CAPÍTULO VIII
DESPERTÓ porque alguien le arrojó el contenido de una jarra de agua. La frialdad del líquido le hizo volver a la vida, pero sintió una horrible sequedad en la boca, aparte del tremendo dolor de cabeza, que le hacía creer tenía el cráneo traspasado por un hierro candente a la altura de las sienes.
Con ojos todavía turbios, vio a Joyce, plantada ante él, con las manos en las caderas y los pies separados.
—¡Muy bonito! —gritó ella, furiosa—. Yo esperando al señor toda la noche, como una tonta, mientras él se embriagaba repugnantemente. Ni siquiera fue capaz de echarse en la cama para dormir esa asquerosa borrachera.
Levantó la cabeza un poco y miró asombrado a su alrededor. Entonces se dio cuenta de que estaba tendido sobre la alfombra del living.
—Joyce…
Ella se alejó rápidamente y volvió con una segunda jarra de agua, que volcó in misericordiosamente sobre la cara de Leach.
—Por favor —gimió él—. Basta ya, Joyce; deje que me explique…
—¡No tiene nada que explicarme! ¡Ya he visto bastante!
Joyce dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Leach hizo un esfuerzo y consiguió sentarse en el suelo.
—Por favor… —llamó.
Joyce se volvió. Su hermoso rostro estaba encarnado por la indignación que la poseía.
—Tendrá que darme una buena explicación, para que le restituya mi simpatía —dijo.
—Sí, lo procuraré… Admito su cólera, pero…
Haciendo un gran esfuerzo, Leach consiguió ponerse en pie.
—Necesito ir al… al baño —tartajeó.
—Muy bien. Le prepararé mientras tanto un par de litros de café bien cargado. Pero no me pida nada de comer, ¿entendido?
—¡Comer! —repitió él, a la vez que se ponía una mano en la boca.
Joyce frunció el ceño.
Mientras Leach huía, tropezando con todos los muebles que encontraba a su paso, ella pensó en que algo horrible debía de haberle sucedido. No era hombre Barry capaz de beberse una botella entera, sin un poderoso motivo.
Inclinándose, recogió la botella, que estaba aún en el suelo, y caminó hacia la cocina.
Llenó una cafetera, encendió el fuego y luego buscó el pote del café. Mientras el agua hervía, consumió un cigarrillo, sin que su cerebro dejase de trabajar activamente.
Leach volvió media hora después, todavía pálido y desencajado. Joyce puso ante él una taza llena, pero dejando la cafetera a mano.
—Le convendrían mucho un par de aspirinas…
—Ya he tomado, gracias.
Joyce se sentó frente al joven.
—¿Se siente mejor? —preguntó, dulcificando la expresión.
Leach asintió.
—Joyce, ¿qué clase de demonio es Carmody? —murmuró.
—¿Por qué lo dice?
—Quiso envenenarme, pero la que murió fue ella…
—¿Quién, Barry?
—Rhonda, la señora Scarborough, la ayudante del doctor Carmody, según me dijo éste la primera vez que estuve en Wallis Farm. Me la encontré ayer tarde, cuando salía de comprar los dos transistores de radio.
—Debía de ser muy guapa —dijo Joyce socarronamente—. Barry, usted, en cuanto ve unas faldas, pierde la cabeza.
—¡No sea gruñona! Ella me dijo que se había despedido de Wallis Farm, por diferencias con Carmody. Añadió que buscaría un empleo en algún hospital, con objeto de terminar sus estudios de medicina, ya que quería ser algo más que una simple enfermera. Después de todo esto, ¿qué quería que hiciese yo?
—Seguirla como un perro falderillo, claro.
—Joyce, por favor… Admito mi debilidad hacia el sexo opuesto, pero también tengo derecho a un juicio justo e imparcial.
—Entonces, exponga el acusado sus argumentos.
—Bueno, en los primeros momentos no tenía por qué dudar de las manifestaciones de Rhonda. Ahora veo que el encuentro no tenía nada de casual, pero entonces no me lo pareció así. Apenas cambiadas las primeras frases de saludo, ella ya dijo que se había despedido de Wallis Farm.
—Y usted picó en el anzuelo…
—Si hubiera sido al revés, usted también habría caído en la trampa.
Joyce hizo un gesto de asentimiento.
—Es probable que tenga razón —convino—. Siempre resulta útil contemplar los acontecimientos con los ojos del acusado. Las cosas se ven entonces de una forma muy distinta.
