II
Se separaron en el astropuerto de Frahannia.
El viaje no había sido muy largo; en realidad, había durado un tiempo inferior a dos semanas.
Pero durante ese tiempo, Fron y Zoé habían observado entre sí las mínimas relaciones que la cortesía exigía para dos personas que viajaban solas, y juntas, en el reducido espacio de una astronave de pequeño tamaño.
Al despedirse, Zoé no le dio la mano.
— Lo estoy muy agradecida por haberme salvado la vida, Pesador — fue todo lo que le dijo.
Y tras una leve inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y se marchó.
Fron Derr no se inmutó.
Estaba acostumbrado al trato que daba la gente a los de su oficio. Encogiéndose de hombros, recogió la grabadora donde tenía los informes registrados, tomó el libro de órbitas y un pequeño saco con sus efectos personales, y se dirigió hacia la salida del astropuerto.
Las altas torres de Frahannia se divisaban a lo lejos, resplandecientes bajo la luz de los dos soles que iluminaban el planeta.
La gente volvía la vista a su paso o fingía no verle. El uniforme de color gris acero y el escudo con el distintivo de su profesión era algo que causaba desagrado automáticamente.
A Fron no le importaba. El oficio le gustaba.
Llegó al estacionamiento de helitaxis. Los conductores empezaron a ponerse nerviosos.
Eligió el primero de la fila. El rostro del piloto se ensombreció.
¿Señor? —murmuró de mala gana.
Derr arrojó su equipaje sobre el asiento posterior.
Al Cuartel General de los Pesadores — ordenó.
Sí, señor.
El helitaxi despegó de inmediato. De ordinario, los pilotos solían ser locuaces con sus pasajeros, pero nunca lo eran con un Pesador... cuando tenían la mala suerte de llevar a uno en su vehículo.
Diez minutos más tarde, el helitaxi se detuvo en la azotea de un edificio de ciento treinta pisos. Fron recogió sus cosas y lanzó un billete al asiento posterior.
El conductor escupió. Le miró con aire retador.
Fron no se inmutó.
Sobre el billete no escupirá, ¿verdad?
El conductor enrojeció. Sus dedos se crisparon sobre el billete.
Fron rió agriamente.
No lo destruya por orgullo, amigo — dijo—. Es de cien sueldos, el doble de lo que gana usted en tina semana.
Y se marchó, insatisfecho de aquella pueril venganza, a pesar de todo.
A sus espaldas, el piloto del helitaxi murmuró:
¡ Pesador, bastardo!
Pero el joven no lo oyó. Es poco probable que hubiera hecho caso del insulto; estaba acostumbrado a cosas aún peores.
El Pesador en Jefe era un hombre de sesenta años, menudo, pero fuerte todavía, de ojos como pedacitos de hielo y pelo crespo, como cerdas de cepillo. No llevaba distintivo especial, salvo el del Cuerpo; ninguno de los Pesadores se distinguía de los demás por otros signos externos, que los de su apariencia personal.
Presente el Pesador Fron Derr — anunció el joven al entrar en el severo despacho.
Hola — saludó el Pesador en Jefe, Kindor Havok —. Siéntese, Derr.
Sí, señor.
Los dos hombres se miraron en silencio durante algunos segundos.
Así que Stario pegó el zambombazo, ¿eh? —dijo Havok.
Sí, señor. Apenas tuve tiempo de estar una hora sobre su superficie.
Tenía un equilibrio geológico tan inestable, que pudimos registrar sus efectos desde aquí — manifestó Havok—. No todos los Pesadores se hubieran arriesgado a comprobarlo personalmente sobre el terreno.
Era preciso hacerlo, señor — dijo Fron.
Havok movió la cabeza en gesto afirmativo.
humanos, lo hicimos mal, y a hora vamos por ahí tratando de enmendar nuestros errores.
Havok sonrió también.
Se atienen a los resultados que les tocan al bolsillo, pero olvidan los cientos de millones de vidas humanas que hemos salvado. En fin — suspiró—, no estamos para recibir las gracias de nadie, sino para cumplir con nuestro deber. Por el momento — terminó el Pesador en Jefe—, queda libre. Probablemente se le asigne una nueva misión, aunque no sé cuándo ni dónde.
