CAPÍTULO XVI

—Aquí es —dijo Jessica.

Encendió el farol eléctrico y lo dejó en el suelo, con la luz dirigida en sentido opuesto a la aldea. Anders se descolgó del hombro el pico y la pala que había llevado consigo.

—Tendré que cavar mucho —rezongó.

—Eres fuerte —dijo ella riendo.

Anders descargó el primer golpe en el suelo. A los pocos minutos, había abierto un hoyo de regulares dimensiones.

De pronto, se oyó una voz sarcástica en las inmediaciones:

—¿Ha aparecido ya el tesoro de Rittringham?

Jessica lanzó un gritito de susto. Anders se revolvió furioso.

—¡Craven! —barbotó.

—Yo mismo. Siga, siga, no se interrumpa por mí. Tengo ganas de ver la cara que ponen cuando encuentren la orza repleta de monedas de oro. Les servirá para comprar más casas y terrenos y convertirse, de paso, en propietarios de East Valley. Esto rendirá mucho, cuando la aldea sea un centro turístico, que se llenará de gente, con una adecuada propaganda. Pero ya se les acaban los fondos, me parece, y por ello recurren a una solución de extrema necesidad, ¿no es así?

Las manos de Anders se crisparon sobre el mango del pico.

—Se la está ganando, Craven —dijo—. Desde el primer día, está buscando que yo le dé una buena lección.

—¿Como la que le dio a Harry Koslar? ¿Por qué le mató? ¿Sólo para no encontrar obstáculos en el camino al corazón de la casquivana Katie Hardane? ¿O había quizá otros motivos? Por ejemplo, un documento de reconocimiento de deuda, por parte de Koslar hacia usted, con el que luego podría apropiarse de sus bienes. Naturalmente, la muerte de Koslar sería achacada al fantasma de Rittringham, ya que Koslar, según ustedes, era descendiente de uno de los jurados que condenaron a un inocente hace doscientos años.

—Fue el fantasma —gritó la joven.

—Vamos, vamos, Jessica, usted es una chica culta. No va a decirme ahora que cree en duendes y aparecidos. A Koslar le mató su cómplice, Brook Anders, lejano pariente mío, por cierto.

—Usted y yo no tenemos nada en común —dijo Anders hoscamente.

—Eso es algo de una rigurosa exactitud —convino el joven—. Pero, dígame, ¿por qué mató a Cross, si era un pobretón?

—Yo no maté a Cross, lo juro. ¡Fue Rittringham!

«¿Será verdad?», se preguntó Craven.

—Cross quiso asustar a la señora Halloway, como lo hizo usted un par de noches antes —dijo—. Pero, previamente, usted o alguno de sus amigos, mientras ella servía en la posada, había subido a su habitación, sustituyendo los cartuchos cargados por otros que sólo contenían pólvora. Sue era de las pocas personas que no creían en la leyenda; si ella vendía, si demostraba creer en la historia, muchos la seguirían. ¿No era eso lo que pensaban?

—Está loco —dijo Jessica.

—No, no lo estoy. Hablo con la verdad en la boca. Jessica, ¿cuándo piensa usted decir que su tía se ha ido de viaje, para cambiar de aires?

Ella retrocedió un paso.

—Mi tía no se irá —dijo roncamente—. Está en casa…

—Está en el cementerio, bajo la lápida que señala la tumba que estuvo vacía por espacio de ciento noventa años. La señal del hachazo que segó su vida es claramente visible.

—¿Cómo lo supo? —gritó ella.

—El día en que me vio junto a la tumba de Rittringham, usted dijo que el cementerio estaba descuidado. Pero la tumba de Rittringham, en cambio, aparecía relativamente limpia de hierbas.

—Lo sabe todo, todo… —dijo Jessica con acento de terror.

—Tengo en mi poder el diario del reverendo MacNabb. Pero todavía sé otra cosa.

—¿Qué es? —preguntó Anders.

—Usted piensa matar a Loretta Philby y achacarme el crimen.

Aterrado, Anders retrocedió un paso.

—Me lo ha dicho el propio Rittringham —añadió Craven.

Hubo un momento de silencio. De repente, preso de un incontenible ataque de ira, Anders descargó un tremendo golpe con el pico.

Craven hubiera muerto, de no haber sido porque levantó el brazo, a la vez que se echaba a un lado. Pero incluso así el golpe rompió un hueso y alcanzó su frente, derribándole al suelo casi sin sentido, perdidas las fuerzas por completo.

Anders se dispuso a rematarle.