—Celebro su sensatez —dijo Leach—. Bueno, abreviando, acabamos en su casa y ella dijo que iba a preparar un combinado de su invención. Pero yo, acaso por instinto, no me fiaba del todo, y observé ciertas raras maniobras que me inspiraron sospechas. Lo que sucedió es que, en aquellos momentos, yo creía que Rhonda sólo pretendía narcotizarme, tal vez con la intención de que luego, algún cómplice, me llevase Dios sabe dónde…
—A Wallis Farm, probablemente.
—Sí. Lo que sucedió es que yo cambié las copas de sitio, sin que ella se diera cuenta.
—Y entonces, Rhonda bebió la copa que había preparado para usted.
—Exactamente.
—Por tanto, murió envenenada. Pero ¿fue tan horrible como para que viniera usted a su casa y se bebiese una botella entera?
Leach torció el gesto.
—Faltaba casi la mitad —rezongó—. Y usted no tiene una idea ni siquiera aproximada de lo que pasó después que Rhonda se hubo tomado el contenido de mi copa.
—¿Por qué no me lo cuenta, Barry?
Leach miró hacia la cafetera.
—Llene su taza —aconsejó.
Joyce obedeció. Minutos después, horriblemente pálida, miraba al joven con ojos desorbitados por el espanto.
—Eso es… increíble…
—Se lo juro, sucedió tal como he contado. En un cuarto de hora, sólo quedaron los huesos blancos y mondos…
—¡Basta! No siga o tendré que echar a correr al cuarto de baño… —gritó la joven.
Sobrevino un momento de silencio. Luego, Joyce, todavía pálida, dijo:
—Lo curioso del caso es que ni la radio ni los periódicos han dado la menor noticia sobre el suceso.
—Acaso no se sabe nada todavía —opinó él.
Joyce entrecerró los ojos.
—Se me está ocurriendo una idea —dijo.
—A ver, hable.
—¿Recuerda usted la casa a la que le llevó Rhonda?
—Sí, perfectamente. Eh, oiga, ¿no irá a decir que quiere ir allá? —se alarmó Leach.
—Eso es, justamente, lo que quiero decirle —confirmó Joyce, sin pestañear.
—Tiene aficiones macabras, ¿eh?
—No; sólo quiero comprobar si todo lo que me ha dicho es cierto.
Joyce se puso en pie. Leach extendió los brazos resignadamente.
—Por lo que veo, no confía del todo en mí —se quejó.
Ella volvióse, con la mano ya en el pomo de la puerta, y le dirigió una deliciosa sonrisa.
—El acusado debe demostrar sus argumentos con pruebas contundentes —respondió.
—Una prueba contundente sería un buen garrote —gruñó él.
—Conmigo, ni se le ocurra.
* * *
El coche se detuvo a unos cien metros de la casa en donde Leach había estado la tarde anterior.
—Pues no se ve el barullo de gente que suele producirse cuando se descubre un crimen —comentó la muchacha.
—Tal vez no lo han descubierto todavía —opinó Leach.
—Es posible.
—Y en tal caso, pueden relacionarnos…
—Vamos, no sea timorato. Usted es inocente; por tanto, no debe temer nada.
Leach elevó los ojos al cielo. Luego echó a andar detrás de la resuelta Joyce.
Momentos después, llegaban frente a la casa. El jardín, observó él, aparecía bastante descuidado.
Durante unos momentos permanecieron en el exterior, contemplando el edificio, que aparecía con todas las ventanas cerradas. De pronto, sonó una voz femenina a pocos pasos de distancia.
—Si les interesa esa casa, yo puedo indicarles la dirección del agente.
Leach y Joyce se volvieron al mismo tiempo. Una mujer de aspecto agradable, con el pelo casi blanco, les miraba con expresión llena de simpatía.
—¿Acaso está en venta, señora? —preguntó Joyce.
—Sí, venta o alquiler, eso tengo entendido. Pero las cifras que piden son muy altas; por eso está la casa deshabitada. Perdón, soy Mildred Grayson —se presentó la mujer.
—Yo soy la señora Johnstone —dijo Joyce—. Él es mi esposo.
Mildred Grayson sonrió amablemente.
—Hacen ustedes una pareja muy simpática. Tendrán muchos hijos, se lo aseguro —contestó—. Ah, el agente se llama Randolph Geiser y vive en West Park Road, cuatrocientos. Adiós, hijos, ha sido un placer.
La anciana se marchó, apoyada en un bastón de ébano con puño de marfil. Pero, de pronto, se volvió hacia la pareja.
