CAPÍTULO III

El hombre caminaba sin prisas, apoyado en un bastón. De pronto, oyó un rugido, la tierra y las hojas se arremolinaron, y un hombre apareció ante sus ojos.

—Hay un Pearnell en East Valley.

—¿Cómo se llama?

—Dudley Craven.

—El hijo de Barney.

—Sí. Tienes que matarlo pronto.

—Está bien.

El diablo desapareció entre un remolino de viento y hojas, que se agitó violentamente, a la vez que se escuchaba el profundo rugido que parecía brotar de las entrañas de la Tierra. Una larga racha de aire curvó las ramas de los álamos cercanos, a la vez que el cielo tomaba un tinte rojizo oscuro, en el que se agitaban unas nubes de color violado, constantemente cambiantes de forma.

El viajero se apoyaba en un largo cayado y sus ropas, aunque limpias, estaban muy usadas. Un rayo de luz roja dio de lleno en su rostro y el color lívido fue sustituido por el otro durante unos instantes, confiriéndole una apariencia demoniaca.

Una larga carcajada brotó de sus labios delgados. Al echar la cabeza hacia atrás para reír, parte de su garganta quedó al descubierto. Había en ella la marca violácea de una cuerda.

Un penetrante grito salió de sus labios a continuación:

—¡Dudley Craven, espérame!

La racha de viento huracanado llegó hasta East Valley y agitó las humaredas que salían de las chimeneas. En la taberna de Loretta, una ventana se abrió de repente y batió con fuerza contra la pared. Un cristal saltó con metálico tintineo.

Loretta corrió a cerrar. Ya no había ningún cliente en el local. Los últimos lo habían abandonado minutos antes.

Tristemente, se dispuso a cerrar. Entonces vio a una sombra que avanzaba por una de las veredas que conducían al pueblo, a través de la colina.

Era un hombre y tenía aspecto de hallarse bastante fatigado. Loretta le miró con aprensión.

—Buenas noches, señora —dijo el hombre, a la vez que se quitaba el raído sombrero con que se cubría la cabeza—. Estoy en las inmediaciones de East Valley, si no me equivoco.

—Así es, forastero —contestó la joven—. ¿Puedo serle útil en algo?

El hombre sonrió. Sus dientes eran grandes, amarillentos.

—Sólo tengo unos pocos centavos en el bolsillo y aquí no se sirven comidas —contestó.

—No sirvo comidas, en efecto, pero si tiene hambre, puedo darle algo de comer —manifestó—. ¿Acaso busca trabajo?

—Sé hacer de todo un poco, señora. —Los ojos del desconocido se pasearon por los alrededores de la casa—. Tiene usted el jardín un poco descuidado —añadió.

—Es algo que no se me da muy bien —confesó ella—. Y no soy señora; todavía no me he casado. Me llamo Loretta Philby.

—Jerry Fowland —contestó el viajero. Y fue a decir algo, pero Loretta no le dejó seguir adelante.

—Escuche, voy a darle un empleo —dijo, arrastrada por un impulso cuyas causas no sabía definir—. El negocio no marcha muy bien, créame; pero un ayudante siempre viene bien. Hay un hombre en el pueblo que acude en ocasiones, aunque nunca cuando le necesito verdaderamente. En la parte de atrás, hay un cuartito que podrá ocupar. Pero le puedo pagar muy poco…

—Señorita Philby, créame que trabajaré con usted a gusto, sólo por la comida y el alojamiento. Tengo cuarenta años, aunque sé que aparento muchos más, pero soy fuerte y tengo una salud de hierro. En realidad, desconozco lo que es la menor enfermedad.

Loretta sonrió.

—No lo dudo en absoluto. Entre, ¿quiere, señor Fowland?

—Por favor, llámeme simplemente Jerry, señorita.

—Está bien, Jerry.

Fowland se quitó el sombrero al cruzar el umbral. Sus cabellos eran algo largos, con más color blanco que negro, pero fuertes y abundantes. Aun delgado, se advertía en él una musculatura de hierro.

Loretta indicó una mesa.

—Siéntese, dentro de unos momentos le traeré algo de cena fría; es todo lo que tengo por esta noche. Ah, y si quiere tomarse una copa, sírvase usted mismo.

—Soy abstemio, señorita —manifestó el recién llegado.

—No sería usted un buen cliente de mi casa —dijo.

—Pero no por ello pretendo que los demás dejen de beber. Todo lo contrario, considero que cada cual debe ser libre para hacer lo que más le guste.

—Es un buen modo de pensar. Hasta ahora, Jerry.

—Bien, señorita Philby.

Fowland se sentó en una silla y se apoyó en el nudoso cayado. Su mirada se paseó por el pulcro interior de la taberna.

—Esto tiene un aspecto muy distinto a lo que yo conocía hace doscientos años —murmuró.

