CAPÍTULO XIV

Sterkey apartó a la joven de sí y empezó a calzarse en silencio, pero con rapidez. Luego agarró el chaquetón y sacó el revólver, cuya carga comprobó en unos instantes.

—No haga ruido, Ann —dijo en voz baja.

Ella asintió con un mudo gesto. Sterkey abrió y se asomó al inclinado corredor.

Sonaron pasos sobre ellos, en la cubierta. Eran unos pasos irresolutos, vacilantes, como si la persona que se movía desconociera el terreno que pisaba. Pero no se podía negar que eran los pasos de un ser que pesaba enormemente.

Sterkey avanzó hacia la escalera que conducía a la cubierta.

—Cuidado, Bull —susurró Ann, detrás de él.

Sterkey dio unos cuantos pasos más. De pronto, oyó una voz conocida, que en aquellos momentos poseía unos tonos muy bajos:

—Señor Sterkey, un solo paso más y saltaré los sesos de esta chica estúpida.

El joven se volvió. Apretó los labios.

Saphson había surgido de repente de su cámara, de la que no había sido aún desalojado, y sujetaba a Ann con una de sus manos, tapándole la boca al mismo tiempo, mientras que con la otra mantenía un revólver apoyado en su sien derecha.

Miller y Huttan aparecieron en el mismo momento. El primero corrió hacia Sterkey y le quitó el revólver.

—Parece que Saphson te ha perdonado el intento de deserción, ¿eh? —comentó Sterkey, amargamente.

—La balsa está reparada. En cuanto hayamos liquidado al gigante, nos iremos los tres —declaró Miller.

Sterkey rió despectivamente.

—Estúpido —le apostrofó—. En cuanto haya conseguido lo que desea, Saphson os pegará cuatro tiros y se marchará solo con el botín. ¿Es que no has aprendido a conocerle todavía?

Miller blandió el revólver con furia.

—Hemos hecho un pacto entre caballeros —contestó—. Y si alguien intenta quebrantarlo, tendrá que conocer el sabor del plomo, ¿comprende?

—Bien, bien, como quieras, Miller; a fin de cuentas, ya tienes edad para saber qué es lo que te conviene.

—Vamos a encerrarlos —dijo Saphson, a la vez que empujaba a Ann hacia una puerta próxima—. Después…

Aquella frase inconclusa podía completarse fácilmente con el pensamiento. Y lo que Saphson no había dicho encerraba una amenaza siniestra.

La puerta se abrió, Kate y el esquimal les miraron desde el fondo de la cámara.

—Adentro —ordenó Saphson, brutalmente.

Sterkey y Ann penetraron en la cámara. La puerta se cerró tras ellos.

—Bien —dijo Sterkey—, parece que las cosas no han salido como deseábamos.

—Terminarán muy mal —vaticinó Kate lúgubremente—. En cuanto hayan conseguido la diadema, se irán con la balsa.

—Pero ya hemos hecho llamadas de socorro…

—Los socorros no llegarán a tiempo. Saphson pondrá explosivos bajo el casco del buque. La explosión le hará perder el equilibrio y nos iremos al fondo, encerrados en esta cámara.

De pronto, se oyeron gritos y disparos en el exterior.

—Duro con él… No le dejéis escapar…

* * *

Cormoran se incorporó de repente.

—Todavía no han ganado la partida —dijo, a la vez que sacaba de debajo de sus ropajes el enorme cuchillo que nunca abandonaba.

—¿Cómo lo tienes, Jake? —preguntó Sterkey, asombrado.

Una ladina sonrisa apareció en el rostro del esquimal.

—Si me hubieran llevado al camarote de la señorita Kate… Pero fue al revés; a ella la trajeron aquí y se limitaron a cerrar la puerta. No se molestaron en registrarme.

—Entiendo. Kate, ¿cómo la sorprendieron?

—Había ido a uno de los lavabos. Miller y Huttan me apresaron al salir —explicó la muchacha.

Cormoran manipulaba ya en la cerradura, con ayuda de su cuchillo.

—No va a resultar fácil, pero lo conseguiré —murmuró.

Los gritos y las detonaciones habían cesado ya. Ann dirigió a Sterkey una mirada de reproche.

—Incrédulo —dijo.

Sterkey apretó los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Kate, extrañada.

Bull es un tipo con demasiados escrúpulos. Le anuncié las intenciones de Saphson y no quiso creerme. Ya hemos perdido la iniciativa. Pronto perderemos la vida y todo por culpa de este imbécil.

