CAPÍTULO PRIMERO
Algo le despertó y no fue sólo el hecho de que llevase durmiendo una infinidad de tiempo. Charles Bull Sterkey abrió un ojo con precaución, porque le parecía que el párpado le pesaba un par de arrobas, y trató así de habituarse a la luz de su alojamiento.
La luz entraba por una ventanilla redonda, al otro lado de la cual sólo se veía un cielo brumoso y plomizo. Pero no sólo la luz había despertado a Sterkey, sino ciertos ruidos que ahora reconocía como plenamente familiares: el chap-chap de las olas, el tenue silbido del viento entre los cordajes y el profundo y rítmico tran-tran de las máquinas del barco.
Entonces, de golpe, comprendió su situación y se sentó en la litera.
—Pero ¿qué diablos hago yo a bordo de un barco? —exclamó, sin poder contenerse.
Miró sus ropas. Sí, eran las suyas y allí, en el fondo del minúsculo camarote, se divisaba la vieja y pequeña maleta que contenía sus menguados efectos. La gorra y el grueso chaquetón pendían de un perchero. Junto a las camas estaban sus recias botas. Sterkey supo entonces que le habían tirado inconsciente sobre la litera, limitándose a quitarle la gorra y el chaquetón y a dejarle los pies descalzos.
El barco se balanceaba no demasiado sino con frecuencia, lo que le dijo que debía ser de pequeño tonelaje. Pero la portilla estaba muy baja, por lo que no podía ver el menor detalle de la cubierta. Le hubiera bastado echar un vistazo a un salvavidas, para conocer el nombre de la que, a juzgar por el aspecto del camarote en que se hallaba, era una vieja bañera.
En el pequeño lavabo, se mojó un poco la cara. Para peinarse, le bastaron los dedos, pasados un par de veces por sus revueltos cabellos. Sentía la lengua espesa, pastosa, y le dolía un poco la cabeza.
—La pesqué buena anoche —masculló, irritado por haber caído en lo que estimaba una trampa indecente.
Un marino borracho, inconsciente, un barco falto de tripulantes y un capitán sin escrúpulos. Demasiado lo sabía él, aunque no hubiera hecho jamás nada semejante. Tal vez porque su juventud le había impedido llegar a tales extremos. Pero si seguía navegando, un día llegaría a hacer lo mismo que el desaprensivo capitán de aquel maldito buque en que ahora se hallaba.
Vestido convenientemente, abrió la puerta del camarote y salió al pasillo. Al fondo del mismo se divisaba una escalera por la cual entraban frías rachas de viento salino.
La escalera llevaba a cubierta. Sterkey se dirigió sin vacilar hacia ella. De pronto, se abrió la puerta de un camarote y le golpeó. La puerta, al ceder, golpeó a su vez a una mujer.
Sonó un grito sofocado. Sterkey se tambaleó.
Una hermosa mujer, de unos veinticinco años, apareció ante sus ojos.
—¡Bruto! —le apostrofó ella—. ¿No podía mirar por dónde va?
Sterkey se llevó la mano a la gorra.
—Excúseme, señora; la puerta se abrió de golpe, justo cuando yo pasaba. El pasillo es muy estrecho…
Una atractiva sonrisa apareció inesperadamente en los labios de la joven.
—Creo que me he irritado sin causa —dijo—. Esa puerta me hizo un poco de daño en el hombro izquierdo y hablé sin pensarlo. Sí, tiene usted razón; el pasillo es muy estrecho. —De pronto, le tendió la mano—. Soy Kate Doggen.
—Charles Sterkey. Algunos me llaman Bull. Usted puede hacerlo, señora Doggen —sonrió él.
—No estoy casada —dijo Kate, quien agregó—: Nuevo a bordo, ¿eh?
La cara de Sterkey se contrajo.
—Y no por propia voluntad —manifestó.
—¿Cómo?
—Ahora mismo voy a ver al capitón. Alguien me puso una pócima en mi bebida y me transportó anoche inconsciente a esta maldita bañera. Le diré cuatro cosas al capitán, créame.
