CAPÍTULO XI

Estaba terminando ya el último de los libros de registro de la parroquia. Prácticamente, tenía el caso resuelto, al menos en lo que se refería a la genealogía de todos los habitantes de la aldea, a partir de la ejecución de Arnold Rittringham.

Estaba un poco cansado. Maquinalmente, empujó el enorme libro hacia adelante.

El libro chocó contra la pared de madera. Una de las tablas crujió.

Craven se disponía a encender un cigarrillo. El ruido le llamó la atención.

Poniéndose en pie, alargó la mano y tocó la tabla. Estaba muy debilitada, prácticamente, era un poco de serrín, con la cubierta exterior.

Los insectos habían carcomido la madera. Craven no tuvo dificultad alguna en romperla.

Entonces vio al otro lado un hueco, en el que aparecían varios libros de gran tamaño. Otro, mucho más próximo, estaba caído sobre la estantería.

Craven alargó la mano y extrajo el libro, con pastas de una piel que se había vuelto ya oscura, casi negra, con el paso de los tiempos. Probablemente, el libro había sido encuadernado con piel de cerdo o de caballo.

Olía a moho y a cosa antigua, pero parecía bien conservado. Con unos cuantos golpes, aplicados cuidadosamente, a fin de no dañar su estructura, le quitó el polvo. Luego levantó la tapa.

La tinta en que habían sido escritas las palabras de la primera página tenía ya un tinte rojizo, debido a la oxidación de sus componentes durante tantos años. Pero a pesar de que sus caracteres eran un tanto alambicados y adornados con toda clase de rasgos y floreos, Craven pudo leer perfectamente la inscripción:

DIARIO

del reverendo Jonathan MacNabb.

Empieza el 5-2-1769.

Debajo de dicha inscripción, una mano distinta había agregado otra:

El reverendo J. MacNabb falleció el 12-8-1791.

Craven sintió una vivísima emoción al leer aquellas páginas. Tal vez el pastor de East Valley había empezado su diario mucho antes; aquellas dos fechas cubrían un período de veintidós años, y puesto que se sabía había fallecido a una edad relativamente avanzada, era de suponer que hubiese otros volúmenes con las impresiones de MacNabb. Pero aquél era precisamente el que le interesaba a Craven, el diario en el que, inevitablemente, debía figurar algún dato sobre la ejecución de Rittringham.

Casi le temblaban las piernas. Tenía en la mano un libro con las impresiones de un testigo de aquel suceso. Meticuloso y ordenado, el reverendo MacNabb no habría dejado de anotar los detalles de lo ocurrido aquel fatídico día. Además, era muy posible, casi seguro, que el pastor hubiese prestado al reo los auxilios espirituales de última hora. Algo, sin duda, habría escrito el pastor, sobre todo, teniendo en cuenta que no habría confesado al reo de acuerdo con las normas católicas, porque era de suponer, ya que el pastor era anglicano, que Rittringham perteneciese también a su misma religión.

El secreto de confesión, por tanto, no existía en aquel caso. MacNabb podía haberse reservado para sí las últimas declaraciones del condenado; quizá había guardado el secreto de lo que Rittringham le dijo… pero cabía la posibilidad de que aquel secreto estuviese reflejado en el diario.

«Jessica debía saberlo», se dijo inmediatamente.

Era un deber de cortesía, no sólo porque la vieja sacristía comunicaba con la antigua librería de la rectoral, sino porque a la joven también podía interesarle el contenido del diario.

Craven procuró contener la excitación que sentía. Abandonó la sacristía, descendió a la capilla y salió a la calle, instantes después, llamaba a la puerta de la casa de Jessica.

Nadie le contestó. Tiró del cordón de la campanilla un par de veces más y en ambos casos obtuvo el mismo resultado negativo.

Craven consideró que existía la suficiente confianza entre ambos para entrar sin llamar. Hizo girar el pomo, abrió la puerta y empezó a subir la escalera que conducía al primer piso.

—¡Jessica! —llamó.

La joven no contestaba. En la sala, Craven examinó la estantería. Los libros, grandes, volúmenes encuadernados in folio, llegaban hasta la tabla del estante superior, impidiendo prácticamente, por tanto, ver lo que había al otro lado.

Craven sacó un libro. Sí, allí se veía el hueco abierto en la tabla carcomida. Dejó el libro en el mismo sitio y se acercó a la puerta de la habitación contigua.

Era un dormitorio, estaba limpio, ordenado y vacío.

Encontró en la casa dos dormitorios más, todos en análogas condiciones.

Craven se sintió tremendamente perplejo.

¿Dónde estaba la tía enferma de Jessica?

Había más habitaciones en la planta baja. Tal vez ocupaba, alguna de ellas; a Jessica podía resultarle más conveniente atenderla en aquel lugar.

Abandonó el primer piso. Encontró la cocina, un cuarto trastero y otro completamente vacío, además de la sala que era más bien un vestíbulo. Pero no había ningún otro dormitorio.

Lleno de asombro, y extrañeza, abandonó la casa y volvió a la parroquia. Un sentimiento instintivo le hizo colocar los libros de registro sobre el hueco de la tabla, en posición vertical. Era una cosa natural, que no extrañaría a nadie y, de este modo, impediría que nadie más viese el agujero. Momentos más tarde, salía de nuevo de la capilla. Mientras caminaba en dirección a la posada, se preguntó si Jessica habría leído el diario.

