CAPÍTULO III

 

Camila vestía de la misma forma, salvo que no llevaba cinturón traslatorio y que el color de sus ropajes era rosa fuerte. Alargó la mano hacia Trudno y sintió un vivo cosquilleo en todo el cuerpo.

—¿Qué es eso? —preguntó, extrañada.

Trudno se abrió la chaqueta holgada que cubría su cuerpo y enseñó un cinturón de aspecto corriente.

—Un escudo de energía —contestó—. La energía que me envuelve aumenta su potencia en proporción directa a la velocidad de los objetos dirigidos contra mi cuerpo.

—No le entiendo —dijo ella, arqueando las cejas.

—Es bien sencillo. Usted alargó su mano para estrechar la mía. Fue un objeto que se me acercó a velocidad moderada. Probablemente, de haber intentado apuñalarme, el escudo de energía la habría derribado al suelo, puesto que el movimiento de su brazo habría sido mucho más veloz.

—Ahora sí comprendo —contestó Camila—. ¿Qué habría pasado, por ejemplo, con una bala corriente?

—El escudo la hubiera vaporizado. A mayor velocidad, mayor energía.

—Desde luego. Pero ¿por qué hace eso, señor Trudno?

—Sencillamente, para protegerme; acabo de ser objeto de un atentado.

Camila se asombró.

—¿Han querido matarle?

—Sí. Prepararon una trampa en mi casa. De no haberme dado cuenta, hubiera salido proyectado al espacio.

Los ojos de la joven se oscurecieron.

—La guerra no ha empezado todavía —murmuró.

Trudno se encogió de hombros.

—Empezó apenas se hizo pública la noticia —contestó.

—Esos traidores de Khammys… —dijo ella rabiosamente—. Bien, espere aquí; voy a anunciarle al primer viceministro. Está con el embajador.

—De acuerdo.

Trudno quedó solo unos momentos en el antedespacho de la embajada. Era una vasta estancia, lujosamente amueblada, según el estilo hippionita. Cómodos sillones, de formas audaces, tapicerías de suaves colores y una alfombra que parecía mosaico flexible y cálido.

Camila tardó casi diez minutos en aparecer. Abrió la puerta y se quedó a un lado.

—Su excelencia le aguarda, señor Trudno —anunció.

Trudno cruzó el umbral. Había dos hombres en el despacho. Uno de ellos le era conocido y estaba en pie junto a la mesa de despacho. Era el embajador.

El otro era un sujeto alto, estirado, de cejas picudas y cráneo absolutamente mondo. Sus pupilas parecían brasas encendidas.

—Excelencias —saludó Trudno respetuosamente.

—Usted es el hombre que nos va a defender —dijo el primer viceministro.

—Así es, señor.

—Supongo que mi secretaria le habrá hablado de los riesgos que va a correr.

—Sí, señor. Pero si su excelencia me permite…

Nr'swinl alzó una mano.

—Espere —dijo secamente—. Antes quiero saber si se ha dado cuenta de la grave responsabilidad que ha contraído. La suerte de doce mil doscientos millones de personas, población actual de Hippion, está en sus manos.

—Trataré de ganar la guerra…

—Tratará, no; la ganará —cortó el viceministro con voz tajante—. La ganará porque así lo necesita mi planeta.

—Soy humano, excelencia —se defendió Trudno—. Imagino que mi rival no será torpe.

—Sea como sea, usted tiene que ganar —insistió Nr'swinl—. ¿Y sabe por qué?

—Excelencia, todavía no conozco los motivos de ese conflicto.

—Khammys nos ha acusado injustamente de ambiciosos. Eso no es verdad. Los ambiciosos son ellos.

Trudno no quiso decir nada. Era una cantinela oída demasiadas veces para concederle excesivo crédito.

—Si perdiéramos la guerra, Khammys nos exigiría un tributo anual de diez talentos por habitantes —continuó Nr'swinl—. Eso significaría un total de ciento veintidós mil millones de talentos. Nuestra economía no está en condiciones de soportar tan terrible carga.

