CAPITULO VII
Cerca de las nueve de la noche, Ferber recibió un telegrama redactado en los siguientes términos:
«Jefe Puma Negro arrastrado. Declaró haberse aliado con hombre blanco, joven, elegante y muy apuesto. Indio ignora motivos asalto tren. Cómplice le pagó abundantes mercaderías y mil dólares monedas oro. Sospechoso dicho cómplice pueda ser Nick el Guapo. Extráñame su interés por asunto Odlum.
—A mí no me extraña de ninguna manera —refunfuñó Ferber, después de la lectura del telegrama, que guardó inmediatamente en el bolsillo.
El mensaje le había sido entregado por el conserje de noche. Ferber le preguntó por Jessica.
—Tengo entendido que se encuentra indispuesta. Por supuesto, no ha salido de su habitación —informó el hombre.
—Iré a verla —murmuró Ferber.
Segundos después, llamaba a la puerta del cuarto de Jessica. No recibió ninguna respuesta y, pensando en que ella se habría dormido, desistió de verla por el momento.
Cuando se dirigía a su cuarto, se abrió una puerta. Amanda McVeran apareció en el umbral, con un cigarrillo en la mano.
—No tengo fósforos —dijo con sonrisa insinuante—. Espero que no le extrañe ver fumar a una mujer, señor Ferber.
El joven sonrió también.
—El cigarrillo es un elemento que aumentó todavía más los indudables atractivos de una mujer joven y hermosa —contestó, a la vez que encendía el fósforo.
Amanda le echó un poco de humo a los ojos.
—No he encontrado jamás un hombre tan galante como usted —declaró—. Si no temiera imbuir en su mente malos pensamientos, sería capaz de invitarle a una copa en mi cuarto.
—¿Podría pensar mal de usted, señora McVeran?
Ella lanzó una tenue carcajada.
—Entre, amigo mío —invitó—. Procuraré ser fuerte; le encuentro a usted terriblemente atractivo.
—Un hombre corriente, nada más —sonrió Ferber.
Amanda ocupaba una de las mejores habitaciones del hotel, dividida en dos piezas por una cortina descorrida a medias, al otro lado de la cual se hallaba el dormitorio propiamente dicho. Ella se acercó a una mesita, procurando que su cuerpo quedase entre el invitado y la lámpara allí situada.
La bata, con exuberancia de encajes, era casi transparente. La silueta de Amanda se recortó nítidamente bajo los velos, al contraluz elegido con innegable sabiduría.
Una vez llenas las copas, ella le entregó la primera. Luego levantó la suya.
—Quiero brindar por el caballero amable y comprensivo que sabe disculpar los errores ajenos con la sonrisa en los labios y sin enojarse en absoluto —dijo.
—¿Podría un hombre enojarse con usted, señora?
—Usted me da miedo, un miedo espantoso, Jesse —murmuró ella—. Ahora empiezo a arrepentirme de haberle invitado a entrar aquí...
Con ondulantes movimientos se acercó a Ferber hasta que sus cuerpos estuvieron tocándose.
Los rojos labios de Amanda eran una tentación irresistible. Sin embargo, Ferber supo contenerse.
—Por supuesto, señora; junto a mí, su seguridad es absoluta. Gracias por la invitación; volveremos a vernos en otro momento.
Los ojos de Amanda expresaron decepción y despecho conjuntamente. Pero no tuvo tiempo de retener al joven, que se escabulló con rapidez.
Ferber recelaba de aquella mujer que había estado registrando su equipaje. No sentía el menor deseo de caer en una trampa que podía resultarle perniciosa.
Volvió a llamar a la puerta de la habitación de Jessica. Extrañado por su silencio, intentó abrir, encontrándose la puerta cerrada con llave.
Empezó a sentirse alarmado. Corrió a la recepción y pidió al conserje de noche la llave maestra. El hombre, tras algún titubeo, se la entregó.
—Le avisaré inmediatamente si le ha ocurrido algo —prometió a la vez que se lanzaba hacia la escalera.
Unos segundos más tarde, insertaba la llave en la cerradura. Antes de que hubiera tenido tiempo de darle media vuelta, oyó una voz a sus espaldas:
—Será mejor que no intente penetrar ahí, Jesse. Por favor, no me obligue a disparar, se lo ruego; usted me ha sido muy simpático y sentiría enormemente tener que hacerle daño.
* * *
Ferber se volvió lentamente. Bajo el dintel de la puerta de su habitación, Amanda le apuntaba con una pistola de pequeño calibre.
Los ojos de la mujer habían tomado una expresión dura, despiadada. Ferber comprendió que ella dispararía si se negaba a acatar su mandato.
—Ha cambiado usted de opinión muy pronto —dijo.
—Sólo en cierto modo, Jesse. Vamos, venga aquí.
Ferber obedeció. Sin dejar de apuntarle, Amanda retrocedió paso a paso;
—Cierre —ordenó, cuando él hubo cruzado el umbral.
Ferber golpeó la puerta con el tacón.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Lo siento, pero va a tener que quedarse toda la noche conmigo —declaró ella fríamente.
—¿Qué pasaría si intentase escapar, Amanda?