—Ah, se me olvidaba lo más importante. Por supuesto, yo no voy a influir en la voluntad de unos recién casados, pero si fuese yo la esposa, no entraría en esa casa por todo el oro del mundo. Hace años, se cometió un horrible asesinato. Ahí vivía un médico, del que todo el mundo decía hacía experimentos inconfesables. Mató a su esposa en uno de esos experimentos y acabó en la cárcel.
—Horrible —comentó Joyce.
—¿Cómo se llamaba ese médico, señora Grayson? —preguntó Leach.
—Halsthom. La condena, sin embargo, no fue muy grande, pero después de que lo encarcelaran ya no se le ha vuelto a ver más por aquí. Adiós, hijos.
Mildred Grayson se alejó definitivamente. Leach y Joyce cambiaron una mirada.
—Cada día se averigua una cosa nueva —murmuró él.
—Sí —admitió Joyce—. Bien, ¿entramos?
Leach avanzó a lo largo del sendero central. Luego, con mano insegura, hizo girar el pomo de la puerta.
Abrió. Lo primero que hizo fue aspirar el aire profundamente.
—No hay mal olor —dijo.
—¿Olía mal ayer?
—Espantosamente.
Leach asomó la cabeza.
—¡Caramba! —exclamó.
—¿Qué sucede?
—Pues… eso, que no sucede nada.
Joyce, impaciente, terminó de abrir la puerta.
—Oiga, aquí se ve todo en orden —exclamó.
—Sí…
Leach se sentía terriblemente desconcertado. Joyce, más decidida, recorrió todas las habitaciones de la casa. El joven no se atrevía a moverse de la sala donde había visto morir a Rhonda de una manera tan horrible.
El suelo aparecía completamente limpio. Ni siquiera se veía la negligée de gasa que Rhonda se había puesto para aparecer más atractiva a los ojos de su invitado.
Al cabo de unos momentos, Joyce volvió junto a Leach.
—He llegado a una conclusión —dijo.
—Será interesante, supongo.
—Ya sucedió algo parecido con Zelda Ames. Alguien pegó fuego a su departamento, pero fue porque no podía llevarse el cadáver. Aquí, en cambio, tenían más posibilidades.
—Cierto —admitió Leach.
—Por tanto, alguien les siguió a los dos. Luego vio que salía usted de la casa y ello le extrañó, porque, sin duda, contaba con que muriese, envenenado por Rhonda.
Afortunadamente, usted se salvó.
—Y después, ese sujeto entró y se tropezó con un montón de huesos, que hizo desaparecer…
—Dentro de una simple maleta, Barry.
Leach sintió una arcada.
—Así tuvo que ser —convino—. Tampoco a ellos les convenía que se encontrasen aquí unos restos que podían comprometerles gravemente. Incluso se llevaron la ropa que quedó sobre el esqueleto y limpiaron el suelo con todo cuidado.
—Eso es lo que debió de ocurrir, sin duda alguna. Ahora bien, es útil recordar que Carmody fue a parar a la cárcel, acusado de la muerte de su propia esposa.
—Pero entonces se llamaba Halsthom.
—Cambiar el nombre era lógico, en su situación.
Joyce respiró profundamente aliviada.
—Bien, en medio de todo, se ha librado usted de un nuevo compromiso —agregó—. Ahora sólo falta la investigación directa sobre el terreno.
—¿Insiste en ir a Wallis Farm?
—Más que nunca, Barry.
—Pero… puede correr peligro…
—He reflexionado algo estos días, sobre todo, después de leer los anuncios en los que pedían dama de compañía. En seis meses no hay más que cinco anuncios.
El sexto es el mío, lo cual debiera hacerle comprender a usted que, al menos durante unos días, yo no corro ningún peligro.
—Es decir, faltan cuatro o cinco semanas para que Carmody publique otro anuncio similar.
—Más o menos —sonrió ella—. Mañana iré a Wallis Farm, ya he telegrafiado a Carmody. ¿Tiene usted algún plan?
—Sí, pero se lo contaré por el camino. Vámonos ya.
Leach habló de nuevo cuando ya estaban en el coche. A Joyce le pareció bien la idea.
—Al menos, aguarde un par de días a que yo haya estudiado la situación interior de Wallis Farm —aconsejó.
—Muy justo —admitió él.
Al atardecer de aquel mismo día, llamó a casa de Bea Forster. Una voz de mujer, que luego se identificó como el ama de llaves, le informó de que la señora Forster había telefoneado, diciendo que aún tardaría un par de meses en regresar.
A Leach, aquella noticia se le hizo muy preocupante.
Después de lo que sabía, sentía las mayores aprensiones por la suerte de Bea Forster.