Sí, señor.
¿Se alojará usted en nuestro Cuartel General?
— preguntó Havok.
No, señor; prefiero mi apartamiento particular.
Muy lógico. Pásese por Caja; le abonarán los sueldos atrasados y la prima de salvamento.
El planeta estaba deshabitado — objetó el joven.
No importa — sonrió Havok —. Se ha ganado ese dinero.
Fron se puso en pie.
Querría hacerle una petición, señor. Y luego, una pregunta — dijo.
Hable, Derr.
La petición es: ¿Puedo vestir de civil?
No. Lo siento. Los reglamentos son tajantes al respecto.
El joven suspiró.
Sí, señor.
¿La pregunta?
En Stario me encontré con una chica. El nombre me parece conocido, pero no consigo situarlo mi memoria.
¿Cómo se llama?
Zoé Lossath.
El Pesador en Jefe enarcó las cejas.
¿Cómo? ¿No conoce usted a Mari Lossath? Es Rector de Albynia.
Fron emitió un tenue silbido.
Ahora ya caigo — dijo—. Pero ¿qué diablos hacía su esposa en Stario?
Su esposa, no — corrigió Havok—; su hija. Y en cuanto a lo que hacía allí, ¿por qué no se lo pregunta usted a ella?
Fron meneó la cabeza, encogiéndose de hombros.
—Se marchó como un rayo en cuanto aterrizamos. Ni siquiera sé adonde fue a parar y, por otra parte, ¿qué puede importarme a mí lo que hacía en Stario? Gracias por todo, señor.
Adiós, Derr.
El joven abandonó el despacho de su superior. Cuando llegó al departamento de Caja, ya le esperaban sus sueldos atrasados y la prima de salvamento, un pequeño capitalito.
En medio de todo, el oficio tenía sus compensaciones.
Salió del edificio por la puerta que daba a la calle. No había vehículos; sólo aceras deslizantes, por bandas de distintas velocidades, la mayor en el centro. Las aceras tenían distintos niveles, con el fin de salvar los cruces.
Las calles eran amplias, y en cada una de ellas, las aceras seguían una determinada dirección, entrecruzándose de modo que la gente pudiera llegar cómodamente a sus puntos de destino. La banda central de cada acera tenía una velocidad de treinta y cinco kilómetros a la hora. Podía recorrerse la ciudad de punta en treinta minutos con toda facilidad.
Un cuarto de hora después, Fron llegaba al edificio donde tenía su apartamiento propio. Mientras el ascensor le conducía verticalmente, pensó en el modo de pasar sus vacaciones.
La ciudad ofrecía muy pocos atractivos para él.
Un Pesador era siempre mal mirado, excepto en determinados lugares donde lo único que servía era el dinero, viniera de quien viniera. Pero a Fron no le gustaba frecuentar aquellos establecimientos.
El planeta, Frahannia, poseía una exuberante vegetación, grandes océanos, numerosas cadenas de montañas, hermosos parajes y ríos de singular belleza. Fron se preguntó si no le resultaría más agradable irse a pasar un par de semanas al campo, a pasear y cazar, hasta que el Pesador en Jefe le encomendara alguna nueva misión.
Abrió la puerta del apartamento. Al cruzar el umbral, se encentró con una visita inesperada.
III
No conocía al visitante. Era un hombre joven, membrudo, de pelo negro y ojos duros, de su edad aproximadamente.
Frahannia disfrutaba de un buen clima, con escasas alternativas térmicas, que daban una media anual de 18°. Esto permitía que la gente vistiese ropas livianas casi de continuo. Su visitante se cubría con una simple camisa de tejido esponjoso y color crema, y unos pantalones cortos. Salvo los zapatos, en forma de mocasines, ésta era toda su indumentaria.
Hola — dijo el joven al ver a su visitante.
Éste se puso en pie.
Usted es Fron Derr, Pesador.
