CAPITULO XV

 

Rook se agachó al oír el estampido. A su lado, uno de los forajidos abrió los brazos y se desplomó al suelo, fulminado por el proyectil que le había atravesado el pecho.

El otro tiró de las riendas y, agachado, volvió grupas. Rook disparó inútilmente tres o cuatro tiros y luego, temeroso de la puntería del agente, escapó también, maldiciendo amargamente, furioso por el fracaso sufrido.

Ferber puso una nueva bala en la recámara. De pronto, Jessica llamó su atención.

—Jesse, vuélvase.

Ferber obedeció. Una cabeza asomaba por el borde de la explanada.

El disparo del joven se produjo con rapidez relampagueante. Después de rozar la hierba, el proyectil se introdujo en la frente de Dave McChills,

Roberts y Salinas estaban debajo de McChills y lo vieron erguirse súbitamente. Estuvo así un instante y luego, una última convulsión lo hizo saltar hacia atrás.

Salinas se aplastó contra la ladera.

—Ese hombre ha hecho un pacto con el demonio... No lo venceremos jamás —dijo supersticiosamente.

Roberts emitió un obsceno juramento.

—Ferber no es invencible —masculló—. Sólo es un tipo con buena suerte..., pero algún día se le acabará...

Dos o tres balas más arrancaron trozos de tierra del borde. Salinas se volvió hacia el Guapo.

—Jefe, tendremos que esperar a la noche...

—Vamos abajo —decidió Roberts finalmente—. Hablaremos con los otros dos y decidiremos algo.

El descenso se produjo sin el menor incidente. Tampoco, al hallarse en la llanura, observaron reacción alguna por parte de los sitiados.

Rook y el otro regresaron a poco, abatidos.

—He oído tiros en la cima —dijo Roberts.

—Chuck Eagle se ha quedado allí —informó Rook escuetamente.

Roberts volvió a maldecir.

Luego miró a la cumbre, contemplando sobriamente las rocas y los árboles.

—El oro está allí —dijo—. Iremos a buscarlo por la noche —decidió finalmente.

 

* * *

Jessica tocó en el hombro al durmiente. Ferber se quitó el sombrero de los ojos y se sentó en el suelo.

—Está anocheciendo —dijo ella.

—Gracias. Estas pocas horas que he dormido me han sentado estupendamente.

Ferber se frotó los ojos y luego se encasquetó el sombrero. Jessica le entregó galleta y un trozo de tasajo.

—No he podido encender fuego —se disculpó.

—Eso no tiene importancia —sonrió él—, ¿Siguen abajo?

—Sí, están a unos dos o trescientos pasos de la base de la loma. Parecen muy tranquilos.

—Esperan a que sea de noche para intentar subir, Jessica.

Una sombra de temor apareció en los bellos ojos de la muchacha.

—¿Lo conseguirán? —preguntó.

—A decir verdad, soy un poco tonto. Podía haberles espantado con algo mucho mejor que con piedras, pero ni siquiera me acordé de ello —respondió Ferber.

—¿De qué se trata, Jesse?

En Salera compré algunos cartuchos de pólvora de minero, por si necesitaba volar rocas demasiado grandes. Pero ahora va sé que no los necesitaré.

—Y los usará contra...

—Si nos atacan de noche, por supuesto.

Hubo un momento de silencio.

—Será horrible —murmuró Jessica al cabo.

Ferber dejó la comida a un lado y tomó con las suyas una de las manos de la muchacha.

—Tiene que saber una cosa: ahora ya no defendemos medio millón de dólares; defendemos nuestras propias vidas. Porque de una cosa puede estar segura y es de que, si caemos en manos de esos forajidos, no tendrán la menor piedad de nosotros.

Jessica hizo un signo de asentimiento. Ferber dio una palmada en la mano que aún retenía.

—Váyase a dormir tranquilamente; ahora me toca a mí vigilar y tenga la seguridad de que no les dejaré subir hasta aquí —dijo.

Ella le dirigió una tímida sonrisa. Luego se puso en pie y caminó en busca de sus mantas.

Ferber la vio tenderse en el suelo y quedarse dormida a los pocos momentos, cuando todavía quedaba algo de luz en el horizonte. Mientras terminaba de cenar, oyó voces en la llanura, pero no le concedió la menor importancia.

Una vez hubo satisfecho el apetito, buscó en el equipaje y empezó a poner las mechas en los cartuchos de explosivo.

 

* * *

 

El grupo de jinetes se acercó al lugar donde había una fogata. Recelosos, Roberts y sus compinches sacaron las armas.

—Será mejor que lleguen con las manos en alto —dijo el Guapo—. Hay cuatro pistolas que les apuntan y estamos muy nerviosos.

Burroughs detuvo su montura y se inclinó para apoyarse en el pomo de la silla.

—Creo reconocer esa voz —expresó de buen humor—. ¿Nick el Guapo?

—Con varios amigos —confirmó el aludido—. Me parece que eres Brick Burroughs.

—El mismo, en efecto. —Burroughs soltó una alegre risotada—, ¿Te gusta pasear por el desierto, Nick?

—Se respira un aire muy puro —contestó Roberts secamente.

