CAPÍTULO II
HANNAH GROGAN, su ama de llaves, le informó de que había una joven que le aguardaba en su despacho.
—Yo le dije que aquí, en casa, no atendía consultas profesionales; pero ella no quiso hacerme caso…
—No se preocupe, Hannah —sonrió el joven—. Procuraré quitármela de encima cuanto antes.
—Casi creí que me pegaba, cuando le dije que perdía el tiempo —rezongó la señora Grogan.
Leach sonrió. Cruzó el vestíbulo, atravesó el salón y abrió la puerta de su gabinete de trabajo. Una joven se volvió para mirarle, apenas oyó el ruido de la puerta.
—Señor Leach…
—Sí, señorita…
—Joyce Blunt —se presentó la visitante—. Siento haberme portado así, pero llegué tarde a su oficina y se me ocurrió venir a su casa. Es muy urgente, se lo aseguro.
Leach pasó detrás de la mesa.
—No se preocupe —sonrió—. Mi ama de llaves nos servirá enseguida un poco de café. —Tocó un timbre y añadió—: Bien, empiece a hablar, señorita Blunt.
—Sé que lo que voy a pedirle no es demasiado frecuente, pero estoy dispuesta a compensar los gastos que ello origine —dijo Joyce—. Se trata de que consiga un mandamiento judicial, para que mi amiga Dina Coogan salga de la clínica donde está internada.
Leach enarcó las cejas.
—¿Una clínica? —repitió.
—Sí, señor. Hace algún tiempo, Dina se internó por sí misma, alegando cierto cansancio psíquico. Señor Leach, le seré franca; yo no creo en la historia de mi amiga. Más bien sospecho que lo que quieren es dejarla sin un centavo.
—Vaya, su amiga debe de ser una persona de cierta posición social…
—Bueno, por lo que yo sé, no es precisamente una millonaria, aunque sí debe de tener un patrimonio de unos doscientos mil dólares. Dina siempre fue equilibradamente sana y jamás tuvo complejos. No veo por qué había de internarse en una clínica para tratarse una afección nerviosa que, en mi opinión, no padecía.
Hannah entró en aquel momento con una bandeja en las manos. Leach esperó a que el ama de llaves se hubiera marchado para continuar el diálogo.
—¿Acaso es usted médico, señorita Blunt? —preguntó.
—No, pero conocía bien a Dina…
—Generalmente, creemos conocer bien a nuestros amigos. Luego nos dan unas sorpresas que nos tumban de espaldas —dijo Leach con jovial acento.
—En el caso de Dina, no es así. Lleva ya dos meses en la clínica. Si siempre estuvo sana, si jamás consultó a un psiquiatra, ¿por qué tiene que estar allí tanto tiempo? Pero, además, hay otra cosa que me hace sospechar algo turbio en su internamiento.
—Bien, dígalo, señorita Blunt.
—Hace un par de semanas, me encontré casualmente con el director adjunto del Midland & West Bank. Fue muy amigo de mi padre y también es mi consejero económico cuando lo necesito. El señor Farquhart conocía la amistad existente entre Dina y yo.
Hablando con sus palabras, dijo qué diablos pretendía Dina al realizar cien mil dólares de sus paquetes de acciones y valores de Bolsa. ¿Lo comprende ahora?
—¿Eso le dijo un alto empleado de banca? Yo pensé que el secreto profesional…
—Bueno, esto fue algo confidencial, como puede suponer. El señor Farquhart lo hizo porque, aunque cumplió la orden de su cliente, sabía que podía confiar en mí. Se sentía muy extrañado por esa actitud, entiéndalo, señor Leach.
—Desde luego, pero la señorita Coogan pudo tener graves motivos para necesitar cien mil dólares en efectivo.
—No lo niego. Yo le escribí, pero la carta no ha tenido aún respuesta. Ni tampoco me ha sido devuelta, lo que significa que Dina la ha recibido.
—Entonces, usted sospecha que en esa clínica le han sacado nada menos que cien mil dólares, mediante una minuta de honorarios…, un poco exagerada.
—Eso es más bien un robo —declaró Joyce con vehemencia—. Y yo no quiero que Dina quede arruinada por psiquiatras sin escrúpulos.
Leach suspiró.
—Si ese médico tiene sus títulos en regla, poco podremos hacer —contestó—. Pero no quiero desilusionarla de antemano, señorita Blunt. De todos modos, ¿es seguro que su amiga ordenó realizar esa suma?
—Sí, y cuando la operación estuvo terminada, se hizo una transferencia al Green Lake City Bank. Eso es lo que me dijo el señor Farquhart.
—Green Lake —repitió él, pensativamente—. Conozco esa población, aunque nada más por haberla cruzado con mi automóvil.
—Señor Leach, la clínica donde está Dina se encuentra a unos siete kilómetros al norte de Green Lake. Yo estuve allí, pero no pude verla. El doctor Carmody le había prohibido toda clase de visitas.