—Ann, no soy un asesino —se defendió el joven.

—Matar para salvar la propia vida, no es un asesinato —exclamó Ann acaloradamente.

—Está bien, de acuerdo. Pero no solamente Saphson debía morir, sino todos los demás, confiésalo.

—Yo sólo te hablé de Saphson…

—Y luego hubieras querido deshacerte de los demás. ¿O no me has mencionado la balsa?

El rostro de Ann se contrajo.

—Maldito estúpido —le apostrofó—. Nunca serás nada, si vacilas de esta forma. No debía haber confiado en ti; llegué a pensar que…

—Pensaste mal, en todo caso —cortó Sterkey secamente—. Kate, puedo asegurarle que nunca quise convertirme en un asesino.

—Le creo, Bull —dijo la joven—. Me parece que yo también he aprendido a conocer a Ann.

Un brillo de furia apareció en los ojos de Ann. Fue a decir algo, pero, en aquel momento, sonó, triunfal, la voz del esquimal:

—Paso franco.

Cormoran hizo girar la puerta suavemente. Asomó la cabeza y, acto seguido, movió la mano.

—No hay nadie en el pasillo —anunció.

Uno a uno, salieron fuera, encabezados por el esquimal, que no abandonaba su cuchillo. Sobre la cubierta se oyeron voces decepcionadas:

—Maldita sea, se ha ido…

—Está herido, capitán; no puede llegar muy lejos. Le buscaremos en cuanto haya un poco más de luz.

—Sí, será lo mejor —convino Saphson.

—¿Qué hacemos con los que están encerrados, capitán?

—Ya está decidido, muchachos: la dinamita. Pero ahora conviene que no nos movamos de aquí: tengo la impresión de que el gigante puede volver en cualquier momento.

—¿Qué te decía yo, Bull? —murmuró Ann.

La voz de Saphson se oyó de nuevo:

—Miller, ¿por qué no traes un poco de café caliente? Nos animaría un poco si, además, le añades unas gotas de brandy.

—Buena idea, capitán.

Cormoran hizo un gesto con la mano. Sterkey y las mujeres se pegaron al mamparo.

La silueta de Miller se dibujó en lo alto de la escalera. Bruscamente, algo salió disparado hacia arriba con tremenda velocidad.

Miller tosió agónicamente. Soltó el revólver, que cayó, rebotando de peldaño en peldaño, y se agarró con ambas manos al mango del cuchillo tan hábilmente lanzado por el esquimal.

Sterkey saltó hacia adelante y se apoderó del arma. Tuvo el tiempo justo de retirarse a un lado y evitar así recibir el cuerpo de Miller, que caía dando volteretas por la escalera.

El hecho produjo ruido. Arriba sonaron voces de alarma:

—¡Eh, Miller! ¿Qué diablos te ha ocurrido?

Huttan se asomó en el final de la escalera. Tenía un revólver en la mano. Divisó el retorcido cuerpo de su compinche y levantó el arma.

Dos fogonazos taladraron sonoramente la penumbra. Huttan gritó, se retorció y, tras unos tambaleos, rodó por la cubierta.

Saphson gritó de rabia. Sin asomarse, disparó un par de tiros con su fusil. Las balas rechinaron al rebotar en las paredes metálicas del pasillo.

—Cuidado —dijo Sterkey—. No se pongan en su línea de tiro…

De repente, se oyó un alarido desgarrador en la cubierta:

—¡No! ¡Quieto, quieto! ¡Socorro, me ataca el gigante! ¡Ayúdenme!

Durante un segundo, Sterkey se quedó paralizado por el asombro. Luego, reaccionando, se lanzó escaleras arriba.

Cormoran descolgó un bichero del mamparo más cercano y corrió tras el joven. Kate les siguió inmediatamente, atraída por el estruendo de la lucha que se producía en cubierta.

Se oían alaridos de espanto y unos gruñidos ininteligibles de incalculable potencia.

Aquellos sonidos ponían los pelos de punta.

* * *

Sterkey llegó a cubierta y contempló un espectáculo que le hizo dudar de sus sentidos.

Comparado con el gigante, Saphson parecía un enano, a pesar de su envergadura. Sin embargo, luchaba con la fuerza que le daba la desesperación de tener que defender la vida a toda costa.

Aullaba y vociferaba, a la vez que asestaba tremendos puñetazos en aquella cara situada a sesenta centímetros más alta que la suya. Pero el rostro del gigante parecía de granito.