Fron captó en el acto el tono hostil de su interlocutor.
Me llamo Huss Oreal.
Tanto gusto — replicó Derr.
A mí no me da ningún gusto verle — dijo Oreal.
Entonces, ¿por qué entró en mi apartamiento, y sin pedir permiso, además?
Sólo quería decirle una cosa: no vuelva a hablar jamás con Zoé Lossath. Ni vaya a Albynia por nada del mundo o le pesará.
Fron respingó ante las inesperadas palabras de su oponente. Pero, rehaciéndose, contestó con ironía:
¿Qué puede pesarle a un Pesador?
Oreal enrojeció.
No haga bromas. Aténgase a lo que le he dicho. Eso es todo. —Y arrancó hacia la puerta.
Fron alargó el brazo izquierdo y le detuvo en seco.
No tan deprisa, amigo — dijo—. Quiero que me explique...
El joven no tuvo tiempo de completar su frase. Oreal disparó su puño derecho contra él, alcanzándole en el hombro de lleno.
Fron Derr dio dos vueltas sobre sí mismo y chocó contra la pared. El golpe había sido fuerte y le llenó los ojos de lágrimas.
Sonó una risita burlona.
Cuando yo quiero salir, no hay nada que me detenga — dijo Oreal, continuando su marcha.
Entonces, Derr, irritado, saltó sobre él.
Oreal se aprestó a la defensa, sonriendo con aire de superioridad. La sonrisa se borró bien pronto de sus labios.
Fron amagó un golpe al mentón con la izquierda. Oreal levantó el brazo para protegerse.
Dado el odio que la mayoría de la gente sentía hacia ellos, los Pesadores eran entrenados, no sólo en el manejo de sus delicadísimos instrumentos, sino también en el uso de toda clase de armas y en la defensa personal. Para Fron resultó fácil, por tanto, derrotar a su encolerizado adversario.
Abrió los dedos de la mano derecha y asió con presa de hierro la muñeca de Oreal, manteniendo en alto el brazo. Luego, movió el izquierdo en semicírculo.
El costado derecho de Oreal había quedado al descubierto. El filo de la mano del joven impacto con fuerza sobre sus costillas.
Una expresión de agonía se dibujó en el rostro de Oreal. Fron ejecutó un irresistible movimiento de torsión y su adversario giró sobre sí mismo, a fin de evitar una inminente fractura del brazo.
Cuando se quiere desempeñar el papel de traganiños, es preciso prepararse debidamente — ironizó el joven—. ¿Qué me decía usted de Zoé Lossath?
Nada... —jadeó Oreal—. Suélteme...
¿Por qué no he de ir a Albynia? ¿Es que pasa allí algo malo?
No... nada... Rayos, me va a partir el brazo...
Fron acentuó la presión de su mano.
¡ Conteste! — rugió enfurecido.
Es... estoy un poco celoso... Ella es mi prometida V...
Fron soltó el brazo de Oreal.
Estúpido — le apostrofó—. ¿Sólo por eso quiere que no vaya a Albynia?
Oreal se frotaba el brazo, con expresión de dolor.
Ella es un poco voluble...
Entonces, métala en cintura o mándela al diablo — barbotó el joven en tono colérico—. ¿Es que no se
ha dado cuenta de mi oficio? Ella ni me miraría a la cara siquiera.
Está bien — le dijo Oreal con extraña humildad. — Perdóneme, pero me contó algo de lo que había pasado...
Fron se burló de él.
Un hombre y una mujer, ambos jóvenes, solos en una nave del espacio durante quince días, ¿eh? ¿Por qué no se preocupa mejor de averiguar lo que hacía ella en Stario?
Oreal no quiso contestar.
Tengo que irme — manifestó.
¡ Váyase con mil diablos y no vuelva más por aquí! — rezongó el joven —. Le costará caro si lo hace.
Oreal se marchó. Fron se quedó muy pensativo.
Las excusas de Oreal no le habían convencido del todo. ¿Qué sucedía allí?