—Probablemente, necesitaba aislamiento…
—Quizá, pero me gustaría estar segura de que Dina padece realmente esa enfermedad nerviosa. La clínica se halla instalada en un lugar llamado Wallis Farm, con perros de presa y alambradas. ¿Le parece lógico semejantes precauciones para cuidar de una supuesta enferma mental?
Leach frunció el ceño. De pronto, recordó Wallis Farm y el malencarado guardián, que le había echado de aquellos parajes con tan escasa amabilidad.
La curiosidad le picó.
—Señorita, iré a Wallis Farm —dijo al cabo—. Sin embargo, no quiero que se haga demasiadas ilusiones. Haré… lo que pueda, eso es cuanto estoy en condiciones de asegurar.
Joyce se puso en pie, a la vez que sonreía. Entonces, Leach observó que se trataba de una muchacha muy alta y de cuerpo admirablemente formado. El pelo, aunque no negro por completo, era muy oscuro y los ojos, grandes y rasgados, tenían dos hermosas pupilas de color verdegris, que prestaban un singular encanto a sus facciones.
—Gracias, señor Leach. Y ahora, si me indica sus honorarios…
—Hablaremos de eso a mi vuelta de Green Lake —contestó él.
—¿Cuándo piensa ir?
Leach se dispuso a contestar: «mañana», pero, de pronto, recordó la invitación de la hermosa Melitta Purcell.
—Quizá mañana me sea imposible. De todos modos, es un viaje que se puede hacer en el día. Llámeme pasado mañana por la noche… y déjeme también su dirección, por supuesto —respondió.
Joyce le entregó una tarjeta de visita. Luego se marchó, dejando como recuerdo de su estancia una tenue estela de sutil perfume, suave y delicado.
Mientras se abanicaba con la tarjeta de visita, Leach pensó unos momentos en Wallis Farm, en el doctor Carmody y en la valla que circundaba su propiedad. Sí, el sheriff Lance le había dicho algo al respecto.
Pero la hermosa Melitta Purcell estaba mucho más cerca.
* * *
Había sido una cena muy agradable. Al terminar, Leach se ofreció para ayudar a fregar los platos, pero Melitta dijo que su sirvienta se encargaría al día siguiente.
—Ve a la sala —dijo—. Yo prepararé mientras el café y los licores.
Leach asintió. La sala era una vasta estancia, que daba a una terraza de amplias proporciones, situada a veintidós pisos sobre el asfalto. Desde allí, se divisaba una espléndida vista de la ciudad, con sus luces reflejándose sobre las aguas del Mississippi.
De vez en cuando, se oía el gemido de la sirena de un barco fluvial.
Más a lo lejos, se veía el gran arco que indicaba el punto donde más de cien años antes, arrancaban las caravanas de pioneros que se disponían a colonizar y conquistar el Oeste.
San Luis, pensó Leach, había cambiado bastante desde que los indios venían a traficar en los puestos comerciales situados a la orilla del que ellos denominaban Gran Padre de las Aguas.
Melitta se retrasó un poco, pero no le dio importancia. Sacó cigarrillos, se puso uno en los labios y buscó fuego. De pronto, divisó una tira de fósforos encima de una mesita.
Levantó la solapa. En la cara interior, vio escritas dos palabras, que le parecieron grabadas a fuego: Wallis Farm.
De pronto oyó la voz de Melitta a sus espaldas:
—Barry.
Leach se volvió. Melitta estaba a unos pasos de distancia, vestida con un transparente peinador de tul blanco, sonriéndole de un modo muy atractivo, y con el pelo libre y suelto.
Había muy poca luz en la sala, pero detrás de la joven, una gran lámpara de pie proyectaba el suficiente resplandor para que Leach pudiera contemplar la admirable silueta femenina que tenía a unos pasos de distancia. En aquel momento, se olvidó por completo del Café y los licores que ella había prometido.
Avanzó hacia Melitta. Tenía las manos a la espalda, pero Leach no se fijó en el detalle.
—Estás más bella que nunca —murmuró al abrazarla.
Ella entrecerró los ojos. Leach sintió contra su pecho el cálido palpitar de los senos femeninos. De pronto, cuando ya se inclinaba para besarla, notó algo raro.
Detrás de Melitta había un cuadro, que representaba unas flores, pintadas sobre papel grueso. El papel estaba protegido, lógicamente, por un cristal.
Y el cristal hacía de espejo. Leach vio que Melitta alzaba su mano derecha, armada de un afiladísimo puñal.
Ella respiraba afanosamente. Leach, más asombrado que asustado, dio un salto atrás.
—¡Melitta! —gritó—. ¿Te has vuelto loca?
La mano de la joven estaba todavía en alto. Leach la observó y creyó ver en su cara una rara expresión de locura.
—Dame ese puñal, Melitta —pidió.
De súbito, ella emitió un ronco sonido, absolutamente ininteligible. El puñal se desprendió de sus manos cuando echó a correr hacia la terraza, de una forma totalmente inesperada.