—Dispararía sin vacilar. Créame, lo haría, Jesse.
—Podría verse en un compromiso...
Ella emitió una risita burlona.
—Me rasgaría las ropas y me arañaría la cara y el pecho. ¿Quién no creería entonces la historia de una mujer que había defendido su virtud con las armas en la mano?
—Tiene usted respuesta para todo —dijo Ferber, a la vez que se sentaba junto a la mesa. Cruzó las piernas y empezó a servirse una copa—. De modo que toda la noche, ¿eh?
—Por lo menos, Jesse.
—¿Podrá resistir tantas horas en vela?
—Lo intentaré. Pero usted, estúpido, me ha llevado a esta situación con su inesperada retirada. Yo pretendía retenerlo de otra forma, mucho más agradable, por supuesto.
—Sí, ya me he dado cuenta de ello.
—Jesse, no voy a descubrir nada del otro mundo, diciendo que soy joven y apetecible. ¿Por qué dio usted marcha atrás?
Ferber la miró por encima de su copa.
—El registro que hizo de mi equipaje, además de infructuoso, me hizo recelar de usted —explicó.
—Dejé todo en perfecto orden...
—Había un hilo negro, muy fino, que cruzaba la abertura de mi bolsa de viaje. Usted lo rompió.
—Oh —exclamó Amanda—. Pensé que el tejido se empezaba a deshilachar.
—¿Por qué registró mi habitación?
—¿Cree que se lo voy a decir?
Ferber sonrió.
—La respuesta es medio millón de dólares —dijo—. ¿Me equivoco, Amanda?
Ella se mordió los labios.
—No hablaré más —contestó envaradamente.
—Muy bien, tampoco insistiré en ello.
Ferber sacó un cigarro y se lo puso entre los dientes. Hacía rato que había observado que Amanda se hallaba situada sobre una alfombra, cuyo borde rozaba la puntera de sus botas.
El fósforo con el que iba a encender el cigarro se desprendió repentinamente de sus dedos y cayó al suelo. Lanzando una exclamación, Ferber se inclinó para recogerlo.
A Amanda le pareció un gesto natural. Cuando quiso darse cuenta de que Ferber tiraba de la alfombra, ya volteaba por los aires.
Ella gritó al caer pesadamente de espaldas. Ferber saltó hacia adelante y se apoderó de su pistola.
Amanda se incorporó como una tigresa. Sin la menor consideración, Ferber disparó su puño derecho. La mujer cayó por segunda vez.
Ferber perdió todavía unos minutos; no quería correr más riesgos con ella. Después de atarla y amordazarla sólidamente, con tiras hechas de una de las sábanas de la cama, corrió hacia la puerta.
Sus sospechas se confirmaron instantes más tarde. Jessica había desaparecido de su cuarto.
Había señales de su cuerpo sobre la cama, pero ésta no aparecía deshecha. La joven se había tendido sobre ella, simplemente.
Pero, ¿cómo no había gritado para impedir el rapto?
Los ojos de Ferber captaron la imagen de un vaso de leche, casi vacío. Se acercó a la mesita, tomó el vaso y se puso unas gotas del líquido en la punta de la lengua, saboreándolo críticamente.
No tardó mucho en llegar a una conclusión. Sin perder más tiempo, giró sobre sus talones y volvió a la habitación de Amanda.
La mujer yacía aún inconsciente sobre su propio lecho. Ferber la despertó por el sencillo procedimiento de arrojarle a la cara el contenido de la jarra del lavabo.
Amanda gritó y maldijo cuando Ferber le quitó la mordaza. Pero al ver la expresión de la cara del joven, se asustó.
—Jessica ha sido secuestrada —dijo él—. ¿Dónde está...?
—No lo sé, le juro que no lo sé —contestó Amanda.
Con gesto truculento, Ferber sacó una navaja y la desplegó ante los ojos de su prisionera.
—Puedo degollarla aquí mismo —amenazó—. Y nadie sabrá que yo le corté el cuello, cosa que, puede creerme, haré si no me dice dónde está ella.
Amanda sentía un pánico espantoso, pero más que nada, porque no se encontraba en situación de contestar a la pregunta que le formulaban.
—Le digo que no lo sé... Nick no me dijo adónde pensaban ir... —gimoteó.
—Ah, de modo que ha sido el Guapo.
Amanda se mordió los labios. Ferber sonrió.
—Y Nick, sin duda, le dijo a usted que tratase de retenerme aquí, para evitar la persecución —añadió.
—Sí; pero, insisto, no me dijo adónde pensaban dirigirse. Jesse, le juro que todo lo que le digo es cierto.
—Parece sincera, en este aspecto al menos —observó Ferber, mientras guardaba la navaja—. Dígame, ¿a qué hora la secuestraron?
—Poco después de anochecer, a las siete y media.
Ferber sacó su reloj y consultó la esfera.
—Me llevan tres horas de ventaja. El comisario vendrá a hacerse cargo de usted, Amanda.
—No, eso no...
Con la mano ya en el picaporte, Ferber se volvió y la miró duramente.
—Amanda, ruegue a Dios que encuentre viva a Jessica. Porque si no es así, usted acabará en la horca, se lo aseguro —dijo, a guisa de despedida.