—¿Y si, a pesar de todo, perdieran la guerra, pero ustedes no pudieran pagar?

—Khammys se cobraría la deuda, apoderándose de la provincia de Hippestes —contestó el viceministro—. Es la menos poblada, pero también la más rica.

—Entiendo —dijo Trudno—. Ahora, dígame su excelencia: ¿qué exigirán a Khammys si ganan la guerra, como espero?

Nr'swinl se mordió los labios. Trudno advirtió su vacilación.

—Nosotros —contestó el viceministro tras una pausa—, exigiríamos a Khammys el traspaso de propiedad de su satélite Khamm III.

—¿Qué hay en Khamm III? —preguntó Trudno.

—¡Eso no le importa a usted! —contestó Nr'swinl con cierta violencia—. Su deber es hacer y ganar la guerra, señor Trudno.

—Muy bien, excelencia. Ahora me gustaría saber cómo surgió el conflicto.

—Es justo —admitió Nr'swinl—. Nosotros propusimos a Khammys la venta de su satélite. Khammys se opuso y nos declaró la guerra, sin más, basándose en que aquella propuesta era un casus belli.

Trudno se asombró.

—¿Proponer la compra de un satélite lo consideraron de esa manera? —exclamó.

—Así es —confirmó el viceministro. Claramente se veía que no tenía ganas de dar muchas más explicaciones—. Khammys nos declaró la guerra, como he dicho, y exigió tal compensación económica o la cesión de la provincia de Hippestes. Naturalmente, no nos ha quedado otro remedio que recurrir a la defensa. Si perdiéramos la guerra, el tributo se incrementaría anualmente, en un uno y medio por ciento, que es nuestra tasa de natalidad media.

—Quedan las defunciones —dijo Trudno.

—El uno y medio es un porcentaje limpio, neto

—afirmó Nr'swinl—. Calcule usted el uno y medio de ciento veintidós mil millones de talentos, teniendo en cuenta que sería un interés acumulativo.

Trudno se espantó.

—¡Mil ochocientos treinta millones más cada año!

—exclamó, tras un rápido cálculo.

—Sólo el primer año; al siguiente, sería preciso hallar el uno y medio por ciento de ciento veintitrés mil ochocientos treinta millones y así sucesivamente. Comprenderá, pues, que los diez millones que le vamos a pagar a usted son una futesa comparados con lo que habremos de abonar si perdemos la guerra.

—¿Y eso… durante mucho tiempo?

—Veinticinco años.

—Excelencia, hay algo que no entiendo —dijo Trudno—. Imagínese que ustedes no aceptan el estado de guerra ni, por lo tanto, el pago de un tributo que estimo injusto. ¿Cómo podría Khammys obligarles a ustedes a pagar? O, viceversa, ¿cómo les obligarán ustedes a entregarles el satélite?

—La Federación del Sector X de la Galaxia, a la cual pertenecemos ambos planetas, tiene ya conocimiento del conflicto. La Federación no intervendrá, a menos que un planeta se niegue a cumplir los términos acordados tras su derrota. Entonces, se produciría un feroz bloqueo, que ahogaría, así, literalmente, al derrotado, en pocas semanas.

—Comprendo. Y sus leyes, supongo,prohíbenque en ese conflicto intervengan más de un combatiente por bando.

—Son las leyes de la Federación. Cualquier gobierno que las vulnerase acarrearía instantáneamente la destrucción de su planeta.

—En resumen, que nosotros, los terrestres, somos simples pigmeos comparados con ustedes.

—Así es —reconoció Nr'swinl con orgullo.

—Bien, señor —dijo Trudno—, haré todos los posibles para que Hippion gane la guerra.

—No tendrá queja de nuestra generosidad —aseguró Nr'swinl, al mismo tiempo que alargaba un sobre a Trudno—. Ahí tiene usted señalada su próxima etapa, después de salir de la Tierra. Es probable que se encuentre allí con su adversario. Si así fuera, mátelo.

Trudno miró asombrado a su interlocutor.

—¿Cómo saben ustedes…?

—Tenemos un excelente servicio de información —respondió Nr'swinl sibilinamente.

