CAPÍTULO VII
Sterkey sospechaba de Wronski.
Era, tal vez, un presentimiento; pero el hombre no le gustaba nada en absoluto.
Sterkey aguardó a que Wronski terminase su guardia en el puente. Cuando el tercer oficial se dirigía a su camarote, oyó la voz de Sterkey que sonaba a pocos pasos de distancia, debajo de una de las grúas del palo mayor.
Wronski se volvió y abrió mucho los ojos para escudriñar en la oscuridad.
—¿Quién me llama? —preguntó.
—Sterkey.
—Ah, es usted. Me había asustado…
—¿A quién teme, Wronski?
El oficial se irguió.
—No admito burlas, Sterkey. Recuerde su posición a bordo; marca el rumbo de la nave, pero no tiene ninguna graduación —dijo, secamente.
—No lo olvido, pero ¿olvida usted lo que pasó cuando los marineros querían atacarme?
—Son supersticiosos, están excitados…
—O incitados, que no es lo mismo. La diferencia es sólo de dos letras, Wronski.
—¿Me acusa de lo que ocurrió?
—Quisiera tener pruebas. Usted se me antoja altamente sospechoso.
—No me diga —rió el oficial.
—Sí. Haldeman murió. Tenía la cabeza abierta. Su cráneo era mucho más resistente que el suyo. Estoy por jurar que nadie asaltó el puente.
Wronski crispó los puños y avanzó un paso hacia Sterkey.
—Si vuelve a decir una cosa semejante… —gruñó.
—Está dicho y no pienso retirar una sola de mis palabras. Wronski, he hablado con Jake Cormoran.
—Ese apestoso esquimal.
—A Jake no le importa en absoluto que un hombre haya comido carne de sus semejantes. Se confió mucho conmigo. Me dijo, por ejemplo, que usted y Pernell eran como carne y uña…, y también Evin Staunton, por fortuna, vivo todavía.
—¡Usted arrojó a Pernell al mar! —acusó Wronski.
Sterkey sonrió.
—No hay pruebas —contestó.
—Maldito caníbal —dijo el tercer oficial. Y, de repente, sacó un revólver de uno de los bolsillos de su chaquetón y apuntó con él a su interlocutor—. Voy a matarle, Sterkey —amenazó.
—Con cuidado; las armas de fuego hacen ruido —advirtió el joven.
—No importa. Diré que usted me ha atacado…
De pronto, algo golpeó la mano de Wronski. El revólver saltó por los aires. Wronski se tambaleó. Un segundo golpe lo tendió inconsciente sobre cubierta.
Asombrado, Sterkey contempló a la voluminosa figura que había surgido ante sí de modo tan inesperado.
—Gracias, Jake —sonrió.
—Lo he oído todo. Yo tampoco confío en ese sujeto —manifestó el esquimal. De pronto dio una patada al inconsciente cuerpo que yacía a sus pies—. Ese cerdo me ha insultado…
—Basta, Jake, ya se ha llevado lo suyo. No olvides que es un oficial y que, si se sabe, puede costarte caro.
—No me importa…
—Llévalo a su camarote. Cuando despierte, diré que he sido yo. Que nadie lo sepa, ¿entendido?
Una ancha sonrisa apareció en el redondo rostro del oficial.
—Descuide, señor Sterkey. Usted me hizo un favor cuando yo estaba en el calabozo y eso es algo que no olvidaré jamás —dijo.
Sterkey sonrió igualmente.
—También a mí me llevaban café y bocadillos cuando estaba en ese sitio tan poco agradable —contestó—. Porque sabía lo que se pasa ahí, quise hacértelo más llevadero.
Cormoran cargó con el cuerpo de Wronski y se lo llevó sin dar muestras de sentir su peso. Sterkey quedó unos momentos en el mismo sitio; luego, de pronto, subió al puente.
Iverson estaba allí. Dado que por la noche se detenían las máquinas, no era necesaria la presencia del timonel.