—A ti te gustaría mejor respirar el aire cargado de humazo de una cantina, ¿verdad? Pero cuando se anda escaso de dinero, es preciso buscarlo donde lo haya y por eso te has venido aquí, al desierto. ¿Me equivoco?

Roberts apretó los labios. Burroughs, después de una nueva risita, continuó.

—¿Por qué no hablamos claro, Nick? Tú y yo, tus chicos y los míos, buscamos lo mismo: medio millón de dólares. ¿Es verdad o no?

El Guapo se encogió de hombros.

—Si tú lo dices... —contestó, simulando indiferencia.

—El dinero está allá arriba. ¿Por qué no subes a buscarlo, Nick?

—Mañana, con la luz del día. Ahora no se ve nada...

—Entonces, si no te importa, yo voy a subir a buscar ese dinero —dijo Burroughs—. He venido preparado para trabajar por la noche, si es preciso, ¿sabes?

Roberts extendió una mano.

—Adelante, no te lo impediré —manifestó con ficticia generosidad.

—No podrías impedírmelo —rió Burroughs de nuevo—. Somos más que vosotros.

—Ya veo, Brick —contestó Roberts simplemente.

Burroughs se apeó.

—Havard, Carrigan, Tower, vengan conmigo —ordenó—. Los demás, quédense aquí esperando.

El resto de la plantilla entendió implícita la orden de vigilar a Roberts y sus secuaces. Eran cuatro contra cuatro, mientras Burroughs y los nombrados se acercaban a pie a la base de la colina.

Una luna había salido ya y derramaba una gran claridad sobre el suelo.

—La subida no es fácil —se quejó Havard, que iba cargado con dos faroles llenos de petróleo.

—Piensa en el medio millón que hay allá arriba —dijo Burroughs, a la vez que iniciaba la ascensión.

De repente, cuando sólo habían ganado una docena de metros vieron algo que trazaba en el aire una parábola chispeante.

Havard lanzó un chillido de terror:

—¡Dinamita!

La desbandada se produjo instantáneamente. Segundos después, la pólvora estalló con atronador estrépito.

Burroughs y sus compinches corrieron desolados a ponerse a salvo.

—¡Maldición! —juró, poseído por la cólera—. ¡Nick, tú no me dijiste que había alguien allá arriba!

—¿Me lo preguntas siquiera? —contestó Roberts impertérrito.

Hubo un momento de silencio. Burroughs miraba a su competidor con ojos llameantes.

—Está bien —dijo de pronto—. Tengo hambre; voy a ver si como un bocado.

Giró sobre sus talones, pero se volvió repentinamente, a la vez que desenfundaba el arma.

Tardíamente se dio cuenta de que Nick el Guapo era hombre difícil de sorprender. Roberts usó de sus dos pistolas para llenar de plomo el voluminoso estómago de Burroughs.

 

* * *

 

El enorme cuerpo de Burroughs yacía sobre la tierra, que se empapaba lentamente de su sangre. Roberts dirigió una fría mirada al resto de los recién llegados.

—Tenéis dos alternativas —dijo tranquilamente—. Os voy a explicar en qué consisten. Luego podréis tomar una decisión... y os advierto que no permitiré rectificaciones de última hora. El jefe, a partir de este momento, soy yo.

»Al que no le guste lo que he dicho, puede irse, pero ahora mismo, sin esperar un solo minuto. El que se quede ya sabe que tendrá que obedecer mis órdenes, a menos que no quiera acabar como ese bruto.

El pie de Roberts golpeó el cadáver de Burroughs, como colofón de su pequeño discurso. Havard estuvo calculando sensatamente que más valía una parte de algo que un todo de nada.

—De acuerdo —cedió Juan Romero finalmente—. Pero nos gustaría conocer la forma en que se va a hacer el reparto.

—Cien mil para mí. Sois diez. Tocaréis a cuarenta mil cada uno —decretó el Guapo tajantemente.

—Si encontramos el dinero... —dudó Suthey.

—No hay más que ir a buscarlo allá arriba —contestó Roberts.

—Tiene dinamita —se lamentó Havard.

—En tal caso, tendremos que ser más astutos que él. No podemos subir de frente, de modo que atacaremos por los flancos.

—¿Cuándo? —quiso saber Santos Sánchez. Aún le dolía el golpe que Ferber le había asestado con el cañón de su rifle en la cara y ardía en deseos de tomarse el desquite.

—Al amanecer. Ferber estará cansado de vigilar toda la noche —decidió Roberts.

—¿Y la chica? —preguntó Havard.

—Sólo es cuestión de un par de cartuchos más.

Havard se separó a un lado.

—Estoy cansado —dijo—. Voy a dormir.

Sacó su manta, la desplegó en el suelo y se tumbó inmediatamente. Lo que pretendía Roberts no le parecía justo.

Empezó a reflexionar, simulando dormir. Debía de buscar un medio para aumentar sus ganancias. Después de tanto tiempo detrás del oro robado, le parecía una estafa quedarse sólo con cuarenta mil dólares.

—A Ferber le gustaría mucho que alguien le avisara a tiempo —murmuró para sus adentros, mientras Roberts discutía con los otros algunos detalles del plan de ataque.