CAPITULO II

Kerry Gallatin contempló la negra boca del arma que le apuntaba directamente a la frente. El tiro iba a salir un instante después y…

La mano de Stella tembló de pronto. Su seno se hinchó tempestuosamente.

—No puedo —dijo de pronto—. No puedo hacerlo a sangre fría. Pero lo llevaré a que le juzguen en Kenneth Rocks. ¡Póngase en pie!

Gallatin obedeció.

—Le aseguro que no tengo la menor noticia de lo que sucede —manifestó—. Nunca la había visto a usted antes de ahora…

—¡Levántese! —cortó ella imperativamente—. Por ahora le perdono la vida, pero si hace el menor movimiento sospechoso dispararé sin vacilar.

Haciendo un esfuerzo, Gallatin consiguió ponerse en pie.

Estaba aturdido. ¿De dónde había sacado aquella mujer que él…?

Stella se desplazó lateralmente en dirección a su caballo. Puso la mano sobre el rifle que llevaba en el arzón y movió el revólver.

—Voy a montar en su caballo —dijo—. Camine delante de mí… todo el rato con las manos en alto. Haré fuego en el momento en que vea que las baja. ¡Vamos, dese prisa!

Gallatin la miró amargamente.

—Debí haber dejado que siguiera colgada en el abismo —se lamentó.

Stella se estremeció un instante.

—Quizá hubiera sido mejor para usted —contestó—. ¡Andando!

El joven dio media vuelta y empezó a caminar. Mientras lo hacía pensó en algún medio que le permitiese recobrar su revólver y salir con bien de aquel inesperado trance.

Pero le iba a resultar muy difícil, se dijo, Stella parecía una mujer acostumbrada a usar las armas, y manteniéndose a unos pasos delante del caballo no podría intentarlo sin recibir antes un balazo.

Invadido por la frustración y el desconcierto, anduvo así bastante rato. No obstante, abrigaba la esperanza de poder demostrar muy pronto que todo era una confusión.

¿De dónde había sacado Stella que él había cometido tales tropelías?, se preguntaba continuamente.

Ruido de caballos se oyó de pronto. Stella hizo dos disparos al aire.

—¡Aquí! —gritó, a renglón seguido de los estampidos.

Un pequeño pelotón de jinetes apareció de pronto por entre los árboles que festoneaban la ladera por la que se dirigían hacia el valle. Al verla, los jinetes corrieron hacia ella.

—¡Señorita Wreed! —gritó uno.

—Hola, Pawmer —contestó Stella—. Mire qué pez he pescado. ¿No se imagina quién es?

—Algún compinche del que tenemos allá abajo —respondió el denominado Pawmer, un sujeto recio y membrudo, de unos cuarenta años y ojos despiadados—. Estábamos a punto de colgarle, cuando oímos1 unos disparos…

—Los hice yo —contestó Stella—. ¿Dicen que han apresado a un individuo?

—Con las manos en la masa, después de que robó y mató a Jeff Charles. Sus compañeros pudieron escapar, pero la esposa de Charles le mató el caballo y él se quedó. Entonces le apresamos y ahora íbamos a ahorcarle, después del juicio, naturalmente.

Gallatin estaba atónito. ¿Aquélla era la región donde se había prometido una existencia llena de paz y tranquilidad? ¡Pero… si todos eran unos salvajes!

—El jefe no escapó —dijo Stella complacidamente—. Lo tienen ustedes delante.

Pawmer le dirigió una mirada carente de compasión.

—¿Lo ha reconocido usted, señorita Wreed?

—Sí, es el mismo que asaltó la diligencia hace siete meses —respondió la muchacha con voz firme.

—Bueno, entonces no hay más que una solución para él. —Pawmer desarolló su lazo—. Apuntadle con armas, muchachos —dijo—; si se mueve, tirad a matar.

Tres revólveres encañonaron inmediatamente a Gallatin. Él joven creía estar bajo el influjo de una increíble pesadilla.

