CAPÍTULO II

Sesenta años más tarde, Rex Miller asesinó a Barney Craven. Miller fue condenado a la cámara de gas, ya que el crimen se había cometido en San Francisco.

Los guardianes del penal de San Quintín descubrieron que el asesino tenía unas manchas rojizas en las sienes y en la pierna derecha, muy pequeñas, sin embargo. Aquellas manchas tenían el aspecto de quemaduras.

También vieron la huella de una soga en el cuello de Miller. El condenado dijo que le habían ejecutado ya dos veces, pero que sobreviviría a la tercera ejecución, como había sobrevivido a las anteriores. No dijo que se escaparía de la cárcel, sino que sobreviviría.

Naturalmente, los guardianes se rieron de él. En el momento adecuado, las bolas de cianuro cayeron en el cubo lleno de ácido sulfúrico, la mezcla generó el letal cianhídrico y la cabeza de Miller se dobló sobre su pecho.

Al amanecer, el féretro donde había sido depositado el cadáver de Miller, apareció vacío.

Nadie supo explicarse jamás el misterio. Algunos supusieron que Miller había caído en un estado cataléptico, tal vez autoprovocado, del que había salido merced a una poderosa fuerza de voluntad. Pero si resultaba comprensible, hasta cierto punto, que hubiera podido salir del ataúd, nadie pudo entender, jamás cómo había logrado escalar los altos muros de San Quintín, sin ser visto por los centinelas.

El jefe de policía de San Francisco libró una orden de busca y captura contra un hombre, que, legalmente, estaba muerto. Todos se rieron de él, pero el cartel se publicó.

Sin embargo, nadie pudo encontrar jamás a Rex Miller.

Porque era Arnold Rittringham y había decidido continuar su venganza.

Barney Craven no llevaba el apellido Corley, pero era hijo de una Corley. Cuando murió asesinado. Craven tenía un hijo de diecinueve años, llamado Dudley.

La madre de Dudley murió siete años más tarde. En su lecho de muerte le contó la historia que, a su vez, le había contado su padre, antes de morir también en un accidente.

Dudley lo tomó como una fantasía. Había cursado la carrera de periodismo y era uno de los más sagaces reporteros del Examiner, de San Francisco.

El suceso, en el que su padre había tenido parte tan destacada, si bien en el papel de víctima, llamó su atención.

Y decidió empezar a investigar.

Sus pesquisas le llevaron hasta un antepasado suyo, apellidado Pearnell, nacido en East Valley, Nueva Inglaterra.

La desaparición de Miller había causado una enorme sensación. Un viejo reportero del Examiner, con una memoria de elefante, comentó que algo parecido había sucedido en Sing-Sing más de medio siglo antes. Craven recordó entonces las señales de la cuerda y las quemaduras que había en el cuerpo del reo desaparecido.

Craven solicitó una licencia y partió para Nueva York. Investigó en los periódicos de la época y leyó cuanto se había escrito acerca de la ejecución de Tom Peters, condenado a muerte por haber asesinado a un hombre llamado Henry Pearnell.

—Sin duda, uno de mis antepasados —se dijo Craven.

Entre las informaciones leídas, resaltaba la declaración de uno de los guardianes de la prisión, quien había visto la marca de una soga en el cuello del reo. El declarante aseguraba no haber visto jamás nada parecido antes de aquel momento.

La madre de Craven le había contado la leyenda de la maldición que pesaba sobre todos los Pearnell y su descendencia. Craven era hombre joven, abierto, pero no del todo escéptico, aunque tampoco cobarde.

Una de las cosas que el joven estaba decidido a evitar era que la maldición se cumpliera en él. Craven sabía que había fuerzas sobrenaturales, cuya acción era imposible de explicar por medios normales. Pero no se podía librar una batalla sin la debida información.

Y para adquirir la que le faltaba, debía ir sin falta a East Valley, la aldea donde se había originado el apellido Pearnell.

* * *

La aldea estaba situada en un paraje encantador. East Valley estaba reclinada en una ladera, orientada al sol. Un arroyo de murmurantes aguas se deslizaba entre dos hileras de frondosos chopos y álamos. El único punto desagradable estaba en una colina muy próxima a la población, en donde se veía un árbol muerto, cuyas ramas parecían manos de dedos siniestramente largos, que daban la impresión de clamar al cielo pidiendo por una vida que ya había huido de su reseco tronco.

Al pie de la colina, y desentonando por completo con el resto de las casas, había un edificio de planta y piso, alargado, con un eran rótulo sobre el dintel de la puerta: THE GOLDEN GIRL (La chica de oro). En la puerta, bajo la marquesina, Craven, al pasar, vio a una mujer que le sonreía.

Era joven, dos o tres años menor que él, de exuberante cabellera negra, labios maliciosos y escote nada morigerado. La joven mordisqueaba el tallo de una flor silvestre.

Pasó a marcha lenta, ya estaba a punto de entrar en la aldea, por delante de The Golden Girl. Entonces, la joven, con gesto imprevisto, le arrojó la flor.