—¡No! —gritó ella—. Tiene que aparecer como el asesino de Loretta. ¡Anda, date prisa, saca el tesoro!

Oleadas de dolor iban y venían en el cerebro de Craven. Anders cavaba furiosamente, como poseído por un espíritu infernal.

De repente, se oyó el ruido de un cacharro que se rompía.

—¡El tesoro! —gritó Anders excitadamente.

—Déjalo —sonó una voz, al otro lado del roble.

Anders y Jessica se volvieron al mismo tiempo. Un hombre de elevada estatura apareció ante ellos.

—¿Quién es usted? —preguntó Anders.

—Rittringham.

Los ojos de Jessica amenazaron con salirse de sus órbitas.

—¡El ahorcado! —gimió.

—Sí.

Rittringham avanzó un par de pasos. Anders había dejado caer el pico, pero se inclinó para recobrarlo. Una fuerza irresistible paralizó sus músculos.

Jessica quería huir, pero tenía los pies como clavados en el suelo. Rittringham extendió los brazos y atrajo a los dos criminales hacia sí.

Un rugiente chorro de fuego subió de pronto a lo alto. La tierra tembló.

Sonaron dos alaridos que parecían llegar hasta el cielo. Aterrado, Craven, vio dos negras siluetas en el centro de aquel ígneo volcán, que, en unos segundos, consumió el roble seco.

Loretta se arrodilló junto al joven y le abrazó tiernamente.

—Estoy bien —dijo él, mientras procuraba dominar el dolor que sentía.

El fuego duró sólo unos segundos. Cuando desapareció, volvió el silencio a la colina.

A la mañana siguiente, el roble había desaparecido. En su lugar, sólo había un profundo hoyo, de paredes ennegrecidas por el fuego.

* * *

Días más tarde, al despertar, Craven vio algo en su mesilla de noche.

Era una bolsita, de cuyo interior salió un tintineo de monedas. Al abrirla, encontró un papel escrito con letras de fuego:

SED FELICES.

ROGAD POR MI ALMA.

Craven musitó una silenciosa oración. La señora Halloway entró poco después con la bandeja del desayuno.

—Hay noticias —dijo—. Han levantado la lápida de la tumba de Rittringham y han encontrado el cadáver de la pobre Edith Wolf. Pero lo más raro es que han encontrado un esqueleto, cuyos huesos, según los forenses, tienen doscientos años de antigüedad. Uno de los médicos, dijo que el esqueleto tenía rota una de las vértebras del cuello, como si el hombre hubiera sido ahorcado. Extraño, ¿verdad?

—Sí, muy extraño —convino el joven pensativamente.

—Se sospecha que Jessica y Anders asesinaron a la pobre Edith. Ahora, temerosos de la justicia, han desaparecido de la aldea. Pero pronto darán con ellos, se lo aseguro.

Craven no quiso contradecir a la buena mujer. Aquellos criminales no serían hallados jamás en la tierra.

Desayunó, mientras la posadera charlaba inconteniblemente.

—No sé qué me pasa. Me siento estupendamente, y lo mismo les sucede a los otros convecinos… Parece como si se nos hubiera quitado un gran peso de encima… ¿Sabe?, hay muchos curiosos y turistas; ahora haremos buenos negocios… y yo ya no temo a la competencia de Loretta, aunque, no sé por qué esa chica, ahora que las cosas van a ir viento en popa, quiere vender su taberna.

Craven sonrió maliciosamente.

—Es que nos vamos a casar —dijo.

Sue abrió unos ojos como platos.

—¡Quién lo dijera! —exclamó—. Me invitarán a la boda, supongo.

—No faltaría más, señora Halloway.

Sonaron unos golpes en la puerta. Loretta entró a los pocos segundos.

Craven vio una rosa en su mano.

—La he arrancado de un rosal que crecía en la tumba de Rittringham —dijo, a la vez que le miraba profundamente.

Craven le devolvió la mirada. Ambos, sin necesidad de palabras, sabían lo que pensaba cada uno de ellos.

Sue se marchó. Loretta se acercó a la cama.

—Cuando estés curado, nos marcharemos —dijo—. Pero has de prometerme que volveremos aquí, por lo menos, una vez al año, para rogar por el alma de Arnold Rittringham.

—Lo haremos, te lo prometo —contestó él.

Alargó la mano. Loretta le entregó la suya.

—Luce un sol radiante —murmuró.

—Sí, las tinieblas de la maldición han desaparecido —dijo Craven.

F I N