* * *

Dudley Craven estaba cenando en el comedor de la posada, separado del local contiguo por un mamparo de pulidas tablas, que llegaba a unos dos metros del suelo. Al otro lado, en la parte donde los habitantes de East Valley acudían a beber algunas jarras de cerveza, había unos cuantos que parecían discutir algo nada agradable.

—Os digo que esa mujer debe ser expulsada de la ciudad —clamó uno de súbito, con repentino acento colérico.

—¿Por qué? —preguntó otro.

—Es un ultraje a todos nosotros. Esa mujer es una perdida…

—¿Lo dices acaso porque cada vez que te has acercado a ella no has recibido más que desdenes, Brook Anders? —preguntó un tercero burlonamente.

—¿O es que quieres acaso quedarte con su negocio? —exclamó otro.

—¡Al diablo con todos vosotros! Esa mujer es una mancha para la comunidad de vecinos honestos y laboriosos que somos todos nosotros, pero todavía más para nuestras mujeres, madres, esposas, hijas… Todas ellas se sienten mancilladas por la vecindad de Loretta Philby. ¿No es así, Harry Koslar?

El interpelado asintió con un gruñido.

—Así pienso yo también, como tú, Brook —contestó.

—Pero ¿qué podemos hacer? Es una mujer libre, tiene pleno derecho a sostener un negocio…

—¡Un antro de liviandad! —tronó Anders—. Eso es lo que es su taberna…

—Pues la verdad, hasta ahora, y lleva ya un año allí, no he visto yo la menor señal de juerga en la taberna. En vez de una taberna, parece una cámara funeraria —dijo uno de los presentes.

—Las orgías se celebran a altas horas de la noche, cuando ninguno de nosotros estamos presentes —gritó Anders.

—¿Has estado tú, Brook? —preguntó otro.

—Una noche pasé por allí. Venía de recoger la vaca que se me había escapado al Shadow’s Gulch. Había pasado en el empeño todo el día y gran parte de la noche. Vi todas las ventanas encendidas. Salían ruidos inconfundibles: risas de borracho, gritos de mujeres, música infernal…

—Lo has soñado —dijo alguien—. En un año, alguno más habría visto algo parecido.

Un puño golpeó la mesa violentamente.

—Está bien, no me hagáis caso, pero ya sentiréis sobre vosotros la maldición del diablo, por no querer alejar de nuestra vecindad a esa mujer infernal —gritó Anders.

Craven se sentía perplejo. ¿Era posible que hubiera alguien en la aldea capaz de detestar tan furiosamente a la encantadora joven que era Loretta?, se preguntó.

Varios de los contertulios se marcharon. Craven los oyó al hablar con la señora Halloway y abonarle el gasto de sus bebidas.

Dos quedaron en el mismo sitio, Anders y Koslar.

—Harry, ¿cuándo subimos allá? —dijo Anders de pronto.

—No, no, Harry, no iré nunca a la colina del ahorcado —se estremeció Koslar, dando muestras del más vivo terror.

—¡Imbécil! —le apostrofó el otro—. Se necesitan dos hombres, de lo contrario iría yo solo. ¿No te dice nada el tesoro que está escondido bajo el roble muerto?

—¡Fantasías, paparruchas! ¡Yo no creo en ellas, Brook!

—Vendrás, Harry, vendrás, cuando lo tenga todo dispuesto —barbotó a media voz—. Ya sabes que tengo medios de obligarte a que me acompañes… ¡Y por todos los diablos, una noche de estas subirás conmigo a la colina del ahorcado! Quizá mañana mismo.

—¡No, por favor, Brook, no…! ¡No me obligues a hacer eso! —gimió el otro.

—Harry, ¿te gustaría que alguien fuese a Phineas Hardane con el cuento de las visitas que recibe su mujer, ciertas noches, cuando él está ausente, cuidando el rebaño de ovejas en las montañas? ¿Te gustaría que Hardane volviese una noche inesperadamente y encontrase a su esposa en brazos de otro hombre?

—Brook, tú no serás capaz de…

—Cuando yo te lo diga, subirás conmigo a la colina del ahorcado. O, de lo contrario, Hardane sabrá la verdad de lo que sucede en su casa durante sus ausencias.

Se oyó ruido de sillas. Craven continuó cenando.

«Vaya gente», se dijo.

Fingió indiferencia cuando los dos últimos bebedores pasaron por delante de él. Para sorpresa suya, encontró que Anders, a quien reconoció por la voz, era un sujeto alto, arrogante, apuesto, de unos treinta y cinco años, aunque de expresión fatua y presuntuosa, rebosante de orgullo hasta por el último poro de su piel.

Koslar era algo más bajo, pero también joven. No obstante, se advertía en él al hombre fácilmente influenciable por una voluntad ajena. Y no cabía la menor duda de que, en este caso, la voluntad dominante era la de Anders.

Los dos sujetos se marcharon.

Al cabo de un rato, subió a su habitación. Hubiera ido a ver a Loretta, pero se sentía fatigado.