Craven frenó. La flor cayó en el asiento posterior. Craven se volvió, alargó el brazo y tomó la flor con dos dedos. Olió los pétalos un momento y luego saltó del coche.

—Gracias por el obsequio —dijo—. ¿Lanza flores a todos los forasteros, señora?

Ella rió suavemente.

—No todos son como usted —contestó, mirando al hombre alto y fornido, de pelo claro y ojos azules, cuya cabeza se levantaba casi un palmo por encima de la suya, a pesar de que no era una mujer de poca estatura.

—Algunos son distintos, en efecto. Me llamo Dudley Craven.

—Bienvenido a East Valley. Soy Loretta Philby. Soltera —añadió ella intencionadamente.

—Una chica de oro —sonrió él.

—El título me gusta. El negocio, en cambio, no marcha demasiado bien.

—Puedo ayudarla a que marche mejor, pidiendo que me sirva cerveza.

Loretta se despegó de la puerta.

—Entre —dijo, con seductora sonrisa.

—Creí que habría chicas —dijo, después del primer sorbo de la refrescante bebida.

—Los vecinos no lo tolerarían ni yo tampoco —respondió Loretta—. Pero algunos de ellos, los más influyentes, por supuesto, viven todavía anclados en el pasado.

—Sí, parece comprensible.

—Yo no lo entiendo en absoluto. ¿No estamos en pleno siglo XX, mejor dicho, al final del último tercio? ¿No hemos viajado ya a la Luna? ¿No hay toda clase de adelantos científicos? Entonces, ¿por qué una mujer no ha de poder dirigir un establecimiento respetable?

—La mentalidad de algunas gentes no cambia con el paso de los tiempos, señorita Philby. ¿Hace mucho que vive usted aquí?

—Casi un año. Algunos, es cierto, vienen a beber y a jugar a las cartas, pero se marchan antes de que se haga de noche. Tienen miedo.

—¿A qué? —preguntó Craven.

—¿Ha visto el árbol muerto sobre la colina?

—Sí, no se puede pasar por alto al llegar a East Valley.

—Hace casi doscientos años, ahorcaron a un hombre. El condenado juró que moría inocente y maldijo al verdadero asesino y a todos sus descendientes.

—Una historia interesante. ¿Usted cree en ella?

—No, pero los aldeanos, sí… y tienen miedo de estar en las inmediaciones de la colina cuando se hace de noche —contestó.

—¿Por qué? ¿Son todos descendientes del hombre maldito?

—Parece que algunos sí. En todo caso, yo no he logrado conocerlos. Ya no existe el apellido Pearnell. Se ha perdido después de ciento noventa años.

—Comprendo.

Loretta bajó la voz de pronto.

—Además, algunos, incluso, hablan de un tesoro que el ahorcado escondió debajo del árbol —dijo—. Pero temen desenterrarlo, porque entonces se abrirá la tierra y saldrá el fuego del infierno.

—Terrible —sonrió Craven—. De modo que la gente tiene miedo al fantasma del ahorcado.

—Eso parece. Y entre la leyenda y que algunos me toman por lo que no soy, la clientela es más bien escasa.

—Entonces, ¿cómo puso aquí la taberna?

—Invertí mis ahorros. El dueño anterior murió de un accidente y su viuda la puso en venta. Yo la compré; creí que sería un buen negocio, pero me equivoque. Cualquier día la venderé y me iré de East Valley.

Los negros ojos de Loretta se dirigieron hacia la puerta.

—Y el caso es que este lugar me gusta —dijo—. Tiene unos paisajes maravillosos y el clima es excelente, dentro de lo que suele ser el clima de la región. No sé qué fuerza me impulsó a comprar el local —suspiró.

—A veces, los presentimientos fallan. —Graven sonrió—. Estaré algún tiempo en East Valley. Cuente con un cliente más, incluso después de la puesta del sol, señorita Philby.

Loretta alargó el brazo espontáneamente a través del mostrador.

—He tenido mucho gusto en conocerle, señor Craven —dijo.

El forastero salió.

Subió al coche y arrancó. Un minuto más tarde, se detenía ante la puerta de una posada, en la que un balanceante cartel de hierro, pendiente de un brazo del mismo metal, indicaba al viajero el nombre del establecimiento: EL CIERVO NEGRO.

Craven se apeó. Entró en la posada.

Una mujer delgada, de ojos diminutos y nariz ganchuda apareció a los pocos instantes.

—¿Qué desea? —preguntó con voz apagada.

—Habitación y comida, señora. Soy Dudley Craven y pienso pasar algunos días en East Valley.

—Está bien. Tenga la bondad de firmar en el libro de registro.

—Sí, señora.

—Me llamo Sue Halloway —dijo la mujer, sin variar ni por un instante el tono de su voz ni la expresión de su rostro.

—Encantado, señora Halloway.

La mujer le entregó una llave.

—Suba por esa escalera. Es la segunda puerta a la izquierda, la mejor habitación de la posada —indicó—. Ah, la cena se sirve entre siete y siete y media.

—Lo tendré en cuenta, señora Halloway —contestó el viajero.