Leach se quedó helado de terror. Fue una especie de parálisis, que le mantuvo clavado al suelo durante una fracción de segundo, lo suficiente para impedirle evitar la enloquecida acción de su bella anfitriona.
Antes de que pudiera hacer nada, Melitta llegó al parapeto de la terraza, haciendo ondear tras sí la bata de encajes. Sin detenerse, puso las manos en el borde y se arrojó al vacío.
Un horripilante alarido brotó de la garganta de Melitta, en el instante en que se dio cuenta de lo irremediable de su suerte. Aquella visión de los tules flameantes duró sólo un cortísimo espacio de tiempo en las retinas del invitado.
El grito se hundió rapidísimamente en la noche, hacia el asfalto, a veintidós pisos de distancia.
* * *
Tenía un vaso mediado en la mano, cuando sonó el teléfono.
En el primer momento, se sintió tentado de no contestar. Pero luego, al notar la insistencia del que llamaba, alargó el brazo y levantó el aparato.
—Leach —gruñó.
—Soy Joyce Blunt —dijo una voz de mujer—. Señor Leach, he leído los periódicos…
—Entonces, ya está enterada de lo sucedido.
—Sí. Lo siento tantísimo.
—Más lo siento yo. Esto va a ser mi ruina.
—Por favor…
—No había testigos, por tanto, la Policía ha tomado como buena mi declaración. Melitta Purcell saltó por la terraza.
—Quisiera decirle algo para animarle, pero… no, se me ocurre nada. Harto me imagino ahora su situación tan delicada. Si puedo ayudarle…
—Gracias. Voy a verme metido en un buen lío durante una temporada. Luego, lógicamente, todo se olvidará. Es decir, lo olvidará la masa, pero no los profesionales. Es posible que, incluso, deba abandonar San Luis.
—Oh, sería terrible… Precisamente ahora, ya, tan acreditado…
—Estoy en libertad provisional. Un día se celebrará el juicio. Probablemente seré declarado no culpable, que no es lo mismo que inocente. Pero Melitta ha muerto. ¿Cómo probar que estaba drogada o hipnotizada?
—¿Pidió que se analizaran los restos de la cena, el vino que habían tomado…?
—Sí. Los análisis son negativos. La autopsia no ha dado señales de drogas. Pero ¿por qué querría asesinarme, mientras me disponía a besarla?
—¿Qué dice la Policía de las huellas del puñal?
—Sólo han encontrado las de Melitta. Aun así, eso no prueba sino que, tal vez, quiso defenderse de mí cuando, a causa del alcohol, quise arrojarla por la terraza, al ver que ella no quería acceder a mis deseos.
—Eso no lo creo yo en absoluto, señor Leach.
—Muchas gracias, señorita Blunt, pero es preciso que nos encaremos con la realidad.
Ah, por supuesto, seguiré adelante con su asunto.
—No me atrevía a recordárselo… ¡Si supiera mi estado de ánimo!
—¿Con respecto a su amiga?
—No, no tanto como con respecto a usted. Le ha sucedido algo horrible, de lo que no tiene ninguna culpa, y yo quisiera expresarle mi simpatía mejor de lo que lo estoy haciendo. No es adulación, para que siga adelante con mi encargo, sino que quiero ser sincera.
—Gracias, señorita Blunt. Bien, si eso le sirve de consuelo, le diré que mañana pienso viajar a Green Lake. En cierto modo, yo también estoy interesado en Wallis Farm.
—¿De veras?
—Sí. Melitta estuvo allí.
Joyce lanzó una exclamación de asombro.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, una vez repuesta de la sorpresa.
—Bien, a decir verdad, no sé si estuvo, pero es seguro que conocía la clínica. Encontré el nombre de Wallis Farm en la solapa de una tira de fósforos, que encontré en casa de Melitta.
—Vamos, no irá a decirme que el doctor Carmody emplea ese tipo de publicidad para propagar las bondades de su clínica.
—Por supuesto que no. El nombre de Wallis Farm estaba escrito, como se dice en términos forenses, de puño y letra de Melitta.
—Es… fantástico —dijo Joyce.
—No fantástico, sino muy intrigante. Y ahora, casi tanto como usted, yo estoy también empeñado en averiguar qué pasa en la clínica del doctor Carmody.
—Señor Leach, llámeme en cuanto vuelva, por favor.
—Descuide, señorita Blunt. Y gracias por sus palabras; es usted una persona realmente encantadora.
—Me gusta ser sincera. Si hubiese pensado de usted de otra manera, también se lo hubiera dicho.
Leach colgó el teléfono. Una vez más reprodujo, con los ojos de la mente, la terrible escena del insólito suicidio de la hermosa Melitta.
¿Qué había provocado en la joven aquel sentimiento de autodestrucción?
Quizá, pensó, la respuesta estaba en Wallis Farm.