El lazo de Pawmer cayó sobre sus hombros. Inmediatamente, el hombre dio un fortísimo tirón, derribándolo al suelo.

—Ponte en pie —gritó—, porque si no lo haces, te llevaremos a rastras.

Uno de los jinetes desmontó y ató las manos de Gallatin al lazo. Inmediatamente, Pawmer hizo girar a su caballo y emprendió la marcha hacia abajo.

Gallatin se vio constreñido a seguir a sus captores, cuya marcha no tenía nada de lenta. Una vez se esforzó por volver la cabeza y vio a Stella que le miraba con expresión dura y despiadada.

Iba a morir, se dijo amargamente. Era objeto de una confusión, cuyo origen ignoraba… y lo peor era que no podía demostrar que no era el sujeto culpable de semejantes tropelías.

De pronto, tropezó con una roca y cayó al suelo. Pawmer no detuvo su marcha, antes bien, pareció acelerarla y Gallatin, sin poder incorporarse, se vio arrastrado por encima de la hierba.

De haberse tratado de un suelo distinto, habría muerto. La hierba, sin embargo, amortiguó buena parte de los golpes y redujo los daños que le causaba la fricción con el suelo. Aun así, notó que se le desgarraban las ropas y algunas espinas le herían las carnes. Empezó a verlo todo a través de un velo turbio.

De pronto, notó que cesaba su desplazamiento. Durante unos instantes pegó la cara a la hierba, sin comprender muy bien las excitadas voces que sonaban en torno suyo.

Dos hombres le cogieron bruscamente por debajo de los brazos y le hicieron ponerse en pie. Gallatin paseó la mirada a su alrededor.

Al pie de un árbol había varios hombres de ceños duros y expresión hostil. Otro, sobre un caballo, tenía las manos a la espalda y una soga al cuello, cuyo otro extremo pasaba por la rama horizontal de un árbol cercano.

Gallatin fue empujado hacia aquellos hombres. Al otro lado divisó una carreta con un tiro de cuatro animales.

—Aquí está el jefe de la banda, juez Girgey —dijo mío.

El juez Girgey miró a Gallatin. Era un hombre grueso, sanguíneo, de unos cincuenta años. Parecía que tenía que ser un hombre tranquilo y apacible, pero el aspecto de su cara y el brillo de sus menudas pupilas dijeron a Gallatin que no podía esperar la menor compasión de él.

—¿Quién acusa a este hombre? —preguntó.

—Yo —contestó Stella, a espaldas de Gallatin.

—Conocemos la acusación, por lo que, en gracia a las circunstancias, no la repetiremos en este lugar. ¿Qué pruebas presenta usted, señorita Wreed?

—El caballo que montaba, en primer lugar —dijo ella—. Después, el pañuelo qué lleva al cuello y las espuelas. Sobre todo, las espuelas, pude vérselas bien cuando me sacó a viva fuerza de la diligencia.

Gallatin estaba atónito. ¿Cómo era posible que Stella pudiese decir tales disparates?

—Los hechos cometidos por este sujeto son gravísimos —declaró Girgey—. No obstante, es preciso que alguien más corrobore su declaración, antes de proceder a dictar sentencia.

—¡Pero yo no…!

Gallatin se calló bruscamente. Le hicieron callar a la fuerza; una mano se estrelló brutalmente contra sus labios.

La sangre corrió por su mentón. Gallatin se dio cuenta de que había ido a caer en manos de unos fanáticos, ansiosos de venganza, quienes estaban dispuestos a no escuchar ni una de sus razones.

—¡Volvedle hacia el reo! —ordenó Girgey.

Los dos vigilantes hicieron girar a Gallatin en redondo. Girgey preguntó:

—¿Es este?, Kuhlens?

El hombre con el lazo al cuello miró al joven.

—No estoy seguro —contestó—. Parece el mismo, pero siempre que le vi llevaba un pañuelo al cuello.