Sterkey levantó el revólver. Los movimientos de los contendientes, sin embargo, le impedían fijar la puntería.

Cormoran dio unos pasos cautelosos, con el bichero en las manos, intentando situarse a retaguardia del gigante. De súbito, unas manos poderosísimas alzaron a Saphson en vilo.

El pelirrojo perneó frenéticamente. Su adversario le arrojó contra el suelo, haciéndole chocar con fuerza indescriptible.

Un horripilante alarido brotó de los labios de Saphson. Quiso moverse, pero le resultó imposible.

Sterkey adivinó que el golpe le había partido el espinazo. Antes de que pudiera hacer algo, el gigante se inclinó, agarró a Saphson de nuevo y lo levantó sobre su cabeza.

Dos enormes brazos obraron a modo de catapulta. Saphson emitió un espantoso chillido al sentirse volar por los aires.

Los espectadores de la escena se quedaron estupefactos al ver que el cuerpo de Saphson recorría una enorme distancia en aquel indescriptible vuelo. Chocó contra el iceberg del otro lado, rebotó y cayó al mar, desapareciendo tras una nube de espumas.

El gigante se volvió entonces. Sterkey se fijó en que sus ojos despedían una luminosidad especial, con leves intermitencias. Permaneció inmóvil un momento, pero con el revólver preparado para evitar un posible ataque.

Pero sus temores no se cumplieron. De súbito, el gigante dio media vuelta.

—Se marcha —exclamó Kate.

Cormoran avanzó un paso.

—Quieto, Jake —dijo Sterkey.

—La diadema, quiero la diadema —chilló Ann, frenéticamente.

El gigante había descendido a la plataforma de hielo, desapareciendo momentáneamente de la vista de las cuatro personas. Inesperadamente, surgió de nuevo.

Ahora traía la diadema en sus manos. El fulgor de la joya casi deslumbraba. Ann dio un par de pasos hacia el gigante.

—Es mía, mía… —clamó, a la vez que alargaba los brazos.

El gigante la rechazó con un leve movimiento de su mano. Para Ann, sin embargo, fue como si hubiera recibido un puñetazo, porque rodó por el suelo como un pelele.

El gigante continuó su avance. Sterkey, Kate y Cormoran se sentían incapaces de pronunciar una sola palabra.

Lentamente, las manos del ser misterioso se alzaron un poco. Kate presintió lo que iba a suceder y echó para atrás la capucha de su chaquetón. Un segundo más tarde, la diadema rodeaba sus sienes.

Kate sintió en el acto un leve calorcillo, como si una nueva savia circulara por sus venas. Sonrió. El gigante cruzó las manos sobre el pecho, se inclinó ligeramente y dio unos pasos hacia atrás.

Súbitamente, estallaron varios disparos.

—Maldito, maldito, esa diadema es mía… —gritaba Ann, enloquecida, a la vez que hacía fuego sin cesar con el fusil abandonado por Saphson.

El gigante se volvió hacia ella. Las balas no parecían causar quebranto en su inmenso corpachón.

De pronto, alargó las dos manos, encerrando en ellas la cabeza de Ann. Se oyó un alarido espeluznante, cortado en el acto por el horrible chasquido de unos huesos. La sangre corrió por los dedos del gigante, entre los cuales había saltado la cabeza de Ann, aplastada como una nuez.

Un cadáver se desplomó, arrojando torrentes de rojo líquido. La cara de Ann se había convertido en una espantosa máscara.

El gigante se marchó, sin volver la espalda una sola vez. De pronto, empezó a despedir humo.

Más bien eran unos vapores extraños, que ascendían a la atmósfera en volutas cada vez más densas. El cuerpo del gigante desapareció tras aquella humareda.

Los vapores se disiparon casi de repente. Sterkey, Kate y Cormoran, atónitos, vieron que el gigante se había esfumado de un modo absolutamente literal.

Durante unos segundos, permanecieron mudos, incapaces de hablar. De súbito, el suelo trepidó ligeramente.

—¡Aprisa! —gritó Sterkey—. Esto puede dar la voltereta de un momento a otro.

La balsa se hallaba ya reparada y en condiciones. Minutos más tarde, se separaban del iceberg.

Estaban a unos trescientos metros, cuando oyeron un terrible estrépito.

Los restos del Attruk dieron la vuelta y se hundieron en el mar, provocando un fortísimo oleaje. Sterkey dio todo el gas al motor, a fin de evitar las consecuencias de aquel pequeño maremoto.

