CAPÍTULO VIII
Desde lo alto, a sólo unas decenas de kilómetros, la superficie de Grann ofrecía un aspecto desolador.
Grandes extensiones de terreno árido, casi pelado, con algunos matorrales que sobrevivían difícilmente en un suelo inhóspito; elevadas montañas, tan peladas y áridas como las llanuras y un cielo completamente despejado, en el que lucían dos estrellas comparables al Sol terrestre y que despedían una luz y un calorintolerables, eran las principales características de aquel planeta que ahora contemplaban los dos pasajeros de la astronave.
Trudno había conectado los detectores de todo género. De pronto, uno de ellos empezó a emitir suaves tañidos.
—Es el detector de metales —dijo.
Contempló la pantalla. Las señales eran muy rápidas e intensas.
—Se trata de una gran masa de metal —dijo.
—Pudiera ser.
—¿La nave de Cortel?
Ella le miró.
—¿Aterrizará o la destruirá desde el aire?
Trudno volvió a consultar el detector.
—Voy a ver si me sitúo en su vertical —respondió—. Puede que no se trate de la nave de mi contrincante.
—¿Y si lo fuera?
—La destruiría, por supuesto.
Trudno maniobró hasta que las señales se hicieron mucho más intensas. Luego enfocó el visor telescópico, pero no consiguió divisar nada.
—Hay una enorme extensión de matorrales que parecen espinosos —dijo—. Son muy grandes y ocultan por completo esa masa de metal detectada.
—Entonces, aterricemos —propuso Camila.
—Tendremos que hacerlo al borde de la zona de arbustos —dijo Trudno.
—Le sugiero una idea, Ray.
—Hable, Camila.
—Quémelos. El fuego respetará la masa metálica. Entonces podremos ver bien de qué se trata.
—No es mala idea —convino él. Y empezó la maniobra de aterrizaje.
Poco más tarde, estaban en el suelo del planeta. Los analizadores automáticos habían emitido su informe: atmósfera perfectamente respirable, gravedad casi normal, escasez de agua y temperaturas muy elevadas.
Trudno abrió la escotilla. Una oleada de calor insoportable penetró en la cabina instantáneamente.
—Un mundo especial para frioleros —gruñó.
Camila se disponía a salir. Trudno la retuvo.
—No se le ocurra pasearse por ahí sin algo para cubrir su cabeza de los rayos solares. Agarraría una insolación en pocos minutos.
—Sí, Ray.
—Vaya al cuarto de equipo. Allí hay de todo. Podrá encontrar un sombrero.
—Gracias —sonrió ella.
En cuanto al propio Trudno, estaba preparando algunos útiles que le iban a ser necesarios. Buscó en el cuarto de equipo un sombrero para sí y luego cargó con dos mochilas, una de las cuales contenía un tubo metálico, redondeado por los extremos, de unos sesenta centímetros de largo, por quince de grueso.
Camila estaba ya preparada. Salieron de la nave y avanzaron hacia los matorrales, algunos de los cuales alcanzaban alturas de cinco y seis metros. Eran de color verdoso oscuro y tenían numerosas espinas, de una longitud media de seis o siete centímetros, muy duras y aguzadas.
La maraña vegetal era inextrincable. Resultaba imposible franquearla.
Camila se acercó a uno de los espinos y lo examinó con gran atención, mientras Trudno acababa de disponer el lanzallamas que portaba a la espalda. De pronto, Camila lanzó un ligero grito.
—¿Qué le pasa? —preguntó él.
Camila tenía metido un dedo en la boca.
—Me he pinchado con una espina —contestó—. No ha sido nada.
Trudno meneó la cabeza.
—La eterna curiosidad femenina —murmuró—. Apártese, por favor.
Camila se echó a un lado. Trudno levantó la manguera del lanzallamas y envió un largo chorro de fuego hacia los espinos.
Las llamas prendieron inmediatamente. Trudno atacó por varios puntos, hasta consumir casi totalmente la carga del depósito. Un humo espeso ymalolientese elevaba a gran altura, sobre el fuego que consumía la masa vegetal.
Los dos jóvenes se retiraron a prudente distancia. Al calor que reinaba en el planeta, se unía al que desprendía aquel enorme conjunto de vegetales ardiendo en pompa.
—Cortel no está ahí —dijo Trudno a poco.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Camila.
—Bueno, habría salido ya volando al ver el primer chorro de mi lanzallamas, ¿no?
Ella asintió. De pronto emitió un quejido.
—¡Oh, mi dedo!
Trudno se volvió hacia ella.
—¿Todavía le duele? —preguntó.
—He sentido como un fuertepinchazo… ¡Mire, Ray!
Camila le enseñó el índice, que aparecía hinchado y algo amoratado.
—Siento unos latidos muy fuertes… Ray, estoy asustada —dijo.
Trudno frunció el ceño. ¿Eran venenosas aquellas espinas?
En todo caso, no podían perder el tiempo.
—Vamos, a la nave, rápido.
Camila echó a correr, pero Trudno la agarró por un brazo.
—No, usted no; el correr activa la circulación de la sangre y, por lo tanto, el tóxico se difunde por el organismo con mayor rapidez. Yo la llevaré en brazos.
La joven accedió.
Trudno cargó con ella, tras haberse desprendido de las mochilas, que dejó en el suelo. Camila estaba muy pálida y la inquietud se reflejaba en su rostro.
—Siento escalofríos —se quejó Camila, cuando ya iban a entrar en la nave.
Trudno la condujo a su camarote y la dejó sobre la cama. Ella temblaba de pies a cabeza.
Ya no cabía la menor duda. Camila estaba bajo los efectos de un envenenamiento de la sangre, producido por aquel pinchazo. Trudno la cubrió con una manta, no sin antes haberse dado cuenta, con gran preocupación, de que la inflamación del dedo empezaba a propagarse a la mano.