—Ah —murmuró Trudno. Guardó el sobre en el bolsillo—. ¿Eso es todo, excelencia?

—Nada más, salvo que los medios que ha de emplear son cosa suya… y esperamos sean eficientes.

Trudno se inclinó ligeramente.

La audiencia había terminado.

Al volverse para salir, vio a Camila en pie, cerca de la puerta.

La joven permanecía impasible. Trudno cruzó el umbral. Camila salió tras él.

—Buena suerte, Ray —dijo, llamándole por su nombre.

—Gracias, Camila. Conseguiré los tesoros de Khamm III.

Ella se asombró.

—¿Cómo sabe que hay allí… tesoros? —preguntó.

Trudno sonrió.

—No vale la pena provocar un conflicto por un pedrusco cualquiera, ¿verdad?

—Es usted muy listo, endiabladamente listo, Ray.

—Sé deducir, simplemente, Camila. A mi vuelta pediré su mano.

—Es usted un tonto presuntuoso. ¿No sabe que me voy a casar?

—¿Con un hippiano?

—No iba a casarme con un terrestre —contestó ella desdeñosamente.

—¡Racista! —la apostrofó él.

Y luego, sin más, se dirigió silbando hacia la salida.

*  * *

Una vez de vuelta en su casa, Trudno abrió el sobre que le habían entregado en la embajada hippiana.

Dentro del sobre había una simple octavilla y unas cuantas palabras mecanografiadas:

 

T. Snazz, «Mil Estrellas Rojas», Asbro,

Nogan II Centauro.

 

Trudno entendió fácilmente el sentido de la frase.

T. Snazz era el nombre de una persona. «Mil Estrellas Rojas» se refería a algún establecimiento. Asbro era el nombre de una ciudad de Nogan II, planeta de Centauro.

Trudno conocía Asbro bastante bien. Era un centro comercial interestelar de mucho movimiento, una ciudad próspera donde podían verse personas y mercancías de mil planetas distintos. Bien, se dijo, para su primera batalla ya le habían elegido el campo.

Se aprendió de memoria el mensaje y lo destruyócuidadosamente. Era preciso reconocer, al menos por lo que acababa de saber, que el servicio de información hippionita funcionaba satisfactoriamente.

Apenas había terminado, oyó que llamaban a la puerta.

Conectó el escudo de energía. Era preciso prevenirse desde el principio.

Abrió. Un hombre, con el uniforme de las Patrullas Terrestres del Espacio, apareció ante sus ojos.

—Soy el capitán Álvarez —se presentó—. Tengo un encargo para usted, señor Trudno.

—Pase, capitán —accedió el dueño del piso.

Álvarez cruzó el umbral, con la gorra del uniformebajo el brazo. Miró al joven y dijo:

—Usted va a guerrear por cuenta de Hippion.

—Eso es cosa sabida, capitán —sonrió Trudno.

—Bien, se trata de advertirle de que no debe iniciar ningún combate sino hasta después de haber abandonado los límites del espacio territorial del sistema solar. Esos límites, usted no lo ignora, alcanzan, según los convenios interestelares, a tres meses luz más allá del apogeo de la órbita de Plutón. Cualquier contravención a esta orden, que es oficial, acarrearía la destrucción inmediata de su nave… con usted dentro.

Trudno no pestañeó siquiera.

—Supongo, capitán —dijo—, que esa misma orden habrá sido transmitida a mi contrincante.

—Supone usted bien, señor Trudno. Esa advertencia se refiere también, obvio es decirlo, a la superficie terrestre.

—Pena de muerte si me peleo aquí con mi rival, ¿no?

—Justamente, señor Trudno.

—Entonces, capitán, quizá le convenga saber que mi antagonista ha iniciado ya la guerra. Aquí, en mi propia casa.

Álvarez se quedó atónito. Trudno le entregó la máquina de traslación instantánea.

—Tome usted, capitán; llévese este trasto —invitó—. Es una lástima que no pueda probar que Jan Cortel intentó enviarme al espacio sin escafandra; de lo contrario, la guerra se habría terminado ya.