—Señor Iverson —dijo Sterkey, apenas entró—, vamos a buscar algo.
El segundo oficial le miró extrañado.
—¿De qué está hablando, Bull? —inquirió.
—¿No ha oído usted nunca mencionar los perniciosos efectos de un trozo de hierro junto a una brújula imantada?
Una exclamación brotó de labios del segundo oficial. Momentos más tarde, se iniciaba la búsqueda.
* * *
El capitán Saphson hizo saltar el trozo de hierro en la palma de su mano. Luego dirigió a Sterkey una mirada inquisitiva.
—¿Cómo lo supo usted? —preguntó.
—No lo supe, lo sospeché —rectificó el joven—. Pero mis sospechas se convirtieron en certidumbre.
—Explíqueme los motivos de sus sospechas —pidió el capitán, secamente.
—Haldeman murió. Wronski está vivo. No había señales de lucha en el puente. Es un espacio relativamente reducido. La mesa, con los compases, las cartas y demás, habría saltado por los aires en una pelea, dado que el o los asaltantes habrían sido advertidos indefectiblemente. Por tanto, llegué a la conclusión de que sólo Wronski podía haber golpeado a Haldeman, a fin de simular el ataque.
—Siga, esto es muy interesante.
—Para colocar ese trozo de hierro bajo la brújula, y que no fuese advertido después, Wronski tuvo que quitar algunos tornillos del pedestal. Eso no podía hacerlo con un timonel como testigo.
—Sí, lógico.
—Luego pensé que había parte de la sangre de Haldeman casi seca. Ya había pasado bastante rato del ataque. Wronski, que recibió un ligero golpe, tenía que haberse recobrado, pero continuaba fingiendo la inconsciencia, para que lo encontrasen así al llegarle el relevo.
—Es cierto. ¿Qué más, señor Sterkey?
—Había algo entre Wronski, Pernell y Staunton; no lo sé bien del todo, pera creo poder asegurar se trata de una confabulación. Pernell intentó acuchillarme y, en la pelea consiguiente, cayó al mar. Staunton es muy fuerte, tal vez fue él quien lanzó al profesor por encima de la borda.
—¡Hum! No es difícil —gruñó Saphson.
—No, pero lo que ya no resulta tan fácil es arrojar a un hombre al mar, alzándolo en peso sobre la cabeza, como sucedió con el profesor. Por eso digo que quizá fue Staunton.
—Tal vez. ¿Eso es todo, señor Sterkey?
Los ojos del joven se posaron en el trozo de hierro que Saphson tenía todavía en la mano.
—Falta todavía averiguar por qué Wronski quería desviar el rumbo, falseando las indicaciones de la brújula, y eso es cosa suya, capitán —respondió.
—Sí, eso me corresponde a mí —admitió Saphson, ceñudo—. Pero, de todas formas, me gustaría que usted me acompañase al camarote de ese hijo de perra.
—Será un placer —aseguró Sterkey.
Saphson se volvió hacia el segundo.
—Señor Iverson, manténgase en el puente —dispuso—. Ah, y a partir de este momento el señor Sterkey tendrá la consideración de tercer oficial.
Iverson se llevó la mano a la gorra.
—Sí, señor —contestó, con su impasibilidad habitual.
—Vamos ya, señor Sterkey.
El capitán Saphson podía tener innumerables defectos, pensó el joven, pero no se podía negar que era un marino de la vieja escuela y no solamente por su competencia profesional, sino por la forma de tratar a sus subordinados. Podía insultarles atrozmente, pero nunca dejaría de anteponer la palabra señor al apellido.
Momentos después llegaban ante la puerta del camarote de Wronski. Saphson aporreó la puerta sin resultado.
—Quizá no esté —apuntó Sterkey.
—Me parece muy raro —gruñó Saphson.
Y, resuelto, hizo girar el picaporte y abrió la puerta.
—Señor Wronski —llamó.