Kate le contempló especulativamente.
—Bull, usted tiene nombre de toro y parece poseer su fuerza, pero cuidado con el capitán Saphson: podría partirle el espinazo como si fuese un palillo de dientes —advirtió con dramático acento.
—¡Diablos! —exclamó él—. ¡Debe de ser un gigante!
—Dos metros con doce centímetros —puntualizó Kate.
—Veintidós más que yo. Y, ¿cuántos menos tiene usted?
Kate se echó a reír.
—Soy alta, en efecto —convino—. Metro ochenta y uno.
Sterkey volvió a mirarla. Sí, Kate era altísima, pero estaba magníficamente proporcionada, lo que se podía advertir incluso con aquellos gruesos ropajes, propios de las frías latitudes en que se hallaban en aquellos momentos.
—De todas formas, por hablar, no se le rompe a uno el espinazo —dijo él. Y ya se disponía a poner el pie en el primer peldaño, cuando, de pronto, recordó algo y se volvió hacia la joven—: Señorita Doggen, ¿cómo se llama este cascajo y adónde vamos? —preguntó—. Es decir, si usted sabe…
—Lo sé, en efecto —respondió ella—. Estamos a bordo del Attruk y navegamos rumbo a un punto situado entre el Círculo Polar Antártico y el Polo Sur.
* * *
Sterkey llegó a cubierta. El viento, fresco, le dio en plena cara, despejando su cabeza de las últimas brumas. Por la marcha del barco y el movimiento de las olas, calculó que la velocidad del viento era de unos veinte nudos, unos treinta y siete kilómetros por hora. El viento soplaba del tercer cuadrante.
El barco era pequeño, en efecto; Sterkey calculó que no tenía mil toneladas siquiera. Pero aunque no nuevo, todo parecía muy bien dispuesto a bordo y la limpieza saltaba a la vista dondequiera que se mirase. El capitán Saphson era un hombre que conocía su oficio, se dijo, incluyendo la parte de reclutar marineros beodos.
Un hombre pasó por su lado.
—Eh, ¿dónde está el capitán? —preguntó.
—En el puente —respondió el otro sin detenerse.
Sterkey se encaminó hacia el puente. Arriba, la antena del radar giraba rítmicamente. En su mástil, las cazoletas del anemómetro daban vueltas vertiginosamente. De vez en cuando, la proa se metía en una ola y el barco retemblaba de la quilla a la cubierta.
Subió al puente. Había tres hombres: el timonel, el oficial de guardia y el capitán. Éste se hallaba inclinado sobre una mesa llena de mapas, trazando el rumbo con ayuda de reglas graduadas, compases y lápices.
Abrió la puerta. El oficial de guardia volvió la cabeza.
—Eh, oiga, largo de aquí —ordenó—. Éste no es sitio para…
—No he venido a verle a usted, sino al capitán —atajó Sterkey, rápido y decidido—. ¿Capitán?
El aludido se incorporó. A pesar de que estaba prevenido, Sterkey no pudo evitar la boca en un gesto de instintivo asombro.
Saphson era un verdadero gigante, de ojos de fuego y barba roja, con una corpulencia extraordinaria, lo que le convertía casi en un ser de pesadilla. Sterkey no supo calcular su edad; cualquier cifra comprendida entre treinta y cincuenta años, podía ser acertada.
—El señor Iverson acaba de darle una orden —dijo Saphson con voz de trueno, enteramente adecuada a su figura—. Cúmplala inmediatamente.
—Eh, eh, un momento —protestó Sterkey—. Yo no estoy aquí por mi voluntad, sino que me han traído a la fuerza. Exijo que se me desembarque en algún puerto y me den las explicaciones convenientes. De lo contrario, haré valer mis derechos…
—¿Cómo? ¿Pretende usted insinuar que no se ha enrolado voluntariamente en mi tripulación? —rugió Saphson.
