CAPITULO VII

Gallatin se echó ligeramente hacia su izquierda. La bala arrancó una larga astilla del mostrador, justo en el sitio donde había tenido la frente una décima de segundo antes. El pistolero lanzó un juramento de rabia.

Disparó por segunda vez, pero se encontraba en desventaja. El mostrador ocultaba todos los movimientos de su adversario y ahora no sabía en qué punto se encontraba Gallatin.

Por otra parte, temía moverse hacia la puerta para escapar. Si corría, Gallatin haría fuego contra él. Y ya había visto caer a sus dos compañeros como para no imaginarse la suerte que podía seguir, si no mataba a Gallatin.

Durante unos segundos, sólo hubo silencio en el almacén, después del estrépito de los disparos. El pistolero, sudando de miedo, dio dos pasos hacia la puerta.

Tenía su caballo amarrado en el exterior. Si podía alcanzarlo…

Súbitamente, dio un gran salto y alcanzó la puerta, por la que se precipitó como una exhalación, temiendo en cualquier instante recibir en la espalda el balazo mortal. Saltó el arroyo y se precipitó sobre el prime caballo que le vino al alcance de las manos.

Desató las riendas. Ya se disponía a montar, cuando de repente, oyó una voz a sus espaldas:

—¡Estoy aquí!

El pistolero se volvió, haciendo fuego desordenadamente. Demasiado tarde comprendió que Gallatin había salido por la puerta trasera. El mostrador había ocultado sus movimientos.

Los caballos relincharon y se encabritaron, amenazando con arrancar la barra. Uno de ellos empujó al pistolero y le hizo perder el equilibrio.

Dio un salto hacia adelante, trastabillando, pero consiguió mantenerse en pie. Enloquecido por el pánico, apretó de nuevo el gatillo, justo en el instante en que dos balas buscaban su cuerpo.

Sintió un agudo dolor en el pecho y empezó a caer de bruces. El color grisáceo del polvo se transformó de repente en un negro total.

Gallatin inspiró profundamente. Aún no podía creer en su buena suerte.

Le parecía mentira haber salido vivo de aquella emboscada. No se enorgulleció por haber dado muerte a sus tres adversarios; antes al contrario, se dijo que; en lo sucesivo, debería tener más cuidado que nunca… porque ellos, sabiendo lo peligroso que era lo tendrían también y procurarían no fallar en su próximo ataque.

Un jinete venía a lo lejos, acercándose al galope Los pocos habitantes de Kenneth Rocks se asomaban tímidamente a las puertas de las casas.

Gallatin recargó su revólver y entró en el almacén.

Jacobson tenía una botella y un vaso en las manos. El comerciante estaba lívido.

Gallatin cogió otro vaso.

—Los dos lo estamos necesitando —dijo, a la vez que forzaba una sonrisa.

Jacobson asintió. Luego se llevó el vaso a los labios y despachó su contenido de un trago. El alcohol le reconfortó notablemente.

Los dos pistoleros yacían inmóviles en el mismo sitio. Gallatin miró al comerciante.

—¿Los conocía usted, señor Jacobson?

—No… Jamás les había visto antes de ahora… —Jacobson bebió de nuevo, ahogándose casi. Después de toser un par de veces, añadió—: Es lo más asombroso que he presenciado en los días de mi vida. ¿Por qué querían matarle, señor Gallatin?

El joven arrugó el entrecejo.

—Seguramente, para mostrar su disconformidad con la absolución que dictó el juez Girgey en mi favor —respondió.

Algunas personas habían entrado en el almacén y examinaban con morbosa curiosidad los cadáveres de los pistoleros. Gallatin miró a Jacobson y dijo:

—Tendrá que enviar un aviso al sheriff, para que haga las diligencias necesarias. Si quiere hablar conmigo, dígale que estoy en el rancho de Stella Wreed.

—Así lo haré señor Gallatin.

El joven se abrió paso y salió al exterior. Un hombre se apeaba de su montura en aquel momento

Gallatin lo reconoció en el acto. Era Stepren Mills, le pareció que regresaba de casa de Stella.

Mills también le reconoció.

—He oído disparos —dijo.

—Bastantes —contestó el joven lacónicamente.

Mills contempló el cuerpo del pistolero caído en el polvo.

—¿Ha sido usted? —preguntó.

—Sí. Adentro hay otros dos más.

—¿Muertos?

—Muertos.

Mills respingó.

—¡Es usted un hombre terrible! —exclamó.

—No —rectificó Gallatin—; un hombre al cual le gusta vivir. Adentro tiene a Jacobson; él le dirá que fui atacado y que no tuve otro remedio que defenderme.

—No pretendo dudar de su palabra —manifestó Mills con acento conciliador—. ¿Quiénes eran?

—Lo ignoro. Pero no tendría nada de particular que perteneciesen a la banda de forajidos que está llenando de tumbas el valle. Con su permiso, señor Mills.

Aún había más curiosos en el exterior. Gallatin se abrió paso hasta su caballo, lo desató y montando en él, partió al galope.

Hora y cuarto más tarde entraba en el rancho de Girgey.

Un hombre salió a recibirle. Gallatin le expresó sus deseos de hablar con el juez.

—Está despachando con su capataz —contestó el vaquero.

—Esperaré —respondió Gallatin llanamente.

Sentóse en la escalera del porche y empezó a liar un cigarrillo. Fumó dos antes de oír a sus espaldas la voz del juez:

—¿Gallatin?

El joven se puso en pie.

—Hola, juez —saludó.