El tercer oficial no contestó. Extrañado, Saphson buscó el interruptor de la luz. Un segundo más tarde, lanzaba un atroz juramento. Sterkey se puso pálido.
Era comprensible el silencio de Wronski. Un hombre con la garganta abierta de oreja a oreja no podía contestar a las llamadas.
* * *
—Otro asesinato —dijo Kate, estremeciéndose—. Estoy por creer en los augurios de Cormoran cuando vio el albatros negro.
—Los presagios no tienen nada que ver con lo que ocurre —contestó Sterkey—. Todo lo que pasa aquí es consecuencia de diversas acciones humanas, nada honestas, todo hay que decirlo.
—Pero ¿por qué han matado a Wronski?
—Trató de desviar el rumbo del barco. Alguien lo degolló para que no hablase después, cuando se descubriese la verdad.
—¿Quién?
Sterkey hizo un gesto de resignada impotencia.
—¿Cómo puedo decir algo sobre el particular? —contestó—. Me siento tan ignorante como usted en este asunto, Kate. Pero dígame una cosa, por favor.
—Sí, Bull.
—¿Es muy valiosa la diadema de un millón de años?
—Tiene todo el valor de lo que no tiene precio —contestó ella.
—En tal caso —dijo Sterkey, comprendiendo el significado de la respuesta—, no se hable más; la diadema está en el fondo de todos estos crímenes.
—¿Usted cree? —murmuró Kate, dubitativa.
—Creo que tengo el noventa y nueve por ciento de posibilidades de acertar —respondió Sterkey—. Pero, si mal no recuerdo, usted habló de un sobre del capitán Nordolly…
Kate se separó bruscamente.
—Otro día —se despidió.
Sterkey se quedó muy extrañado de la insólita actitud de la joven. Pero creyó comprender algo cuando vio a Ann que se acercaba al lugar en que se hallaba.
—Creo que he interrumpido una agradable charla —sonrió.
—Nada de eso —contradijo él—. Kate y yo comentábamos lo que ha sucedido a bordo. Y eso no tiene nada de agradable.
Ann se reclinó en la borda, con los codos apoyados en ella.
—Bull, deme su opinión al respecto —pidió, con deliberada indolencia.
—No tengo opinión…
—Usted no vino a bordo porque fuese más guapo o competente que cualquier otro —dijo Ann—. Ya estuvo una vez aquí y conoce no solamente estos parajes, sino lo que hizo el capitán Nordolly cuando se separó del barco.
—El capitán Nordolly se alejó del barco con cuatro hombres, todos los cuales murieron en el viaje de regreso. Nordolly no habló nunca de lo que habían hecho durante los días que permanecieron ausentes del Ardyman. Sólo sé que volvieron agotados y exhaustos, pero ni él ni ninguno de los tripulantes que lo acompañaron dijeron a nadie una sola palabra de lo que habían hecho esos días.
—¿Debo creerle, Bull? —sonrió Ann.
—Como guste —dijo él fríamente.
—¿Qué hizo el capitán Nordolly a su vuelta?
—Se pasaba el tiempo casi constantemente en su cámara, escribiendo sin cesar. Pero, por lo menos, a mí no me enseñó una sola línea de lo que escribió. Puedo jurárselo, Ann.
—Ahora sí le creo, Bull —dijo la joven—. Sin embargo, me gustaría saber una cosa.
Sterkey la miró inquisitivamente. Ann prosiguió.
—¿No sintió nunca curiosidad por saber qué era lo que Nordolly escribía con tanta frecuencia?
—A decir verdad, esa curiosidad no resultó nunca lo suficientemente fuerte como para vencer mi discreción —contestó él.
Y antes de que Ann pudiera continuar hablando, se oyó en el puente la voz del capitán:
—¡Señor Sterkey, encierre en el calabozo a este bribón de Staunton! Cuando lo haya hecho, venga al puente a marcar el rumbo del barco; zarparemos inmediatamente.
—Sí, señor —contestó el joven.