—¿Cómo este? —preguntó Stella, señalando el de Gallatin.

—Sí, más o menos.

—¡Eso es una calumnia!… —chilló Gallatin, lívido de espanto—. Jamás, en los días de mi vida, he visto a…

Algo duro le golpeó tras la oreja. Las rodillas se le doblaron y hubiera caído al suelo, a no ser porque un fuerte brazo le sujetó firmemente.

—¿Qué nos dices del caballo, Kuhlens? —preguntó Girgey.

—Ese sí, es el mismo que montaba— contestó el reo.

—Es suficiente. Puede procederse a la ejecución —dijo el juez fríamente.

Un hombre golpeó en las ancas del caballo con el extremo de un ramal, a la vez que lanzaba un penetrante grito. El cuadrúpedo saltó hacia adelante, emitiendo un agudo relincho.

Kuhlens también gritó, pero su voz fue cortada súbitamente por el brutal apretón del lazo. Sus piernas se contorsionaron con terribles espasmos, pero pronto dejó de moverse.

Gallatin contempló el espectáculo con ojos desorbitados. Él iba a correr la misma suerte que el bandido, cuyo cuerpo pendía ya laciamente de la rama del árbol que había servido de patíbulo.

—¡Preparen otra soga! —ordenó Girgey implacablemente.

Gallatin se volvió hacia la joven, que se hallaba de espaldas al ahorcado.

—Señorita Wreed! ¿Ya no se acuerda de que le he salvado la vida hace menos de dos horas?

Ella le dirigió una mirada carente de expresión.

—Por eso no le maté allá arriba —respondió—. Es difícil que una mujer pueda perdonar el atropello de que ha sido objeto… Pero se puede hacer. Lo que no se puede hacer es perdonar las vidas de las seis personas que viajaban en la diligencia y a las cuales usted y sus esbirros asesinaron despiadadamente.

—Pero yo no fui… No estuve donde…

—¡Basta! —cortó Girgey—. Vuelvan al prisionero hacia el tribunal

Los dos vaqueros hicieron girar a Gallatin. Girgey le miró despiadadamente.

—Acusado, diga su nombre completo —Ordenó.

—Kerry Gallatin, pero…

—Es suficiente —cortó Girgey fríamente—. Kerry Gallatin, en nombre de la ley, a la que represento, y con la anuencia de todos los presentes, yo te condeno a ser colgado por el cuello hasta que te llegue la muerte. ¡Que Dios tenga piedad de tu alma!

—¡Y de ustedes también! —gritó el joven—. Porque van a ahorcar a un hombre inocente.

Girgey hizo caso omiso de sus palabras.

—La sentencia se cumplirá en el acto —dijo.

Gallatin quiso escapar. No quería que le matasen como a un cordero.

Bruscamente, saltó hacia adelante. Había muchos árboles y matorrales y confiaba en que podrían ocultarle en pocos momentos.

Pero no pudo correr media docena de pasos. Dos lazos cayeron sobre él casi al mismo tiempo.

Uno se cerró en torno a su pierna derecha. El otro cayó sobre su cuello y, al apretarse, le pareció que le cortaban la cabeza.

Los laceadores tiraron brutalmente. Gallatin cayó de espaldas, jadeante, sin respiración, con los ojos nublados por el dolor.

—¡Ahorcadle sin contemplaciones! —gritó el juez Girgey

Varias manos lo alzaron del suelo. Sintió que sus brazos eran echados hacia atrás y que alguien le ligaba las muñecas.

Gallatin lo veía todo como en sueños. En cualquier momento se despertaría, pensaba.

Pero no había tales sueños, sino la dura y la amarga realidad. La amarga y dura realidad de su inminente ejecución por un crimen que no había cometido.

Gallatin fue izado a pulso hasta un caballo que alguien situó bajo la rama del árbol. El otro ahorcado le miró con ojos casi fuera de las órbitas. Con media lengua fuera, parecía burlarse de él.