—Entre —invitó Girgey llanamente.

El capataz del rancho estaba junto a la puerta. Era un hombre alto, seco, de mirada penetrante y facciones duras. Llevaba pistola, muy baja y atada la funda al mismo. Gallatin se dio cuenta de que el hombre le estudiaba con toda atención.

Entró en la casa. Girgey le ofreció una silla, una vez que estuvieron en su despacho. Gallatin negó con la cabeza, mientras contemplaba el libro de cuentas que el juez tenía abierto sobre la mesa.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó Girgey.

—Tengo varias noticias que comunicarle —respondió Gallatin—. Una de ellas es que Hatcher ha muerto asesinado.

—¿Qué? —dijo el juez. Se sentó de pronto en su sillón, abrumado por la noticia—. No sé qué decir…

—Tampoco yo —contestó el joven—, excepto que Merlane ya lo sabe, pero no parece muy ansioso de correr tras las huellas del asesino de Hatcher.

—No hicimos buena elección —se excusó Girgey.

—Eso es cuenta suya, pero lo que no puedo dejar por cuenta de otros es el castigar al asesino de Hatcher. Me salvó la vida, ¿recuerda?

—Me siento abochornado —confesó el juez.

—Lo comprendo. Aguarde, aún hay más noticias. Hace menos de dos horas, me he visto obligado a dar muerte a tres individuos.

Los ojos de Girgey se abrieron desmesuradamente.

—¿Como dice? —exclamó.

—Estoy seguro de que pertenecían a la banda de forajidos que ha cometido tantos crímenes —declaró Gallatin—. Trataron de darme muerte, pero conseguí frustrar sus propósitos. Puede preguntarle a Jacobson; ocurrió en su almacén.

Girgey estaba atónito.

—Pero… no lo comprendo… ¿Por qué querían darle muerte? —balbució.

—No tengo la menor idea —respondió Gallatin, mintiendo descaradamente—. Acaso fue porque creyeron que su sentencia absolutoria, forzado por Hatcher, naturalmente, no era la correcta. De todas formas, creo que he hecho un buen servicio al valle, limpiándolo de tres indeseables.

Girgey escondió la cara entre sus manos.

—Es terrible, terrible… —murmuró—. Llevamos una temporada en que es raro que no se produzcan muertes casi a diario… Era una comarca feliz y tranquila…

—Hasta que alguien concibió la idea de quedarse con todo el valle —dijo Gallatin.

Girgey le miró atónito.

—¿Qué dice? —preguntó.

—Ya lo ha oído —respondió el joven inflexiblemente—. Su rancho, ¿es también arrendado al Gobierno?

—Sí, como todos.

—¿Quién lleva en Kenneth Rocks el registro de tierras?

—Nadie —respondió el juez sorprendentemente.

—¿Cómo? —se extrañó Gallatin.

—Cuando alguien quiere un terreno, si no está ocupado, se asienta en él… Luego tiene que ir a la capital del Estado a registrar su pertenencia y abonar el impuesto correspondiente, eso es todo.

—Pero yo creí que usted, como juez…

—Me eligieron, en vista de las circunstancias, pero no era más que un ranchero como los otros.

—Entonces, no lleva usted un registro de tierras.

—No. Está en la capital, ya lo he dicho…

Gallatin se mordió los labios.

—Gracias, eso es todo —contestó bruscamente.

Y salió.

El capataz estaba en el patio examinando su caballo.

—¿Le gusta? —preguntó Gallatin.

—Es un buen animal —alabó el hombre.

—No era mío, pero tuve que quedármelo, señor…

—Oldner, Noah Oldner.

Gallatin sonrió, mientras desataba las riendas.

—Yo soy Kerry Gallatin. Mucho gusto, señor Oldner dijo.

El capataz contestó con una breve inclinación de cabeza. Gallatin montó y le miró desde arriba.

—¿Le resulta conocido mi caballo? —preguntó.

—No, nunca le había visto antes de ahora… Aunque he oído decir que es el mismo que montaba el Jefe de los bandidos que asaltaron la diligencia.

—Sí, eso creo yo —respondió Gallatin—. Adiós, señor Oldner.

—Adiós.

Gallatin emprendió el camino de regreso, sintiéndose preocupado por la rara actitud de Oldner. ¿Había reconocido su montura?, se preguntó.

Tenía la impresión de que Oldner se había mostrado sumamente reservado al respecto. Pero una cosa sabía segura; si conocía a su caballo, conocía también a su anterior propietario.

Y éste no podía ser otro que el jefe de la cuadrilla de bandidos que había llenado de terror al valle. Anochecía ya cuando llegó al rancho de Stella.

La joven estaba en el porche. Gallatin se percató de que estaba invadida por la ansiedad.

—Ha tardado demasiado —dijo Stella en tono de reproche.

—He tenido mucho que hacer —se defendió él— ¿Me permite que atienda al caballo?

—Claro, pero dese prisa.

Gallatin la miró extrañado.

—¿Por qué? —preguntó.

—La cena se está enfriando.

—Yo creía que mi puesto estaba en el comedor de los vaqueros —sonrió él.

—Esta noche le invito a cenar. No tarde —insistí Stella.

Gallatin la contempló unos instantes. Stella más hermosa que nunca, con un vestido de cuadritos grises; con cuello alto, blanco, y puños del mismo color del vestido encerraba prietamente su espléndida figura, cada vez que respiraba, el pecho se marcaba con reveladoras redondeces.

—Vendré lo más pronto que pueda —contestó al cabo con una sonrisa.