeron pasos presurosos. Entonces, Gallatin disparó un tiro contra la pared opuesta pero en dirección hacia los bandidos.
La detonación y el rebote de la bala sobresaltaron a los forajidos, quienes se apresuraron a buscar refugio. Parapetado tras un saliente rocoso, Gallatin gritó:
—¡Escuchen todos! ¡Tengo dos barriles de pólvora con la mecha dispuesta! ¡Si no se rinden en el acto y salen con las manos en alto, prenderé fuego a la mecha! ¡Las paredes se derrumbarán y ustedes quedarán atrapados en la hoya sin posibilidades de escapar! Tienen un minuto para decidirse, pasado ese plazo, si no salen, encenderé la mecha.
Hubo un momento de silencio. Gallatin sonrió, imaginándose las aturdidas deliberaciones de los forajidos.
—Sólo son cuatro —dijo a media voz— y seguramente, están ya muy desmoralizados por las pérdidas Se rendirán.
Gallatin acertó. Segundos después, oyó una voz plañidera:
—Vamos a salir desarmados. No disparen, por favor.