—Eso es, exactamente, lo que he querido decir. Mire, capitán, yo estaba anoche en Port Stanley, y tomé unas copas con un conocido accidental. Debía de ser un agente reclutador, porque, cuando me desperté esta mañana, me encontraba ya a bordo de su barco. Y aunque sí es cierto que buscaba embarcarme, no pensaba hacerlo precisamente a bordo de un buque que se dirige a las proximidades del Polo Sur.
—¿Quién le ha dicho a usted semejante cosa?
Sterkey pensó un instante en Kate y se dijo que quizá no conviniera poner a la chica en un compromiso.
—Oh, lo he oído al pasar —contestó.
—Bien, vayamos donde vayamos, usted es ahora un miembro de la tripulación de mi barco y hará lo que yo o mis oficiales le ordenemos. ¿Comprende?
En aquel momento entró un individuo en el puente. Era un sujeto de unos cuarenta años, de estatura media y nariz ganchuda.
Sterkey lo reconoció instantáneamente.
—¡Ése es! —gritó—. Ése es el tipo que me puso un narcótico en mi vaso, aprovechando una distracción mía.
—Capitán, este tipo está loco —dijo el recién llegado.
—Un poco furioso, nada más, señor Wronski —sonrió Saphson, enseñando una dentadura de lobo—. Bien, usted encontrará algún trabajo para él. Lléveselo y hágalo ganarse el sueldo pactado.
Sterkey se cruzó de brazos.
—No pienso trabajar aquí —dijo—. Estoy a la fuerza y considero nulo cualquier contrato que haya podido firmar bajo estado narcótico.
Wronski le puso una mano en el hombro.
—Vamos —dijo.
Pero casi en el mismo instante, Sterkey disparó su mano izquierda, de revés, y alcanzó al otro en pleno rostro, tirándole contra un rincón. Wronski cayó aullando, con las narices chorreando sangre.
Saphson se acercó al joven en dos zancadas y, agarrándolo por la cintura con ambas manos, lo izó a pulso, separándolo un palmo del suelo. Aquellas manos de gigante hicieron una tremenda presión en la cintura de Sterkey, causándole un dolor insufrible.
—¿Quiere que lo parta en dos? —bramó el gigante—. ¿Es que no se da cuenta del delito que acaba de cometer? Ha golpeado a un superior y eso puede ser severamente castigado, ¿me entiende?
Sterkey boqueó, sin respiración. Ahora, en medio del dolor que sentía, se daba cuenta de que Kate Doggen no había exagerado en lo más mínimo. Saphson podía agarrarle con una mano por el cuello y con la otra por los dos tobillos, tirar y partirle en dos.
—Su…él…te…me… —jadeó.
Saphson lo tiró a un lado. Sterkey creyó que era despedido por un cañón. Rodó por el suelo y chocó contra un mamparo. Las estrellas bailaron repentinamente ante sus ojos.
—Señor Iverson —rugió Saphson.
—¿Señor? —contestó el oficial.
—Tome dos hombres y encierre a este rebelde en el calabozo durante una semana, a pan y agua.
—Sí, señor.
Iverson se asomó a la puerta y gritó algo. Dos hombres treparon a la carrera por la escala.
—Señor Wronski, deje de una vez de atender su maldita nariz y ocupe el puesto del señor Iverson —ordenó Saphson.
Wronski se acercó al timonel, todavía con el pañuelo en la cara, y echó un vistazo a la brújula.
—Maldita sea, te has desviado medio grado —chilló coléricamente.
El timonel movió la rueda. Mientras, dos hombres levantaban al aturdido Sterkey y se lo llevaban hacia abajo.
—No lo olvide usted, señor Iverson; una semana de encierro a pan y agua —repitió Saphson, cuando el grupo abandonaba el puente.
Sterkey fue empujado hacia la cubierta. Cuando ya habían llegado a ella, se sintió un poco mejor e intentó rebelarse.
—Esto es una canallada…
Pero no pudo seguir adelante: una mano de malignos propósitos le golpeó con fuerza en la nuca, haciéndole perder el sentido totalmente.