CAPITULO XII
Las ovejas pastaban apaciblemente a poca distancia de la cabaña situada en la ladera de una pequeña loma. Ferber arrugó el entrecejo al observar la ausencia del pastor.
—¿Adónde se habrá metido? —preguntó.
Una súbita sensación de peligro le acometió en el acto. Sacó el revólver y se apeó lentamente.
—Jessica, estoy notando algo raro —dijo a media voz.
—¿Qué es, Jesse? —preguntó ella.
—Hay un rebaño de ovejas, pero no se ve al pastor...
—Estará dentro de la cabaña —sugirió ella.
—¿Qué me dice del perro? ¿Ha visto usted alguna vez un rebaño de ovejas sin su perro?
Jessica lanzó una exclamación de sorpresa. Ferber, pistola en mano, avanzó hacia la cabaña.
De pronto, se paró en seco. Al otro lado de un matorral yacía ensangrentado el perro de Félix López. Una bala le había roto la cabeza.
Ferber levantó el gatillo. Continuó avanzando y se asomó cautelosamente a la puerta de la cabaña.
Alguien se quejó lastimeramente. Ferber dio unos pasos en el interior y vio un cuerpo humano en el suelo.
La cara de Félix López aparecía tumefacta por los golpes recibidos. Asimismo se veían señales de latigazos en su pecho y brazos.
Ferber enfundó la pistola y volvió a la puerta.
—Jessica, venga —llamó.
La muchacha obedeció en el acto. Ferber levantó a pulso el cuerpo del viejo pastor y lo llevó hasta su camastro. Jessica entró en aquel momento y lanzó una exclamación de sorpresa:
—¿Está muerto? —preguntó.
—No, aunque sí bien vapuleado —respondió él—. Encienda el fuego y ponga agua a calentar. Es preciso curar a este pobre hombre.
—Sí, Jesse, ahora mismo.
Ferber salió de la cabaña y ató a los animales. Luego volvió a entrar.
Buscó paños limpios, con los cuales limpió la sangre que cubría casi por completo la cara de López. El hombre se quejó débilmente.
En una alacena halló una botella de licor y le dio unos sorbos. López empezó a reaccionar.
—Fue un hombre muy alto y corpulento... —dijo más tarde, cuando ya estaba en condiciones de hablar—. Le acogí confiadamente, pero él disparó primero contra mi perro... Luego la emprendió conmigo...
—Le preguntó, sin duda, por un sitio donde hay cuatro rocas y tres árboles, ¿no es así?
—Cierto —confirmó López, vivamente sorprendido—, ¿Cómo lo sabe? Es lo que me preguntó aquel tipo... —El pastor volvió a quejarse—. Los golpes me duelen menos que la muerte de mi pobre perro...
Ferber le dio otro trago de licor.
—Estará bien dentro de pocos días... —sonrió. Sacó dos monedas de oro y las puso en la mano de López—. Cómprese otro perro. O mejor dos, para evitar cosas así en lo sucesivo.
López miró asombrado a su interlocutor.
—¿Por qué me da este dinero, señor? Yo no le he hecho ningún favor.
—Pero me lo va a hacer ahora mismo —dijo Ferber—. También deseo saber el sitio donde están esas cuatro rocas y los tres árboles...
—Al Oeste..., después de un barranco bastante ancho. Hay una llanura a continuación y luego vienen las rocas... Están a una jornada de marcha.
Ferber arropó cuidadosamente al herido.
—A sus ovejas no les pasará nada —dijo—. Mañana podrá levantarse, aunque los dolores continuarán algunos días. Póngase abundantes compresas de agua caliente; mejorará muy pronto.
Salieron de la cabaña. Jessica dijo:
—Una jornada de marcha es demasiada delantera, Jesse. No le alcanzaremos.
Ferber sonrió.
—A ese tipo no le resultará fácil encontrar el oro. Y si lo encuentra, irá tan cargado que dejará un rastro que hasta el más tonto podría seguir, aparte de que, entonces, ya no podrá correr tanto como ahora —respondió.
—Jesse, tiene usted razón en lo que acaba de decir, pero, ¿se ha dado cuenta de que la gente parece haberse vuelto loca por ese dinero maldito?
—Por ese dinero se han vuelto locos muchos desde que fue robado —contestó él sombríamente—. Pero lo que me preocupa es que en esta ocasión haya actuado un nombre solo.
—Sería un explorador...
—No lo creo. En cualquier circunstancia, tanto Burroughs como Nick el Guapo no habrían dejado de actuar sin sus bandas respectivas. Ninguno de las forajidos permitiría moverse solo a su jefe, sabiéndose ya tan cerca del lugar donde está escondido un hombre solo.
—Me preocupa cualquiera que trate de quedarse con un dinero que no es suyo —respondió Ferber tajantemente.
* * *
Aquella noche durmieron solamente la mitad del tiempo correspondiente. A fin de ganar tiempo, reanudaron la marcha alrededor de las dos de la madrugada.
A las diez de la mañana, atravesaron el barranco y salieron a la llanura, de suelo calcinado por los rayos del sol. En el horizonte se divisaba una serie de colinas, que fueron adquiriendo forma a medida que ganaban terreno.