La nave, lógicamente, disponía de un botiquín con elementos de cura. Trudno lo examinó atentamente y encontró un par de frascos de antitóxico general.
—¿Tendré suficiente? —se preguntó.
Era imposible perder tiempo en análisis de sangre, alergias y compatibilidades. La curación urgía.
Preparó una dosis mínima. Los frascos tenían instrucciones para aplicación de su contenido según los casos. Lo malo era que ninguno de ellos mencionaba el veneno de los espinos grannianos.
Trudno regresó a la cámara de Camila con la inyección preparada. Cuando entró, vio que la jovenhabía perdido el conocimiento.
* * *
En la llanura, sobre las cenizas de los espinos, se alzaba una pirámide metálica, cuadrangular, de irnos cuatro metros de altura por tres en cada lado de su base. Las paredes de la pirámide eran lisas, pulidas, y en su vértice superior tenía una a modo de antena de radar, que giraba lentamente, a razón de una vuelta completa cada dos minutos.
Trudno contempló el singular aparato a la luz del único satélite de Grann. Por las noches, la temperatura, con los soles alumbrando el hemisferio opuesto, bajaba considerablemente. Incluso hacía frío.
Pero ello aliviaba los feroces ardores del día. Trudno estaba rodeado por el más absoluto silencio.
La luz de la luna granniana era muy intensa. De pronto, Trudno vio varios pequeños arbustos sobre las cenizas.
—Vuelven a crecer los espinos —murmuró—. Y muy rápidamente, a lo que parece.
Regresó a la nave. Sus luces, por contraste con el plateado resplandor externo, parecían amarillas.
Entró en la cámara de Camila. La joven le miró con ojos todavía turbios. Tenía el pelo en desorden y su cara aparecía muy blanca. Su mano izquierda estaba vendada hasta la muñeca.
Trudno sonrió.
—Se ha despertado —dijo.
—Sí —contestó ella apagadamente—. Me siento como embotada… '
—Es natural —concordó Trudno—. Ha estadocasiuna semana sin conocimiento, delirando casi continuamente y con una fiebre altísima.
Camila se asombró.
—Una semana —murmuró. Luego se miró la mano vendada—. ¿Qué me hizo usted, Ray?
—La inflamación se concentró en variosnódulosen distintos puntos de su mano —explicó él—. Tuve que hacer de cirujano y sajar esas inflamaciones, lo cual le vino muy bien, porque así eliminó una gran cantidad de veneno. Lo siento, pero cuando salgamos de aquí, tendrá que ir a un cirujano estético, que repare los desperfectos que yo le causé con mi bisturí.
Ella se esforzó por sonreír.
—No importa, Ray —dijo—. He de suponer que me salvó la vida.
—Si dejamos la modestia a un lado, yo diría que sí —sonrió Trudno—. Ese veneno, por fortuna, aun siendo mortal, no es demasiado activo. Pero claro, de no haber sido atendida debidamente, habría muerto a las pocas horas.
—Le agradezco todos los esfuerzos que ha hecho por mí —murmuró la joven.
—Yo la hubiera sacado de aquí, para llevarla a un hospital, pero no habríamos llegado a tiempo, de todas formas. Además, he de esperar aquí a mi contrincante.
—Es verdad. ¿Cree que vendrá?
—A mí me parece que sí. De todas formas, esperaremos otra semana más. Dentro de un día o dos podrá empezar a levantarse durante algunas horas al día, Camila. Ahora, si me lo permite, iré a prepararle algo de comida.
—Gracias, Ray. Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí.
Trudno sonrió.
—Usted hubiera hecho lo mismo por mí —contestó sencillamente.
A partir de aquel momento, la convalecencia avanzó con notable rapidez. Camila empezó a levantarse y poco a poco recobró las energías consumidas durante su feroz lucha contra el tóxico que había estado a punto de causarle la muerte.
Cuatro o cinco días más tarde, Trudno la animó para que saliera a pasear después de las horas fuertes de sol. Camila accedió y sus piernas recobraron la firmeza perdida. Ganó peso y su cara perdió la palidez adquirida durante la enfermedad.
A los siete días, Camila se notaba casi enteramente curada.
—No hay motivos para que continuemos aquí, Ray
—dijo cuando salió a pasear, después de anochecido.
—Desde luego. Estaremos un día más solamente—respondió él.
Durante su paseo, se habían alejado unos cientos de metros de la astronave. Camila se fijó en los espinos, algunos de los cuales alcanzaban ya un metro de altura.
—Parece que no ardieron bien del todo —comentó.
—Las raíces sobrevivieron —opinó Trudno.
—Entiendo. —Camila se detuvo y contempló la brillante pirámide que destellaba refulgentemente a la luz del satélite—. ¿Ha averiguado qué clase de aparato es ése, Ray?
Trudno vaciló un instante.
—No, no sé qué es —contestó al cabo.
Ella se dio cuenta de que Trudno no quería ser muy explícito al respecto, por lo que no insistió. Al cabo de unos momentos, manifestó que se sentía fatigada.
—Bien, volvamos a la nave.
Emprendieron el regreso. De pronto, Camila levantó una mano.
—¡Ray, veo una luz allá arriba! —exclamó.
Trudno se detuvo. Una luz, que centelleaba conregulares intermitencias, descendía hacia el planeta con velocidad aparentemente moderada.
Camila adivinó en el acto lo que era.
—¡Ray, es Cortel! —exclamó.
Y apenas había pronunciado estas palabras, cuando un rayo de deslumbrante blancura bajó de la nave adversaria y destruyó la «Sylvia» instantáneamente.