Zoé no le había dicho nada acerca de los motivos de su estancia en Stario. Apenas había visto su escudo de Pesador, se había envuelto en una capa de helada cortesía, que no se había roto ya en todo el tiempo que había durado el viaje hasta Frahan.
Bueno, ¿qué le importaba todo aquello? Ella era la hija de un Rector. Él, un simple —y odiado — Pesador de Mundos. ¡ Al diablo con todo!
Con paso rápido, se encaminó hacia el cuarto de baño.
* * *
El zumbido del visófono le despertó de repente.
Alargó el brazo y dio el contacto.
Pesador Derr — dijo.
Buenos días — habló una voz femenina—. ¿Todavía durmiendo?
Fron se sentó en el lecho de golpe.
—Zoé — exclamó.
La misma — respondió ella —. Vuelva el objetivo del visófono; un hombre recién despierto no es ningún espectáculo agradable para una doncella.
Fron enrojeció y movió ligeramente el aparato.
¿Qué es lo que quiere usted? — preguntó —. ¿No se sentirá inmunda después de haber hablado con un Pesador?
Déjese de bromas. ¿Tiene que desayunar, no es cierto?
Bien, suelo hacerlo a diario...
Entonces, hágalo en el Restaurante Número Ciento Cuarenta y Tres. Le espero allí dentro de quince minutos.
La pantalla se apagó. Zoé había cortado la comunicación.
Fron permaneció pensativo durante algunos instantes. Luego, atraído por una curiosidad invencible, saltó de la cama y empezó a vestirse de prisa.
Diez minutos más tarde, estaba en la puerta de la calle. El lugar indicado se hallaba en la misma manzana del edificio en que vivía.
Entró en el restaurante. Eran ya más de las diez de la mañana y el local estaba casi desierto.
Zoé se hallaba en una mesa situada casi en el extremo opuesto a la entrada. Fron caminó rápidamente hacia ella.
Hola — saludó.
Zoé le dirigió una atractiva sonrisa.
Siéntese — dijo—. Tenemos que hablar.
El deseo es mutuo — declaró él.
Se acercó una aburrida camarera, que torció el gesto al ver el escudo negro. Como sin querer, Fron enseñó un billete de quinientos sueldos. La camarera pareció mejorar de semblante.
Un oficio poco simpático el suyo — comentó Zoé, mientras la camarera se alejaba para cumplimentar el encargo del joven.
¿Ha variado usted de opinión acerca del mismo? — preguntó él.
¿Por qué lo dice? —quiso saber Zoé, extrañada.
Me ha citado en un lugar público.
No me pareció prudente visitarle en su apartamiento.
Por temor a la maledicencia, supongo.
Ella enrojeció levemente.
Creo que ya sabe quién soy—dijo, desviando el tema.
Sí, me enteré ayer — contestó Fron con indiferencia.
Bien, ¿Qué opina de mí, entonces?
Para eso, podía haberle expresado mi opinión por escrito y me habría ahorrado el trabajo de acudir al restaurante.
Zoé pareció irritarse.
No parece usted muy contento de estar a mi lado.
No, a decir verdad.
¿Por qué, si puede saberse?
Todavía recuerdo las dos semanas a bordo de mi nave.
Lo siento — se disculpó la muchacha —. Los prejuicios...
Sí, sí, lo sé de sobra. No siga.
Vino la camarera con los desayunos. Guardaron silencio un momento.
Realmente, no me porté bien con usted, Fron. Un Pesador es un hombre como otro cualquiera — rompió ella el silencio.
¡ Qué descubrimiento! — rió Fron con sarcasmo. —Pero le estoy agradecido por ese leve cambio de opinión.
Me salvó la vida — confesó Zoé.
Es cierto. Pero no comprendo por qué estaba en Stario.
Los ojos de Zoé le contemplaron implorantes.
Por favor, no me obligue a responder.
No la estoy torturando—dijo él.
Mi comportamiento fue repelente — admitió la joven —. Por ello le pido perdón. Con toda sinceridad.
Concedido. Ahora, pídame lo otro.
Zoé respingó.
¿Cómo lo sabe? —preguntó.