Momentos después, el mar había recobrado su apariencia normal. Nada en su tranquila superficie indicaba la tragedia que acababa de producirse poco antes.

* * *

—¿Cómo llegaremos a saber jamás la forma en que ese gigante quedó atrapado en el hielo y volvió a despertar tras un sueño de un millón de años? El profesor Orning suponía qué esto era posible, pero no llegó a presenciarlo —dijo Kate.

—Y se convirtió en humo, después de entregarte la diadema. No cabe la menor duda de que eras la destinataria —sonrió Sterkey.

—¿Yo? —dudó la joven.

—Si suponemos que ese ser llevaba la diadema para una mujer, es indudable que se parecía muchísimo a ti. Hace un millón de años, le confiaron una misión. Su memoria no había fallado en todo ese tiempo. Te reconoció, puso la diadema sobre tu cabeza y dio por cumplida la misión. Entonces, se convirtió en humo.

—¿Por qué, Bull?

—Desconocemos la clase de civilización a la que pertenecía ese hombre. Acaso se sacrificó voluntariamente por su reina; tal vez sabía que moriría una vez entregada la diadema… Es probable que hubiese tomado alguna droga que le permitió subsistir en estado de hibernación. Al despertar, la droga pudo causar efectos digamos disolventes…

—Pero devoró a Kenneth…

—Necesitaba subsistir hasta ejecutar la misión. Kenneth no era para él otra cosa que alimento.

—Sí —suspiró Kate—. Pero ¿qué me dices de Nordolly y sus cuatro acompañantes? ¿Por qué murieron tan misteriosamente?

—Quizá los mató el propio hermano de Saphson. Estaba embarcado en el Ardyman —terció Cormoran inesperadamente.

Sterkey se volvió hacia el esquimal.

—¿Cómo lo sabes, Jake? —exclamó.

—¿Es que no lo sabía usted también?

—Sí, pero no se me había ocurrido…

—Saphson no sabía nada en un principio. Su hermano le contó algo, seguro. Usted sabe muy bien que no volvió a embarcar, después del viaje del Ardyman. Probablemente espera ahora una parte de la fortuna que es esa diadema…, pero esperará en vano.

—Sí, tal vez tengas razón. Envenenó a aquellos cinco desdichados, no cabe otra explicación.

—Y el médico del Ardyman se dejó engañar por cinco falsos ataques cardíacos —intervino Kate.

Hubo una pausa. La balsa se deslizaba fácilmente entre los icebergs. Había amplitud de espacio y, en la proa, una lona sostenida por palos, hacía el papel de tienda de campaña para refugiarse durante los periodos de descanso.

—Me pregunto cómo el capitán Nordolly conoció la existencia del gigante y la diadema —dijo Kate de pronto—. ¿Lo sabía ya?

—Nordolly y sus cuatro acompañantes fueron a buscar un paso para salir del atolladero en que nos encontrábamos. Pero pensaron volver algún día, al encontrar el gigante; las provisiones escaseaban ya mucho y no disponían de medios adecuados para conseguir llevar el gigante al barco. Quizá Nordolly presintió su muerte… y por eso escribió el relato de su aventura —explicó Sterkey.

—Sí, parece lógico —aprobó ella.

De pronto, Sterkey lanzó una exclamación:

—¡El mar libre!

Tres rostros se volvieron hacia proa. Ante ellos, se extendía una enorme superficie líquida de color azulado, surcada por pequeñas manchitas de blanca espuma.

En el horizonte se divisaba una tenue humareda. Sterkey puso proa hacia el barco que representaría su salvación.

—En cuanto a la diadema… —empezó a decir.

—La entregaré a la Sociedad Científica de Boston, que había financiado, aunque Ann sostuviera lo contrario, buena parte de la expedición —resolvió Kate.

Sterkey se encogió de hombros. La diadema no le importaba tanto como la propia vida.

Y la dignidad.

De súbito, estalló un disparo.

Algo cayó revoloteando de las alturas. Cormoran rió satisfecho:

—Al fin he acabado contigo, negro pájaro de la muerte —exclamó.

El albatros negro chocó contra el mar. Las olas lo agitaron unos momentos. Luego, los ocupantes de la balsa lo perdieron de vista.

—Kate —dijo Sterkey.

—¿Sí, Bull?

—No pienso embarcar más. Me iré a una granja que estoy a punto de pagar por completo.

Ella sonrió.

—Una granja necesita también una granjera, me parece —dijo.

—Sí, justamente —convino Sterkey con amplia sonrisa.

F I N