CAPÍTULO VI

El albatros negro aleteó de modo que parecía ir a estrellarse contra las ventanas del puente, pero, en el último momento, viró casi en redondo y se alejó, lanzando un agudo graznido.

En aquellos momentos, el Attruk navegaba entre dos inmensas murallas de hielo. El mar estaba muy tranquilo y sus aguas ofrecían una transparencia casi total. La ruta estaba relativamente despejada, por lo que Sterkey no había juzgado necesaria su presencia en el puente.

Sin embargo, pocas horas más tarde, se presentarían las primeras dificultades. Sterkey decidió que no estaría de más repasar sus cálculos.

Entonces fue cuando, por segunda vez, se dejó ver el albatros negro.

—¡Miradlo, ahí está! —chilló uno.

—¡El negro pájaro de la muerte! —gritó otro.

—Vamos a morir —aulló un tercero.

—Debemos volver antes de que sea demasiado tarde. Este viaje está condenado de antemano al fracaso.

—Un pájaro negro… y un caníbal a bordo —dijo alguien.

Sterkey pasaba en aquel momento junto al grupo vociferante y crispó sus puños. Pero, tras unos segundos de indecisión, siguió adelante.

—Miradlo, ahí va el antropófago.

—El devorador de marineros…

—El albatros negro volverá y podremos matarle de un escopetazo; pero a este caníbal podemos tirarlo al mar ahora mismo —gritó alguien.

Esta vez, Sterkey no tuvo más remedio que volverse. La cosa podía ponerse fea.

El grupo de levantiscos avanzó hacia él en actitud hostil. Con el rabillo del ojo, Sterkey divisó a Wronski apoyado en la borda, sin intervenir; antes bien, dando la sensación de sentirse muy complacido con el espectáculo.

Los gritos proseguían. A Sterkey no le cabía ya la menor duda de que aquellos sujetos iban contra él.

Alguien les había soliviantado, pensó. De repente, cuando ya estaba casi rodeado, sonó un disparo.

—¡Vuelvan a sus puestos! —tronó Saphson—. Obedezcan inmediatamente o mi próximo disparo irá al bulto.

—Vamos, vamos, muchachos —terció Wronski, repentinamente conciliador—. No hay que hacer caso de leyendas absurdas ni de historias sin fundamento. Dispérsense, hombres…

Sterkey miró con rabia al tercer oficial. Otro rato, se dijo, tendría una conversación a solas con él. Estaba seguro de que Wronski andaba detrás de aquel conato de motín, aunque no comprendía sus motivos.

El grupo se disolvió. Sterkey subió al puente.

—Parece que la gente no le aprecia —comentó Saphson.

Sterkey se encogió de hombros.

—No tengo un agente de relaciones públicas —contestó, secamente.

Al atardecer, se encontró con Kate.

—Me he enterado del incidente —dijo ella—. Lo siento, Bull.

—No tiene importancia, no se preocupe más.

—Tengo motivos para preocuparme, lo crea usted o no. Hay veces en que me arrepiento de no haber puesto la suficiente fuerza para hacer desistir al profesor Orning de sus propósitos.

—Él fue quien organizó la expedición, ¿no es cierto?

—Sí, y, en cierto modo, por causa del viaje del Ardyman.

Sterkey se sobresaltó.

—¿Cómo? —dijo.

—Usted, en el viaje de vuelta, trajo todos los efectos del capitán Nordolly.

—Sí, y se lo entregué a sus herederos…

—Había un sobre cerrado. ¿Lo leyó usted?

—No. Estaba dirigido a una tal Susan Pentecost, a la cual entregué todo cuanto perteneció a Nordolly.

—Susan era hija de Nordolly. Su actual apellido pertenece a su difunto esposo. Susan es prima mía. Su madre y la mía son hermanas.

—Creo que entiendo. Susan le entregó…

—Sí, el sobre cuyo contenido usted no leyó entonces y que yo entregué más tarde al profesor Orning. Algún día le dejaré que lea lo que había escrito en el interior del sobre —declaró Kate, sorprendentemente.

—Me devora la curiosidad —sonrió Sterkey.

—Lo mismo le sucedió al profesor. Y por eso hizo las gestiones necesarias para organizar la expedición. ¡Ojalá ese sobre se hubiera quemado antes de que leyera lo que había en su interior!

Sterkey se sorprendió de la vehemencia que Kate había puesto en sus últimas palabras.

—Pero ¿por qué no me dice de una vez qué es lo que vamos a buscar en Punta Salvaje? —exclamó.

Kate le miró largamente.

—Le parecerá digno de fábula, pero lo cierto es que vamos a buscar la diadema de un millón de años —contestó, con toda seriedad.

* * *

La navegación se hacía cada vez más difícil. Inquieto. Sterkey se dirigió al puente, pasada la medianoche. El barco estaba ahora bajo su responsabilidad. Dada la abundancia de témpanos, pensaba si no sería conveniente fondear el barco hasta que se hiciera de día.

Subió al puente. Antes de llegar, oyó unos quejidos.

Alarmado, salvó los últimos peldaños de dos en dos. Entró en el puente y se encontró a Wronski y el timonel tirados en el suelo.

El buque continuaba navegando, pero sin una mano que mantuviera el rumbo. Los dos grandes reflectores de proa iluminaron una enorme masa de hielo, contra la que se dirigía la proa rectamente.

Sterkey saltó hacia el timón e hizo girar la rueda vertiginosamente, enderezando el rumbo. Con un nudo en la garganta, vio pasar lo enormes paredones de hielo a menos de un metro del costado de babor.