Una muchacha como usted no invita a un hombre a desayunar, sólo para repetir lo que ya hizo tiempo atrás, es decir, darle las gracias por un favor recibido. Por tanto...
Ella bajó los ojos.
Es cierto. Tengo que pedirle un favor. Mucho más importante que salvar mi vida.
Bien, si está en mi mano... Pero, antes de seguir adelante, quiero decirle una cosa, Zoé.
Sí, Fron.
Huss Oreal estuvo ayer a visitarme. En realidad, ya me esperaba cuando llegué a mi apartamiento.
¡ Cómo!
Fron estudió el rostro de Zoé y llegó a la conclusión de que su sorpresa era genuina.
Así fue, tal como lo ha oído.
Pero ¿qué le dijo Huss?
Dos cosas: una de ellas, que no volviera a verla jamás a usted. La otra es que no se me ocurriera ir por Albynia, el planeta del cual su padre es Rector.
Zoé se quedó pensativa durante unos momentos.
Huss es mi prometido, cierto, pero... Bien, todavía no soy su esposa y ello significa que carece de determinados derechos sobre sí. Si quiero verle a usted, le veré.
Me agrada su espíritu de independencia, Zoé — dijo él con ironía —. A quien no le agradará es a su prometido.
Escuche, Huss...
La camarera interrumpió de pronto el diálogo.
¿Es usted Zoé Lossath? —preguntó.
Sí — respondió ella, sorprendida.
Tiene una llamada visofónica.
Tráigamelo a la mesa...
Perdón; han dicho que era una llamada reservada— dijo la camarera, mirando a Fron de forma significativa.
Zoé volvió los ojos hacia el joven.
Perdóneme, Fron.
No faltaría más — contestó él cortésmente.
Zoé se puso en pie y caminó hacia la cabina visofónica, situada al fondo del local. Mientras tanto, Fron continuó su desayuno con aire sumamente pensativo por cuanto le había dicho Zoé hasta el momento. Que no era gran cosa, en efecto.
Ella le había pedido ayuda. Un favor más importante que salvar su propia vida. ¿Qué clase de favor?
Un incidente inesperado cortó de pronto el hilo de sus pensamientos.
La puerta del restaurante se abrió de golpe y dos individuos aparecieron bajo el dintel. Ambos empuñaban sendas armas, de una forma peculiar, pero que, no obstante, resultaban familiares para Fron Derr.
Eran pistolas descohesivas.
IV
La palabra expresaba con claridad los efectos de los proyectiles que disparaban aquellas pistolas. Sencillamente, provocaban la descohesión de las moléculas en un área determinada, que oscilaba, según la materia, entre medio metro y cinco metros cúbicos. Un cuerpo humano quedaba disgregado instantáneamente, convertido en un montoncito de polvo, sin que el individuo se diese cuenta de lo que le había sucedido.
Fron Derr entendió al instante el gravísimo peligro en que se hallaba. Tan sólo con las salpicaduras de la explosión de alguno de los proyectiles descohesivos podía perder un brazo o una pierna con la mayor facilidad del mundo.
Los sujetos le buscaban no cabía duda.
— ¡ Ahí está, míralo! — chilló uno de ellos.
Las armas apuntaron hacia el rincón en que se hallaba el Pesador. Sonaron dos tremendas detonaciones. Las pistolas descohesivas tenían la gran desventaja del enorme ruido que hacían al ser disparadas.
El edificio retembló. Un amplio trozo del muro se convirtió en polvo gris.
Pero Fron ya no estaba en aquel lugar. Un Pesador de Mundos recibía una severa educación en todos los sentidos. El entrenamiento físico y el arte de la defensa personal en cualquier circunstancia eran asignaturas que estudiaban a fondo.
Convertido en un borroso relámpago, había saltado a un lado, una décima de segundo antes de que las pistolas descohesivas abrieran fuego. Se separó cuatro metros de su sitio; luego, como un rayo, aferró una mesa y la lanzó hacia delante con todas sus fuerzas.