Ferber Se detuvo a unos doscientos pasos de la base de las colinas. Su mirada se paseó por las elevaciones del terreno. Casi frente a él, había una loma de cumbre muy redondeada y color grisáceo.
—Me parece que ya he encontrado la nube gris —dijo, señalando hacia adelante.
—¿Esa loma? —preguntó Jessica asombrada.
—¿No tiene la forma de una nube de color grisáceo?
—¡Oh! —exclamó ella—. Sí..., pero, ¿dónde están las rocas y los árboles?
—Justo delante de nosotros —contestó él.
Los ojos de la muchacha contemplaron los cuatro enormes pedruscos, tras los cuales había tres grandes árboles, relativamente juntos, situados en una pequeña explanada al pie de la cumbre roma. La pendiente, sin embargo, era muy abrupta.
—Ahí están las cuatro rocas en tres árboles, junto a la nube gris —dijo él.
—Sí, pero aún falta por descifrar el resto de la clave, Jesse.
—Quedándonos aquí quietos no lo conseguiremos —sonrió Ferber, a la vez que taloneaba a su montura.
Avanzó una docena de pasos. De pronto, se vio una nubecilla de humo en lo alto de la loma, junto a las rocas.
El estampido llegó medio segundo después, junto con la bala que se hundió entre las patas del caballo. Ferber tuvo que dedicar unos momentos a tranquilizar al animal, que se había asustado por el disparo.
Segundos más tarde, se oyó una voz en las alturas:
—¡Váyanse ahora mismo! El siguiente disparo ya no será de advertencia, sino que tiraré a matar.
Ferber se quedó atónito.
—¡Frankels! —exclamó, sin poder contenerse.
El antiguo sargento de los guardias de la penitenciaría de Yuma gritó:
—¡Por última vez, váyanse! ¡El oro será para mí entiéndalo bien desde ahora!
Ferber retrocedió unos pasos. Jessica le miró inquisitivamente, como queriendo saber cuáles eran sus intenciones.
—Retírese a unos tres o cuatrocientos pasos —ordenó él—. Llévese también la mula.
—¿Qué piensa hacer usted? —preguntó la muchacha ansiosamente.
Ferber torció el gesto.
—Este va a ser mi último trabajo —contestó—, Y espero que no lo sea porque me mate Frankels.
Simuló dar media vuelta, pero, de repente, volvió, a girar y se lanzó hacia adelante a toda velocidad, acercándose oblicuamente a la base de la colina.
* * *
El rifle de Frankels detonó repetidamente desde lo alto de las rocas. Ferber galopaba protegido por el animal, al estilo indio. Sabía que Frankels era un buen tirador, pero a blanco parado y por ello confiaba en alcanzar su objetivo.
Al llegar a la base de la colina, se apeó dejándose simplemente caer al suelo. Rodó un par de veces sobre sí mismo y alcanzó el parapeto de unas gruesas rocas, contra las cuales se estrellaron dos o tres balas.
La aspereza de la pendiente facilitaba su aproximación. Ferber maldecía en su interior. ¿Cuántas más vidas iba a costar aquel dinero maldito?, se preguntó.
Paso a paso, continuó la ascensión. Jessica le contemplaba con la respiración en suspenso.
Frankels agotó la munición del rifle y tuvo que hacer una pausa para recargar el arma. Ferber aprovechó para ganar un buen trozo de terreno.
Ahora estaban ya a cincuenta o sesenta pasos solamente de las rocas. De pronto, se desvió hacia su derecha, dejando su sombrero asomado apenas sobre un pedrusco.
Frankels tiró contra el sombrero, haciéndolo volar por los aires al segundo disparo. Luego suspendió el fuego una vez más.
Gateando por lugares inverosímiles, Ferber continuó la ascensión. De pronto se encontró casi a nivel de la explanada superior.
Repentinamente, Frankels, nervioso, lanzó un grito:
—¡Ferber! ¿Dónde está usted?
El joven guardó silencio, a fin de no revelar su posición. Ahora avanzaba palmo a palmo, cuidando de evitar el menor ruido.
Sus ojos asomaron fuera del borde. Frankels estaba a unos veinte pasos, asomado a medias fuera de su parapeto, con el rifle en las manos.
—¡Ferber! ¡Conteste! —chilló descompuestamente el ex guardián.
El silencio continuaba, Frankels, rotos los nervios, abandonó su parapeto, y avanzó unos pasos, a fin de mirar hacia abajo.
Ferber saltó entonces a la explanada.
—¡Frankels! —gritó—. ¡Tire su rifle!
El antiguo sargento de guardias se volvió, lanzando un rugido de cólera. Alzó el arma, pero ya el revólver de Ferber tronaba ensordecedoramente.
Frankels soltó el rifle para llevarse ambas manos al pecho. Luego, lentamente, empezó a inclinarse y saltó al vacío. Rebotó un par de veces y luego se quedó inmóvil, doblado sobre una roca, los brazos y las piernas a ambos lados de la misma. Su pie derecho se agitó un poco y luego se quedó quieto.