Agarrado con una mano al timón, usó el teléfono para llamar a la sala de máquinas:

—¡Paren inmediatamente! —ordenó.

El barco trepidó. Sonó el teléfono que comunicaba directamente con la cámara del capitán.

—Aquí Saphson —se oyó la voz del gigante—. ¿Se puede saber qué diablos ocurre?

—Soy Sterkey. Wronski y el timonel parecen haber sido atacados y no se encuentran bien. Venga, rápido.

Saphson lanzó un rugido. Sterkey dejó el timón; ya no era necesario.

Se inclinó sobre Wronski, en cuya sien izquierda aparecía una fuerte hinchazón. Se quejaba, pero no parecía hallarse en plenas facultades.

El timonel estaba peor. Sangraba profusamente de una fea herida que tenía en la cabeza, detrás de la oreja izquierda. Sterkey procuró colocarle en la mejor posición posible. En ello estaba, cuando entró Saphson.

—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —preguntó.

—No lo sé, señor. Todo había pasado ya, cuando entré en el puente —respondió el joven—. Por fortuna, llegué a tiempo; un minuto más y hubiéramos chocado contra un iceberg.

Iverson compareció también. Saphson le envió a buscar gente para atender a los heridos. Asimismo, pidió otro timonel.

—Y avíseme en cuanto Wronski se haya repuesto —concluyó.

—Sí, señor.

—Usted, Sterkey, se quedará de guardia en el puente.

Los heridos fueron transportados a la enfermería. A Sterkey le chocó que un buque tan bien pertrechado careciera de médico.

—Contábamos con el profesor Orning —respondió Saphson, como explicación a la solicitud del joven—. Era también médico y dijo que, en caso necesario, él podría atender a los heridos y enfermos. Respecto de Wronski, su estado no me inspira inquietud, mientras que el pobre Haldeman…

Saphson no acabó su frase. Sterkey también se sentía pesimista ante la suerte del timonel.

El barco se había detenido ya totalmente. Saphson echó un vistazo a los instrumentos.

—Creo que podríamos reanudar la marcha —dijo a poco.

—Lo siento, señor; pero vamos a estar aquí quietos hasta que se haga de día —manifestó Sterkey, tajante.

Saphson pareció sorprenderse de momento. Luego cedió:

—Muy bien, el barco es suyo —dijo.

* * *

Haldeman murió sin haber recobrado el conocimiento. Su cuerpo fue arrojado al mar, en una fúnebre ceremonia presidida por Saphson.

Los tripulantes murmuraban, muy impresionados por lo sucedido.

—Todavía no hemos llegado a Punta Salvaje y ya hemos tenido tres bajas —dijo Ann Latimore—. ¿Cree usted en los presagios, Bull?

Estaban junto a la borda, al pie del puente. Sterkey hizo un gesto de indiferencia.

—El peor presagio, respecto a esta expedición, es que no debió haberse emprendido jamás —contestó.

—Usted no hubiera venido voluntariamente, ¿verdad?

—¿Todavía me lo pregunta?

—Siento que esté aquí por una parte, aunque por otra le necesitábamos. Pero ya le dije que sus servicios recibirán la debida recompensa.

—Sí, seguramente, un par de piedras de la diadema —contestó él, con amargo sarcasmo. Ann se asombró al oírle.

—¿Quién le ha dicho…?

—Alguien que llegó a creer en la más estupenda fábula que jamás se haya oído en el mundo —contestó él—. Pero ¿a quién se le ocurre creer que en este país de hielos eternos se puede encontrar una cosa así?

—¿Niega usted que sea cierto? —preguntó Ann, casi belicosamente.

—Yo no he visto esa diadema.

—Por tanto, no puede negar su existencia rotundamente.

—Es una discusión estúpida —calificó él, con crudeza—. Yo no creo que el viaje fracase por un albatros negro… o por llevar a bordo un supuesto caníbal; si fracasa, será por otras cosas: los elementos… o tal vez los seres humanos.

—¿Supone usted que hay alguien interesado en el fracaso de este viaje?

—No me extrañaría en absoluto, Ann.

—En tal caso, deme un nombre —pidió ella, enérgica.

—¿Sin pruebas? —rió Sterkey—. Alguien asesinó a Orning y ordenó matarme a mí; alguien asaltó el puente y mató a Haldeman… Si eso no se hace para desmoralizar a la gente y provocar el fracaso del viaje, dígame entonces por qué se hace.

Ann se quedó muy pensativa.

—Hablaré con el capitán —dijo al cabo.

Giró sobre sus talones y se dirigió al puente. Sterkey encendió un cigarrillo. Kate se le acercó poco más tarde.

—Le he visto hablar con Ann —dijo.

—No nos ocultábamos —contestó él.

—Tenga cuidado. Es…

Pero Kate no se atrevió a completar la frase.

—¿Teme seguir? —preguntó Sterkey.

—Temo emitir un juicio precipitado, Bull.

—Eso es muy sensato de su parte. Ann es inmensamente rica. Ha nacido así. Ello condiciona siempre a las personas y las hace adoptar actitudes no corrientes en los demás.

—Es probable —sonrió Kate—. De todas formas, y quizá por esto mismo, tenga cuidado con ella.

Sterkey entornó los ojos.

—¿En qué sentido lo dice? —preguntó.

—No sea la mariposa que se quema las alas en la llama brillante de un candil —dijo Kate, intencionadamente.