Uno de los atacantes levantó la mano y disparó instintivamente. La mesa se convirtió en polvo al recibir un proyectil disgregador,
El otro apuntó hacia Fron. El joven no se estaba quieto un segundo.
Saltó en sentido opuesto, mientras los escasos clientes del restaurante chillaban agudamente y buscaban protección contra los proyectiles tendiéndose en el suelo.
La camarera corría alocadamente de un lado para otro. Sonó un nuevo estampido.
Una esquirla de proyectil alcanzó el cráneo de la camarera, que desapareció al instante, convertida en polvo sanguinolento. El cuerpo continuó corriendo tres o cuatro pasos más; luego, de pronto, se desplomó, como un tronco hacheado por el leñador.
Fron metió la mano en el bolsillo y extrajo del mismo una especie de bolita de unos dos centímetros de grueso, que siempre llevaba encima, así como algunos otros objetos destinados a su defensa personal. Dio un nuevo salto y lanzó la bolita hacia la entrada.
En el acto un vivísimo fogonazo se produjo. Fue como si de repente hubiese estallado un pequeño sol en el interior del restaurante, sin ruido apenas, con un ligero «ssschump» de escaso volumen.
Sonaron dos terribles gritos. Los asesinos cayeron por tierra, revolcándose horriblemente, abrasados por aquella onda de luz y calor intolerables. Segundos después se quedaban quietos, con los cuerpos ennegrecidos por la feroz llamarada.
Fron se apoyó en una mesa. Todavía tenía los ojos doloridos, pese a que se había puesto el brazo delante, ya que conocía los efectos de la granada solar. Incluso sentía aún en sus ropas el intenso calor desprendido por la explosión.
Los clientes huyeron, despavoridos, saltando por encima de los cadáveres de los forajidos. El restaurante quedó desierto.
Fron miró en torno suyo. El cuerpo decapitado de la camarera yacía a dos pasos de distancia.
¿Y Zoé?
La cabina visofónica estaba a pocos metros de él. Corrió hacia aquel lugar.
Zoé había desaparecido.
Cerca de la cabina, había una puerta que daba a las dependencias interiores del establecimiento. Fron apretó los labios, ya no le cabía la menor duda acerca de lo que había hecho la joven.
En aquel momento,, se oyó afuera el aullido de una sirena policíaca. Cuatro hombres irrumpieron a los pocos segundos en el restaurante.
¡ No se mueva! — le intimó uno de los policías.
Fron avanzó hacia ellos.
Esos dos hombres me atacaron por sorpresa — declaró —. Tuve que defenderme.
El jefe de la patrulla contempló los cuerpos ennegrecidos.
¿Con qué les tiró? —preguntó.
Había visto la insignia de Pesador sobre el pecho del joven y su tono, si no amistoso, se había hecho más deferente.
Una granada solar — repuso Fron —. Ignoro por qué quisieron atentar contra mi vida, pero, si quieren saber más detalles, infórmense de mi Pesador en Jefe.
Volvió la vista hacia atrás.
Esa pobre chica murió a consecuencia de las descargas de los asesinos — señaló el cadáver de la camarera—. Tal vez, cuando identifiquen sus cadáveres consigan averiguar más detalles.
Y sin añadir una sola palabra más, avanzó hacia la puerta. Los policías le abrieron paso en silencio. Ser Pesador tenía ciertas ventajas que, en ocasiones, hacían olvidar el desprecio general que la gente sentía hacia los miembros del Gremio.
El Pesador en Jefe, Kindor Havok, escuchó en silencio las declaraciones que Fron Derr le hizo acerca del asunto.
No cabe duda de que la chica le condujo a una trampa — decidió al final de escuchar el relato de Fron.
Lo mismo opino yo, señor — convino Fron—. Ahora, si me permitiese buscarla, la interrogaríamos...
No se lo aconsejo, Derr.
¿Por qué, señor?
Aun cuando consiguiera encontrarla, debemos tener en cuenta que es la hija del Rector de Albynia. Lo más probable es que esté protegida por la inmunidad diplomática.
Entonces, buscaré a Huss Oreal...