* * *

—¿Conoce usted a Jessica Wolf?

Loretta arqueó las cejas.

—Es una muchacha muy hermosa —dijo.

—Eso no contesta a mi pregunta —sonrió Craven.

—No he hablado nunca con ella, aunque tampoco tengo motivos de queja. Jessica y yo nos hemos cruzado por la calle en alguna ocasión y siempre me ha saludado con simpatía, aunque sin dirigirme la palabra. Pero ésa es la única relación que hay entre las dos.

—Sin embargo, usted conocerá algunos detalles de su vida.

—Por supuesto. Mis clientes pueden ser pocos, pero a la larga, durante casi un año, una acaba por oír cosas.

—¿Y…?

—La tía de Jessica se hizo cargo de ella cuando sus padres murieron, hará unos siete u ocho años. Desde entonces, Jessica ha vivido en la antigua casa rectoral.

—La tía está enferma, poco menos que impedida, creo.

—Sí, eso es lo que dice la gente. Hace ya muchos meses que no sale a la calle. El reúma la tiene postrada en cama. A Jessica la quieren mucho en East Valley, todos saben cuánto se sacrifica por su anciana tía y piensan que no es justo que una muchacha tan linda viva poco menos que en clausura.

—Usted también lo piensa así, ¿no es cierto?

Loretta asintió. Había malicia en su mirada.

—Le gusta Jessica, ¿eh?

Craven hizo un gesto ambiguo.

—Es muy guapa —contestó evasivamente.

Se puso en pie.

—Volveré a verla en otro momento. Ah —exclamó de pronto—, se me olvidaba una cosa.

—Dígame, Buddy.

—Usted ha dicho que quiere vender el local.

—Sí. Empiezo a hartarme ya. Este negocio no tiene perspectiva.

—¿Qué hará cuando se marche de East Valley?

Loretta suspiró.

—Es una lástima —dijo—. Un lugar tan encantador… con el buen tiempo, claro. Si no fuese por las cosas que han ocurrido, resulta agradable vivir aquí, lejos de la algarabía y la agitación de las grandes ciudades. El tiempo parece casi detenido y… Hasta hacé muy pocos días, créame, no había dormido tan bien desde que era una niña y no tenía preocupaciones.

—Y ahora tendrá que marcharse y trabajar en…

—Buscaré un empleo, es todo lo que puedo decirle.

—¿Le han hecho proposiciones de venta en alguna ocasión?

—Sí, un par de veces.

—¿Quién es el interesado comprador?

—Brook Anders.

Era una respuesta que a Craven no extrañó en absoluto.

* * *

—Señora Halloway, ¿conoció usted a la tía de Jessica Wolf?

—Sí, por cierto. Hubo un tiempo en que éramos muy amigas —contestó la posadera.

—Y ahora ya no…

—La enfermedad ha vuelto a Edith muy rara. Ya no quiere que la visite nadie y sólo tolera a su sobrina.

—Es decir, usted intentó verla…

—Jessica me dijo que Edith estaba un poco mal de los nervios, debido a la enfermedad. Siempre fue un poco rara, me refiero a Edith, claro está; pero ahora, al tener que quedarse en cama, sus rarezas se habrán exacerbado. Es lógico, ¿no le parece?

—De modo que Edith Wolf contrajo un reúma muy pernicioso y acabó siendo una inválida.

—Sí, las piernas no le funcionaban bien… Pobre mujer. No es tan vieja, tiene cinco años menos que yo… Pero ya se sabe, eso del reúma…

—Sí, ataca a jóvenes y a viejos imparcialmente —sonrió Craven—. Por favor, dígame, ¿cuándo vio usted a Edith por última vez?

Sue respingó.

—¿Por qué me pregunta eso, muchacho?

—Oh, mera curiosidad, señora Halloway.

—Bueno, yo diría que hace cuatro semanas, tal vez cinco; desde luego, antes de que usted viniera a East Valley.

—Y el médico, ¿no la visita?

—Se hartó de sus desplantes y dijo que ya no volvería más que para extender el certificado de defunción. Últimamente, Edith se había vuelto insoportable. No sé cómo esa pobre chica aguanta tanto.

—Su sobrina Jessica, ¿verdad?

—Sí, es un ángel. No sé si yo sería tan paciente como ella, créame.

—Sí, hay que ser paciente para atender a una enferma de esas cualidades. Señora Halloway, ¿sigue pensando en vender la posada?

La mujer asintió.

—Me iré a vivir con mi hermana, que reside en Maine —contestó—. Estableceré una pequeña renta con lo que me den por la posada, más algunos bonos del Gobierno que me dejó mi difunto esposo, y tendré suficiente para vivir. No soy demasiado exigente, muchacho.

—Es usted una mujer estupenda, señora —sonrió Craven—. Pero ¿por qué vende? ¿Tiene miedo del fantasma de Rittringham?

Sue se puso seria.

—Tengo miedo de morir de una manera horrible —contestó—. Soy descendiente del juez que condenó a Rittringham y su fantasma vendrá a buscarme algún día.

—Pero, señora, ¡usted no creía…!

—Empiezo a cambiar de opinión —respondió Sue—. Sobre todo, después de la muerte de Cross. Y si Brook Anders me hace una oferta mejor, venderé inmediatamente.