Huss Oreal es agregado temporal a la embajada de ese planeta. Tampoco logrará nada, Fron.
Entonces — dijo el joven con los labios apretados—, el único recurso que me queda es irme a pescar.
Havok sonrió.
Se lo recomiendo. Váyase a las montañas durante quince días y olvídelo todo, Derr. Llévese un receptor, por si necesitásemos de usted.
Sí, señor.
Dominando el enojo que sentía, Derr se dirigió hacia la puerta.
Antes de alcanzarla, se volvió.
A pesar de todo, me pareció que la chica era sincera — dijo.
Havok levantó las cejas.
¿Por qué lo dice, Derr?
La noté bastante preocupada. Dijo que quería pedirme un favor mucho más importante que salvar su propia vida...
Estaría desempeñando una comedia — gruñó el Pesador en Jefe —. No se deje engañar jamás por unos ojos lindos y un talle esbelto, Derr, se lo aconsejo.
El joven sonrió de mala gana.
Tal vez tenga usted razón, señor. En fin, hasta dentro de dos semanas.
Adiós, Derr.
* * *
Veinticuatro horas más tarde, Fron Derr se hallaba en las montañas, junto a un río de tranquilas aguas y sombreadas márgenes, cubiertas de césped abundante y jugoso. El paisaje resultaba agradable de contemplar y la temperatura era excelente.
Montó la tienda de campaña a unos metros de la orilla. Había llegado allí en un pequeño helicóptero de dos plazas, que había estacionado a un lado. Traía víveres suficientes para las dos semanas que pensaba pasar en aquel sitio, aunque confiaba suplir buena parte de las conservas con la pesca que hiciera.
Por la noche, encendió una hoguera. Tenía un pequeño receptor de radio, aparte del oficial, de cuyo altavoz brotaba una suave música. Los frahannianos, muchos de ellos descendientes de terrestres, resultaban buenos compositores.
Antes de meterse en el saco de dormir, meditó mucho sobre los incidentes ocurridos en los días precedentes. Había algo que no acababa de comprender: la insólita estancia de Zoé en Stario, las declaraciones de Oreal prohibiéndole ir a Albynia, el intento de asesinato... ¿Qué misterio se encerraba en todos aquellos sucesos?
Durante los días siguientes trató de «lavar» su mente de todo lo ocurrido, dedicándose de lleno a disfrutar de sus solitarias vacaciones. El espacio le gustaba; le agradaba muchísimo sentirse entre las estrellas, en medio del augusto silencio del universo, pero también resultaba agradable tenderse en el césped, a la sombra de los árboles y percibir el rumoroso fluir de la corriente.
Así transcurrieron doce días.
En el día decimotercero, sus vacaciones quedaron interrumpidas bruscamente.
Tenía siempre el receptor oficial conectado con la Central de Comunicaciones del Pesador en Jefe. Sonó un agudo zumbido, indicador de que alguien estaba llamándole.
No sintió ninguna extrañeza al escuchar el zumbido. En realidad, era algo que había estado esperando desde el primer día.
Se acercó al aparato y dio la palanquita de contacto.
Derr al habla — dijo.
Habla Havok — brotó una voz por el altoparlante—. Recójalo todo y véngase lo antes posible.
Sí, señor.
No se habló más; no era necesario. Un Pesador no discutía jamás las órdenes de su jefe, tanto por disciplina como porque no recibía jamás una orden que no pudiese ser cumplimentada.
Lo recogió todo y empaquetó las cosas, que fue colocando en el departamento de equipajes del aparato. Media hora más tarde, alzaba el vuelo, y dos después, se hallaba en presencia de su jefe.
La llamada no le había extrañado, como tampoco le extrañó la orden que le dio Havok.
Tiene que ir a Albynia, Fron Derr.
El joven sonrió levemente.
Casi me lo había figurado, señor — respondió —. ¿Está fallando el equilibrio geológico de ese planeta?
Pues no lo sé — contestó el Pesador en Jefe con aire perplejo—. Pero algo debe ocurrir, porque uno de nuestros mejores hombres, el Pesador Pall Uttar ha sido asesinado.